sábado, 17 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 21

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.

CUARTO PENSAMIENTO.

Ese filósofo que ha vivido dos mil quinientos años puede decirse que existe: es el filósofo actual. En nuestro presente comportamiento filosófico y la doctrina que de él resulta, tenemos en cuenta y a la vista una buena parte de lo que se ha pensado antes sobre los temas de nuestra disciplina. Ello equivale a decir que las filosofías pretéritas colaboran en la nuestra, estén en ella actuales y vivaces.
Cuando por vez primera entendemos una filosofía nos sorprende por la verdad que contiene e irradia –es decir, que, por lo pronto, si no conociéramos otras, nos parecería sin más la verdad misma–. De aquí que el estudio de toda filosofía, aun para el muy gastado en estos encuentros, es una inolvidable iluminación. Consideraciones ulteriores nos hacen rectificar: aquella filosofía no es la verdad, sino tal otra. Pero esto no significa que quede anulada e invalidada aquella primera impresión: la arcaica doctrina sigue siendo “por lo pronto” verdad –entiéndase, una verdad por la que habrá que pasar siempre en el itinerario mental hacia otra más plena. Y esta a que se llega es más plena porque incluye, absorbe aquella.
En cada filosofía están todas las demás como ingredientes, como pasos que hay que dar en la serie dialéctica. Esa presencia será más o menos acusada y, tal vez, todo un viejo sistema aparece en el más moderno solo como un muñón o un rudimento. Esto es palmaria y formalmente así, si comparamos una filosofía posterior con las precedentes. Pero aun, viceversa, si tomamos una más antigua veremos al trasluz de ella, como gérmenes, como tenues perfiles, aún no encarnadas, muchas de las ideas posteriores –si se tiene en cuenta el grado de explicitación, de riqueza, de dimensiones y distinciones propio al tiempo en que aquella añeja filosofía fue pensada. Ni puede menos de ser así. Como los problemas de la filosofía son los radicales, no hay ninguna en que no estén ya todos. Los problemas radicales están inexorablemente ligados unos a otros, y tirando de cualquiera salen los demás. El filósofo los ve siempre, aunque sea sin conciencia clara y aparte de cada uno. Si no se quiere llamar a esto ver, dígase que, ciego, los palpa. De aquí que –contra lo que el profano cree– las filosofías se entiendan muy bien entre sí: son una conversación de casi tres milenios, un diálogo y una disputa continuos en una lengua común que es la actitud filosófica misma y la presencia de los mismos biscornutos problemas.
Con esto damos vista a un cuarto aspecto del pasado filosófico. El anterior nos lo hacía ver como la melodía de experiencias intelectuales por las que, frente a ciertos temas, tiene el hombre que ir pasando. Quedaba así afirmado, justificado el pretérito. Pero quedaba allí –en la región de lo sido. Embalsamado pero, entonces, muerto. Era una vista arqueológica. Mas ahora advertimos que esas experiencias hechas hay que hacerlas siempre de nuevo, bien que con la benéfica facilidad de haberlas recibido ya hechas. No quedan, pues, a nuestra espalda, sino que nuestra filosofía actual es, en gran parte, la reviviscencia en el hoy de todo ayer filosófico. En nosotros recobran eficacia siempre nueva las viejas ideas y se hacen perviventes. En vez de representarnos el pasado filosófico como una línea tendida horizontalmente en el tiempo, el nuevo aspecto nos obliga a figurarla en línea vertical porque ese pasado sigue actuando, gravitando en el presente que somos. Nuestra filosofía es tal cual es, porque se halla montada sobre los hombros de las anteriores –como ese número de “la torre humana” que hace la familia de acróbatas en el circo. O, si se prefiere otra figura, véase a la humanidad filosofando como un larguísimo camino que es forzoso recorrer siglo tras siglo, pero un camino que, conforme se va haciendo, se va enrollando sobre sí mismo y, cargado al dorso del caminante, de camino se transforma en equipaje.

Esto que acontece con el pasado filosófico no es sino un ejemplo de lo que acontece con todo pretérito humano.
El pasado histórico no es pasado simplemente porque no esté ya en el presente –esto seria una denominación extrínseca– sino porque le ha pasado a otros hombres de los cuales tenemos memoria y, por consiguiente, nos sigue pasando a nosotros que lo estamos de continuo repasando.
El hombre es el único ente que está hecho de pasado, que consiste en pasado, si bien no sólo en pasado. Las otras cosas no lo tienen porque son sólo consecuencia del pasado: el efecto se deja atrás y fuera la causa de que emerge, se queda sin pasado. Pero el hombre lo conserva en sí, lo acumula, hace que, dentro de él, eso que fue siga siendo “en la forma de haberlo sido” (Sobre esta categoría de la razón histórica que es el “ser en la forma de haberlo sido”, véase mi estudio Historia como sistema. [Obras completas, T. VI.]). Este tener el pasado que es conservarlo (de aquí que lo específicamente humano no es el llamado intelecto, sino la “feliz memoria”) (Véase el Prólogo al libro del Conde de Yebes. [Obras completas, T. VI.]) equivale a un ensayo modestísimo sin duda, pero, al fin, un ensayo de eternidad –porque con ello nos asemejamos un poco a Dios, ya que tener en el presente el pasado es uno de los caracteres de lo eterno. Si, en parejo sentido, tuviésemos también el futuro sería nuestra vida un cabal remedo de la eternidad –como dice Platón del tiempo mismo con mucha menos razón. Pero el futuro es precisamente lo problemático, lo inseguro, lo que puede ser o no ser: no lo tenemos sino en la medida que lo pronosticamos. De ahí el ansia permanente, en el hombre, de adivinación, de profecía. Durante la época moderna se ha dado un gran paso en la facultad de adivinar: es la ciencia natural que predice con rigor no pocos acontecimientos futuros. Y es curioso notar que los griegos no llamaban conocimiento sensu stricto a un método intelectual como nuestra ciencia física que, según ellos, se contenta con “salvar las apariencias” – –, pero sí acabaron por llamarle “divinatio artificiosa”. Véase en el tratado De Divinatione de Cicerón la definición de esta probablemente tomada de Posidonio y dígase si no es la definición de la ciencia física (De Divinationes I, XLIX (cito de la edición Didot por no tener otra a mi disposición). El término “divinatio artificiosa” me parece que no se halla hasta el I, LVI).
El hombre puede adivinar cada vez más el futuro y, por tanto, “eternizarse” más en esa dimensión. Por otra parte, puede ir cada vez más tomando posesión de su pasado. Cuando den fin las luchas presentes es probable que el hombre, con furia y ansia hasta ahora desconocidas, se ocupe de absorber pasado en proporciones y con vigor y exactitud nunca vistos: es lo que llamo y anuncio desde hace tantos años como aurora de la razón histórica.
Se halla, pues, el hombre en posibilidad muy próxima de aumentar gigantescamente sus quilates de “eternidad”. Porque ser eterno no es perdurar, no es haber estado en el pretérito, estar en el presente o seguir estando en el futuro. Eso es sólo perpetuarse, perennizarse –una faena, después de todo, fatigosa, porque significa tener que recorrer uno todo el tiempo. Mas eternizarse es lo contrario: es no moverse uno del presente y lograr que pasado y futuro se fatiguen ellos en venir al presente y henchirlo: es recordar y prever. En cierto modo, pues, hacer con el tiempo lo que Belmonte logró hacer con el toro; en vez de azacanearse él en torno al toro logró que el toro se azacanea se en torno a él. La pena es que el toro del Tiempo, en cuanto cabe concretamente presumir, concluirá siempre por cornear al Hombre que se afana en eternizarse.
La “eternidad” del Hombre, aun esa efectivamente posible, es sólo probable. Tiene siempre que decirse a sí mismo lo que aquel caballero borgoñón del siglo XV eligió como divisa: Ríen ne m’est súr que la chase incertaine: sólo me es segura la inseguridad. Nadie nos ha asegurado de que persistirá el espíritu científico en la humanidad, y la evolución de la ciencia está siempre amenazada de involución, de retroceso y aun de desvanecimiento.
Nuestra restrospección nos ha puesto de manifiesto que es indiferente calificar al pasado filosófico como conjunto de errores o como conjunto de verdades porque, en efecto, tiene de lo uno y de lo otro. Cualquiera de los dos juicios es parcial, y en vez de pelear más les vale, al cabo, juntarse y darse la mano. La serie dialéctica que hemos recorrido no es, en sus puntos temáticos, una hilera de pensamientos arbitrarios ni sólo personalmente justificados, sino el itinerario mental que habrá de cumplir todo el que se ponga a pensar en la realidad “pasado de la filosofía”. No es arbitrario ni nuestra la responsabilidad de que, partiendo de su totalidad, lo primero que advirtamos sea la muchedumbre de opiniones contradictorias y, por tanto, erróneas, que luego veamos cómo cada filosofía sortea el error del precursor y así lo aprovecha, que más tarde caigamos en la cuenta de que eso sería imposible si aquel error no fuese en parte verdad y, por fin, cómo esas partes de la verdad se integran resucitando en la filosofía contemporánea. Lo mismo que el experimento normal, merced al cual el físico encuentra que las cosas pasan de un determinado modo, que al ser repetido en cualquier laboratorio idóneo da el mismo resultado, esa serie de pasos mentales se impone a cualquier meditador. Se fijará o detendrá más o menos en cada articulación, pero todas son estaciones en las cuales su intelecto se parará un instante. Según veremos, la función del intelecto es pararse y, al hacerlo, parar la realidad que el hombre tiene ante sí. En la operación de recorrer la serie tardará más o menos, según sus dotes, según su temple físico, según el estado climático, según que goce de reposo o tenga disgustos (Aprovecho este caso para una intervención pedagógica dirigida a cualquier joven inexperto –ser joven es ser profesionalmente inexperto– que me lea. Es sumamente probable que ante las inmediatas frases del texto su reacción haya sido la siguiente: “Todo esto va de suyo y es trivial. ¡Ya sabemos que no se está igual todos los días! Por tanto, el autor al decirlo y acumular expresiones para lo mismo –el ‘no sentirse bien’– se entrega a la ‘retórica’. De todos modos, ahí no hay nada que sea un problema filosófico”. A lo cual respondo sólo que al llegar a la p. [la indicación de la página está en blanco en el manuscrito; y no parece hallarse entre las que llegó a escribir el autor] se acuerde de esta reacción suya, porque es posible que entonces reciba un choc, muy útil para que aprenda a leer los textos filosóficos). La mente adiestrada suele recorrer velocísimamente una serie dialéctica elemental como la expuesta. Ese adiestramiento es la educación filosófica, ni más ni menos misteriosa que la gimnasia o que el “cultivo de la memoria”. Cualquiera puede ser filósofo sin más que querer –se entiende que querer ejercitarse, sea rico o pobre, ya que la riqueza casi, casi estorba más que la pobreza (Véase en mi estudio En torno a Galileo, cómo la riqueza, la superabundancia de muchos bienes, es la causa de las grandes y, a veces, terribles crisis históricas. [Obras completas, T. V.]). Al percatamos que el pasado de la filosofía es, en realidad indiferente a su aspecto de error y a su aspecto de verdad nuestra conducta deberá ser no abandonar ninguno e integrarlos.
Una verdad, si no es completa, es algo en que no se puede uno quedar –en que no se puede “estar”. Recuérdese el ejemplo inicial del esferoide y el espacio en torno a él. Apenas se insiste en pensar bien aquel, nos echa fuera y nos dirige al “espacio en torno”. Por esto, tiene gran sentido lo que nos dice por sí misma, si sabemos oírla, la expresión corriente de nuestro idioma: “X está en un error”. Porque ella subentiende que el error es precisamente “aquello en que no se puede estar” (Para que se vea claro: esta expresión envuelve una intención reprobatoria; X hace algo que, por una u otra razón, no se puede hacer –estar en el error–. Pertenece a un tipo de expresiones como: X es un traidor, Y miente, Z confunde las cosas –que siendo positivas gramaticalmente, enuncian negatividades–. Lo negativo va en el predicado, positivo también en cuanto forma gramatical, pero que el dicente da por supuesto y admitido ser una realidad incuestionable negativa). Si se pudiese estar en el error no tendría sentido el esfuerzo de buscar la verdad. Y, en efecto, nuestro mismo idioma usa otra expresión conexa donde manifiesta lo que en aquella estaba subentendido: “X ha caído en el error de... “ El estar en el error es, pues, un caer –lo más opuesto al “estar”. Otras veces se da a esta problemática “estancia” en el error un sesgo, siempre negativo pero de carácter moral. No sólo se cae sino que “se comete el error..”., responsabilizando al caído de su caer.
Como las verdades pretéritas (Hablar de “verdad pretérita” parece indicar que la verdad tiene fecha, que data, cuando la verdad se ha definido siempre como algo ajeno al tiempo. Ya veremos, pero ahora quería sólo advertir que no se trata de un lapsus verbal y que si es un crimen no es impremeditado) son incompletas no se puede estar en ellas, y por eso sólo, son errores. Si hay errores de otra clase, es decir, errores que no son sino errores, cuyo error no consiste meramente en su carácter fragmentario, sino en su materia y sustancia, no es cuestión que al presente necesitemos elucidar.
Interrumpamos aquí esta serie dialéctica no porque, en rigor, no debiéramos continuarla, sino porque la ocasión de este epílogo no consiente decir más y basta con lo dicho. Mas ¿no es el error, según todo lo antecedente, interrumpir una serie dialéctica, no “seguir pensando”? Lo seria si la diésemos como completa, pero lo que hacemos es simplemente darla por bastante para el horizonte y el nivel de temas que vamos a tocar. Es bien obvio que en esa serie, como en la mirada que la inició, no se ha intentado más que una enorme macroscopía. Pero claro está, que quedan en esa misma dirección del pensamiento innumerables cosas por decir. Más aún, lo enunciado es sólo lo primario, y lo primario es siempre lo más tosco y grueso, aunque es forzoso decirlo y no es lícito saltárselo

Ni el espacio a que debo extenderme ni la finalidad didáctica del libro permiten más holgados desarrollos de este tema. Al hablar ahora me represento lectores no muy adiestrados aún en los modos de la Filosofía. Para facilitarles la tarea he dado a esta primera serie didáctica una expresión y aun ciertos relieves tipográficos que acusan enfáticamente las articulaciones del pensamiento al avanzar en su progresiva complicación o síntesis. En el resto de estas páginas abandono procedimiento tal a fin de caminar más aprisa dado por supuestos y dejando tácitos muchos de los pasos intermediarios que el pensamiento da y el lector puede suplir.
Mas siempre que sea posible conviene evitar al lector la molesta depresión resultante de anunciarle vagamente que quedan tácitas cosas más interesantes, más enjundiosas, sin hacerle ver, siquiera como muestra, algún perfil concreto de lo silenciado. Mas como esto, a su vez, sería impracticable en la mayoría de los casos, so pena de expresarse herméticamente multiplicando el laconismo por el tecnicismo, solo cabe, aquí y allá, por vía de ejemplo, presentar listas de temas precisos que se dejaron intactos. Con ello el lector cobra confianza en el autor, le abre crédito y se convence de que esos anuncios de profundidades taciturnas y de rigores aplazados son cosas efectivas. En suma, conviene a ambos –lector y autor– que el callar de este no pueda malignamente presumirse vacío, sino que se trasluzca más lleno que su decir.
Por eso agrego aquí algunos de los muchísimos temas que la serie sólo iniciada en este capítulo encontraría más adelante si siguiese. Los escojo entre los que pueden enunciarse con brevísimos términos, entenderse sin ninguna especial preparación, pero que, además, son problemas abiertos cuya solución reclamaría largas investigaciones incluso de carácter empírico, de hechos y “datos”.
1.º ¿Qué hubo, antes de iniciarse la filosofía, como ocupación homóloga en el hombre? Por tanto, si la filosofía es, a su vez, no más que un paso dado por el pensamiento desde otro anterior que no sería filosofía. Esto significa que la filosofía toda, desde su iniciación a esta fecha, aparecería como mero miembro de una serie “dialéctica” enormemente más amplia que ella. Sobre este tema que es inexcusable tendré que decir algo más adelante.
2.º Por qué empezó la filosofía, cuándo y dónde empezó.
3.º Si ese comienzo, por sus condiciones concretas. lastró a la filosofía con limitaciones milenarias de que necesita liberarse.
4.º Por qué en cada época la filosofía se para en determinado punto.
5.º Si en la melodía de experiencias intelectuales que es el pasado filosófico no han faltado determinadas experiencias. Esto tendría para mí la especial importancia de hacer reparar al lector que lo dicho en el texto no da por supuesto que el proceso histórico de la filosofía ha sido “como debía ser”, que no hay en él imperfecciones, agujeros, fallas graves, importantes ausencias, etc. Para Hegel, el proceso histórico –el humano general y, en especie, el filosófico– ha sido perfecto, el que “tenía que ser”, el que “debía ser”. La historia, nos afirma, es “racional”, pero bien entendido, esta “racionalidad” que, según él, tiene la historia, es una “razón” no histórica, sino, con ligeras modificaciones, la que desde Aristóteles se conocía y desde entonces fue reconocida como lo opuesto a la historicidad; lo invariable, lo “eterno”. Yo pienso que es urgente invertir la fórmula de Hegel y decir que, muy lejos de ser la historia “racional”, acontece que la razón misma, la auténtica es histórica. El concepto tradicional de razón es abstracto, impreciso, utópico y ucrónico. Mas como todo lo que es tiene que ser concreto si hay razón, esa tendrá que ser la “razón concreta”. (Véase del autor Historia como sistema, 1935, y, como prefórmula de la idea, El tema de nuestro tiempo, de 1923, Algo sobre la historicidad de la razón en Ensimismamiento y alteración, 1939 (Buenos Aires), y en Prólogo a Veinte años de caza mayor del Conde de Yebes, 1943). [Obras completas, tomos VI, III, V y VI. El trabajo Ensimismamiento y alteración es el capítulo I del libro El hombre y la gente. En Obras completas, tomo VII]

En cambio, vamos ahora –tras una breve reflexión sobre lo que acabamos de hacer, que nos rendirá un importante teorema ontológico– a inaugurar, partiendo del mismo asunto (el pasado filosófico), otra serie dialéctica con ruta muy distinta.

II. LOS ASPECTOS Y LA COSA ENTERA.

Si suspendemos por unos momentos nuestra ocupación con el pasado filosófico y, en su lugar, reflexionamos sobre lo que nos ha pasado con él al desarrollar la anterior serie dialéctica, podernos lograr una generalización importante. Ese pasado se nos fue presentando bajo diferentes aspectos, cada uno de los cuales quedó formulado por nosotros en lo que solemos llamar “concepto, noción, idea de una cosa”. Por nuestro gusto, nos hubiésemos contentado con uno, con el primero. Era lo más cómodo. Pero la realidad que teníamos delante –el pasado filosófico–, no nos dejó, sino que nos obligó a movilizarnos, a transitar de un aspecto a otro y, paralelamente, de una “idea” a otra. ¿Quién tiene la culpa de que nos fuese inevitable tomarnos todo ese trabajo, la realidad, la cosa o nosotros, nuestra mente? Veamos.
Si el lector mira con los ojos de su cara la superficie de la mesa o la pared que acaso tiene ahora delante y aun esta página del libro e insiste un rato en su inspección ocular notará una cosa tan trivial como extraña. Notará que lo que efectivamente ve de la pared en un segundo momento no es del todo lo mismo que lo visto en el primero. Y no es que la pared, en tan breve término, haya por sí cambiado. Pero puntos, formas, pequeñas grietas, menudas manchas, matices de color que primero no se veían se revelan en el segundo momento –donde revelar puede entenderse, por lo pronto, como en fotografía. En efecto, se presentan de repente y, sin embargo, con el carácter de que ya estaban allí antes, pero inadvertidos. Si el lector se hubiera obligado –lo que es prácticamente imposible– a formular en conceptos y, por tanto, en palabras lo que vio en cada uno de esos dos momentos notaría que las dos fórmulas o conceptos de la pared eran diferentes. La escena se reproduciría indefinidamente si continuara indefinidamente mirando la pared: esta, como un hontanar inagotable de realidad, iría “manando” contenido siempre imprevisto que se iría, de momento a momento, revelando. La cosa, en este ejemplo, ha permanecido quieta: es nuestro ojo quien se ha movido dirigiendo el eje visual ora a un trozo, ora a otro. Y a cada disparo de mirada que la pupila hacía, la pared, herida en sus entrañas, dejaba escapar nuevos aspectos de sí misma. Pero aun sin mover la pupila hubiera sido lo mismo, porque la pared hace también moverse nuestra atención. En el primer instante nos habríamos fijado en determinados componentes, en el segundo en otros, y a cada fijación nuestra la pared habría correspondido con otra fisonomía. Es este un fenómeno de valor paradigmático que, a veces, resulta conmovedor. Si se toma la menuda hoja de un árbol y se la mira con insistencia, se ve primero sólo su forma general y luego a ella misma; la hoja va solicitando nuestra mirada, moviéndola, itinerándola sobre su superficie, guiándola de suerte que se nos revela la maravillosa estructura de gracia geométrica, “constructiva”, arquitectónica, increíble que forman sus innumerables nerviecillos. Para mí, esta experiencia impremeditada ha sido inolvidable –lo que Goethe llamaba un “protofenómeno”– y a ella debo, literalmente, toda una dimensión de mi doctrina: que es la cosa el maestro del hombre; sentencia de contenido mucho más grave de cuanto ahora se puede suponer (Véase una insinuación de ella en mi ensayo La “Filosofía de la historia” de Hegel, y la historiología, 1928. [Obras completas, T. IV]). Pero necesito añadir esto: yo no he acabado nunca de ver una hoja.
Por ventura, es más claro ejemplo que nos propongamos ver una naranja. Primero vemos de ella sólo una cara, un hemisferio (aproximadamente) y luego tenernos que movernos e ir viendo hemisferios sucesivos. A cada paso, el aspecto de la naranja es otro –otro que se articula con el anterior cuando este ha desaparecido ya, de suerte que nunca vemos junta la naranja y tenemos que contentarnos con vistas sucesivas. En este ejemplo, la cosa reclama ser vista completa con tal vehemencia que tira de nosotros y nos hace materialmente girar en torno a ella.
No tiene duda que es la naranja, la realidad, quien, por su parte, es causa de que pasemos de un aspecto a otro, quien nos obliga a desplazarnos y fatigarnos. Pero es claro que esto lo hace porque, en cada momento, nosotros sólo podemos mirarla desde un punto de vista. Si fuésemos ubicuos y, a la vez, pudiéramos verla desde todos los puntos de vista, la naranja no tendría para nosotros otros “aspectos diversos”. De un golpe la veríamos entera. Somos, pues, también causantes de nuestro propio trabajo.
Nuestro movimiento de traslación en torno a la naranja para ir viéndola, si no fuese mudo, sería un ejemplo cabal de serie dialéctica. La condición de nuestro pensar por la que suele llamársele “discursivo” (El término es confuso porque en el pensar hay un lado intuitivo y otro “lógico” o conceptual. Pero no conviene aquí entrar en este asunto), es decir, que corre a brincos discontinuos, hace que tengamos que recorrer, paso a paso, haciendo altos, la realidad. A cada paso tomamos una “vista” sobre ella y estas vistas son, de un lado –el sensu stricto intelectual, los “conceptos” o “nociones” o “ideas”; de otro –el intuitivo, los “aspectos” correlativos de la cosa. Este recorrer supone tiempo y cada hombre dispone de poco y la humanidad hasta la fecha no ha dispuesto de más que, aproximadamente, un millón de años. De aquí que no sean fabulosamente muchas las “vistas” que hasta ahora se han tomado sobre la Realidad. Se dirá que podía haberse aprovechado más el tiempo porque es palmario que se pierde mucho (Véase nota anterior, p. 499). Ciertamente, mas para corregir esto último fuera menester, entre otras cosas, averiguar antes por qué la historia pierde tanto tiempo, por qué no marcha más de prisa, por qué “los molinos de los Dioses muelen tan despacio”, como ya sabía Homero (Ilíada, XV, 160). En suma, hay que dar razón, no sólo del tiempo histórico, sino de su diverso tempo, de su ritardando y de su accelerando, de su adagio y su allegro cantabile, etc. De donde resulta la extravagante pero evidente consecuencia de que, encima de haber perdido los hombres todo ese tiempo, tienen que gastar otro en dedicarse “à la recherche du temps perdu” (También aquí el lector, que no suele ver las cosas de que está hablando el autor, sino quedarse fuera mirando las palabras con que habla, como los zapatos de un escaparate, juzgará petulantísimamente que es esto sólo un juego de palabras. Le emplazo hasta la aparición próxima de un libro mío, donde hallará un ejemplo concretísimo y compacto de cómo es lo arriba dicho literalmente verdad y, en ocasiones, no hay más remedio que ocuparse en “buscar el tiempo perdido” por sí mismo o por otro, por una nación o por la humanidad entera).
No es la presente ocasión oportuna para intentarlo. Ahora se trata de que, en cada momento, tenemos de la realidad sólo un cierto número de vistas que se van acumulando. Estas vistas son, a la vez, “aspectos de la cosa”.
El “aspecto” pertenece a la cosa, es –si queremos decirlo crudamente– un pedazo de la cosa. Pero no es sólo de la cosa: no hay “aspecto” si alguien no mira. Es, pues, respuesta de la cosa a un mirarla. Colabora en ella el mirar porque es este quien hace que en la cosa broten “aspectos”, y como ese mirar tiene en cada caso una índole peculiar –por lo pronto mira en cada caso desde un punto de vista determinado–, el “aspecto” de la cosa es inseparable del vidente. Mas, déjeseme insistir: como, al fin y al cabo, es siempre la cosa quien se manifiesta a un punto de vista en alguno de sus aspectos, estos le pertenecen y no son “subjetivos”. De otra parte, dado que son sólo respuesta a la pregunta que todo mirar ejecuta, a una inspección determinada, no son la cosa misma, sino solo sus “aspectos”. Con un modismo de sobra vernacular, diríamos que el “aspecto” es la “cara que nos pone” la realidad. La pone ella pero nos la pone a nosotros (Y a la verdad, podría, en vez de “aspecto”, dotarse con toda formalidad al vocablo “cara” de valor terminológico en ontología). Si cupiese integrar los incontables “aspectos” de una cosa, la tendríamos a ella misma, porque la cosa es la “cosa entera”. Como eso es imposible, tenemos que contentarnos con tener de ella sólo “aspectos” y no la cosa misma –como creían Aristóteles o Santo Tomás.
Lo que por parte de la cosa es “aspecto”, por parte del hombre es la “vista” tomada sobre la cosa. Se le suele llamar “idea” (concepto, noción, etc.). Pero este es un término que hoy tiene sólo significado psicológico, y el fenómeno radical que ahora nos ocupa no tiene nada de psicológico. Sin duda, para que la cosa nos ofrezca sus “aspectos” y –lo que es igual, sólo que considerado desde el “sujeto” que tiene la cosa delante– el hombre pueda tomar sobre ella sus “vistas”, tienen que funcionar todos los aparatos corporales y psíquicos. La psicología, la física y la fisiología estudian estos funcionamientos, mas esto quiere decir que esas ciencias parten como de algo previo, que está ahí antes que ellas y que es causa de que ellas existan, del fenómeno primario y radical que es la presencia de la cosa ante el hombre en la forma de “aspectos” o “vistas”. El funcionamiento de estos aparatos y mecanismos no interesa nada a la cuestión que nos ocupa. Tanto da que funcionen de un modo como que funcionen de otro, pues lo único que importa es el resultado: que el hombre se encuentra con que ve cosas.
No se trata de psicología ni cien leguas de ella (Esto no quiere decir que la psicología no sea una disciplina fabulosamente interesante, a la cual debían las gentes aficionarse más porque es asequible, bastante rigorosa y sobremanera divertida. Con preparación muy modesta se puede trabajar en ella con resultados positivos y de propia creación. Va para diez años que tuve el propósito de iniciar en España una campaña pro Psicología, aprovechando el entusiasmo y las excepcionales dotes de organizador que el Dr. Germain posee. Yo no soy psicólogo ni hubiera podido dedicarme a serlo, pero he sido aficionado, y esto me hubiera permitido despertar curiosidades, suscitar vocaciones y promover grupos de estudiosos y curiosos en la materia en tomo a las personas que ya de antemano, denodadamente y sin apoyo se ocupaban de esta ciencia, sobre todo en Barcelona y en Madrid). Se trata de un hecho metafísico o, con otro nombre, ontológico. Y los hechos metafísicos –que no son misteriosos o ultracelestes, sino los más simples, los más triviales y los más “perogrullescos”– son los hechos más de verdad “hechos” que existen, anteriores a todos los “hechos científicos” que suponen a aquellos y de ellos parten.
De aquí que conviniera desalojar de la terminología filosófica el vocablo “idea”, palabra en último grado de degradación y envilecimiento, puesto que ni en psicología significa ya nada preciso, auténtico, unívoco. En Grecia –pues se trata de una palabra griega, no latina y menos aún románica– tuvo su gran momento, su hora de estar en forma. Con Dion, amigo y discípulo de Platón, llegó a reinar literalmente, aunque sólo unos días, en Siracusa, y en Atenas fue algún tiempo casi la opinión “reinante”. Fue nada menos que la Idea, las Ideas platónicas. Al trato con ellas llamó Platón “dialéctica”, de la cual dice que es el “arte real” – –. ¡Quién lo diría, contemplando su grasiento, desdibujado y nulo papel actual! Diable qu’il a mal tourné ce mot “idée”!
Pues bien, la versión más exacta del término Idea, cuando Platón lo usaba, sería “aspecto”. Y él no se ocupaba de psicología, sino de ontología. Porque, en efecto, pertenece a la Realidad tener “aspectos”, “respectos” y, en general, “perspectiva”, ya que pertenece a la Realidad que el hombre esté ante ella y la vea (Esto es lo que vamos a ver más adelante. En este capitulo se trata solo de precisar una terminología, no de fundamentar la verdad de lo que ella enuncia. Por qué hablamos de Realidad, por qué última mente aseguramos que tiene “aspectos”, lo cual supone que alguien lo está siempre viendo, etc., son temas radicales de que luego nos vamos a ocupar; sin embargo, los ejemplos dados –pared, mesa, página de libro o bien la hoja del árbol– se bastan a sí mismos para justificar por el pronto y en esos casos cuando menos, la terminología, puesto que esta enuncia eficazmente lo que, por lo menos, en esos casos efectivamente pasa). Casi son equivalentes los términos perspectiva y conocimiento. Es más, lleva aquel la ventaja de avisar por anticipado de que el conocimiento no es sólo un “modus cognoscentis”, sino una positiva modificación de lo conocido –cosa que Santo Tomás no aceptaría–; que es la cosa trasmutada en meros “aspectos” y sólo “aspectos”, a los cuales es esencial constituirse en una perspectiva. El conocimiento –y aludo a él ahora no más que de soslayo– es perspectiva, por tanto, ni propiamente un ingreso de la cosa en la mente como creían los antiguos, ni un estar la “cosa misma” en la mente per modum cognoscentis, como quería la escolástica, ni es una copia de la cosa como [Falta el final de la frase], ni una construcción de la cosa como supusieron Kant, los positivistas y la escuela de Marburgo –sino que es una “interpretación” de la cosa misma sometiéndola a una traducción, como se hace de un lenguaje a otro, diríamos del lenguaje del ser, que es mudo, al lenguaje decidor del conocer. Este lenguaje al que es traducido el ser es, ni más ni menos, el lenguaje, el logos. Conocer, en su postrera y radical concreción, es dialéctica ––, ir hablando precisamente de las cosas. La palabra enuncia las vistas en que nos son patentes los aspectos de la Realidad.

Siendo el conocimiento un asunto que el hombre tiene con las cosas, habrá que referirse a él contemplándolo unas veces desde el hombre y otras desde las cosas. El asunto, la realidad que se contempla –el fenómeno “conocimiento”– es, en ambos casos, el mismo y sólo nuestro punto de vista el que ha variado. De aquí que convenga poseer un doblete de término, “vista” y “aspecto”. En fin, tienen ambas denominaciones la ventaja de recordar constantemente que pensar es últimamente “ver”, tener presente la cosa, es decir, intuición. Téngase en cuenta que al lenguaje, la palabra, el nombre, atañen, aparte otras que no hacen al caso, dos funciones: una, permitirnos manejar una cantidad enorme de conceptos, de ideas en forma “económica”, ahorrándonos efectuar realmente el acto de pensar que esos conceptos e ideas son. En la mayor parte de los casos, lo que descuidadamente llamamos pensar no lo es propiamente, sino sólo su abreviatura. En esta función cada palabra es sólo un “vale” por la efectiva ejecución de un pensamiento, y con ella el lenguaje nos permite “abrirnos un crédito” intelectual con que fundamos, como grandes industrias, las ciencias. Pero el negocio bancario no puede consistir sólo en abrir créditos. Esta función es correlativa de otra y la reclama: realizar los créditos hechos. De aquí la otra función del lenguaje que es la decisiva: cada palabra nos es una invitación a ver la cosa que ella denomina, a ejecutar el pensamiento que ella enuncia. Porque pensamiento, repito y repetiré sin cesar en estas páginas, es en postrera y radical instancia un “estar viendo algo y de eso que se está viendo, fijar con la atención tal o cual parte”. Diremos, pues, que es pensar “fijarse en algo de lo que se ve”.

Pero esta nueva terminología nos permite hacer ver con claridad un equívoco muy perjudicial que se perpetúa en la antigua. Han solido llamarse “ideas verdaderas” aquellas que representan o a que corresponden realidades. Pero esa denominación, aparte otras muchas deficiencias, es contradictoria porque lleva dentro un empleo equívoco, dual del término “realidad”. Por una parte, es este un concepto epistemológico y, en cuanto tal, no significa más sino que hay efectivamente en lo real aquello mismo que el pensamiento piensa o, en otro giro, que la idea efectivamente idea lo que hay en la realidad. Si digo que la nieve es blanca, digo verdad porque efectivamente encuentro en la nieve eso que llamo “blancura”. Si digo que es negra, pasa lo contrario. En este sentido se alude, pues, a la “realidad de la idea” y se desatiende la “realidad de lo real”. Este es un concepto “ontológico” y significa la cosa según es –y la cosa no es sino la “cosa entera”, su integridad. Pues bien, la mayor parte de nuestras “ideas verdaderas” no representan sino sólo uno de los componentes de la cosa que en aquel momento nuestra mente halla, ve y aprehende –por tanto, un mero “aspecto” parcial, arrancado a la cosa, abstracto, aunque “real” en el primer sentido del término. Esta es la causa más frecuente de nuestros errores porque nos lleva a creer que asegurarnos de si una idea es verdad se reduce a confirmar ese único carácter “real” de la idea que es enunciar un “auténtico aspecto” –a no buscar su integración confrontando la idea no sólo con el “aspecto” que ella enuncia, sino con el decisivo carácter de la realidad que es “ser entera” y, por lo mismo, tener siempre “más aspectos”.

Dado el paralelismo forzoso entre los problemas de la Realidad y los problemas de la Verdad, era inevitable que se reprodujese el mismo equivoco al usar el término “verdad”. Se olvida demasiado que esta palabra, aun en el lenguaje más vulgar, significa primariamente “lo que es completamente verdad” y sólo secundariamente tiene un segundo sentido más modesto, resignado y parcial; “aquello que, aun no siendo toda la verdad, lo es en parte porque no es un error”. Que “la nieve es blanca” es, en parte, verdad porque en la nieve hay blancura, pero, primero, existen muchas cosas blancas cuya blancura es de distinto matiz que la de la nieve –luego el predicado “blancura” dicho de la nieve sólo es verdad si lo tomamos con su especial matiz que en la proposición no consta y hace de ella una verdad incompleta, parcial, en peligro de ser falsa. Segundo, de hecho hay nieves que, aun recién caídas, no son blancas. Tercero, la nieve es innumerables otras cosas aparte de ser blanca. El vocablo “es” en la expresión “la nieve es...” tiene también un sentido máximo que sólo se llenaría si el predicado dijese todo lo que la nieve es. Pero, como “realidad” y “verdad” el “es” posee sentidos secundarios y deficientes.


III. SERIE DIALÉCTICA.

El ejemplo de la naranja y, de otro lado, nuestra misma conducta al recorrer los cuatro aspectos primeros que nos presenta el pasado filosófico, son dos “series dialécticas”. La reflexión que acabamos de hacer sobre lo que en esos “discursos” o desarrollos mentales nos había pasado, nos permite tener una primera comprensión de lo que es una “serie dialéctica”. Esa primera comprensión es suficiente para que manejemos y aprovechemos este término en todo lo que viene a inmediata continuación. Más tarde, al enuclear el tema “pensar” tendremos que entrar en los entresijos de la realidad que con ese nombre denunciamos. No vaya el lector a quedarse de muestra delante del término “serie dialéctica”, creyendo que por fuerza hay tras él gran pieza, por su teatral prestancia que recuerda la guardarropía terminológica de los antiguos sistemas románticos alemanes, propios de un tiempo en que los filósofos eran solemnísimos y ante el público actuaban como ventrílocuos del Absoluto. Se trata de cosa muy poco importante y muy casera, pero que resulta cómoda.
El término se limita a denominar el siguiente conjunto de hechos mentales que se producen en todo intento de pensar la realidad:
Toda “cosa” se presenta bajo un primer aspecto que nos lleva a un segundo, este a otro y así sucesivamente. Porque la “cosa” es “en realidad” la suma o integral de sus aspectos. Por tanto, lo que hemos hecho ha sido:
1.º Pararnos ante cada aspecto y tomar de él una vista.
2.º Seguir pensando o pasar a otro aspecto contiguo.
3.º No abandonar, o conservar los aspectos ya “vistos” manteniéndolos presentes.
4.º Integrarlos en una vista suficientemente “total” para el tema que en cada caso nos ocupa.
“Pararse”, “seguir”, “conservar” e “integrar” son, pues, las cuatro acciones que el pensar dialéctico ejecuta. A cada una de esas acciones corresponde un estado de nuestra investigación o proceso de comprensión o pensamiento. Podemos llamarlas las articulaciones en que va armándose nuestro conocimiento de la cosa.
Ahora bien, todo el quid está en que cada “vista” de un “aspecto” reclama que avancemos para ver otro. La cosa, como hemos dicho, tira de nosotros, nos fuerza a marchar de nuevo después de habernos parado. Esa nueva “vista” reclamada por la primera, será la de otro “aspecto” de la cosa –pero no uno cualquiera, sino el aspecto que en la cosa está contiguo al primero. En principio, el pensar dialéctico no puede saltarse ningún aspecto, tiene que recorrerlos todos y, además, uno tras otro. La contigüidad “lógica” de las “vistas” (vulgo, conceptos) proviene de la contigüidad por implicación. El concepto de 1 es contiguo al concepto 2, porque está en este inmediatamente implicado. La contigüidad dialéctica es como la del concepto “espacio en torno” reclamado por el concepto “tierra”. Es una contigüidad de complicación. Como Hegel llamó ilustremente al pensar sintético o complicativo “dialéctica”, yo busco con este término continuidad con la tradición. Pero nótese lo poco que tiene que ver con la dialéctica de Hegel (Dejo para otro trabajo una exposición que precise lo que hay de común (muy poco) y lo que hay de divergente (todo el resto) entre el uso de este término en la obra de Hegel y en las páginas de este libro).
Pero un camino que se hace de un punto al punto contiguo es lo que en geometría constituye la línea recta. Tenemos, pues, que el pensar dialéctico marcha sólo en línea recta y viene a ser como los fen shui, o espíritus peligrosos que tanto preocupan a los chinos. Porque es el caso que estas entidades, fautoras del bien y del mal para los hombres, sólo pueden desplazarse rectilíneamente. Por eso, el borde de los tejados chinos está encorvado hacia arriba. De otro modo, un fen shui que se instale en el tejado se deslizaría en línea recta cayendo sobre el huerto o jardín, proximidad de gran peligro, pero al encontrar rizado hacia lo alto el borde del tejado no tiene más remedio que salir disparado con rumbo al firmamento.
Esta contigüidad de los pasos mentales hace que el pensar constituya una serie y del tipo más sencillo. Conste, pues, que si hablo de “serie dialéctica” es desgraciadamente nada más que porque se trata de una serie cualquiera y vulgar, como lo es una “serie de números”, una “serie de sellos” o una “serie de disgustos”. Que en este caso la serie lo sea de pensamientos, de conceptos, ideas o “vistas” no es cosa para armar gran estrépito.
Supóngase que nos ponemos a pensar sobre un tema cualquiera, grande o chico, y que apuntamos en una cuartilla, uno debajo de otro, los pensamientos a que vamos llegando guiados por la intuición o visión de la cosa, hasta que juzguemos oportuno hacer alto. Eso será la “serie dialéctica X”, donde X=sobre tal tema. El título de este tema podemos ponerlo encabezando la cuartilla y archivar esta en un fichero, para tenerla a mano cuando sea menester. Esto es lo que yo he hecho mientras escribía estas páginas a fin de no olvidar lo que se me ocurría.
De donde resulta que el término tremendo, prometedor de profundidades, descubre a la postre su humildísima condición de mero instrumento de catalogación, para no olvidarse el autor, y de guía, para no perderse el lector. Este libro es una serie de series dialécticas. Podría haberse llamado la cosa de muchas otras maneras. Búsquelas el lector y verá que la escogida por mí, pese a su perfil grandilocuente, es la más sencilla y trivial.
Este “chisme” o utensilio de taller que es la serie dialéctica sirve inclusive para facilitar su tarea perforante al crítico, porque se pueden adjudicar números 1, 2, 3... o letras A, B, C... a los pasos del pensar en que ella consiste y así permitir con toda precisión y comodidad señalar el punto que no se entiende o que parece erróneo o menesteroso de alguna corrección o complemento (Sin que pueda detenerme ahora en ello, hago notar la graciosa coincidencia que esta numeración de las “ideas” en la serie tendría con los famosos y enigmáticos “números ideales” de Platón. Porque también allí se trata de que a la serie dialéctica de las Ideas desde la primera y envolvente (la idea del Bien) hasta la última y concreta –la “especie indivisible” o  – se pone paralelamente la serie de los números, de suerte que a cada Idea corresponde un número –porque ambas series son “isomorfas”, que hoy dicen los matemáticos. Débese a Stenzel haber comenzado a descifrar este enigma de los “números ideales” o “Ideas-números” en Platón, viejo de veintitrés siglos, en su libro Zahl und Gestalt bei Piaton und Aristoteles, l924).

IV. LA MISMIDAD DE LA FILOSOFÍA.

Imaginemos una pirámide y que nos instalamos en un punto de ella situado en una de sus aristas. Luego damos un paso, esto es, pasamos a uno de los puntos contiguos a derecha o izquierda de la arista. Con estos dos puntos hemos engendrado una dirección rectilínea. Seguimos pasando de punto a punto, con lo cual nuestro andar habrá dibujado una recta en esa cara de la pirámide. De pronto, por motivos cualesquiera de arbitrio, conveniencia u oportunidad, nos detenemos. En principio podíamos seguir mucho más adelante en la misma dirección. Esa recta es símbolo estricto de nuestra primera serie dialéctica que llamaremos Serie A.
Ahora, sin abandonar la recta en que estábamos, retrocedemos y nos reinstalamos en el punto de partida en la arista. Una vez allí, decidimos seguir, siempre en línea recta pasando al otro punto contiguo que, siendo nuestro camino actual de retroceso y, por tanto, con dirección inversa, nos llevará más allá de la primera recta. Pero he aquí que hallándonos en un punto de la arista, el otro punto contiguo, aun buscando en la misma dirección, no se halla ya en la misma cara de la pirámide que los anteriores. Sin proponérnoslo, pues, al andar hacia atrás y recobrar con itinerario inverso el mismo punto de partida pasamos no sólo a otro punto, sino a otra cara de la pirámide.
Esto es lo que vamos a hacer ahora. Con estricta continuidad en nuestro pensar, al volver a ver, con marcha de dirección opuesta, el hecho inicial –el pasado filosófico–, vamos a verlo por otra de sus caras y la serie de aspectos que ahora van a surgir ante nuestros ojos van a ser muy distintos de los anteriores. Partiendo, pues, otra vez del propio panorama que es, la historia de la filosofía, vamos a engendrar una nueva recta mental, una segunda “serie dialéctica”, que llamaremos serie B.
Se recordará que al “primer aspecto”, el pasado filosófico nos pareció como una “muchedumbre de opiniones sobre lo mismo”. Era la primera vista que sobre aquella realidad tomábamos, y la primera vista es normalmente tomada desde lejos (Cuando no es así se trata de un encuentro anormal con una realidad que nos la presenta desde luego como inmediata, clara, precisa. Esto produce en el hombre un choc tan grande que provoca en él fenómenos anómalos –en bueno y en mal sentido–. Uno de ellos es la extraña crisis súbita que se llama “conversión”, otra es el “éxtasis repentino”, otra el “deslumbramiento”, etc.).
Sólo se ve confusión. Ya veremos cómo es la “confusión” un estadio primerizo de todo conocimiento, sin el cual no se puede ir saliendo a lo claro. Lo importante en el que quiera de verdad pensar es no tener demasiada prisa y ser fiel en cada paso de su itinerario mental al aspecto de la realidad que a la sazón tiene a la vista, evitando despreciar los primeros, distantes y confusos aspectos por una especie de snob urgencia que le hace desear llegar en seguida a los más refinados.
Pero ante esa “muchedumbre de opiniones sobre lo mismo”, lo que nos llamó primero la atención fue el momento “muchedumbre”. Vimos el pasado filosófico como una gota de agua donde pululaban caóticamente los infusorios de las doctrinas, sin orden ni concierto, en franca divergencia y universal guirigay, peleándose los unos con los otros. Era un paisaje de infinita inquietud mental. La historia de la filosofía tiene, en efecto, y no hay por qué ni para qué ocultarlo, un divertido aspecto de dulce manicomio. La filosofía que, si algo parece prometernos, es la máxima sensatez –“la verdad”, “la razón”– se nos muestra, por lo pronto y tomada en su conjunto histórico, con rasgos muy similares a la demencia. Conviene que el lector se vaya acostumbrando a estas metamorfosis porque en este libro va a asistir a muchas (La razón de ello es simplicísima. Siendo propio a la realidad presentar aspectos distintos según desde dónde y cómo se la mire, cada uno de ellos es una “forma” o figura, o morphé que la realidad toma y, al irlos nosotros advirtiendo, presenciamos su “transformación”, “transfiguración” o “metamorfosis”).
Obsesionados por ese carácter de muchedumbre y divergencia, a él solo atendimos y él nos llevó inevitablemente en la dirección de la Serie A. Pero ahora, habituados ya a la aparente pluralidad y discrepancia de las filosofías, dominadas intelectualmente estas por nuestro pensamiento y convencidos de que “no hay tal” a la postre, nos desinteresamos, al menos por un rato, de ese momento y entonces salta a nuestra vista el otro, a saber: que, si bien muchas y discrepantes, son opiniones sobre lo mismo. Esto nos invita a buscar mirando al trasluz la muchedumbre de las filosofías, la unidad, más aún, la unicidad de la filosofía; a descubrir al través de las diferentes doctrinas lo que en ellas hay de lo mismo. De otro modo no tendría sentido llamar a esas doctrinas, pese a sus divergencias, “filosofías” o nombres afines. Ello implica que, bajo sus caretas de antagonistas, todas son la misma filosofía, es decir, que las filosofías no son mera muchedumbre, no son sólo esta y aquella y la de más allá, sino que tienen últimamente una mismidad. Entiéndase, esperamos, sospechamos, presumimos que la tengan.
Partimos, pues, jovialmente al arriscado viaje en busca de la mismidad de la filosofía. Inmediatamente vamos a notar que esta nueva andanza nos lleva en dirección hacia lo interior de las filosofías, nos lleva a sus entrañas, a un “dentro”, intimidad y reconditez, en comparación con el cual todo lo visto en la Serie A era extrínseco, corteza, dérmato-esqueleto.
Bien, y ¿cómo procederemos? Pensará acaso el lector que debemos comenzar por tomar una a una, en su sucesión cronológica, cada filosofía y mirar “lo que tiene dentro”. Luego compararíamos esas entrañas de cada una y veríamos si coincidían o no, si eran las mismas entrañas que habían servido a muchos cuerpos distintos.
Pero en primer lugar no sería ya una mirada panorámica de resumen sobre el conjunto del pasado filosófico que a este dirigimos al acabar la lectura del libro de Marías y que, según dijimos, era como una despedida a ese continente pretérito. En segundo lugar, detenerse a fondo en cada doctrinal equivaldría a ser infiel con la primera vista que ahora tomamos sobre la mismidad de la filosofía, en la cual se nos ofrece un aspecto modestísimo de ella, pero que no hay por qué saltarse. La ciencia se ha formado y ha progresado gracias a no saltarse los aspectos modestos. La física existe porque existe la astronomía matemática y esta, a su vez, porque Keplero vivió años detenido respetuosamente, religiosamente ante una ridícula diferencia de cinco minutos de arco que había entre los datos de observación sobre colocación de los planetas anotados con minucia prodigiosa por Tycho-Brahe y su “primera solución” al sistema de sus movimientos en torno al Sol. En esa errónea solución los planetas describían aún órbitas circulares. Al oprimir Keplero durante un apasionado trabajo de años esas circunferencias sobre los datos de Tycho que de ellas divergían, las circunferencias se ablandaron, se alargaron un poco y resultaron las ilustres elipses de que ha vivido la humanidad hasta Einstein. Esas elipses, combinadas con las leyes mecánicas de Galileo, con ciertos métodos generales de Cartesio y algunas otras cosas posteriores, hicieron posible la idea de gravitación y con ello la “filosofía de Newton”, el primer sistema auténtico, es decir, logrado de pensamiento sobre algo real que ha poseído el hombre, es decir, la primera ciencia efectiva. Y, no digamos nada, si paramos la atención en las diferencias mínimas –emparejados con las cuales los “cinco minutos” de Keplero resultan gigantescos– de cuya religiosa contemplación, del respeto a las cuales ha surgido la teoría de la relatividad. Y lo mismo, si tomamos la cosa por su otro lado, aún más modesto, y hacemos reparar que la obra de Keplero, hombre genial, hubiera sido imposible si antes Tycho-Brahe, un hombre sin genio –a no ser que, en efecto, el genio sea la paciencia– no hubiera dedicado su vida entera a la modestísima faena de reunir las medidas más exactas posibles entonces, sobre los desplazamientos siderales, cosa que, a su vez, no hubiera sido posible, si en una nación de fabulosos imprecisos como es Portugal, no hubiera nacido un hombre, más modesto todavía, un maniático de la precisión, el buen Núñez que se emperró en inventar un aparato para medir decimales de milímetro, el ingenioso, famoso nonius que conserva para siempre, momificado en latín, el modesto nombre de nuestro vecino Núñez (Viceversa –como veremos más adelante–, si Keplero se hubiera encontrado con datos métricos cuya exactitud hubiera sido mayor, aun sin llegar a las precisiones casi fabulosas que hoy alcanza la física, habría fracasado, y la física no se hubiera constituido porque los medios matemáticos de entonces no bastaban para dominar diferencias tan pequeñas y complejas. Ello muestra hasta qué punto es la ciencia un organismo delicadísimo cuyos miembros, de condición muy diferente entre sí, tienen que marchar con una especie de “armonía preestablecida”).
Prestemos, pues, la atención debida, siquiera en lo más esencial, al primer aspecto del pasado filosófico que en este nuevo respecto o cara –la “mismidad” de las filosofías– nos ofrece (Nada sería más fácil que realizar con todo rigor este propósito. Sería simplemente cuestión de más páginas. Pero la economía de este libro, donde hay demasiado que decir, me obliga en lo que sigue a entreverar cosas que en rigor pertenecen a aspectos posteriores, más próximos y que no se ven a vista de pájaro, que es la que en este capítulo estrictamente correspondería. Mas es preciso, por razones puramente didácticas, anticipar algunas cosas. Lo importante es que no dejemos de decir lo esencial a este aspecto y nada daña, si se tiene en cuenta esta advertencia, que adjuntemos cosas en él inesenciales. Sobre que –y es alerta que vale para todo este capítulo– frente al estricto fenómeno “filosofía vista a distancia”, estos añadidos de visión más próxima, es decir, de quien está ya dentro de la filosofía y no sólo tiene de ella vaga y remota visión, no hacen sino dar carácter explícito a lo que ese “ignorante”, sin poder precisárselo, ve, oye y siente en su vaga imagen de lo que es filosofía).
De las cosas definitivamente pasadas la primera vista que logramos no suele ser de carácter visual; ni es visión ocular, ni la visión mental que más adelante estudiaremos bajo el término “intuición”. Visión solo se puede tener de lo que, en una u otra forma, de más cerca o de más lejos, “está ahí delante de nosotros en persona”. La visión es relación inmediata de nuestra mente con la cosa, y desde que la columbramos lejana al final del horizonte hasta que la tenemos casi tocando la pupila, no hacemos sino pasar por formas cada vez más precisas y claras de relación inmediata con ella. Pero el pasado radical es lo que no “está ahí delante”. Es lo que se ha ido y, por excelencia, el ausente. Y la primera y más elemental noticia que de él tenemos no es un verlo, sino un oír hablar de él. Así, de la filosofía lo primero con que todos los hoy vivos nos hemos encontrado, si es con algo, es con la serie de sus nombres y con los títulos de sus libros y con la denominación de los hombres que andaban en eso del filosofar. El pasado nos llega en nombres y decires que hemos oído decir de él –tradición, conseja, leyenda, narración, historia: decir, mero decir–. De la filosofía topamos primero con lo que de ella “se dice”. A “lo que se dice” llamaron los griegos “fama” –en el sentido de nuestra frase vulgar “es fama que...”
Hay, sin embargo, frente a ese radical pasado, frente al pasado propiamente “histórico”, hecho de ausencia y allende horizonte, un relativo pasado, pasado un tantico presente –como si dijéramos, que no ha acabado de irse–. Con este pasado si tenemos aún cierta relación visual: aunque turbiamente, todavía lo estamos viendo. En las arrugas de la cara del anciano vemos que es un pasado viviente, presente. No necesitamos oír decir que aquel hombre fue: su haber sido antes nos es con energía presente. Lo mismo acontece con el paisaje poblado de ruinas, con el traje desteñido y traspillado, con la vieja montaña volcánica de que queda sólo su interior esqueleto pétreo, con nuestro río Tajo, prisionero en su cauce angosto y tajado profundamente dentro de la dureza de las rocas. Vemos con los ojos de la cara, si somos un poco fisonomistas, que el Tajo es un río muy viejo, un caudal senescente, cuyo débil flujo corre por un álveo encallecido, córneo –en suma, presenciamos un espectáculo de fluvial arterio-esclerosis. (Quien no se angustie o, al menos, se melancolice al contemplar en su curso cabe Toledo este río decrépito, es que es un ciego de nacimiento y no vale la pena de que exista o, si ha de existir, que mire el mundo. Es inútil: no ve nada).
Pero, repito, del pasado histórico la más normal e íntima noticia (Donde del pasado quedan sólo residuos materiales, cosas, utensilios, piedras y no residuos verbales, falta siempre para nosotros la presencia de su intimidad. De aquí que nos encontremos –sobre todo, mer ced a los recientes avances de la investigación– con civilizaciones enteras que son mudas y cuyos restos están ahí como un jeroglífico a que tenemos nosotros que encontrarle un sentido. Esta es la diferencia entre prehistoria y arqueología de un lado y filología de otro) es la que nos llega en nombres. La aventura no le es peculiar. El nombre es la forma de la relación distante, radicalmente distante, entre nuestra mente y las cosas. De la mayor parte de estas la primera comunicación y, de muchísimas, la única que nos llega con sus nombres, sólo sus nombres.
Aparecen súbitamente ante nosotros, se deslizan en nuestro oído cuando aún las cosas que ellos denominan se hallan remotísimas de nosotros –tal vez para siempre, invisibles y allende el horizonte–. Son, pues, los nombres como esos pájaros que en alta mar vuelan de pronto hacia el navegante y le anuncian islas. La palabra, en efecto, es anuncio y promesa de cosa, es ya un poco la cosa: Hay mucha menos extravagancia de lo que parece en la teoría de los esquimales, según la cual el Hombre es un compuesto de tres elementos: el cuerpo, el alma y... el nombre. Lo mismo pensaban los arcaicos egipcios. Y no se olvide aquello de: “Donde dos o tres se junten en mi nombre, yo estaré en medio de ellos”. (Math. 18, 20) (Véase más adelante Lógica y ontología mágicas, donde hablo de que el Hombre vio el pensar =logos= palabra, como viniendo del ser y residente en él. [El epígrafe aludido no se ha hallado ni, al parecer, llegó a escribirse]).
El nombre es sólo “referencia a la cosa”. Está por ella, en lugar de ella. La lengua es, por eso, símbolo. Una cosa es símbolo cuando se nos presenta como representante de otra cosa que no es presente, que no tenemos delante. Aliquid stat pro aliquo –es la relación simbólica–. La palabra es, pues, presencia de lo ausente. Esta es su gracia –permitir a una realidad seguir estando, de algún modo, en aquel sitio de donde se ha ido o donde no estuvo nunca–. La palabra “Himalaya” me pone aquí, en Estoril, donde sólo se ve la serrezuela de broma que es Cintra –me pone “algo así como” el Himalaya, la vaga, tenue, espectral forma de su enorme mole–. Y hablando aquí con ustedes del Himalaya lo tenemos, un poco, lo paseamos, lo tratamos –esto es, tratamos de él.
Pero la presencia que la palabra da al ausente no es, claro está, ni compacta ni genuina. El representante no es nunca el representado. Por eso cuando el jefe del Estado llega a un país extranjero, su embajador en ese país deja de existir. ¡Qué le vamos a hacer! De la cosa que nombra, el nombre nos presenta, en el mejor caso, sólo un esquema, una abreviatura, un esqueleto, un extracto: su concepto. ¡Eso si la entendemos bien, que no es faena tan mollar!
De donde resulta que el mágico poder de la palabra cuando permite estar a la cosa simultáneamente en dos remotísimos lugares –allí donde efectivamente está y allí donde se habla de ella– ha de aforarse muy por lo bajo. Porque lo que tenemos de la cosa, al tener su nombre, es una caricatura: su concepto. Y, si no andamos con cuidado, si no desconfiamos de las palabras, procurando ir tras de ellas a las cosas mismas, los nombres se nos convierten en máscaras que, en vez de hacernos, en algún modo, presente la cosa, nos la ocultan. Si aquello era la gracia de la palabra, su don mágico, esto es su desgracia, lo que siempre está a punto de ser el lenguaje –mascarada, farsa y rimbombancia.
Mas, queramos o no, cada uno de nosotros no tiene de la mayor parte de las cosas sino sus mascarillas nominales –“palabras, palabras, palabras”–, venteo, airecillos, soplos que nos vienen de la atmósfera social donde respiramos y que, al alentar, nos encontramos dentro. Y nos creemos por ello –porque tenemos los nombres de las cosas– que podemos hablar de ellas y sobre ellas. Y luego habrá quien nos diga: “Vamos a hablar en serio de tal cosa”. ¡Como si eso fuese posible! Como si “hablar” fuese algo que se puede hacer con última y radical seriedad y no con la conciencia dolorida de que se está ejecutando una farsa –farsa, a veces, noble, bien intencionada, inclusive “santa”, pero, a la postre, farsa! Si se quiere, de verdad, hacer algo en serio lo primero que hay que hacer es callarse. El verdadero saber es, como rigurosamente veremos, mudez y taciturnidad. No es como el hablar algo que se hace en sociedad. El saber es un hontanar que únicamente pulsa en la soledad.

V. [EL NOMBRE AUTÉNTICO].

Oigamos o leamos los nombres de esta ocupación a que los hombres se han dedicado en occidente desde hace veintiséis siglos y los títulos de los libros en que esa ocupación se perpetúa y las calificaciones o motes que el lenguaje dedicó a los hombres que en ello andaban.
La filosofía propiamente tal empieza con Parménides y Heráclito. Lo que inmediatamente la precede –“fisiología” jónica, pitagorismo, orfismo, Hecateo– es preludio y nada más, Vorspiel und Tanz.
Parménides y otros de su tiempo dieron a la exposición de su doctrinal el nombre de “alétheia”. Este es el nombre primigenio del filosofar. Ahora bien, el instante en que un nombre nace, en que por vez primera se llama a una cosa con un vocablo, es un instante de excepcional pureza creadora. La cosa está ante el Hombre aún intacta de calificación, sin vestido alguno de nombramiento; diríamos, a la intemperie ontológica. Entre ella y el Hombre no hay aún ideas, interpretaciones, palabras, tópicos. Hay que encontrar el modo de enunciarla, de decirla, de trasponerla al elemento y “mundo” de los conceptos, lógoi o palabras. ¿Cuál se elegirá? Notemos ya algo que va a ocuparnos a fondo mucho más adelante. Se trata de crear una palabra. Ahora bien, la lengua es precisamente lo que el individuo no crea sino que halla establecido en su contorno social, en su tribu, en su polis, urbe o nación. Los vocablos de la lengua tienen ya su significación impuesta por el uso colectivo. Hablar es, por lo pronto, usar una vez más ese uso significativo, decir lo que ya se sabe, lo que todo el mundo sabe, lo consabido. Mas ahora se trata de una cosa que es nueva y, por lo mismo, no tiene nombre usual. Hallarle una denominación no es “hablar” porque no hay aún palabra para ella –es “hablar uno consigo”–- Sólo uno mismo tiene a la vista la “nueva cosa” y, al elegir un vocablo para nombrarla, sólo uno entiende este. Asistimos, pues, a una función del lenguaje que es lo contrario de la lengua o hablar de la gente o decir lo consabido (Sobre el lenguaje me ocupo, sistemáticamente, en mi obra por publicar: el lado social de él va estudiado en mi doctrinal sociológico El hombre y la gente. El resto de las categorías del lenguaje van estudiadas en mi doctrinal historiológico Aurora de la razón histórica. [Véanse en El hombre y la gente, capítulos XI y XII]). Ahora es menester que el que ve por vez primera la cosa se entienda él mismo al llamarla. Para ello buscará en la lengua, en aquel vulgar y cotidiano decir, un vocablo cuya significación tenga analogía –ya que no puede ser más– con la “nueva cosa”. Pero la analogía es una trasposición de sentido, es un empleo metafórico de la palabra, por tanto, poético. Cuando Aristóteles (En rigor, antes de él se produjo el término) se encuentra con que todo está “hecho de algo” como sillas y mesas y puertas están hechas de madera, llamará a ese de qué (  ) están hechas todas las cosas, la “madera” ––, se entiende, la “madera por excelencia, la última y universal madera” o “materia”. Nuestra voz materia no es sino la madera metaforizada.
De donde resulta –¡quién lo diría! – que el hallazgo de un término técnico para un nuevo concepto riguroso, que la creación de una terminología no es sino una operación de poesía.
Viceversa, si reavivamos en nosotros el significado del término técnico, una vez que está constituido, y nos esforzamos por entenderlo a fondo, resucitaremos la situación vital en que se encontró aquel pensador cuando por vez primera vio ante sí la “nueva cosa”.
Esta situación, esta experiencia viviente del nuevo pensar griego, que iba a ser el filosofar, fue maravillosamente denominada por Parménides y algunos grupos alerta de su tiempo con el nombre de “alétheia” (En las dos o tres generaciones anteriores –los jónicos– la palabra  expresa: lo que ellos hacían, y que luego, con mirada retrospectiva y técnica, se llamó ). En efecto, cuando al pensar meditando sobre las ideas vulgares, tópicas y recibidas respecto a una realidad, encuentra que son falsas y le aparece tras ellas la realidad misma, le parece como si hubiera quitado de sobre esta una costra, un velo o cobertura que la ocultaba, tras de los cuales se presenta en cueros, desnuda y patente la realidad misma. Lo que su mente ha hecho al pensar no es, pues, sino algo así como un desnudar, des-cubrir, quitar un velo o cubridor, re-velar (= desvelar), des-cifrar un enigma o jeroglífico (Véase Meditaciones del Quijote, 1914. [Obras completas, t. I]). Esto es literalmente lo que significaba en la lengua vulgar el vocablo a-létheia –descubrimiento, patentización, desnudamiento, revelación–. Cuando en el siglo I d. C., vino un nuevo radical descubrimiento, una nueva y grande revelación distinta de la filosofía, la palabra alétheia había gastado ya su nuevo sentido metafórico en siete siglos de filosofía y hubo que buscar otro término para decir “revelación”: este fue, como correspondía a los tiempos ya asiatizados, un vocablo barroco: apo-kálypsis –que significa exactamente lo mismo, sólo que recargadamente.
En tanto que alétheia, nos aparece, pues, la filosofía como lo que es –como una faena de descubrimiento y descifre de enigmas que nos pone en contacto con la realidad misma y desnuda–. Alétheia significa verdad. Porque verdad ha de entenderse no como cosa muerta, según veintiséis siglos de habituación, ya inercial, nos lo hace hoy entender, sino como un verbo –”verdad” como algo viviente, en el momento de lograrse, de nacer; en suma, como acción–. Alétheia=verdad es dicho en términos vivaces de hoy: averiguación, hallazgo de la verdad, o sea de la realidad desnuda tras los ropajes de falsedad que la ocultaban. Por una curiosa contaminación entre lo descubierto = la realidad y nuestra acción de des-cubrirla o des-nudarla, hablamos con frecuencia de la “verdad desnuda”, lo que es redundancia. Lo desnudo es la realidad y el desnudarla es la verdad, averiguación o alétheia.
Este nombre primigenio de la filosofía es su verdadero o auténtico nombre (Es increíble que la lingüística actual ignore todavía que las cosas tienen, en efecto, un “nombre auténtico” y crea que esto es incompatible con el carácter esencialmente mudadizo y hecho de casi puros accidentes que es el lenguaje) y, por lo mismo, su nombre poético. El nombre poético es aquel con que llamamos las cosas en nuestra intimidad, hablando con nosotros mismos, en secreta endofasia o hablar interno. Pero de ordinario no sabemos crear esos nombres secretos, íntimos, en que nos entenderíamos a nosotros mismos respecto a las cosas, en que nos diríamos lo que auténticamente nos son. Padecemos mudez en el soliloquio.
El papel del poeta estriba en que es capaz de crearse ese idioma íntimo, ese prodigioso argot hecho sólo de nombres auténticos. Y resulta que al leerlos notamos que en gran parte la intimidad del poeta, transmitida en sus poesías –sean versos o prosas– es idéntica a la nuestra. Por eso le entendemos: porque él, por fin, da una lengua a nuestra intimidad y logramos entendernos a nosotros mismos. De aquí, el estupendo hecho de que el placer suscitado en nosotros por la poesía y la admiración que el poeta nos suscita proviene, paradójicamente, de parecernos que nos plagia. Todo lo que él nos dice lo habíamos “sentido” ya, sólo que no sabíamos decírnoslo (¿Qué pasaría con este normal y fundamental fenómeno de la vida humana en un tiempo en que los hombres cualesquiera, los hombres-masa, fuesen siendo progresivamente petulantes? Pues una cosa muy graciosa, que he visto acontece, con intensidad y frecuencia crecientes, en las nuevas generaciones, hasta el punto de haberme quedado atónito muchas veces: que el joven actual cuando nos lee y logramos hacerle entender algo cree en seguida que se le ha ocurrido a él la idea. Como el escritor, si lo es de verdad, parece plagiar al lector; este lector petulante de hoy cree en serio que es él el verdadero autor y que ya se lo sabía. El hecho es estupefaciente y grotesco, pero innegable). El poeta es el truchimán del Hombre consigo mismo.
Verdad, averiguación debió ser el nombre perdurable de la filosofía. Sin embargo, sólo se la llamó así en su primer instante, es decir, cuando aún la cosa misma –en este caso, el filosofar– era una ocupación nueva, que las gentes no conocían aún, que no tenía todavía existencia pública y no podía ser vista desde fuera. Era el nombre auténtico, sincero que el filósofo primigenio da en su intimidad a eso que se sorprendió haciendo y que para él mismo no existía antes. Está él solo con la realidad –su filosofar– delante, en estado de gracia frente a ella, y le da, sin precaución social ninguna, inocentemente, su verdadero nombre como haría el poeta terrible que es un niño.
Mas, tan pronto como el filosofar es un acontecimiento que se repite, es una ocupación que empieza a ser algo habitual y la Gente empieza a verla desde fuera –que es como la gente ve siempre todo–, la situación varía. Ya el filósofo no está solo con la cosa en la intimidad de su filosofar, sino que además es, como tal filósofo, una figura pública lo mismo que el magistrado, el sacerdote, el médico, el mercader, el soldado, el juglar, el verdugo. El irresponsable e impersonal personaje que es el Contorno social, el monstruo de n+1 cabezas que es la gente, comienza a reobrar ante esa nueva realidad: el averiguador, es decir, el filósofo. Y como el ser de este –su filosofar– es una faena humana mucho más íntima que todos aquellos otros oficios, el choque entre la publicidad de su figura social y la intimidad de su condición es mayor. Entonces a la palabra alétheia, averiguación, tan ingenua, tan exacta, tan trémula y niña aún de su reciente nacimiento, empiezan a pasarle cosas. Las palabras, al fin y al cabo modos del vivir humano, tienen ellas también su “modo de vivir”. Y como todo vivir es “pasarle a alguien cosas”, un vocablo, apenas nacido, entra hasta su desaparición y muerte en la más arriscada serie de aventuras, unas favorables y otras adversas (Recuérdese el breve ejemplo antes aludido de las aventuras sufridas por el vocablo “idea”. Cada palabra reclama, en principio, una biografía, en un sentido análogo al que tiene este término referido a un hombre. Lo que tiene de solo analogía proviene de que las palabras pertenecen, en última instancia, a la “vida colectiva” que sólo es vida en sentido análogo a la “vida personal”, la única que propiamente es vida. [Véase El hombre y la gente]).
Inventado el nombre alétheia para uso íntimo, era un nombre en que no están previstos los ataques del prójimo y, por tanto, indefenso. Mas apenas supo la gente que había filósofos, averiguadores, comenzó a atacarlos, a malentenderlos, a confundirlos con otros oficios equívocos, y ellos tuvieron que abandonar aquel nombre, tan maravilloso como ingenuo, y aceptar otro, de generación espontánea, infinitamente peor, pero... más práctico, es decir, más estúpido, más vil, más cauteloso. Ya no se trataba de nombrar la realidad desnuda filosofar, en la soledad del pensador con ella. Entre ella y el pensador se interponen los prójimos y la gente –personajes pavorosos– y el nombre tiene que prevenir dos frentes, mirar a dos lados –la realidad y los otros hombres–, nombrar la cosa no solo para uno, sino también para los demás. Pero mirar a dos lados es bizquear. Vamos ahora a observar cómo nació este bizco y ridículo nombre de filosofía.

(FIN DEL LIBRO)

Historia de la filosofía – parte 20

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.


6. La Escuela de Madrid.

La influencia estrictamente filosófica de Ortega ha sido tan profunda, que no hay en la actualidad ninguna forma de pensamiento en lengua española que no le deba alguna porción esencial; pero ese influjo se ha ejercido de modo más directo y positivo en sus discípulos en el sentido más riguroso de la palabra, especialmente los que se han formado en torno suyo en la Universidad de Madrid, o los que, sin darse esta circunstancia, han recibido de Ortega ciertos principios y métodos de pensamiento. Al comienzo de este capítulo se citaron los nombres de algunos pensadores de los que integran la llamada Escuela de Madrid; vamos ahora a examinar brevemente la obra de cuatro de ellos, que representan aportaciones de particular importancia a la filosofía de nuestro tiempo, y cuya personalidad, así como la de otros miembros del grupo, se ha desarrollado en formas muy diversas e independientes, como corresponde también a la exigencia de circunstancialidad y autenticidad que caracteriza todos los matices del pensamiento orteguiano.

MORENTE.– Manuel García Morente (1886-1942) nació en Arjonilla (Jaén), estudió en Granada, luego en Bayona y París, donde fue discípulo de Boutroux y recibió las influencias de Rauh y, sobre todo, de Bergson, que entonces empezaba a dominar el pensamiento francés; licenciado en Filosofía en París, completó estudios en Alemania (Berlín, Munich y Marburgo) con Cohen, Natorp y Cassirer, los tres filósofos neokantianos más importantes. Desde 1912 fue catedrático de Ética en la Universidad de Madrid, y de 1931 a 1936, decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Ordenado sacerdote en 1940, volvió a su cátedra, y murió en Madrid dos años después.
Morente tuvo una cultura amplísima y fue admirable profesor y traductor. Su pensamiento siguió diversas orientaciones a lo largo de su vida; atraído por el kantismo de sus maestros alemanes, lo expuso admirablemente en su libro La filosofía de Kant, que tomaba al filósofo alemán como el punto de partida en el pasado para una especulación actual; después se interesó por Bergson, a quien dedicó un breve libro, La filosofía de Henri Bergson; discípulo y amigo de Ortega, lo más maduro de su pensamiento es una exposición personal de la filosofía orteguiana, con aportaciones de vivo interés, como sus estudios sobre el progreso y sobre la vida privada, incluidos en el volumen Ensayos; su obra más importante, que reúne su visión de la historia de la filosofía y su orientación personal, es la redacción de un curso de la Universidad de Tucumán, Lecciones preliminares de Filosofía (Después de su muerte se publicó en España una nueva edición de este libro, con amplias supresiones y alteraciones, bajo el título Fundamentos de Filosofía; una segunda parte de este volumen fue escrita por Juan Zaragüeta (nacido en 1883, autor de una obra muy amplia, resumida en tres volúmenes de Filosofía y vida)). Después de la guerra civil y su crisis espiritual, que desembocó en su ordenación sacerdotal, Morente publicó varios trabajos, reunidos en el volumen Idea de la Hispanidad, así como algunos estudios sobre Santo Tomás, anticipaciones todavía inmaturas de lo que hubiera podido ser una última fase de su pensamiento que fue interrumpida bruscamente por la muerte.

ZUBIRI.– Xavier Zubiri nació en San Sebastián en 1898. Hizo estudios de Filosofía y Teología en Madrid, Lovaina y Roma; se doctoró en la primera de estas Facultades en Madrid, con una tesis sobre Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio, y en la segunda en Roma; hizo también estudios científicos y filosóficos en Alemania; en 1926 fue catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad de Madrid; ausente de España desde principios de 1936 hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, fue profesor en la Universidad de Barcelona de 1940 a 1942. Desde entonces ha residido en Madrid, fuera de la enseñanza oficial, y ha dado una serie de cursos privados, de gran resonancia, o de cursillos de conferencias, desde 1945.
La formación específicamente filosófica de Zubiri muestra la influencia de sus tres maestros principales: Zaragüeta, Ortega y Heidegger. Sus estudios teológicos y la orientación del primero de ellos le han dado una profunda familiaridad con la escolástica, cuya huella es bien visible en su pensamiento; Ortega fue decisivo para su maduración y orientación: “Fuimos –ha escrito Zubiri–, más que discípulos, hechura suya, en el sentido de que él nos hizo pensar, o por lo menos nos hizo pensar en cosas y en forma en que hasta entonces no habíamos pensado... Y fuimos hechura suya, nosotros que nos preparábamos a ser mientras él se estaba haciendo. Recibimos entonces de él lo que ya nadie podrá recibir; la irradiación intelectual de un pensador en formación”. Por último, Zubiri estudió con Heidegger en Friburgo de 1929 a 1931, poco después de la publicación de Sein und Zeit, y la huella de este magisterio ha enriquecido igualmente su pensamiento. A esto hay que agregar los amplísimos y profundos conocimientos científicos de Zubiri, a los cuales ha dedicado extraordinaria atención durante toda su vida, desde la matemática hasta la neurología, y sus estudios de lenguas clásicas y orientales, sobre todo como instrumentos para la historia de las religiones.
La obra escrita de Zubiri ha sido tardía y discontinua, y todavía es de escaso volumen. Sus ensayos filosóficos –excepto “Sobre el problema de la filosofía” y “Ortega, maestro de filosofía”– fueron reunidos en 1944 en el volumen Naturaleza, Historia, Dios; hasta 1962 no ha vuelto a publicar, y en ese año ha aparecido su extenso estudio Sobre la esencia; en 1963, la redacción de un cursillo, Cinco lecciones de filosofía.
Los estudios históricos de Zubiri componen una gran parte de su obra y son de penetración y hondura extraordinarias. Están hechos de una manera sumamente personal, como un intento de buscar las raíces de la propia filosofía, y por tanto con una referencia a la situación actual del pensamiento, que les confiere carácter estrictamente filosófico. Esto es notorio en los primeros ensayos de Naturaleza, Historia, Dios, “Nuestra situación intelectual”, “ Qué es saber?” y “Ciencia y realidad”, que introducen en la consideración del pasado; así los estudios “El acontecer humano: Grecia y la pervivencia del pasado filosófico”, “La idea de filosofía en Aristóteles”, “Sócrates y la sabiduría griega” o “Hegel y el problema metafísico”. Desde una perspectiva más bien teológica, aunque con inconfundible presencia de la filosofía actual, “El ser sobrenatural: Dios y la deificación en la teología paulina”, acaso el más iluminador y hondo de sus escritos. Su último libro estudia la idea de la filosofía en una serie discontinua de pensadores: Aristóteles, Kant, Comte, Bergson, Husserl, Dilthey y Heidegger. La significación filosófica de la Física contemporánea ha sido estudiada en el ensayo “La idea de la naturaleza: la nueva física”.
El más comentado e influyente de los ensayos de Zubiri es “En torno al problema de Dios” (1935), que busca la dimensión humana desde la cual ese problema ha de plantearse; el hombre está implantado en la existencia o implantado en el ser; se apoya a tergo en algo que nos hace ser; esto lleva, a la idea de religación: estamos obligados a existir porque estamos previamente religados a lo que nos hace existir. La existencia no sólo está arrojada, sino religada por su raíz. El estar abierto a las cosas muestra que hay cosas; el estar religado descubre que hay lo que religa y es raíz fundamental de la existencia. A esto llama Zubiri deidad: y la religación plantea el problema intelectual de Dios como ser fundamental o fundamentante. Desde ahí surgen los problemas de la religión o irreligión e incluso el ateísmo, que aparecen planteados en esa dimensión de la religación.
El libro Sobre la esencia ha sido preparado largamente por cursos en que Zubiri ha tratado diversos problemas de metafísica. Es un libro sumamente denso y técnico, que investiga con minuciosidad y profundidad una cuestión central de la filosofía. Zubiri se propone retrotraerse “a la realidad por sí misma e inquirir en ella cuál es ese momento estructural suyo que llamamos esencia”. El concepto de estructura es utilizado de manera temática, apoyándose en la filosofía de Aristóteles, de cuya idea de sustancia, por lo demás, se hace una crítica que desemboca en el concepto de sustantividad, con recurso frecuente a esquemas escolásticos de pensamiento y una presencia constante de la mentalidad científica, física y, más aún, biológica. Una parte considerable del interés de este estudio se refiere a sus posibilidades de comprensión de la realidad biológica, y concretamente de la especie. La esencia, según Zubiri, es un momento de una cosa real, y este momento es unidad primaria de sus notas; por otra parte, esa unidad no es exterior, sino intrínseca a la cosa misma, y un principio en que se fundan las demás notas de la cosa, sean o no necesarias; la esencia así entendida –concluye– es, dentro de la cosa, su verdad, la verdad de la realidad. Largos análisis determinan el ámbito de lo “esenciable”, la realidad “esenciada” y la esencia misma de lo real. Este libro complejo y difícil culmina en su exposición de la idea del orden trascendental, donde Zubiri critica otras concepciones de la trascendentalidad y expone la suya propia. En todo él utiliza conceptos adelantados en sus cursos, como el de “inteligencia sentiente”, que hace del hombre un “animal de realidades”, definido por esta “habitud” peculiar.
A pesar del tecnicismo de su expresión, del uso constante de neologismos y de las referencias frecuentes a las ciencias, los cursos y escritos de Zubiri tienen inconfundible pasión intelectual y un dramatismo que les viene de los esfuerzos de un pensamiento excepcionalmente profundo por abrirse camino entre sus intuiciones y desenvolverlas dialécticamente hasta llegar a fórmulas propias. El volumen Sobre la esencia es el primero de una anunciada serie de “Estudios filosóficos”, en cuya publicación habrá de expresarse el enorme saber y el hondo pensamiento de su autor.

GAOS.– José Gaos (Gijón, 1900 – México, 1969), fue profesor en las Universidades de Zaragoza y Madrid (desde 1936, rector de esta); desde 1939 ha residido y enseñado en México. Sus maestros fueron Ortega, Morente y Zubiri, con los cuales colaboró estrechamente en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en los años inmediatamente anteriores a la guerra civil. Dedicó muchos esfuerzos a la traducción de obras filosóficas, sobre todo Husserl y Heidegger. Ha escrito numerosos estudios sobre el pensamiento español e hispanoamericano, sobre cuestiones de docencia filosófica y sobre filosofía en sentido estricto. Los más importantes de sus libros son: Pensamiento de lengua española, Filosofía de la filosofía e historia de la filosofía, Dos exclusivas del hombre: la mano y el tiempo, Confesiones profesionales, Sobre Ortega y Gasset, Filosofía contemporánea, Discurso de filosofía, Orígenes de la filosofía y de su historia, De filosofía.
Gaos ha sido siempre un admirable maestro; sus dotes pedagógicas y comunicativas, como las de Morente, su claridad de exposición oral, su curiosidad intelectual, su rigor y su amplio saber, su sentido del humor, son cualidades que han hecho de él, lo mismo en España que en México, un magnífico despertador y estimulador de vocaciones filosóficas, y su influencia ha sido muy grande. Sus dotes de escritor, quizá por la masa de las traducciones realizadas, quedan por debajo de la brillantez y atractivo de su palabra, y por eso se encuentran mejor esas cualidades en los libros que son versiones fieles de cursos, como Dos exclusivas del hombre, en que puede encontrarse la originalidad, la frescura e inspiración del pensamiento de Gaos en libertad.
A un dominio muy vasto y riguroso del conjunto del pensamiento filosófico del pasado se une en Gaos una triple influencia especialmente enérgica: la de Ortega, que ha informado la raíz misma de su pensamiento, como ocurre con todos los pensadores que han experimentado su influjo inmediato; la de Husserl, cuyas obras estudió con excepcional profundidad y lucidez, y la de Heidegger, quizá la más visible en los últimos años. Gaos, que a veces declara no ser más que un profesor de filosofía –cuando se lo es de verdad sólo puede hacerse filosóficamente– y que no oculta cierta propensión al escepticismo, significa un elemento insustituible en la naciente filosofía española contemporánea.

FERRATER.– José Ferrater Mora sólo en un sentido indirecto pertenece a la “Escuela de Madrid”. Nació en Barcelona en 1912; fue discípulo directo de los maestros de esta Universidad, sobre todo de Joaquín Xirau; se expatrió en 1939, residió en Cuba, Chile y finalmente en los Estados Unidos, donde es profesor en Bryn Mawr College. Pero sus relaciones filosóficas con dicha escuela son muy estrechas: Xirau era discípulo de Ortega; Ferrater, en 1935, al referirse a este, hablaba de “la actitud filial de quien ha bebido en él más que ideas, estilo; más que pensamientos, maneras”; la influencia de Morente y Zubiri ha sido sobre él también considerable; y no puede olvidarse la que han ejercido Unamuno y Eugenio d’Ors.
La obra de Ferrater es muy amplia. Lo más importante de ella es su Diccionario de Filosofía, que ha ido creciendo y perfeccionándose en sucesivas ediciones, hasta convertirse en un espléndido repertorio de información filosófica, a la altura del tiempo, equilibrado, riguroso y que significa una presentación personal y estrictamente filosófica de la realidad de la filosofía pretérita y actual. Otros libros de Ferrater son: Cuatro visiones de la historia universal, Unamuno: bosquejo de una filosofía, Ortega y Gasset: etapas de una filosofía, Variaciones sobre el espíritu, Cuestiones disputadas, La filosofía en el mundo de hoy, Lógica matemática (en colaboración con H. Leblanc), El hombre en la encrucijada y El ser y la muerte. Este libro es el que Ferrater considera más representativo de su pensamiento; es –siguiendo una práctica característica de su autor, que gusta de volver sobre sus escritos y rehacerlos– una versión nueva de su libro anterior El sentido de la muerte; lleva como subtítulo “Bosquejo de una filosofía integracionista”. Por “integracionismo” entiende Ferrater “un tipo de filosofía que se propone tender un puente sobre el abismo con demasiada frecuencia abierto entre el pensamiento que toma como eje la existencia humana o realidades descritas por analogía con ella, y el pensamiento que toma como eje la Naturaleza”. No quiere una mera “nivelación” de las doctrinas, ni una selección ecléctica de elementos de ellas, ni un “compromiso” entre sus extremos; sino un puente por el cual hay que transitar en ambas direcciones, conservándolas en su respectiva insostenibilidad. Ferrater, con la mirada atenta a cuanto hace hoy la filosofía, tanto en Europa como en el mundo anglosajón e incluso en el soviético, presenta ese conjunto en una perspectiva relativamente plana, poco escorzada y que no es primariamente la suya personal. Una actitud análoga, fuera de la filosofía, aparece en su interesante libro Cataluña, España,
Europa, escrito con la serenidad, agudeza e ironía inteligente que caracterizan toda su obra intelectual.

Hemos seguido, siglo tras siglo y etapa tras etapa, la historia entera de la filosofía occidental, desde Grecia hasta Ortega y el núcleo filosófico que ha originado. Dios ha querido que podamos cerrar esta historia, justificadamente, con nombres españoles. Al llegar aquí, la filosofía nos muestra, a pesar de todas sus diferencias, la unidad profunda de su sentido. En el final nos encontramos con todo el pasado, presente en nosotros. Esto da su gravedad a la historia de la filosofía, en la que gravita actualmente el pasado entero. Pero este final no es una conclusión. La historia de la filosofía se cierra en el presente, pero el presente, cargado de todo el pasado, lleva dentro de sí el futuro y su misión consiste en ponerlo en marcha. Tal vez en el tiempo venidero no sea ya ajena a ese movimiento España, que en Ortega hizo suya la filosofía.

ADICIONES Y CORRECCIONES.

Dificultades técnicas han impedido corregir algunas erratas en las últimas reimpresiones de este libro y modificar algunos detalles que los acontecimientos han alterado. El lector deberá tener en cuenta lo siguiente:

Gabriel Marcel murió en el otoño de 1973. Está en curso de publicación un volumen de la serie Library of Living Philosophers, dirigida por Paul A. Schilpp: The Philosophy of Gabriel Marcel (en el cual podrá leerse mi estudio “El amor en Marcel y Ortega”).
Martin Heidegger ha muerto el 26 de mayo de 1976. Se anuncia la publicación de sus obras completas, con inclusión de muchos y extensos cursos inéditos.
En 1976 ha muerto también Gilbert Ryle.
La fecha de nacimiento de José Gaos (p. 433) debe rectificarse: 1902. Están en curso de publicación sus obras póstumas.

EPÍLOGO.

DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET.

NOTA PRELIMINAR.

En 1943, durante su residencia en Lisboa, emprendió Ortega la composición de un Epílogo a la Historia de la filosofía de Julián Marías, publicada en 1941 y cuya segunda edición se preparaba. Pero el tema empezó a desarrollarse entretanto más de lo previsto y el 10 de enero de 1944 escribía a Marías: “Esas grandes cosas sobre la etimología y sobre muchos otros gruesos temas los verá usted en su ‘Epílogo’. En él estoy metido desde hace meses. Es hoy todo tan problemático, hay tantas interferencias que interrumpen la labor, que no me atrevo a ahuecar la voz con grandes promesas. Pero sepa usted que sigo hasta el colodrillo metido en su epílogo. Quisiera, sin embargo, que no dijese usted ni una sola palabra a nadie del asunto”. Unos meses después, en junio, le anunciaba que el epílogo se iba a convertir en un volumen de 400 páginas, el más importante de sus libros, que, naturalmente, se publicaría aparte de la Historia, pero con el título Epílogo a la “Historia de la filosofía” de Julián Marías, lo cual le interesaba mantener secreto hasta el momento de su aparición. A fines del año 44, Ortega empezó a dar un curso de filosofía en Lisboa, y el 29 de diciembre volvía a escribir a Marías: “En él saldrá parte de lo ya hecho para su Epílogo que, viceversa, beneficiará del curso y acaso estén muy pronto redactadas sus ¡700! páginas”.
En el verano de 1945, comunicó Ortega a Marías que pensaba independizar una parte del contenido proyectado en el Epílogo bajo el título El origen de la filosofía. Y en 1946, en dos entrevistas periodísticas, primero en Lisboa (O Seculo, 13 de abril) y luego en Madrid (ABC, 26 de abril), anunciaba entre sus trabajos en curso de elaboración el “Epílogo... “ y “El origen de la filosofía”. Su venida a España, diversos quehaceres, la fundación del Instituto de Humanidades, largos viajes y nuevos trabajos interrumpieron la redacción de estos escritos, a los que siempre pensaba volver.
La totalidad de los manuscritos existentes fue publicada en 1960 bajo el título editorial Origen y Epilogo dé la Filosofía (Fondo de Cultura Económica, México) y después en el volumen IX de Obras completas. Se imprime aquí la parte escrita como Epílogo al presente libro.

1. [EL PASADO FILOSÓFICO].

Nihil invita Minerva
(Viejo decir latino, según Cicerón)

Y ahora ¿qué más? Julián Marías ha acabado de hacer pasar ante nosotros la accidentada película que es la historia de la filosofía. Ha cumplido su tarea ejemplarmente. Nos ha dado dos lecciones de un solo golpe: una, de historia de la filosofía; otra, de sobriedad, de ascetismo, de escrupulosa sumisión a la tarea que se había propuesto, inspirada en una finalidad didáctica. Yo quisiera en este epílogo aprovechar ambas lecciones, pero en la segunda no puedo ajustarme del todo a su ejemplo. Marías pudo ser tan sobrio porque exponía doctrinas que estaban ya ahí, desarrolladas en textos a que se pueda recurrir. Pero el epílogos es lo que viene cuando se han acabado los lógoi, en este caso, las doctrinas o “decires” filosóficos –por tanto, lo que hay que decir sobre lo que ya se ha dicho–, y esto es un decir en futuro que, por lo mismo, no está ahí y en que apenas podemos referirnos a más amplios textos preexistentes. Es Marías mismo quien me ha impuesto esta tarea. También me someto a ella y procuraré cumplirla con la dosis de brevedad y, si es posible, de claridad que la intención de este libro exige.
El decir es una especie del hacer. ¿Qué es lo que hay que hacer al terminar la lectura de la historia de la filosofía? Se trata de evitar el capricho. El capricho es hacer cualquiera cosa entre las muchas que se pueden hacer. A él se opone el acto y hábito de elegir, entre las muchas cosas que se pueden hacer, precisamente aquella que reclama ser hecha. A ese acto y hábito del recto elegir llamaban los latinos primero eligentia y luego elegantia. Es, tal vez, de este vocablo del que viene nuestra palabra int-eligencia. De todas suertes, Elegancia debía ser el nombre que diéramos a lo que torpemente llamamos Ética, ya que es esta el arte de elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer. El hecho de que la voz elegancia sea una de las que más irritan hoy en el planeta es su mejor recomendación. Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir.
No es dudoso qué haya que hacer al terminar la lectura de la historia de la filosofía. Se nos ofrece casi automáticamente. Primero, dirigir una última mirada, como panorámica, a la ingente avenida de las doctrinas filosóficas. En el postrer capitulo del texto de Marías termina el pasado y nosotros tenemos que seguir, el lector lo mismo que yo. No nos quedamos en ese continente en cuya costa aún estamos. Quedarse en el pasado es haberse ya muerto. Con una última mirada de viajeros que siguen su inexorable destino de trashumar, resumimos todo ese pretérito, lo calibramos y nos despedimos de él. Para ir ¿adónde? El pasado confina con el futuro porque el presente que idealmente los separa es una línea tan sutil que sólo sirve para juntarlos y articularlos. Al menos en el hombre, el presente es un vaso de pared delgadísima lleno hasta los bordes de recuerdos y de expectativas. Casi, casi pudiera decirse que el presente es mero pretexto para que haya pasado y haya futuro, el lugar donde ambos logran ser tales.
Esa última mirada en que espumamos lo esencial del pasado filosófico es la que nos hace ver que, aunque lo deseáramos, no podemos quedarnos en él. No hay ningún “sistema filosófico” entre los formulados que nos parezca suficientemente verdad. El que presume poder instalarse en una doctrina antigua –y me refiero, claro está, sólo a quien se da cuenta de lo que hace– sufre una ilusión óptica. Porque, en el mejor caso, quien adopta una filosofía pretérita no la deja intacta, sino que para adoptarla ha tenido que quitarle y ponerle no pocos pedazos en vista de las filosofías subsecuentes.
De donde resulta que esa postrera mirada hacia atrás provoca en nosotros, irremediablemente, otra mirada hacia adelante. Si no podemos alojarnos en las filosofías pretéritas no tenemos más remedio que intentar edificarnos otra. La historia del pasado filosófico es una catapulta que nos lanza por los espacios aún vacíos del futuro hacia una filosofía por venir. Este epílogo no puede consistir en otra cosa que en dar expresión, aunque sólo sea elemental e insinuante, a algunas de las muchas cosas que esas dos miradas ven. En la presente coyuntura me parece que eso es lo que hay que decir.
Al concluir la lectura de una historia de la filosofía, se manifiesta ante el lector, en panorámica presencia, todo el pasado filosófico. Y esta presencia dispara en el lector, quienquiera que él sea –con tal que no se azore, que sepa darse cuenta, paso a paso, de lo que en él va pasando– una serie dialéctica de pensamientos.
Los pensamientos pueden estar ligados con evidencia, uno con otro, de dos modos. El primero es este: un pensamiento aparece como surgiendo de otro anterior porque no es sino la explicación de algo que ya estaba en este implícito. Entonces decimos que el primer pensamiento implica el segundo. Esto es el pensar analítico, la serie de pensamientos que brotan dentro de un primer pensamiento en virtud de progresivo análisis.
Pero hay otro modo de ligamen evidente entre los pensamientos. Si queremos pensar el cuerpo Tierra, pensamos un cuerpo casi redondo de determinado tamaño, un poco deprimido en la región de ambos polos y, según recientes averiguaciones, ligeramente deprimido también en la zona del Ecuador, en suma, un esferoide. Sólo este pensamiento queríamos pensar. Pero resulta que no podemos pensarlo solitario, sino que al pensarlo yuxtapensamos o pensamos además el espacio en torno a ese esferoide, espacio que lo limita o lugar en que está. No habíamos previsto este añadido, no estaba en nuestro presupuesto pensarlo. Pero acontece que no tenemos más remedio, si pensamos el esferoide, que pensar también el espacio en torno. Ahora bien, es evidente que el concepto de este “espacio en torno” no estaba incluso o implicado en el concepto “esferoide”. Sin embargo, esta idea nos impone inexcusablemente aquella, so pena de quedar incompleta, de que no logremos acabar de pensarla. El concepto “esferoide” no implica pero sí complica el pensamiento “espacio en torno”. Este es el pensar sintético o dialéctico (Como no podía menos, la filosofía ha ejercido siempre el pensar sintético, pero hasta Kant nadie había reparado en su peculiaridad. Kant lo “descubre” y lo nombra, mas de él ve solo su carácter negativo, a saber, que no es un pensar analítico, que no es una implicación. Y como en la tradición filosófica –sobre todo en la inmediata en Leibniz– sólo el nexo de implicación entre dos pensamientos parecía evidente, cree que el pensar sintético no es evidente. Sus sucesores –Fichte, Schelling, Hegel– se hacen cargo de su evidencia, pero ignoran aún de dónde viene esta y cual es su régimen. Husserl, que apenas habla del pensar sintético, es quien más ha esclarecido su índole. Pero aún estamos al comienzo de la faena de tomar posesión de él y queda mucho por hacer, como se entreverá en este epílogo, más adelante).
En una serie dialéctica de pensamiento, cada uno de estos complica e impone pensar el siguiente. El nexo entre ellos es, pues, mucho más fuerte que en el pensar analítico. Al ejercitar este podemos pensar el concepto implicado en el antecedente y una vez pensado, tenemos sí que reconocer su “identificación” con este, pero no nos era forzoso pensarlo. El primer concepto no echa de menos nada, se queda tranquilo y como si se sintiese completo. Pero en el pensar sintético no es que podamos, es que tenemos, velis nolis, que yuxtaponer un nuevo concepto. Diríamos que aquí la evidencia del nexo entre dos conceptos es anterior a haber pensado el segundo, puesto que es ella quien nos lleva imperativamente a él. La dialéctica es la obligación de seguir pensando, y esto no es una manera de decir, sino una efectiva realidad. Es el hecho mismo de la condición humana, pues el hombre, en efecto, no tiene más remedio que “seguir pensando” porque siempre se encuentra con que no ha pensado nada “por completo”, sino que necesita integrar lo ya pensado, so pena de advertir que es como si no hubiera pensado nada y, en consecuencia, de sentirse perdido.
Este hecho enorme no entra en colisión con este otro menor: que, de facto, cada uno de nosotros se para, se detiene y deja de pensar en determinado punto de la serie dialéctica. Unos paran antes, otros después. Pero esto no quiere decir que no tuviéramos que seguir pensando. Aunque nos detengamos, la serie dialéctica continúa, y sobre nosotros queda gravitando la necesidad de proseguirla. Pero otros afanes de la vida, enfermedades o simplemente la diferente capacidad para recorrer sin extravío y sin vértigo una larga cadena de pensamientos son causa de que violentamente interrumpamos la serie dialéctica. La cortamos y ella sigue dentro de nosotros sangrando. Porque el hecho bruto de suspenderla no significa dejar de ver con urgente claridad que tendríamos que seguir pensando. Acontece, pues, como en el ajedrez: un jugador es incapaz de anticipar sin confundirse un número igual de jugadas posibles que otro, partiendo ambos de una situación dada de las piezas en el tablero. Al renunciar a seguir anticipando más jugadas no se queda tranquilo; al contrario, presiente que en la jugada más allá de las previstas es donde le amenaza el jaque mate. Pero no le es dado poder más.
Intentemos, pues, recorrer en sus estadios principales la serie dialéctica de pensamientos que automáticamente dispara en nosotros la presencia panorámica del pasado filosófico. El primer aspecto que a nuestra mirada ofrece es ser una muchedumbre de opiniones sobre lo mismo, que al ser muchedumbre se contraponen unas a otras y al contraponerse se incriminan recíprocamente de error. El pasado filosófico es, a nuestros ojos, por lo pronto, el conjunto de los errores. Cuando el hombre griego hizo un primer alto en su trayectoria creadora de doctrinas y echó la primera mirada atrás en pura contemplación histórica (Aristóteles repasa siempre las doctrinas precedentes, pero no con mirada histórica, sino con un interés sistemático, como si fuesen opiniones contemporáneas que hay que tener en cuenta. En Aristóteles, acaso, se anuncia sólo la perspectiva histórica cuando llama a ciertos filósofos “los antiguos” –hoi palaioí– y hace notar que son aún inexpertos –apeiría), esa fue la impresión que tuvo, y al quedarse en ella y no seguir pensando dejó en él, como un precipitado, el escepticismo. Es el famoso tropo de Agripa o argumento contra la posibilidad de lograr la verdad: la “disonancia de las opiniones” –diaphonía tón doxón–. Los sistemas aparecen como intentos de construir el edificio de la verdad que se malograron y vinieron abajo. Vemos, por lo pronto, el pasado como error. Hegel, refiriéndose, más en general, a la vida humana toda, dice que “cuando volvemos la vista al pasado lo primero que vemos es ruinas”. La ruina, en efecto, es la fisonomía del pasado.
Pues ha de advertirse que no somos nosotros quienes descubrimos en las doctrinas de antaño la quebradura del error, sino que conforme leíamos la historia íbamos viendo que cada nueva filosofía comenzaba por denunciar el error de la antecedente y no sólo eso, sino que, de modo formal, por haber reconocido el error de esta era ella otra filosofía (Un hecho que debiera sorprendernos más de lo que suele, es que una vez iniciada la ocupación filosófica en forma, no parece haber habido ninguna filosofía que comience de nuevo, sino que todas han brotado partiendo de las anteriores y –desde cierto momento– cabe decir que de todas las anteriores. Nada seria más “natural” que la aparición, aquí y allá –a todo lo largo de la historia filosófica– de filosofías sin precedentes en otras, espontáneas y a nihilo. Pero no ha sido así, antes bien, ha acaecido en grado sumo lo contrario. Importa subrayarlo para que se vea la fuerza de la serie dialéctica que ahora desplegamos y de otras afirmaciones mías posteriores, entre ellas las que se refieren a la filosofía como tradición). La historia de la filosofía, a la vez que exposición de los sistemas, resulta ser, sin proponérselo, la crítica de ellos. Se esfuerza en erigir, una tras otra, cada doctrina, vero una vez que la ha erigido, la deja desnucada por obra de la subsecuente y siembra el tiempo de cadáveres. No es, pues, sólo el hecho abstracto de la “disonancia” quien nos presenta el pasado como error, sino el pasado mismo quien se va, por decirlo así, cotidianamente suicidando, desprestigiando y arruinando. No encuentra uno dónde guarecerse en él. Tal gigante experiencia del fracaso es la que expresa este magnífico párrafo de Bossuet, egregio ejemplo –sea dicho al pasar– del buen estilo barroco o modo en que se manifestó el hombre occidental en todos los órdenes de la vida desde 1550 a 1700: “Cuando considero este mar turbulento, si así me es lícito llamar a la opinión y a los razonamientos humanos, imposible me es en espacio tan dilatado hallar asilo tan seguro ni retiro tan sosegado que no se haya hecho memorable por el naufragio de algún navegante famoso” .
En la serie dialéctica este es, pues, el primer pensamiento: la historia de la filosofía nos descubre prima facie el pasado como el mundo muerto de los errores.

SEGUNDO PENSAMIENTO.

Pero no hemos pensado “completo” el primero. Decíamos que cada filosofía comienza por mostrar el error de la o las precedentes y que, merced a esto, es ella otra filosofía. Pero esto no tendría sentido si cada filosofía no fuera formalmente, por una de sus dimensiones, el esfuerzo para eliminar los errores anteriores. Esto nos proporciona una súbita iluminación que nos hace descubrir en el pasado un segundo aspecto. Seguimos viéndolo como consistente en errores, pero ahora resulta que esos errores, a pesar de serlo y precisamente porque lo son, se convierten en involuntarios instrumentos de la verdad. En el primer aspecto, el error era una magnitud puramente negativa, pero, en este segundo, los errores como tales errores adquieren un cariz positivo. Cada filosofía aprovecha las fallas de las anteriores y nace, segura a limine de que, por lo menos, en esos errores no caerá. Y así sucesivamente. La historia de la filosofía se muestra ahora como la de un gato escaldado que va huyendo de los hogares donde se quemó De modo que al caminar tiempo adelante va la filosofía recogiendo en su alforja un cúmulo de errores reconocidos que ipso facto se convierten en auxiliares de la verdad. Los naufragios de que habla Bossuet se perpetúan en la condición de boyas y faros que anuncian escollos y bajíos. En un segundo aspecto, pues, el pasado nos aparece como el arsenal y el tesoro de los errores.

TERCER PENSAMIENTO.

Acostumbramos hoy a juzgar que la verdad es cosa muy difícil. La costumbre es razonable. Pero, a la vez, acostumbramos a opinar que el error es cosa demasiado fácil, y esto es ya uso menos discreto. Se da la paradoja de que el hombre contemporáneo se comporta frívolamente ante el hecho del error. Que el error exista le parece lo más “natural” del mundo. No se hace cuestión del hecho del error. Lo acepta, sin más. Hasta el punto de que, al leer la historia de la filosofía, una de las cosas que más le extrañan es presenciar los esfuerzos tenaces de los griegos para explicarse cómo es posible el error. Se dirá que esta habituación a la existencia del error, como a un objeto doméstico, es una y misma cosa con el escepticismo congénito del hombre contemporáneo. Pero yo me temo que decir esto sea otra frivolidad y, por cierto, reveladora de singular megalomanía.
¡A cualquier cosa se llama escepticismo! ¡Como si el escepticismo pudiera ser un estado de espíritu congénito, esto es, regalado, con que uno se encuentra sin esfuerzo previo de su parte! La culpa la tiene esa entidad, a la par deliciosa y repugnante, soberana y envilecedora que llamamos lenguaje. La vida del lenguaje, por uno de sus lados, es continua degeneración de las palabras. Esta degeneración, como casi todo en el lenguaje, se produce mecánicamente, es decir, estúpidamente. El lenguaje es un uso. El uso es el hecho social por excelencia, y la sociedad es, no por accidente, sino por su más radical sustancia, estúpida. Es lo humano deshumanizado, “desespiritualizado” y convertido en mero mecanismo (La primera vez que expuse públicamente esta idea de la sociedad, base de una nueva sociología, fue en una conferencia dada en Valladolid en 1934, con el titulo “El hombre y la gente”. Aventuras sin número me han impedido publicar hasta hoy el libro que, con el mismo epígrafe, debe desarrollar toda mi doctrina sobre lo social. (Véase El hombre y la gente. En Obras completas, tomo VII)), El vocablo “escéptico” es un término técnico acuñado en Grecia en la época mejor de su inteligencia. Con él se denominó a ciertos hombres tremebundos que negaban la posibilidad de verdad, primordial y básica ilusión del hombre. No se trata, pues, simplemente de gentes que “no creían en nada”. Siempre y en todas partes ha habido muchos hombres que “no creían en nada”, precisamente porque “no se hacían cuestión” de nada, sino que vivir era para ellos un simple dejarse ir de un minuto al siguiente, en puro abandono, sin reacción íntima ni toma de actitud ante dilema alguno. Creer en una cosa supone activo no creer en otras y esto, a su vez, implica haberse hecho cuestión de muchas cosas frente a las cuales sentimos que otras nos son “incuestionables” –por eso, creemos en ellas–. He aquí por qué hablo entre comillas de ese tipo de hombre, que hay y ha habido siempre, el cual “no cree en nada”. Doy a entender con ello que es inadecuado calificar así su estado de espíritu porque no se da en él un efectivo no-creer. Ese personaje ni cree ni deja de creer. Se halla a sotavento de todo eso, no “embraga” con la realidad ni con la nada. Existe en vitalicio duerme-vela. Las cosas ni le son ni no le son y, por lo mismo, no pegan en él el culatazo de creerlas o no creerlas (El hombre, por supuesto, está siempre en innumerables creencias elementales, de la mayor parte de las cuales no se da cuenta. Véase sobre todo mi estudio Ideas y creencias. (Obras completas, t. V.). El tema de la no creencia que el texto de arriba toca, se refiere al nivel de asuntos humanos patentes sobre los cuales los hombres hablan y disputan). A este temple de vital embotamiento se llama hoy “escepticismo” por una degeneración de la palabra. Un griego no conseguiría entender hoy este empleo del vocablo porque lo que él llamó “escépticos” –skeptikoí– le eran unos hombres terribles. Terribles, no porque ellos “no creyesen en nada” – ¡allá ellos!–, sino porque no le dejaban a usted vivir; porque venían a usted y le extirpaban la creencia en las cosas que parecían más seguras, metiendo en la cabeza de usted, como buidos aparatos quirúrgicos, una serie de argumentos rigorosos, apretados, de que no había manera de zafarse. Y ello implicaba que previamente esos hombres habían ejecutado en sí mismos la propia operación, sin anestesia, en carne viva –se habían concienzudamente “descreído”–. Y además y en fin, que aun antes de esto se habían esforzado tenazmente para fabricar esos utensilios tajantes, esos “argumentos contra la verdad” con que practicaban su faena de amputación. El nombre revela que los griegos veían al escéptico como la figura más opuesta a ese hombre somnolente que se abandona y se deja ir por la vida. Le llamaban “el investigador”, y como también este vocablo nuestro está bajo de forma, diremos más exactamente que le llamaban “el perescrutador”. Ya el filósofo era un hombre de extraordinaria actividad mental y moral. Pero el escéptico lo era mucho más, porque mientras aquel se extenuaba para llegar a la verdad, este no se contentaba con eso, sino que seguía, seguía pensando, analizando esa verdad hasta mostrar que era vana. De aquí que junto al sentido básico de “perescrutador” resuenan en la palabra griega connotaciones como “hombre hiperactivo”, “heroico”, pero con mucho de “héroe siniestro”, “incansable” y, por lo mismo, “fatigante”, con el cual “no hay nada que hacer”. Era el humano berbiquí. Adviértase que la voz “escéptico” sólo posteriormente pasó a denominar una escuela filosófica, una doctrina –primera degeneración semántica del término (Razón de esto: el que es escéptico al modo y porque se pertenece a una escuela, lo es ya por recepción, no por propia creación y es, por tanto, un modo de ser escéptico “secundario”, habitualizado y, en consecuencia, más o menos deficiente e inauténtico. Paralelamente y por razo nes no iguales pero si análogas, la palabra va perdiendo vigor significante. La lingüística tradicional conoce el fenómeno en su manifestación más externa y habla de vocablos fuertes y débiles, aun con respecto a un vocablo, de sus sentidos más, menos fuerte, débil, “vacío” (gramática china), etcétera. Pero claro es que si el lenguaje por uno de sus lados es degeneración de los vocablos tiene que ser a la fuerza, por otro, portentosa generación. Un vocablo cualquiera se carga súbitamente de una significación que él nos dice con una plasticidad, relieve, claridad, sugestividad, o, como se lo quiera llamar, superlativa. Sin esfuerzo nuestro para vitalizar su sentido, descarga sobre nosotros su carga semántica como un chispazo eléctrico. Es lo que llamo “la palabra en forma” que actúa como una incesante revelación. Es perfectamente factible recorrer el diccionario y tomar el pulso de energía semántica en una fecha dada a cada vocablo. La clásica comparación de las palabras con las monedas es verídica y fértil. La causa de su homología es idéntica: el uso. Bien podían los lingüistas hacer algunas investigaciones sobre este tema. No sólo encontrarán muchos hechos interesantes –esto ya lo saben–, sino nuevas categorías lingüísticas hasta ahora desapercibidas. Desde hace tiempo –y aunque de lingüística sé poco más que nada– procuro, al desgaire de mis temas, ir subrayando aciertos y fallos del lenguaje, porque, aun no siendo lingüista, tengo, acaso, algunas cosas que decir no del todo triviales)– Originariamente significó la ocupación vocacional e incoercible de ciertos determinados hombres, ocupación inaudita, que nadie antes había ejercitado, que aún no tiene, por lo mismo, nombre establecido y que es preciso llamar por lo que les vemos hacer: “perescrutar” las verdades, es decir, escrutarlas más allá que los demás, hacerse cuestión de las cosas allí donde el filósofo cree haber llegado, con su esfuerzo, a hacerlas incuestionables.
Conste, pues, que el verdadero escéptico no se encuentra su escepticismo en la cuna y donado, como el hombre contemporáneo. Su duda no es un “estado de espíritu”, sino una adquisición, un resultado a que se llega en virtud de una construcción tan laboriosa como la más compacta filosofía dogmática.
En las generaciones anteriores a la actual –no precisemos ahora desde cuándo ni por qué– se ha padecido una depresión de lo que Platón llamaba “ansia por el Ser”, es decir, por la verdad. Ha habido, sí, enorme y fecunda “curiosidad” –de aquí la expansión y exquisito refinamiento en las ciencias–, pero ha faltado impetuoso afán por ponerse en claro respecto a los problemas radicales. Uno de estos es el de la verdad y su correlato, el problema de la auténtica Realidad. Han vivido aquellas generaciones recostadas en la maravilla progrediente de las ciencias naturales que terminan en técnicas. Se han dejado llevar en tren o en automóvil. Pero nótese de paso que desde 1880 acontece que el hombre occidental no tiene una filosofía vigente. La última fue el positivismo. Desde entonces sólo este o aquel hombre, este o aquel mínimo grupo social tienen filosofía. Lo cierto es que desde 1800 la filosofía va dejando progresivamente de ser un componente de la cultura general y, por tanto, un factor histórico presente. Ahora bien, esto no ha acontecido nunca desde que Europa existe.
Sólo quien está en actitud de hacerse cuestión precisa y perentoria de las cosas –de si, en definitiva, son o no son– puede vivir un genuino creer y no-creer. Esa misma astenia en el ataque al problema de la verdad nos impide también ver en el error un bravísimo problema. Baste insinuar lo imposible que es un error absoluto. Es este tan incomprensible que nos hace caer de bruces sobre otro espeluznante enigma: la insensatez. El problema del error y el de la demencia se involucran mutuamente.
Va ello al tanto de que al aparecernos, en su segundo aspecto, el pasado filosófico como el arsenal y el tesoro de los errores, hemos pensado sólo a medias este concepto del “error precioso”, del error trasmutado en magnitud positiva y fecunda.
Una filosofía no puede ser un error absoluto porque este es imposible. Aquel error, pues, contiene algo de verdad. Pero, además, resultaba ser un error que era preciso detectar, es decir, que, al pronto, parecía una verdad. Lo cual patentiza que tenía no poco de esta cuando tan bien la suplantaba. Y si analizamos ya más de cerca en qué consiste la “refutación” –como dicen en los seminarios con un vocablo horrendo– que una filosofía ejecuta sobre su antecesora, se advierte que es obra nada parecida a una electrocución, aunque la fonética de aquel vocablo promete no menos terrorífico espectáculo. A la postre se revela que no era error porque no fuese verdad, sino porque era una verdad insuficiente. Aquel filósofo anterior se paró en la serie dialéctica de sus pensamientos antes de tiempo: no “siguió pensando”. El hecho es que su sucesor aprovecha aquella doctrina, la mete en su nuevo ideario y únicamente evita el error de detenerse. La cosa es clara: el anterior tuvo que fatigarse en llegar hasta un punto –como el aludido jugador de ajedrez–; el sucesor, sin fatiga, recibe esa labor ya hecha, la aprehende y, con vigor fresco, puede partir de allí y llegar más lejos. La tesis recibida no queda en el nuevo sistema tal y como era en el antiguo, queda completada. En verdad, pues, se trata de una idea nueva y distinta de la primero criticada y luego integrada. Reconozcamos que aquella verdad manca, convicta de error, desaparece en la nueva construcción intelectual. Pero desaparece porque es asimilada en otra más completa. Esta aventura de las ideas que mueren no por aniquilación, sin dejar rastro, sino porque son superadas en otras más complejas, es lo que Hegel llamaba Aufhebung, término que yo vierto con el de “absorción”. Lo absorbido desaparece en el absorbente y. por lo mismo, a la vez que abolido, es conservado (La “absorción” es un fenómeno tan claro y reiterado que no ofrece lugar a duda. Pero en Hegel es, además, una tesis conexa con todo su sistema, y en cuanto tal no tiene nada que ver con lo dicho arriba, como no debe pensarse tampoco en la dialéctica hegeliana cuando he hablado y siga hablando de “serie dialéctica”).
Esto nos proporciona un tercer aspecto del pasado filosófico. El aspecto de error, con que prima facie se nos presentaba, resulta ser una máscara. Ahora se ha quitado la máscara y vemos los errores como verdades incompletas, parciales o, como solemos decir, “tienen razón en parte”, por tanto, que son partes de la razón. Diríase que la razón se hizo añicos antes de empezar el hombre a pensar y, por eso, tiene este que ir recogiendo los pedazos uno a uno y juntarlos. Simmel habla de una “sociedad del plato roto”, que existió a fin del siglo pasado en Alemania. Unos amigos, en cierta conmemoración, se juntaron a comer y a los postres decidieron romper un plato y repartirse los pedazos, con el compromiso cada uno de entregar al morir su trozo a otro de los amigos. De este modo fueron llegando los fragmentos a manos del último superviviente, que pudo reconstruir el plato.
Esas verdades insuficientes o parciales son experiencias de pensamiento que, en torno a la Realidad, es preciso hacer. Cada una de ellas es una “vía” o “camino” –méthodos–- por el cual se recorre un trecho de la verdad y se contempla uno de sus lados. Pero llega un punto en que por ese camino no se puede llegar a más. Es forzoso ensayar otro distinto. Para ello, para que sea distinto, hay que tener en cuenta el primero y, en este sentido, es una continuación de aquel con cambio de dirección. Si los filósofos antecesores no hubieran hecho ya esas “experiencias de pensamiento” tendría que hacerlas el sucesor y, por tanto, quedarse en ellas y ser él el antecesor. De esta suerte, la serie de los filósofos aparece como un solo filósofo que hubiera vivido dos mil quinientos años y durante ellos hubiera “seguido pensando”. En este tercer aspecto se nos revela el pasado filosófico como la ingente melodía de experiencias intelectuales por las que el hombre ha ido pasando.

(Continuará)