miércoles, 28 de diciembre de 2011

Pasteur o el genio puro

A pesar de no haber sido doctor su influencia en la salud de la humanidad es mayor que la de cualquier otro profesional de la medicina a lo lago de toda la historia.

Uno de sus triunfos decisivos: aunque la rabia nunca producía gran número de víctimas, ene. Tiempote Pasteur era muy temida por la horrorosa muerte que provocaba, la derrota de la enfermedad por el equipo que él dirigía abrió a las nuevas ideas el camino hacia la mente de todos lo hombres.
Sus trabajos libraron a la humanidad de flagelos como la rabia y la difteria. Después de él la medicina ya no fue la misma. Por eso en París el famoso instituto erigido en su memoria es el mayor centro del mundo dedicado a las investigaciones interdisciplinarias.
Fuertemente polémico, tenaz trabajador y de carácter severo, su nombre se ha convertido, con el tiempo, en sinónimo de sabio.
No fue médico; pero sus trabajos revolucionaron el arte de curar más que los de cualquier otro profesional en la historia de la medicina. Apasionado nacionalista, dejó un Instituto que es ejemplo de colaboración entre científicos de todos los países. A más de un siglo de su muerte —ocurrida cuando ya había recibido el reconocimiento del mundo—, la gloria de Luis Pasteur sigue creciendo, a medida que nuevas revelaciones científicas surgen apoyadas en los principios por él establecidos.
Sorprende la fuerza con que sus ideas, sólidas y simples, se metieron en la vida de los hombres. Hoy parece natural que los hospitales y centros de salud tengan pisos de baldosa, paredes de azulejos y camas de hierro pintadas de blanco. Fue preciso para ello que Pasteur les enseñara muchas cosas a los médicos. “Si yo tuviera el honor de ser cirujano —les dijo—, no usaría más que gasas, vendas y esponjas sometidas previamente a una temperatura de 130 a 150 grados”.
No influyó sólo en la medicina y en la higiene. Su espectacular victoria sobre la rabia fue mucho más que eso: resultó la coronación natural y necesaria de un método afinado a lo largo de una vida entera de trabajo y marcó, al mismo tiempo, el punto de arranque en la lucha definitiva contra las enfermedades infecciosas. Al revelar la importancia de los seres más pequeños creó una nueva ciencia: la microbiología.
Su trabajo con las vacunas abrió el camino a una nueva rama de la investigación médica, hoy en pleno desarrollo: la inmunología. Y sus estudios sobre las fermentaciones permitieron entender el gran ciclo de la materia y la energía a través de las bacterias y los hongos del suelo: hasta una moderna agricultura ecologista sería inconcebible sin Pasteur. Siempre se sintió cerca de la tierra. Con un sentido común que parece heredado de sus abuelos campesinos, resolvió enfermedades del vino y la cerveza; del gusano de seda; de la ganadería.
Así llegó naturalmente a los grandes temas de la salud humana.
Hijo de un sargento del Imperio que después de las guerras napoleónicas volvió a su oficio de curtidor, Luis Pasteur nació en 1822 en Dole y se crió en Arbois, pequeñas poblaciones del antiguo Franco-Condado, en las mesetas del Jura, no lejos de la frontera suiza. Al finalizar cada una de sus duras jornadas, el padre le leía las hazañas de Napoleón y estimulaba en su hijo el deseo de labrarse un porvenir que —en la Francia inaugurada por la Revolución y el Imperio— era posible alcanzar por el propio trabajo.
Y por cierto que a Luis no le faltaban capacidad y empuje. A los 13 años ya pintaba muy bien: se conservan un retrato del padre, otro de la madre y un dibujo del gran Emperador. Después de cursar la escuela de Arbois fue enviado —no sin esfuerzo— al colegio de Besanzón, la antigua capital del Franco-Condado. Sus maestros deben haber visto algo en él, porque lo recomendaron especialmente a la Escuela Normal de París, que Napoleón había fundado en 1808.
A los 20 años, ya estudiante en la capital, tiene un encuentro decisivo: asiste a las clases de química de Jean-Baptiste Dumas, uno de los hombres de ciencia de más prestigio en Francia. “El aula está siempre llena —le escribe a su padre—; hay que llegar una hora antes, como en el teatro. Y aquí se aplaude también.”
Dos años después ya es ayudante de Dumas y está al tanto de los temas científicos del momento. Será químico, pero encarará estudios pluridisciplinanos. Quiere investigar las relaciones entre la física, la química y la cristalografía, tratando de definir las fronteras entre la materia inerte y los seres vivos. Ha ganado la confianza y la amistad de su maestro, quien lo autoriza a ocupar su laboratorio todos los domingos a la tarde.
Comienza sus trabajos de investigación con el estudio de los ácidos tartárico y paratartárico, dos sustancias de idéntica composición química pero de distinto comportamiento que aparecen en los toneles de vino. Y descubre que el tartárico, de estructura asimétrica y que desvía el plano de vibración de cierto tipo de luz al atravesar sus soluciones, es el único susceptible de fermentación.
Una audaz intuición lo lleva a afirmar, entonces, que la asimetría es propia y exclusiva de las sustancias producidas por organismos vivos y que la fermentación es siempre el resultado de la actividad de seres muy pequeños, no una simple descomposición de la materia orgánica, como afirmaba Justus von Liebig. Hoy se sabe que las cosas no son tan simples como pensaba el joven estudiante: hay también cristales inorgánicos asimétricos, y ciertas fermentaciones pueden producirse por la acción de diastasas que actúan como catalizadores químicos. Pero la audaz intuición del discípulo de Dumas preparó el camino para sus estudios posteriores.
En 1848 inicia, en la Universidad de Estrasburgo, su carrera de profesor. Vivirá cuatro años junto al Rin, frente a Alemania, donde su vocación interdisciplinana se verá satisfecha en una universidad abierta a las nuevas ideas. El fisiólogo Emile Küss —profesor bilingüe, como tantos alsacianos— basa su enseñanza en la teoría celular de los seres vivos que acaba de ser propuesta por los alemanes Schleiden y Schwann. Pasteur conversa largamente con su colega. En Estrasburgo, además, se casa con Marie Laurent, hija del rector de la Universidad, un hombre como su padre y como él: modesta burguesía de provincia, católica y tradicionalista, que está haciendo una nueva y pujante Francia con su propio esfuerzo.
En 1852 se le encomienda, con el cargo de profesor y decano, la organización de la nueva facultad de Ciencias de Lille. Debe buscar 6 colegas, pensar en planes de estudios, montar laboratorios. Y saca la Facultad a la calle, a los campos, a las fábricas. Arrastrando a sus alumnos visita fundiciones, destilerías, plantas textiles. No sólo pone los laboratorios al servicio de una naciente industria; quiere alimentar a la ciencia, sobre todo, con el estímulo de nuevas aplicaciones. “Sin la teoría, la práctica es sólo rutina”, había dicho en el discurso inaugural de su Facultad.
Lo siguen, casi fanatizados, pequeños grupos de estudiantes: son siempre los más laboriosos y aplicados. Pero su carácter autoritario, que exige de los demás casi tanto como de sí mismo, le creará pronto dificultades con la mayoría. Uno de esos entusiastas seguidores, hijo de un industrial productor de alcohol de remolacha, le habla de algunos problemas en la fábrica de su padre. Y allá va Pasteur, con el microscopio en una mano y el polarímetro en la otra. ¿Será un caso semejante al de los ácidos del vino, uno solo de los cuales desviaba la llamada luz polarizada?
Retorna el tema de las fermentaciones y establece claramente, ahora, que cada una de ellas depende de un microorganismo específico. La industria, para sacar provecho de esos procesos naturales, debe trabajar con orden: estimular una fermentación e impedir las otras. La levadura de cerveza, por ejemplo, es responsable de la fermentación alcohólica; la láctica, de su fermentación correspondiente. El Mycoderma aceti, imprescindible para la industria del vinagre, lo echa todo a perder si mete las narices en una cuba de vino. Orden, higiene, método: el pasteurismo ya está fundado. Las enfermedades del vino, de la cerveza o del vinagre no son sino el resultado de cubas y toneles sucios, contaminados por microorganismos extraños. Así nace la idea de la pasteurización de los vinos, que se extiende después a la cerveza y —sobre todo— a las industrias lácteas.
Pasteur ya no tiene dudas sobre las fermentaciones: si no hay contaminación, el proceso no puede producirse. Ha polemizado con éxito frente a Liebig. Y en 1859 enfrenta a Félix-Archiméde Pouchet, biólogo de prestigio que mira con simpatía las nuevas ideas de Darwin y acaba de sostener, en una comunicación a la Academia de Ciencias, que “proto-organismos vegetales y animales pueden nacer espontáneamente a partir del aire o del oxígeno”. Se inicia la histórica lucha sobre el tema de la generación espontánea que Pasteur llevará, como siempre, entre las retortas de su laboratorio Pero trepará además a las cumbres de los Alpes para demostrar que el aire purísimo de las altura no contamina.
Se revelará, incluso, como hombre político: el 7 de abril de 1864, en el gran anfiteatro de la Sorbona —ante personalidades de la cultura como Alejandro Dumas y George Sand, y figuras del Segundo Imperio como la princesa Matilde—, pronuncia una conferencia magistral que concluye con las ovaciones del “tout” Paris. Pouchet ha perdido la batalla. La circunstancia, por un lado, de que Pouchet fuera protestante y liberal y simpatizara abiertamente con el pensamiento de Darwin, y por el otro de que Pasteur —católico y políticamente conservador— coincidiera con las ideas dominantes en el Segundo Imperio, dejó en los contemporáneos la sospecha de que la comisión designada por la Academia no había actuado con imparcialidad. Tal fue la acusación de Pouchet, que se retiró antes de finalizar el concurso.
A más de siglo y medio del enfrentamiento, las cosas deben verse de otro modo. La verdad es que Pouchet estaba haciendo una extraña mezcolanza entre antiguos mitos precientíficos y una parte del pensamiento de Darwin, no bien digerido por él. Y que en 1859 —coincidentemente, el mismo año en que apareció la obra capital del gran evolucionista— el rigor metodológico de Pasteur había alcanzado ya su plena madurez. En todo caso, la categórica derrota a que sometió a Pouchet sirvió para afinar el verdadero pensamiento de Darwin, poniendo límites a los excesos de sus pretendidos discípulos. No puede decirse que Pasteur fuera enemigo de las ideas del genial evolucionista. Su campo de trabajo y de lucha, aparentemente más modesto —orden, método y limpieza en mil cosas de la vida cotidiana—, iba a llevarlo a resultados de trascendencia comparable a los marcados por el naturalista inglés.
Al año siguiente su amigo y maestro, Dumas —entonces senador por el departamento del Gard, en la Provenza—, le pide que se ocupe de un serio problema de salubridad que sufren los criadores de gusanos de seda. Pasteur viaja al sur y —como siempre— se zambulle en el tema. Encuentra, como siempre también, que hay que poner orden y limpieza: aislar a las hembras en el momento de la postura; examinarlas después de su muerte para descubrir los síntomas de la enfermedad; apartar los huevos enfermos y quemarlos.
Trabaja febrilmente, hasta quince horas diarias. Un día fuera del laboratorio es para él “una jornada perdida, llena de remordimientos”. Se levanta al alba: “¡vamos, monsieur Pasteur, fuera la pereza!”. En 1857 está administrando la Escuela Normal, donde instala su laboratorio. Por una década impone su método de hierro; pero choca con los estudiantes y en 1867 vuelve a la soledad del laboratorio: allí tortura únicamente a sus reactivos, a los que somete a todas las variantes de temperatura y de presión. Hasta que la presión estalla. Al año siguiente —46 años— sufre un primer ataque de apoplejía. Ya no saltará de la cama al alba, arrastrando a su mujer a la primera misa del día. En adelante madame Pasteur, al volver de la iglesia a las 8 en punto de la mañana, tomará el chocolate con él y le anudará prolijamente la corbata. Aunque recuperó el habla, Luis quedó paralizado de su costado izquierdo.
Pero sigue trabajando; es la vida para él. Ya es el sabio consagrado que resuelve los grandes temas de salubridad de la agricultura de su país. Sus trabajos con el cólera de las gallinas y el carbunclo de los lanares le permitirán, ahora, dar un paso más, el decisivo. De los principios de orden y de higiene pasará al de la vacuna preventiva, una idea ya aplicada por el inglés Eduardo Jenner, pero que Pasteur generaliza gracias a un descubrimiento casi casual: en el otoño de 1879, al regresar de vacaciones, encuentra cultivos de la bacteria del cólera que han envejecido durante el verano. Inoculados, esos sueros no provocan ya la enfermedad. Inmunizan.
El 5 de mayo de 1881, en una granja especialmente cedida por la Sociedad de Agricultura de Melún, cerca de París, una gran demostración pública testimonia la eficacia de la vacuna contra el carbunclo: de 25 lanares previamente inmunizados sólo uno muere al recibir el virus activo; la muerte de la oveja se explica, en la autopsia, por la de su feto.
Ya es natural, casi necesario, que los nuevos principios de higiene y vacunación pasen a salvar vidas humanas. Se le pide a Pasteur que trabaje sobre la rabia, una enfermedad que —si bien no produce gran número de víctimas— condena a los afectados a una muerte espantosa. Con la participación decisiva de Emile Roux, su principal discípulo y colaborador, logra el virus atenuado: docenas de perros vacunados resisten la inyección de médula virulenta. En mayo de 1884 así lo reconoce una comisión oficial.
El 6 de julio del año siguiente Pasteur recibe en su laboratorio la visita de Joseph Meister, niño alsaciano de 9 años que ha sido mordido por un perro rabioso. La vacuna existe; su eficacia está probada. ¿Qué médico la aplicará por primera vez a un ser humano?
La responsabilidad es asumida por el doctor Jacques-Joseph Grancher, profesor de la facultad de Medicina. Y el éxito es rotundo. Siguen otros casos espectaculares, entre ellos varios campesinos rusos, mordidos por un lobo y enviados desde su tierra por el zar. En marzo de 1886, 350 personas han recibido el tratamiento. Sólo una niña —Louise Pelletier— muere: la profilaxis se le había aplicado demasiado tarde.
Es la apoteosis. La Academia de Ciencias abre una suscripción en todo el mundo para la creación del Instituto Pasteur, el centro de investigaciones que en adelante habrá de ocuparse de la lucha contra la rabia y otras enfermedades infecciosas.
Nunca el sabio había sido un hombre de buscar los honores; pero siempre los había apreciado. Y no sólo por orgullo y autoestima, por esa absoluta convicción de que era él —y no otro— el primero en merecerlos. También porque el ascenso en la consideración de los demás resultaba necesario para obtener más fondos, para seguir adelante con sus investigaciones. Pero cuando en noviembre de 1888, en una solemne ceremonia, el Instituto se inaugura con la presencia del presidente de Francia, el discurso de Pasteur es leído por su hijo Jean-Baptiste: el tenaz investigador ha sufrido un segundo ataque de apoplejía.
Alcanza, sin embargo, a recibir en la Sorbona el homenaje del mundo entero al cumplir sus 70 años, el 27 de diciembre de 1892. Allí estará —entre tantos— Joseph Lister, el cirujano británico que había impuesto el pasteurismo en hospitales y quirófanos. Y hará llegar su saludo Robert Koch, continuador en Alemania de los trabajos del sabio.
Muere el 28 de septiembre de 1895, sin haber llegado a cumplir los 73 años. Pero su obra está en marcha. El año anterior, el Congreso Internacional de Higiene de Budapest había aprobado el informe de Emile Roux sobre el tratamiento de la difteria. La lucha por la eliminación definitiva de las enfermedades infecciosas ha comenzado. El mundo de la medicina está abierto al pasteurismo y —lo que es más importante todavía— las simples y sólidas ideas del sabio empiezan a regir la vida de todos los hombres.

LO QUE SE HACE EN EL INSTITUTO PASTEUR.
La investigación científica no concluye jamás. Resueltos los problemas del pasado, el horizonte se modifica. Los que hoy trabajan en el Instituto Pasteur de París dejarán a sus continuadores, a su vez, apasionantes temas de estudio.
En París —25, rue du Docteur Roux—, en la calle que recuerda al principal colaborador y continuador de Pasteur (Emile Roux, el hombre que venció a la difteria), científicos de todos los países continúan la lucha contra las enfermedades infecciosas y prosiguen, también, muchas de las investigaciones teóricas dejadas de lado por Pasteur, comprometido siempre en el combate contra enemigos más urgentes.
En 1921, Albert Calmette y Camille Guérin desarrollaron en el Instituto su vacuna contra la tuberculosis.
En 1923, Gaston Léon Ramon creó la vacuna contra la difteria, que reemplazó con ventajas a la seroterapia de Roux.
En 1926, el mismo Ramon aportó el exitoso suero antitetánico.
En 1928 Charles Nicolle —igualmente del Pasteur— obtuvo el Premio Nobel por sus trabajos sobre el tifus: había determinado el modo de transmisión del mal, que se propaga por los piojos. Como en tiempos de Pasteur, elementales normas de higiene venían a producir grandes resultados.
En 1983 y 1985, Jean-Claude Chermann, Luc Montagnier y Françoise Barré Sinoussi aislaron e identificaron los dos virus responsables del terrible Sida, que desde entonces se conocen como HIV I y HIV II, su sigla en inglés. El Instituto desarrolló los tests de diagnóstico correspondientes.
En el Pasteur se aisló al primer virus sospechoso de producir hepatitis, y desde 1986 se comercializa la primera vacuna sintética, destinada a combatir esta enfermedad. Más de 100 investigadores permanentes (agrupados en 19 unidades de trabajo) se dedican a estudios de inmunología, la rama de las ciencias médicas que se ocupa de los procesos por los cuales el organismo reacciona contra sustancias extrañas, sean agentes infecciosos o tóxicos en general.
La significación del Instituto se mide, además, por su clima de colaboración internacional: en 1981, sobre un total de 242 estudiantes, el Pasteur contaba con 57 extranjeros, 48 de los cuales eran originarios de países en vías de desarrollo. Ese mismo año, sobre 387 residentes de período corto, 197 no eran franceses.
Desde la misma fundación del Instituto se trabaja con los criterios interdisciplinarios que a lo largo de toda su vida Pasteur señaló a sus discípulos. El argentino Mario Zakin, por ejemplo —quien dirigía el departamento de Genética y Biología Molecular—, confiesa que “estábamos en contacto cotidiano con los temas que se estudian en todo el mundo. Además cuando yo, que soy químico, necesito intercambiar experiencias con gente especializada en físico-química o medicina, aquí la tengo.”
Los 27 Institutos Pasteur que existen en el mundo son un ejemplo único de colaboración científica internacional: desde su creación, cada uno de estos centros de trabajo permanece ligado a su casa matriz incluso durante los peores momentos. Así sucedió, por ejemplo, a lo largo de los terribles conflictos que se vivieron en Vietnam.
El Instituto Pasteur de París cuenta con 1.000 investigadores permanentes, 250 estudiantes y 800 residentes en entrenamiento corto.

Autores: Fernando Córdova y Danielle Raymond.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

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sábado, 24 de diciembre de 2011

El cuerpo ilustrado

Desde una miniatura hasta tatuajes de cuerpo entero son la moda japonesa que se ha extendido a todo el mundo.

El “horinomi” o tatuaje ornamental de la piel se divulgó en Oriente y Occidente a fines del siglo XVIII, pero su origen se remonta hasta unos 4.000 años antes de Cristo. En el Imperio Romano y el Japón del siglo I se lo usaba para marcar a los esclavos y los criminales. Churchill, Roosevelt, Stalin y Kennedy tenían tatuajes. Janis Joplin y Jimmi Hendrix lo impusieron en el ambiente del rock. Hasta los años 60, el tatuaje era cosa de marineros y presidiarios. Actualmente, no sólo Madonna o Alain Delon llevan dibujos en la piel, sino también miles de fans anónimos. Un fenómeno que crece en todo el mundo.
Qué es, cómo se hace, qué significa: todo sobre el tatuaje en esta nota.
Al menos en Occidente y hasta mediados del siglo XX, el tatuaje fue una expresión marginal, un exotismo, un capricho de marineros, presos, soldados y tahúres. No se le iba a ocurrir a un gerente de banco, un ama de casa o un estudiante secundario —por ejemplo— hacerse dibujar en el antebrazo o el pecho un ancla, un corazón, una espada o un naipe. Eran necesarios otros puentes para pasar del simple maquillaje al microcosmos del tatuaje.
En los años ‘60 y ‘70, el Body Art ensayó y difundió la idea de usar el cuerpo como soporte plástico, y los hippies —influenciados por la estética hindú— se pintaron y vistieron a todo color. En los ‘80, la subcultura del rock elevó el tatuaje al rango de graffiti personal —ya fuera de los muros y ahora en la piel—, que empezó a ser considerado un arte masivo entre intelectuales, ejecutivos y comerciantes.
Para dar una idea: según informaba hace años el prestigioso centro de investigaciones Res, sólo en Italia hay más de 750.000 personas tatuadas —la mitad mujeres— y 1.800 tatuadores que realizan unos 130.000 tatuajes nuevos por año. Y en el Museo Anatómico de la Universidad de Tokio, la sala más visitada es la de la piel humana. Allí, un centenar de fragmentos de torsos, espaldas y brazos ilustrados con dragones, serpientes y motivos florales ofrecen un espectáculo que bien podría tildarse de macabro, si no fuera de interés artístico.
La moda del tatuaje decorativo —llamado originalmente “horinomi”— se expande de Polinesia a Holanda, de Borneo a Inglaterra y de Hawai a California, donde el Tatoo Museum Art de San Francisco exhibe desde 1974 la colección de Lyle Tuttle, pionero que en los ‘60 tatuó a Janis Joplin —reina blanca del blues negro—, atrayendo así la atención de los medios periodísticos sobre un arte íntimo, extraño y secular.
En Japón, el tatuaje se remonta al siglo I a.C., pero era usado sólo como estigma de castigo en las caras de los delincuentes, para que los ciudadanos los reconocieran. En el mismo sentido lo emplearon los romanos sobre sus esclavos y gladiadores. En cambio, los legionarios se hacían escribir voluntariamente el nombre del emperador en el antebrazo, como marca de honor. Y los primeros cristianos se tatuaron los símbolos de su fe hasta que el papa Adriano I lo prohibió, en el año 787, decretando sagrado e inviolable el cuerpo humano.
En Occidente, la norma se trasgredió a fines del siglo XVIII: después de sus incursiones por los mares del sur o el Lejano Oriente, los marinos y viajeros europeos volvían a casa con excéntricas inscripciones en la piel, copiadas de hábitos tribales. Fue el capitán James Cook —explorador de la Polinesia— quien, en 1796, le puso nombre a esa primitiva práctica: “tatú”, onomatopeya derivada de la voz que designa al dios isleño Tohu, padre de la noche y creador de todos los dibujos de la Tierra.
También se le llamó “tatú” al agudo utensilio primitivo que dejaba en la piel formas y colores para siempre. Porque en eso consiste exactamente el tatuaje: al inyectar tintas solubles en grasa en las células cutáneas, que a su vez contienen cierta proporción de grasa y por lo tanto admiten como elemento afín a esas tintas, éstas son absorbidas, se fijan y no se borran más.
No hay datos precisos sobre el origen de esta técnica, pero el tatuaje más antiguo que se conserva es una serie de puntos y rayas descubiertos en una momia egipcia: una sacerdotisa del dios Hator que vivió alrededor de 2.200 años antes de Cristo. Y en 1947, en Siberia, se encontró la helada tumba de un guerrero cuyos brazos y piernas seguían tatuados 20 siglos después de su muerte.
Según la etnóloga Gilda della Ragione, de la Universidad de Génova, “el tatuaje fue practicado por todos los pueblos en todas las latitudes, desde los mayas hasta los esquimales y desde los bereberes hasta los tahitianos, y su objetivo no era puramente estético, sino también mítico y ritual”. En efecto, aún hoy el tatuaje sería una especie de “bautismo” de doble función: por un lado, íntegra al individuo a un clan o sociedad y, por otro, lo distingue al proporcionarle un código de identidad intransferible y permanente.
Por eso lo adoptaron los antiguos navegantes, además de encontrarle un costado práctico: en un naufragio mortal, quizás irreconocibles por obra del mar o los peces, los restos tatuados de un cadáver podrían indicar quién fue éste en vida. “Para esos marinos, tatuarse era un pasatiempo para derrotar el tedio de las largas travesías, y de ellos pasó a los presidiarios que cumplían condenas largas”, dice Gian Maurizio Fercioni, escenógrafo que empezó a tatuar hace 22 años y hoy dirige el estudio milanés más famoso de Italia, llamado Queequeg en homenaje al arponero completamente tatuado que Herman Melville —narrador y ballenero— creó en su célebre Moby Dick, novela que guionizó Ray Bradbury y filmó John Huston.
Como todos sus colegas, Fercioni raramente tatúa a mano: en general, hoy se emplean máquinas eléctricas. La primera fue inventada por Samuel O’Reilly en 1891, en base a dos electroimanes que, por movimientos de atracción y repulsión, hacen vibrar una varilla metálica en la que hay una o varias agujas. “La mejor técnica es perforar la piel muy superficialmente —explica Fercioni—, apenas unas décimas de milímetro. Si se penetra demasiado, el diseño aparecerá más borroso”.
Pregunta inevitable: ¿duele tatuarse? “Es una molestia soportable, tanto que se volvió una moda fenomenal en los últimos años, tal vez a causa de cierto espíritu de trasgresión social típico de estos tiempos de crisis económica y política”, contesta Fercioni, yendo más allá. “El que tatúa también es un soñador —ilustra el psicoanalista Aldo Carotenuto— que vive un conflicto entre lo que es y lo que querría ser, y que compensa su vacío interior recurriendo a signos externos, como el tatuaje. Se trata, en definitiva, de ser uno ante los otros, de identificarse”.
En “El hombre ilustrado”, a través de un personaje-testigo, Bradbury describe las imágenes pintadas en el torso de un caminante durante una larga, calurosa, extraña noche. Insomne, su ocasional compañero de ruta “lee” en cada uno de esos exóticos tatuajes una historia fantástica que parece cumplirse en la realidad. Y al fin, antes de que salga el sol, el exhausto y atemorizado “lector” evita mirar la última historia —que trata sobre su muerte— y huye dejando atrás al hombre-oráculo dormido. Se cumple, una vez más, la triple ley del tatuaje: ser privado, ser original y ser relato.
En el siglo XVIII, los japoneses tuvieron un best-seller que popularizó —por primera vez— el tatuaje: Suikoden, un simple folletín que narraba las aventuras de un grupo justiciero al modo de Robin Hood y sus héroes del bosque de Sherwood. Pero a diferencia de aquéllos, éstos estaban tatuados, y los lectores quisieron imitarlos. “Para hacerlo, usaban agujetas que embebían en colores e insertaban bajo la piel, técnica manual que aún hoy prevalece en Japón”, cuenta Giorgio Ursini, director teatral y experto en tatuajes que hace unos años organizó en Roma una muestra que reunió a los más famosos artistas del arte subcutáneo, entre ellos el excepcional nipón Horiyoshi III —que sólo tatúa a mano— y el norteamericano Don Ed Hardy, fundador de la revista especializada Tatootime.
Y no sólo artistas como Madonna, Mick Jagger o Alain Delon llevan signos o figuritas en la piel. A diferencia de lo que se cree, entre monarcas y estadistas el tatuaje fue muy apreciado. El zar Nicolás II volvió de un peregrinaje a Jerusalén con una espada tatuada en el pecho. Desde 1906 en adelante todos los reyes daneses —grandes marinos— se hicieron tatuar su status. La bala criminal que inició la Primera Guerra Mundial en Sarajevo penetró el cuerpo del archiduque Francisco Fernando a través de la cabeza de una serpiente tatuada. Los firmantes del pacto de Yalta —Churchill, Roosevelt, Stalin mismo— tenían tatuajes escondidos. Por presiones de Jackie, John Kennedy debió hacerse extirpar quirúrgicamente cierto tatuaje que a su esposa le disgustaba.
Salvo en los horrendos motivos punks —lágrimas negras, hojas de afeitar, rayos, cadenas—, uno de los atractivos del tatuaje estaría en su sensualidad: los diseños recuerdan a menudo estatuas eróticas birmanas, grabados chinos de animales fuertes o astutos, coloridas floraciones y otras imágenes seductoras. Pero también, como amanuense de una circunstancia, el tatuador incorpora pedidos especiales: fechas, nombres, divisas, signos zodiacales, amuletos, nombres, etcétera. Por eso hay que estar seguro de lo que se pide, porque un tatuaje es casi imposible de quitar: puede hacerse con cirugía o con rayos láser, pero resultará caro e inevitablemente quedarán cicatrices.
El fantasma del Sida no parece afectar el auge del tatuaje en el mundo moderno, ni siquiera cuando no existen reglamentaciones claras para esta profesión, ya se trate de Estados Unidos, Europa o América Latina. Pero en algunas ciudades concentradoras de la actividad —como Nueva York, Amsterdam o Roma—, las ligas médicas insisten en que existen riesgos de contagio y recomiendan a los tatuadores utilizar agujas nuevas y esterilizadas para cada cliente.
Una exquisitez muy en boga últimamente: hacerse tatuar —en un homóplato, hombro o antebrazo— pequeños mandalas, como representaciones protectoras o guías espirituales, como voto secreto o simple adorno.

LOS MAESTROS DEL TATUAJE.
Lyle Tuttle. Nacido en 1931, en los años 60 tatuó a la cantante Janis Joplin y se hizo famoso en el mundo del rock. Desde 1974, sus diseños se exhiben en el Tatoo Museum Art de San Francisco y salas de Europa.
Don Ed Hardy. Maestro californiano de los grandes tatuajes en negro —técnica que estudió en Japón—, sus diseños primitivos y modernos lo lanzaron al estrellato. Creó la revista Tatootime.
Leo Zulueta. Hawaiano y discípulo de Ardí —quien le tatuó la espalda—, es un estudioso de los motivos ancestrales de Borneo y Polinesia, base de sus dibujos.
Hanky Panky. El más cotizado tatuador de Amsterdam, Holanda, donde además dicta cursos de diseño. Su estilo es posmoderno, pero en ese contexto suele mezclar motivos tradicionales.
Horiyoshi III. El gran maestro japonés. Todavía tatúa a mano —sin máquinas eléctricas— y sólo realiza figuras tradicionales: dragones, tigres, flores, peces, mares. Son célebres sus “full-body” o tatuajes de cuerpo entero.

Autores: Raúl García Luna y Bruno Passarelli.
Fuente: Revista “Conozca Más”

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Los libros condenados

Infinidad de obras consideradas peligrosas fueron censuradas o destruidas por completo.

Algunos sospechan que hay una mano invisible que, a lo largo de la historia, impide la divulgación de conocimientos científicos que pueden ser riesgosos para el futuro del hombre. Si se supiese la verdad de todo, dicen, la raza desaparecería. Se trata, indudablemente, de un arraigado mito, pero lo cierto es que miles de libros fueron destruidos o condenados a la hoguera. ¿Por qué? ¿Con qué fin?
“Estoy persuadido de que se pueden escribir cinco líneas, y no más, que destruirían la civilización”, ha escrito el prestigioso astrofísico británico Fred Hoyle, uno de los grandes “herejes” de la ciencia por sus teorías sobre el origen extraterrestre de la vida y su afirmación de que jamás existió el “Big Bang” que originó el universo.
Para muchos investigadores, como el francés Jacques Bergier, autor junto a Louis Pauwels, del famoso libro “El retorno de los brujos”, la destrucción y la censura sistemática del saber científico a lo largo de la historia es más real que literaria. Bergier afirma en su obra “Les livres maudits” (Los libros malditos), que existe una cofradía tan antigua como la civilización, que impide la difusión rápida o extensa de los conocimientos que pueden ser demasiado peligrosos para ser revelados; los denomina simbólicamente los “hombres de negro”.
Una de las obras más legendarias es el Libro de Toth, un papiro o una serie de hojas de entre 10 mil y 20 mil años de antigüedad —copiado en secreto— que ya poseían los sacerdotes y faraones egipcios y al parecer contenía los secretos de diversos mundos. El libro, al que aluden los más diversos documentos históricos, confería poder sobre la Tierra, el océano y los cuerpos celestes, según Bergier. Este compendio de conocimientos científicos, “nacido del fuego” pero considerado “incombustible”, es atribuido a Hermes Trismegisto, el fundador de la alquimia. Jamás ha sido visto impreso o reproducido y se ignora la forma en que podía consultarse.
Pero el mayor “éxito” de los “hombres de negro” ha sido la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, iniciada por Julio César en el año 47 a.C., continuada por el emperador Diocleciano en el 285 y finalizada en el año 646 por los árabes, que la destruyeron hasta sus cimientos. Este edificio monumental, fundado en el 297 a.C. por Demetrio de Falera, contenía unos setecientos mil documentos, de los que casi nada ha sobrevivido y entre los que al parecer se encontraban los secretos de la transmutación del oro y la plata. Entre los manuscritos destruidos (obras de Pitágoras, Salomón y Hermes), figuran los de una enigmática civilización que precedió al Egipto conocido, y otros textos demasiado “peligrosos” para ser divulgados.
Otro sabio censurado fue el abad Tritemo, nacido en Alemania en 1462 y muerto en 1516, quien efectuó investigaciones que intentó divulgar en otro de los grandes libros malditos: la “Esteganografía”, del que sólo sobrevive un manuscrito incompleto. El rey Felipe II ordenó destruir la misteriosa obra, mezcla de lingüística, matemáticas, cábala judía y parapsicología, que informaba sobre un método para hipnotizar a distancia, por telepatía, con la ayuda de ciertas manipulaciones del lenguaje. La primera edición de lo que quedaba de la “Esteganografía” se publicó en 1610, pero aún expurgada, el Santo Oficio prohibió hasta 1930 la difusión de este texto, donde se expone una serie de escrituras secretas, cuyo empleo requería el uso de aparatos no muy diferentes de la radio actual, pero en el siglo XVII.
De los grandes libros condenados, el “Manuscrito Voynich”, atribuido a Roger Bacon, ha logrado librarse de la destrucción y se encontraba hasta hace unas pocas décadas a la vista de todos, en venta por 160.000 dólares en una librería de Nueva York, por una sencilla razón: nadie ha conseguido descifrarlo. El antiguo texto, que guardaría conocimientos científicos enormes, desde la estructura de la Galaxia de Andrómeda o la dinámica celular hasta la descripción de cientos de plantas sin identificar, está cifrado en una lengua desconocida. El texto tomó su nombre del librero que lo compró en 1912. Según algunos estudiosos, el manuscrito Voynich contiene secretos tan peligrosos como la información de fuentes de energía mucho mayores que la bomba de hidrógeno y mucho más sencillas de manejar.
Vehículo de ideas, críticas, debates y conocimiento, y enemigos de tiranías, integrismos y fanatismos políticos, religiosos o filosóficos, los libros, escritores y bibliotecas han sido perseguidos, censurados, escondidos o destruidos a lo largo de la historia, sin distinción de civilizaciones o culturas.
Uno de los casos mas dramáticos y antiguos de censura que se conoce, fue el del tiránico emperador chino Shi-Hoang-Ti, que en el 213 a.C. mandó destruir todas las obras escritas anteriores a él, enterró vivos a más de 400 escritores y decretó que cualquiera que guardase tablillas de bambú o madera escritas, correría la misma suerte de los sabios asesinados. El conocimiento y la historia misma debían empezar con el propio emperador. Del mismo Platón se dice que escribía en sus diálogos el conocimiento más accesible, es decir, el considerado divulgable, mientras que reservaba para un reducido grupo enseñanzas secretas que, debido a su dificultad (y peligrosidad en caso de ser ampliamente conocidas), no podían por ningún motivo ser escritas.
Como el “bombero” de “Fahrenheit 451” (el célebre libro de Ray Bradbury), que en vez de apagar incendios quemaba todos los libros que encontrase, pero ya no en la ficción sino en la palpable realidad, antes y ahora, la hoguera aún sigue encendida.

Autor: Daniel Galilea.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

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viernes, 23 de diciembre de 2011

El sexo del cerebro

A casi dos décadas de descubrirse las diferencias materiales entre el cerebro masculino y femenino la polémica continúa.

Lo cierto es que hay dos cerebros, uno para él y otro para ella.
En la Universidad de Yale, los científicos Sally y Bennet Shaywitz demostraron que los cerebros de la mujer y el hombre son, contrariamente a lo que se creía, muy diferentes. El lenguaje se sitúa de distinto modo en los hemisferios y cada intelecto sigue caminos propios.
Las diferencias anatómicas y funcionales entre los sexos han dado un conocido subproducto humorístico, habitualmente basado en la (pretendida y nunca justificada) inferioridad intelectual de la mujer y en su proverbial locuacidad: instantánea asociación de datos, imbatible cantidad de palabras por minuto, entusiasta divulgación de las novedades. Pero —fuera de broma— esta presunta característica de la oralidad femenina chocaría contra el prejuicio que postula su lentitud mental respecto del hombre: si el lenguaje es un bien común y una medida, y lo aprovecha más quien mejor lo usa, entonces habría que deducir que la mujer es más inteligente que el hombre.
Quizá por eso suele hablarse de la igualdad de los sexos a nivel cerebral, con predisposiciones distintas en el hombre y la mujer, gestadas secularmente a través de roles y prácticas socioculturales opuestas o complementarias. Así a él le corresponderían la introspección y la escritura, y a ella la extroversión y la lectura, por ejemplo. Obviamente una grosera división sexista del pensamiento como actividad y de la acción como tarea transformadora.
Sin embargo, hay un punto en el que la ciencia disiente con el lugar común, ampliando la polémica alrededor de la ya milenaria “guerra de los sexos” por sumisión femenina o simple tiranía masculina. Según un excepcional estudio realizado por Sally Shaywitz, pediatra, y su marido Bennet, neurólogo —ambos de la Universidad de Yale—, el hombre y la mujer no tienen el mismo cerebro.
Para probarlo, los científicos se apoyaron en una vieja hipótesis que sostiene que las funciones lingüísticas —considerado el lenguaje como la más alta expresión humana— están presentes en los dos hemisferios cerebrales de la mujer y sólo en uno del hombre, y sometieron a similares tests de medición a 38 personas diestras: 19 mujeres de unos 24 años y 19 varones de 28. Los resultados revelaron que ellas son realmente más veloces a nivel verbal, y que ellos imaginan con mayor facilidad cómo se verá un objeto desde otro ángulo espacial, por ejemplo.
Los tests consistieron en ejercicios de ortografía (reconocimiento de letras), fonológicos (ritmo de palabras y frases), semánticos (interpretación de significados) e interrelaciones entre textos elementales. Entretanto, el equipo científico seguía personal y electrónicamente la evolución de las pruebas, que a su vez seguían un patrón de avance rumbo a una evaluación final.
Para sistematizar ese estudio —que luego difundió la prestigiosa revista científica Nature—, el matrimonio Shaywitz utilizó una compleja técnica de resonancia magnética que registraba cuánto oxígeno había en la sangre que irrigaba el cerebro durante los tests, sobre la pista de que las áreas activas del mismo son precisamente las que más oxígeno consumen. Y así luego, como si fueran fotografías a color del cerebro funcionando, las computadoras mostraron el resto: el cerebro masculino concentra en la circunvolución frontal inferior de su hemisferio izquierdo las tareas vinculadas al lenguaje, y el femenino en las circunvoluciones frontales inferiores de sus dos hemisferios.
La elección de las regiones cerebrales de interés se basó en anteriores investigaciones neuropsicológicas y hoy, con neuroimágenes computadas, en las funciones lingüísticas. Así, un análisis conductista de reconocimiento permitió aislar dos claves relevantes para la identificación léxica: la ortográfica (perteneciente a la codificación de letras) y la fonológica (perteneciente a la codificación de fonemas), cara y sello de una misma moneda, puente entre la comprensión de la palabra escrita y su organización y expresión en el discurso coloquial o especializado. La rima poética, por ejemplo, requiere un esfuerzo mental extra, porque se trata de ordenar palabras según su afinidad auditiva.
Esos hallazgos indicarían que ahora es posible cercar componentes específicos del lenguaje y, al mismo tiempo, relacionar estos mecanismos lingüísticos con definidos modelos de organización del cerebro. Basándose en esa estrategia el matrimonio Shaywitz logró demostrar que el proceso fonológico es, a juzgar por los tests, más fluido en la mujer que en el varón. Lo que no siempre significa que haya manifestaciones tajantemente distintas —y en bloque— entre todas las mujeres y todos los hombres, ni que necesariamente unas y otros reaccionen igual a los mismos estímulos. Durante algunas pruebas, 11 de las 19 mujeres emplearon sus dos hemisferios cerebrales, mientras que a las 8 restantes no les hizo falta usar más que el derecho, como los hombres.
Para ser más claros: la mujer podría apelar a esa “reserva” de su actividad lingüística —o no necesitarla, o incluso no emplearla nunca—, pero el hombre no puede hacerlo de ningún modo, porque sólo cuenta con un único “archivo”. De ahí la controversia sobre si la lateralización del cerebro varonil es desventajosa o, al contrario, concentra mejor las funciones del caso. Y también si la bilateralidad del cerebro femenino indica cierta superioridad sobre el del hombre o, al contrario, tiende a la disgregación de las ideas. De lo poco que se sabe, parece correcto afirmar que las habilidades espaciales —no verbales— se localizan en el hemisferio derecho y que los hombres, tras una lesión en el hemisferio izquierdo, muestran más problemas de coordinación y comunicación que las mujeres.
Según los científicos, esto podría estar relacionado con un plan genético conservacionista en el que la mujer, matriz y continuadora de la especie, requeriría más garantías de supervivencia que el hombre, portador de la simiente. Ergo, su bipolaridad cerebral no sería casual ni caprichosa, sino un reaseguro natural. Por otro lado, en los tests ellas dieron muestras de una asociación inusual en el varón: a su mayor rendimiento oral le sumaron una gran capacidad olfativa y —es más— encontraron rápidamente la palabra adecuada para identificar cada olor por separado.
La tesis de que el lenguaje está representado más asimétricamente en el cerebro masculino que en el femenino enriquece la bibliografía sobre las sedes cerebrales del lenguaje, que se remonta cuando menos hasta mediados del siglo XIX. Desde esa época, muchos otros estudios que emplearon una gran variedad de otros métodos —esto es comparativamente útil— coincidieron en advertir que en la mayoría de los individuos las funciones verbales dependen mucho de las regiones corticales especializadas del hemisferio izquierdo. Y si es controversial afirmar que la unilateralización del lenguaje es más eficaz en el cerebro masculino, no menos audaz es asegurar que todas las mujeres emplean estrategias orales para solucionar problemas no verbales.
Que el hombre y la mujer sigan distintos caminos cerebrales para cumplir la misma tarea es un hecho. También es posible que las mujeres vivan en un mundo más rico en palabras y olores, vale decir: más amplio en un sentido abarcador de los extremos, desde una primitiva percepción física hasta la voz que la nombra. Pero, desde luego, la pregunta sobre dónde está la inteligencia —y cómo se mide— sigue siendo una incógnita pendiente, incluso para la ciencia. Como es sabido, la masa encefálica de Einstein pesaba menos que la de Stalin.

Autor: Raúl García Luna.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

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jueves, 22 de diciembre de 2011

La lista de Sheldon

Investigación que muestra evidencias de que se oculta información sobre ovnis incluso con la muerte de quienes saben demasiado.

Ovnis top secret, seguridad nacional, guerra electrónica, espionaje y 28 científicos muertos en dudosas circunstancias fueron los enigmas que impulsaron al best-seller Sidney Sheldon a descorrer el sombrío velo de un posible complot de silencio con raíz en la compañía británica Marconi —fábrica de misiles inteligentes como los usados contra Irak— y ramificaciones en la NASA, la CIA, el Pentágono de Estados Unidos y la agencia secreta británica GCHQ. Entrevistas y revelaciones exclusivas, desde una carta inédita del astronauta Gordon Cooper hasta las asombrosas hipótesis de los investigadores Jason Chapman y Stephen ArkelI sobre ovnis, tecnología y muerte.

En “La conspiración del Juicio Final” —una intriga sobre ovnis, militares y espías—, el prolífico Sidney Sheldon dedica las últimas 9 páginas a narrar hechos que no son ficticios, sino parte de la investigación previa a la redacción del libro. Bajo el inocuo título de “Notas del Autor”, Sheldon denuncia que “la Agencia Nacional de Seguridad (de Estados Unidos) mantiene en secreto más de 100 documentos relacionados con ovnis, y la CIA alrededor de 50”, se pregunta: “¿Existe una conspiración de los gobiernos a nivel mundial para ocultar la verdad al público?”, y despliega una lista de 23 científicos ingleses que en sólo 6 años murieron uno tras otro, en situaciones poco claras y a edades tempranas. “Todos habían trabajado en proyectos tipo “La Guerra de las Galaxias” y en distintas áreas de la guerra electrónica, que incluye la investigación sobre ovnis”, apunta el autor de best-sellers más leído del planeta: sus 13 novelas vendieron 200 millones de ejemplares en 100 países y fueron traducidas a 76 idiomas.
De esos 23 importantísimos especialistas de la compañía misilística Marconi, sólo uno habría fallecido de muerte natural: otros dos están desaparecidos, cuatro sufrieron accidentes fatales y 16 de ellos —atención, el 70 por ciento— se suicidaron. “Yo creo firmemente que es demasiada coincidencia”, dijo Sheldon, entrevistado en su lujosa mansión de Los Angeles, California, con 15 dormitorios, sauna, piscina y cineteca privada.
Ya en 1995, a los 78 años, Sheldon —que de joven se interesó en los platos voladores pero nunca había escrito sobre ellos— opinaba que “al menos debemos estar abiertos a la posibilidad de que haya alguna forma de vida en algún otro lado”, y cuenta cómo descubrió la punta de la larga madeja que lo condujo hasta su controvertida lista de científicos muertos: “Me pasé 2 años leyendo, investigando y hablando con expertos en el tema. Es más, entrevisté a 12 astronautas de la NASA y todos me negaron haber visto ovnis o seres extraterrestres. Me llamó tanto la atención la unanimidad de las respuestas, que no me conformé”.

Esta es parte de la entrevista que Alberto Oliva le hizo al señor Sheldon:

— ¿Oué hizo entonces? — le preguntamos inicialmente.
— Lo llamé a James Hurtak, un amigo mío muy versado en ovnis y con serios contactos en el Pentágono y el área de seguridad e inteligencia americanas —informó Sheldon—. Hurtak tuvo acceso a archivos confidenciales del gobierno y allí encontró una carta del astronauta Gordon Cooper a sus superiores, intimándolos a que estudiaran el tema ovni. Eso cambió el curso de mi investigación.
— ¿De qué manera?
— Le telefoneé a Cooper y lo apuré. Le pregunté: “¿Es verdad que usted mandó una carta a sus jefes de la NASA diciéndoles que vio naves extraterrestres y solicitando además una urgente investigación?”. Largo silencio. Cooper estaba helado, no sabía qué decir. Entonces le leí una copia de su propia carta, que me había pasado Hurtak. Al fin, admitió todo y nos reunimos a comer y a charlar largamente. Con el tiempo nos hicimos amigos y Cooper empezó a descorrer el telón de su experiencia con ovnis.
— ¿Qué le contó él?
— Que en 1951, mientras cumplía una misión para la Fuerza Aérea en Europa, tuvo la oportunidad de ver varias naves extraterrestres de distintos tamaños, generalmente volando de este a oeste en formación de combate.
— ¿Cómo estableció Cooper que se trataba de ovnis y no de aviones?
— Aunque él reconoce no ser un experto en ovnis, señaló que la altitud y la velocidad de desplazamiento de esas naves eran muy superiores a las de los mejores aviones de guerra de la época.
— ¿Cree usted que Cooper pueda ser alguien propenso a las alucinaciones o a las fantasías?
— Él piensa que esos ovnis y sus tripulaciones visitan la Tierra desde otros mundos para estudiarnos. Siente que tienen más conocimientos y tecnologías más avanzadas que las nuestras. Sin embargo, Cooper es de la idea de que hay que interactuar pacíficamente, sin hostilidad hacia ellos, y recomienda formar una comisión especial en las Naciones Unidas para trabajar en el tema.
— ¿Algún otro astronauta se prestó a revelarle su verdad?
— Sí. Deke Slayton, también astronauta del programa Apolo, accedió a hablar conmigo después de que Cooper le explicó quién era yo y qué quería de él.
— ¿Y qué le contó Slayton?
— Una experiencia con ovnis que siguieron su avión, lo envolvieron en una fuerte red de luz y luego desaparecieron a una velocidad imposible para el instrumental y los cazas a reacción de los años ‘60.
— ¿Por qué Cooper y Slayton ocultaron esos hechos tanto tiempo?
— Primero que nada, porque la Fuerza Aérea, el Pentágono y las agencias de inteligencia y seguridad nacional les tienen prohibido tocar el tema ovni. Segundo, porque se han vendido muchas historias falsas que abaratan la reputación de los astronautas, y entonces ellos se inclinan por la prudencia.
— Aprovechando su fama y sus contactos, ¿no intentó usted indagar el tema en niveles más altos?
— Por supuesto. Durante un almuerzo privado con el ex presidente Gerald Ford, le pregunté si era cierto que el gobierno le ocultaba al pueblo la verdad sobre contactos con extraterrestres. Me respondió que jamás ninguna agencia de seguridad o inteligencia le había transmitido semejante información. Ronald Reagan me dijo lo mismo... pero admitió haber visto ovnis muchas veces.
— ¿Afirmaría usted que esos 23 científicos misteriosamente muertos entre 1982 y 1988 son víctimas de una alta conspiración criminal para ocultar la verdad al público?
— Hay algo raro en todo eso, aunque no sé lo que es.

Los que quieren saberlo a toda costa son Jason Chapman, ovnílogo galés de 21 años que investigó 17 de esos raros casos mortales denunciados por Sheldon y agregó otros dos, y Tony Collins, que en su polémico libro “Veredicto abierto” sostiene que esos científicos habrían sido silenciados “por saber demasiado sobre ovnis”, tema que las grandes potencias considerarían top secret “por temor a perder el liderazgo político-militar sobre el planeta“. En esto incidiría con fuerte acento la vieja —y lógica— teoría de que obtener datos tecnológicos más avanzados que los terrestres daría a cualquier grupo de naciones una impensada superioridad sobre las otras.
Es lo que sostiene el investigador Stephen Arkell desde el prólogo de “Veredicto abierto”. Para él —como para Sheldon, Chapman y Collins—, “no se trata de una guerra declarada, sino de una guerra feroz y constante en tiempos de paz, para conservar la ventaja, que no se libra en campos de batalla sino en laboratorios ocultos donde se elaboran sistemas defensivos y ofensivos con circuitos impresos y software secretos, a altos costos y sin rendir cuentas”.
Esa perspectiva, que vuelve abstracta la relación dinero-investigación para fines bélicos porque desconfía de la consulta política amplia, tendría origen en que en los últimos 60 años los militares de las superpotencias no pudieron emplear armas nucleares —francamente impopulares—, y entonces idearon un nuevo estilo guerrero: acrecentar el poder letal de los ejércitos y las armas convencionales.
¿Cómo?: contratando a tecnócratas capaces de tornar invisibles al radar enemigo los barcos y aviones propios, logrando que un soldado de elite mate diez veces más ayudado por minicomputadoras e informes satelitales, o colocándoles un cerebro inteligente a los mismos misiles de hace una década, de manera que éstos ubiquen sin margen de error el blanco elegido. Como es sabido, parte de este novísimo arsenal debutó en la guerra de Irak.
A Arkell y Collins, las muertes de los científicos ligados a la megaempresa electrónica Marconi los sorprendieron en diciembre de 1986, cuando ambos trabajaban en revistas británicas como Computer News y otras. Por entonces, la División Fraudes del gobierno inglés indagaba —desde hacía años— a la Marconi por presuntos incumplimientos de contratos de defensa nacional, y muchos periodistas se preguntaron si ese conflicto no habría precipitado de algún modo las 23, 25 o 28 muertes de los mejores científicos de la “guerra electrónica”.
En privado, un analista de sistemas de Marconi le confió al editor Ron Condon que los aparentes suicidios de dos programadores asiáticos —Sharíf y Dajíbhai, que figuran en la lista Sheldon— estaban vinculados entre sí, y que habrían sido “simulados por una mano negra asesina y protegida”. A partir de este doble caso, saltaron a la luz todos los demás. Racionalistas a ultranza, los grandes periódicos londinenses desecharon el apriorismo del supuesto hiperestrés de los científicos muertos —argumento de la Marconi— e hicieron hincapié en las estadísticas de suicidios y establecieron elocuentes comparaciones.
Por ejemplo: si en la Gran Bretaña de 1987 hubo 4.500 suicidios, a razón de uno por cada 12.650 habitantes, tomando a los 47.000 empleados de Marconi como base podría esperarse un mínimo de 9 y un máximo de 12 suicidios en 3 años, de 1986 a 1988. Conclusión: la tasa anual de suicidios de la misilística Marconi es, a todas luces, increíblemente más elevada que el promedio nacional británico. Desde luego, es cierto que las estadísticas no bastan para demostrar o refutar la posibilidad de que un plan de crímenes en serie ocurra en un solo ámbito: “Sólo una investigación cuidadosa de cada muerte podría brindar nexos comunes que lleven a la verdad”, dice Chapman.
“De cualquier modo —insiste Collins—, todo nos induce a sentir que nos hemos topado con una enorme conspiración”. Según esta línea de análisis, y dado que nadie logró saber cuál era el verdadero trabajo que hacían los científicos al momento de sus muertes, la prensa occidental especuló con la posible inserción de ignotos subcontratistas —y hasta de espías extranjeros— en el programa Guerra de las Galaxias, lanzado durante la gestión Reagan y rápidamente transformado en una ensalada rusa, un complot incontrolable y un Frankenstein maldito por la Humanidad.
En marzo de 1989, 11 soviéticos y 4 checos fueron expulsados de Gran Bretaña por intentar robar —según trascendió entonces— poderosos microchips, información confidencial sobre radares y tecnología láser, aleaciones de avanzada con fibras de titanio y carbono, y quizá también algún que otro secreto sobre materiales y tecnologías desconocidas en la Tierra. El primer resultado de la indagación del Ministerio de Defensa en el imperio Marconi —en febrero de 1989— fueron cargos contra 4 ejecutivos y las 3 intocadas compañías del grupo: Marconi Company, Marconi Secure Radio Systems y Marconi Space and Defense Systems.
Según un estudio psicológico hecho sobre 100 “topos” (soplones) de Estados Unidos, país donde las agencias de seguridad alientan a revelar la corrupción en contratos de defensa por parte de los empleados, casi el 10 por ciento intentó cometer suicidio. “Sin embargo —resume Arkell—, por si pretendieran dar vuelta las cosas, digamos que no hay ni pizca de auténtica evidencia que nos haga pensar que alguno de los más de 20 científicos muertos tuviera algo que ver con operaciones fraudulentas de la Marconi, sino todo lo contrario: ellos fueron las víctimas”. Para más datos, el único “topo” que denunció con nombre y apellido los malos manejos de esa empresa se llama Kingsley Thrower, reside en Lancanshire, siguió testificando contra Marconi en posteriores juicios y no se ahorcó, ni se accidentó en su auto, ni se electrocutó, ni se cayó de un puente.
Por un lado, está claro que la “culpa” del soplón no necesariamente lo impulsa al suicidio, y, por otro, queda la suposición de Chapman o Collins flotando en el aire: “Y si Thrower sigue con vida porque no sabe nada importante?”. Y aquí “importante” no debe leerse como negocios turbios, sino como alta tecnología o —al decir de Sheldon— “cosas que no dejan de asombrarme, como por ejemplo metales que no se doblan ni se funden aunque se expongan a presiones y temperaturas altísimas, que claramente provienen de otras galaxias y están aquí en la Tierra”.

Y continúa la conversación:

— Pero, ¿son reales, son comprobables esas evidencias, Sheldon?
— Esas y otras no menos asombrosas, créanme. Pueden verse en pacientes de médicos europeos y de la Universidad de Harvard, por ejemplo, que aunque no se conocen entre ellos cuentan experiencias similares y tienen las mismas marcas en el cuerpo después de haber sido supuestamente secuestrados por seres extraterrestres. Y muchas mujeres juran haber sido penetradas por esos alienígenas que quizá investigan cómo somos orgánicamente o cómo estamos estructurados a nivel celular.
— Después de haber tenido acceso a fuentes de información clasificada y a testimonios directos, ¿cuál es su opinión concreta al respecto?
— Miren, yo no digo que hay ni que no hay vida extraterrestre: lo único que digo es que podría haberla. Si gente seria y de nivel científico reconoce la existencia de los ovnis, pienso que algo de veracidad habrá en todo esto.
— A qué “gente seria” se refiere?
— A muchos: al astronauta Frank Borman, de la misión Géminis 7, que tomó fotos de ovnis que siguieron su cápsula espacial. A Neil Armstrong, de la Apolo 11, que vio dos naves desconocidas cuando alunizó. A Cooper y Slayton y otros astronautas que prefieren permanecer anónimos por ahora.
— ¿De veras cree usted que existe un complot gubernamental antiovni?
— Yo insisto en que los servicios de inteligencia y seguridad de Estados Unidos, así como el Pentágono, la Fuerza Aérea y el Departamento de Defensa, tienen pruebas sobre ovnis y vida extraterrestre, pero las encubren por miedo a que cunda el pánico civil.
— ¿Y por qué iba a ocurrir eso?
— En teoría, la población se sentiría amenazada por extraños de inteligencia superior a la propia, imaginarían que éstos los harían sus sirvientes y habría olas de histeria colectiva, violencia, éxodos y confusiones incontrolables.
— Perdone, Sheldon, ¿usted apoya esta “teoría”?
— Vean, la actitud de las autoridades norteamericanas es contradictoria e inexplicable. Aquí rige The Freedom of Information Act, una ley que garantiza a todos los ciudadanos el acceso a la información gubernamental. Pero cuando yo pedí oficialmente a la NASA y el Departamento de Defensa los archivos sobre ovnis, me mandaron una gigantesca carpeta en la que casi todos los textos están tachados con marcador grueso y negro.
— ¿Es cierto que usted consultó al astrónomo Carl Sagan?
— Sí, y lo sigo haciendo. Sagan es el pionero del SETI, una red de antenas y satélites hecha para captar señales del espacio exterior. Sagan tiene razones valederas para creer en la vida extraterrestre. Según él, sólo la Vía Láctea podría albergar unos 250 millones de estrellas, y de éstas al menos un millón podrían tener planetas capaces de alojar vida.
— Es correcto suponer que “La conspiración del Juicio Final” se inspira en el famoso caso del ovni de Roswell?
— Sí. Ese disco volante cayó en Roswell, Nuevo México, en 1947. Los testigos, un hacendado y sus dos hijos, llamaron a las autoridades, que aparecieron muy rápidamente. Más tarde, alertados los medios de que había un plato volador destruido con 2 cuerpos adentro, los periodistas y fotógrafos se toparon con un general del ejército que les dijo: “Eran los restos de un globo climático y nada más”. El terreno estaba limpio y sin huellas: los testigos dijeron que los pedazos de la nave habían sido levantados y llevados a un paradero desconocido. Un viejo periodista que investigó el caso me contó que dos E.T. de esa nave habían sobrevivido y eran prisioneros de una agencia de seguridad norteamericana. ¿Fin? No, hay más.
— Sí, lo suponemos: idas y venidas, especulaciones, nada concreto...
— Error. En 1984, un documento de una alta fuente del área de inteligencia reveló que durante el mandato de Harry Truman, en 1948, fue convocado un panel supersecreto para investigar el tema ovni. Su código es “Majestic-12” o “MJ-12”, y el informe está redactado y firmado por el almirante Hillenkoetter, quien luego lo entregó en mano al presidente Dwight Eisenhower. Allí, Hillenkoetter dice que 4 seres extraterrestres fueron hallados a 3 kilómetros de Roswell, donde se estrelló el ovni en cuestión. El texto propone, además, estrictas normas precautorias para que esa conclusión no llegue al público jamás. Es algo, ¿no? Y coincide con mi pesquisa, de la que surge, insisto, que la Agencia Nacional de Seguridad oculta más de 100 documentos sobre ovnis, la CIA unos 50 y otras agencias un mínimo de 6.

El galés Chapman, analista de las filtraciones de datos de la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana y de su homóloga británica GCHQ, coincide con Sheldon y expone el caso de Geofrey Prime, un ex agente de la GCHQ condenado en 1982 a 25 años de cárcel por espionaje: antes del juicio, ningún ciudadano inglés sabía de la existencia de la GCHQ. El escándalo periodístico y legal reveló, de paso, dos primicias más: un pacto secreto de asistencia mutua —llamado UKUSA Security Agreement— entre las agencias de Estados Unidos y Gran Bretaña, y la posible conexión entre el affaire Prime y las inverosímiles muertes por suicidio o accidente de los científicos de la misilística Marconi.
Entre otras cosas, Chapman logró averiguar que a raíz del juicio de Prime se tomaron medidas de seguridad extraordinarias en Marconi y la GCHQ, tales como traslados de archivos, rotación de personal y cambios de domicilio. Según Arkell, “haya o no vínculos, la desaparición de 28 trabajadores de la defensa es una de las historias más enigmáticas de la última década. Para mí esos decesos se relacionan, de algún oscuro modo, con los denominados ‘proyectos en negro’, cuya existencia no puede ser admitida oficialmente”.
Sheldon no reveló cómo ni dónde consiguió la polémica lista mortal, pero ésta no fue negada por ningún organismo gubernamental, tribunal o partido. De manera que el rico bestsellerista —la revista especializada Forbes estima que sólo en una de sus cuentas bancarias hay 100 millones de dólares— se siente con derecho a “condenar públicamente el ocultamiento oficial de la verdad” y a “considerar con seriedad el misterio de los ovnis”.

A continuación, el final de la extensa entrevista:

— De haber extraterrestres, ¿qué piensa usted que ellos estarían haciendo en la Tierra?
— Yo diría que estamos siendo investigados. Y no me extrañaría mucho que el motivo actual fuera ecológico: estamos destrozando el planeta, contaminando el agua y la atmósfera, aniquilando los bosques, etcétera. Quizá esos seres de otras galaxias sepan que estamos a punto de provocar un desequilibrio cósmico y vengan a prevenirlo o tratar de revertirlo.
— Pero, Sheldon, ¿no le parece curioso el hecho de que esos alienígenas, si es que los hay, sean tan evasivos, tan renuentes a mostrarse y comunicarse de una buena vez?
— Sí, claro que es curioso. Con mentalidad humana, uno se pregunta por qué estos E.T. no van derechito a ver al presidente de cada gran nación, o a todos juntos, y les explican quiénes son y qué pretenden. Sin embargo, aparecen erráticamente, sin lógica ni estrategia... No sé, tal vez sigan un esquema racional que los terráqueos no entendemos. ¿No se supone, acaso, que son más inteligentes que nosotros?


LA LISTA DE SHELDON Y LOS CASOS INVESTIGADOS.
Estos son los nombres de los científicos —y las causas de sus extrañas muertes— que Sydney Sheldon publicó en su best-seller “La conjura del Juicio Final”. El investigador Jason Chapman amplió la lista.
KEITH BOWDEN. Muerto en accidente automovilístico, en 1982.
JACK WOLFENDEN. Su planeador se estrelló contra una colina, en julio de 1982. Analista de sistemas.
ERNEST BROCKWAY. Se ahorcó en noviembre de 1982. 43 años. Su esposa jura que lo vigilaban día y noche.
STEPHEN DRINKWATER. Asfixiado con una bolsa de plástico en la cabeza, en 1983. 25 años. Manejaba documentación clasificada.
ANTHONY GODLEY. Teniente coronel. Desaparecido, declarado muerto en abril de 1983.
GEORGE FRANKS. Se ahorcó en abril de 1984. 58 años. Seguridad nacional. Tatcher se refirió a su muerte.
STEPHEN OKE. Se ahorcó en 1985. 35 años. Tenía una mano fuertemente atada.
JONATHAN WASH. Se tiró de un edificio el 19 de noviembre de 1985. 20 años. Su padre jura que lo mataron. Elaboraba la defensa secreta británica.
JOHN BRITTAN. Médico. Suicidio por envenenamiento con monóxido de carbono, en 1986. 52 años. Famoso científico de armamentos, lúcido y detallista.
ARSHAD SHARIF. Se puso una soga al cuello, la ató a un árbol, subió a su auto y aceleró, en el balneario Bristol, en octubre de 1986. 26 años. Estaba por casarse con una joven, como él, paquistaní.
VIMAL DAJIBHAI. Saltó de un puente en Bristol, a 160 kilómetros de su hogar en Londres, en octubre de 1986. 24 años. Amaba los deportes y había aceptado un nuevo empleo en una multimillonaria consultora financiera londinense.
AVTAR SINGH-GUIDA. Desaparecido y declarado muerto en enero de 1987.
PETER PEAPELI. Suicidio con el motor del auto en marcha, en febrero de 1987, 46 años. Contento de ganar dinero en un juego, fue al garaje a ver quién había encendido su auto. A la mañana lo encontraron muerto.
DAVID SANDS. Estrelló su auto a toda velocidad contra un bar, en marzo de 1987.
MARK WISNER. Se ahorcó en abril de 1987. Versión periodística: lo encontraron vestido de mujer y con varios metros de cinta plástica alrededor del cuello y la boca. Su rol en defensa era top secret, y muy bien pago.
STUART GOODING. Su auto embistió frontalmente un camión en un camino de montaña, el 10 de abril de 1987. 23 años. Enlace militar.
DAVID GREENHALGH. Se cayó de un puente el 10 de abril de 1987.
SHANI WARREN. Suicidio por inmersión en abril de 1987.
MICHAEL BAKER. Accidente automovilístico en mayo de 1987. 22 años. Geniecillo de la defensa aérea y entusiasta pescador. Su BMW se estrelló contra una valla de hierro. Los peritos no saben por qué. Jamás bebía.
TREVOR KNIGHT. Suicidio en mayo de 1987. Trabajaba en un área de seguridad nacional de Marconi, supuestamente la sección de contratos secretos para la venta de sofisticadísimos misiles. Había telefoneado a su madre porque iba a visitarla.
ALISTAIR BECKHAM. Suicidio por electrocución, en agosto de 1988. Lo hizo en su garaje, mientras sus hijas dormían. Su esposa sigue mencionando a un extraño que huyó.
PETER FERRY. Brigadier. Insólito suicidio por electrocución, en agosto de 1988. Se habría atado un molar a un polo eléctrico y otro a otro, conectando luego la energía central.
VICTOR MOORE. Suicidio, fecha desconocida.
ROBERT WILSON (43 años) y GERARD DARLOW (22) son los nombres agregados por Chapman. Tras devolver un documento secreto que habría sustraído, Wilson “se accidentó mientras limpiaba un arma”, pegándose un tiro. Y Darlow, “un esquizofrénico con tendencia suicida”, se habría clavado un cuchillo en el pecho.

CARTA SOBRE OVNIS, DEL ASTRONAUTA GORDON COOPER.
Este es el texto original de la carta que Cooper despachó el 9 de noviembre de 1978: la misma que Sheldon descubrió en los ‘90, archivada y sin respuesta:
Embajador Griffith.
Misión de Granada en las Naciones Unidas.
866 Second Avenue.
Suite 502.
Nueva York, NY 10017.
Estimado Embajador:
Deseo comunicarle mi punto de vista sobre los visitantes extraterrestres, popularmente denominados “ovnis”. Creo que estos vehículos y tripulaciones visitan nuestro planeta desde otros mundos obviamente de tecnología más avanzada que la nuestra. Es necesario que tengamos un programa coordinado de primer nivel para recopilar y analizar científicamente datos de toda la Tierra sobre cualquier tipo de encuentro y determinemos cuál es el mejor método para comunicarnos con estos visitantes. Posiblemente debamos demostrarles primero que hemos aprendido a resolver nuestros problemas por medios pacíficos antes de ser aceptados como miembros calificados del equipo universal. Esta aceptación implicaría tremendas posibilidades para el avance mundial en todas las áreas.
No soy un investigador de ovnis experimentado: aún no he tenido el privilegio de volar uno ni de conocer a su tripulación. Pero estoy calificado para hablar sobre ellos, ya que he llegado a la periferia de las vastas áreas por las que viajan. En 1951, también tuve la oportunidad de observar durante dos días muchos vuelos de estos objetos, de diferentes tamaños, volando en formación de cazas, desde el este hacia el oeste de Europa. Se hallaban a mayor altitud que la que podían alcanzar nuestros cazas en aquella época.
Sé que la mayoría de los astronautas están muy reacios a discutir el tema de los ovnis a causa del gran número de personas que han vendido de manera indiscriminada historias inventadas y que han falsificado documentos, abusando de su nombre. Los pocos astronautas que continuaron participando en el campo de los ovnis debieron hacerlo muy cautelosamente. Hay varios de nosotros que sí creemos en los ovnis y hemos tenido la ocasión de ver un ovni en tierra o desde un avión.
Si la ONU está de acuerdo en seguir este proyecto y brindarle credibilidad con su apoyo, quizá sean muchas más las personas bien calificadas que den un paso adelante y contribuyan con ayuda e información.
Firmado: L. Gordon Cooper, coronel de la Fuerza Aérea y astronauta.

EL OVNI DE ROSWELL.
En julio de 1947, en Nuevo México, se estrelló un ovni que ocultó la Fuerza Aérea norteamericana.
El paradero del presunto plato volador caído en 1947 en el campo de Roswell, Nuevo México, sigue siendo un misterio. Según el ranchero W. W. Brazel, la noche anterior al 2 de julio escuchó “una explosión más fuerte que cualquier trueno” de la tormenta desatada en esas horas, y en la mañana cabalgó hasta el lugar del que supuso habría provenido “el gran ruido”. Un despacho de Associated Press del 9 de julio narró que el ovejero Brazel encontró “trozos de papel recubiertos de una sustancia semejante al aluminio, unidos por estacas, como un barrilete”, algo así como restos de “goma gris” dispersos a lo largo de 180 metros, y un extraño disco metálico que entregó a un oficial de inteligencia de la base aérea de Roswell.
Los militares hablaron de un globo atmosférico con fallas, pero los periodistas y otros observadores locales aseguraron haber visto cómo el ovni era transportado al célebre Hangar 18, que también fue el título de un clásico film sobre el tema. Sobre todo porque habrían quedado expuestos dos cadáveres extraterrestres, cuyas fotos dieron la vuelta al mundo en 24 horas.
La vacilante posición de la Fuerza Aérea y sus versiones contradictorias generaron querellas por falso testimonio, por ocultamiento de evidencias y —más que nada— por violación civil de la seguridad defensiva. Así, la idea del sensacional hallazgo fue desdibujándose en el ámbito público, hasta que en 1951 Frank Scully —columnista de la revista Variety— batió récord de venta con un libro en el que contaba que el gobierno norteamericano tenía escondido 3 ovnis con los cadáveres de 34 extraterrestres de baja estatura y cráneos prominentes, todos hallados en Nuevo México.

JASON CHAPMAN, DETECTIVE DE 19 MUERTES DUDOSAS.
Entrevista exclusiva con el ovnílogo galés que investigó las misteriosas muertes de los científicos británicos de la fábrica de misiles Marconi, todos expertos en guerra electrónica y quizá también en naves extra galácticas.

— La versión oficial dice que la mayor parte de esos científicos se suicidaron. ¿Cree usted que esto es verdad o que fueron silenciados?
— Yo estoy convencido de que existe una funesta conexión entre todas esas muertes. El “Veredicto abierto” de Collins narra animadamente los hechos, pero no explica si fueron asesinados o no.
— ¿En qué estaban involucrados los 25 científicos de la lista Sheldon?
— En lo que se denomina “misil guidance system”, o misiles que llevan una computadora que le ayuda a “pensar” y a encontrar su blanco.
— Ahora le preguntamos a usted ¿los mataron o fueron accidentes?
— Una de las hipótesis es la inducción por hipnosis. Es probable que esos científicos hubieran sido sometidos a terapias de hipnosis y luego...
— ¿Cómo es posible que esa serie de muertes haya pasado desapercibida?
— No, eso no ha ocurrido. El veredicto presentado por Marconi es inaceptable. Lo que necesita este caso es una investigación seria.
— ¿Se ha comunicado con Marconi? ¿Qué contestan sus autoridades?
— Nada. No responden a mis cartas.
— Y qué dice el ministro de Defensa británico?
— Responde que el gobierno ya trató el caso apropiadamente, pero no se ha lanzado un comunicado de prensa. En cuanto a los detalles que envié, me dice: “Respecto de las muertes que usted menciona en sus cartas, no estamos al tanto de los incidentes a los que usted se refiere”. Punto.
— ¿Qué piensa hacer ahora, Chapman?
— Continuar con la investigación. Hasta el momento he insistido en contactarme con las familias de los muertos y en averiguar en qué estaba trabajando cada uno en ese momento. También voy a publicar mi libro y a medir la reacción pública.

Según Chapman, todos los suicidios relacionados con científicos de la compañía Marconi deberían ser investigados de nuevo, “más allá del manto de olvido que se pretende echar sobre ellos“, porque todos tendrían “algo flojo en común”.
Primero: cada método empleado para quitarse la vida habría sido técnicamente seguro, y eso no es usual entre los suicidas.
Segundo: sus familiares coinciden en asegurar que sus muertos no padecían depresiones y que, siendo jóvenes, tenían planes a corto plazo, lo que contraría el impulso de muerte.
Por otro lado, Chapman ironiza sobre el proyecto Guerra de las Galaxias —cuyo fin es derribar un misil enemigo antes de que éste explote—, y dice: “Es el mayor logro tecnológico del siglo XX... a costa de los impuestos ciudadanos. Los americanos gastan millones de dólares por año en armas secretas, y compañías como Marconi hacen millones de anteproyectos de defensa, pese a que desde hace años ya no hay necesidad de fabricar armamentos a gran escala. Si al fin de la Guerra Fría las armas nucleares quedaron obsoletas, la hipótesis de una guerra electrónica y misilística es una especulación, un fabuloso negocio. Esto explica muchas, muchísimas cosas“.
Y a la inversa, ¿explicarán esas “cosas” las razones —que nunca son tantas— por las cuales más de 20 científicos civiles de primer nivel contribuían a gestar una industria de guerra?
Quizás lo sepamos, con suerte, en el futuro.

(Las entrevistas de este artículo fueron realizadas en 1995. Tómese nota)

Autores: Raúl García Luna, Alberto Oliva y Laura Ayerza de Castillo.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

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miércoles, 21 de diciembre de 2011

El verdadero rostro de Jesús

A partir de la imagen del Santo Sudario y con el procedimiento del Morphing se obtuvo lo que pudo haber sido el verdadero rostro de Jesús.

Mediante una moderna técnica llamada “morphing”, los ingenieros de la NASA procesaron la imagen del Sudario que habría envuelto el cadáver de Jesús antes de la Resurrección, obteniendo un claro retrato que, en parte, contrasta con las clásicas ilustraciones del Mesías. El morphing consistió en efectuar un vaciado tridimensional de la información contenida en el Sudario y en reconstruirla minuciosamente luego, empleando nuevas computadoras y exactos programas. Esta delicada tarea tuvo su punto de arranque —y su justificación— en las conclusiones de los 50 científicos que en 1993 refutaron la tesis de sus pares de 1988, que lo consideraron de la Edad Media.
El objeto más enigmático del mundo se encuentra en Turín: se trata de una pieza de lino de 4,36 por 1,1 metros que —confiada al cuidado de la catedral de esa ciudad italiana— tiene impresas dos imágenes cenicientas, una de frente y otra de espaldas, en tamaño natural, de un hombre que medía 1,81 de estatura y pesaba unos 77 kilos: quizá Jesús, también conocido como el Nazareno, el Hijo de David, Cristo, el Ungido, el Mesías, el Justo, el Señor o sencillamente Él, y que más a menudo prefirió llamarse a sí mismo el Hijo del Hombre. La pieza de lino no es otra cosa que el famoso Santo Sudario.
Guardado en una caja de plata forrada de amianto, el polémico lienzo que habría envuelto el cadáver de Cristo tras el martirio y la crucifixión conserva —según los especialistas— extrañas pero precisas marcas de origen, todas aparentemente auténticas y de innegable valor antropológico. En principio, esa doble impronta corporal —desleída en la tela— sería en sí misma un “negativo fotográfico” que, curiosamente, copiado en papel sigue siendo un negativo, pero que visto directamente en la película aparece en “positivo”. Es lo que le ocurrió al aficionado Secondo Pía en 1898 con sus fotos del Santo Sudario: en el proceso de revelado de las placas, la imagen surgió “dada vuelta”, es decir, acabada, real. En 1931, Giuseppe Enrie —director de la revista Vita Photográphica Italiana— repitió la experiencia y confirmó el fenómeno: en los negativos, Cristo salía en positivo. Pero hubo que esperar el nacimiento de la computación para poder acceder a la siguiente prueba: la imagen del Sudario contiene —según estudios del Jet Propulsion Laboratory de la NASA— información tridimensional, como si algo emanado del cuerpo de Jesús hubiera actuado “programadamente” sobre la tela. En palabras simples: los huecos están menos fuertemente impresos que los relieves, ignorándose el procedimiento pero certificándose que el calco no sería el resultado de una aplicación manual.
Tampoco se sabe cómo se separó —durante la Resurrección— el cuerpo del género sin que se borroneara, siquiera parcialmente, la delicada imagen. Otra rareza irresuelta: el color de la doble estampa. La celulosa de la fibra de lino pudo haber sido chamuscada, pero una técnica llamada reflectometría demostró que no existió acción de abrasivos, fuego o metal caliente sobre el Sudario. Según los químicos, tampoco es pintura. Y en lo que parecen ser manchas de sangre, habría realmente hemoglobina (¿fue analizada?: nadie respondió esta pregunta).
Finalmente, el examen anatómico de la imagen impresa en la tela (“fuerte contracción muscular, trazo sangrante en el pliegue de la muñeca, pulgar torcido, llagas en los pies, magullones en la espalda”, informó la NASA) confirmaría que Cristo recibió violentos golpes en la cara y 24 latigazos antes de ser crucificado —atado de las muñecas desde un punto elevado—, que agonizó clavado en la cruz, que fue herido en un costado después de muerto y que se le colocó en la cabeza una corona de espinas que le causaron heridas circulares de 3 milímetros de ancho.
La cantidad y calidad de las actuales pruebas científicas sobre el Sudario de Turín causan un genuino —y renovado— estupor, porque todas resultan ser “indicios narrativos” de la Pasión de Jesús de Nazaret tal como este hecho puntual figura en los Evangelios.
Esto dejaría atrás la controvertida datación efectuada en 1988 por un equipo de investigadores que, mediante análisis con carbono 14 —procedimiento que permite medir la edad de la materia—, dictaminó que la antigüedad del Sudario apenas se remontaba a la Edad Media. Es decir, que la pieza de lino “estampada” era una hábil falsificación de artesanos, quizá con puros fines comerciales. (Mucho se habló de que, envolviendo una vieja estatua de porte humano con un lienzo, podría obtenerse un calco similar al del actual Sudario; nunca se fundamentó).
Pero en 1993 un simposio internacional de científicos reunidos en Roma impugnó la datación de 1988, acusándola de haberse basado en “resultados brutos” y de mantener ocultos “secretos estadísticos deformados” para evitar el debate erudito y público. Entre esos 50 especialistas de todas las disciplinas estaba Dimitri Koutznetsov, soviético merecedor del Premio Lenín por su maestría en física nuclear y en datación histórica por medio de radioisótopos.
La conclusión del simposio del ‘93 fue audaz: “La única definición científica de este objeto, compatible con el estado actual de las investigaciones realizadas —dice por escrito—, es que se trata del auténtico Sudario que envolvió el cadáver de Jesús de Nazaret”. (Los científicos le habrían pedido al papa Juan Pablo VI que exhiba el Sudario en 1998, pero el Vaticano —¿prudente?— nunca se expidió al respecto.)
Además, un equipo de ingenieros de la NASA concretó un proyecto largamente estudiado (y resistido): reconstruir y mostrar el verdadero rostro de Jesús, a quien tantos rasgos arios, latinos o semitas se le atribuyeron en iconos religiosos e ilustraciones ad hoc, y en filmes norteamericanos o europeos. El proyecto se basó en un procedimiento que en informática se conoce como morphing, y fue elaborado por los expertos del FBI para localizar a personas desaparecidas años atrás —cuyos rostros iría cambiando el tiempo—; básicamente, el trabajo consistió en efectuar un vaciado tridimensional de los datos obtenidos del Sudario en computadoras de última generación, para luego reconstituir numéricamente las facciones y obtener, al fin, una imagen virtual confiable. El asombroso resultado reabre la polémica global sobre el hombre —¿judío o palestino?— que provocó un inédito cisma entre los poderes establecidos y los intereses políticos de su época y lugar, cambiando la historia: sólo por su acción terrenal, los sucesos se fechan “a.C.” o “d.C.” (incluso en Oriente), aunque sigan en discusión infinidad de enigmas. Por ejemplo, cuándo nació Jesús, si en verdad realizó milagros, si fundó o no una Iglesia, y otros.
Entre ellos está el de su real influencia sobre sus coetáneos: que el “pueblo” convocado por Poncio Pilatos votara crucificarlo a él antes que a Barrabás —¿guerrillero o ladrón?—, indicaría que el Elegido no entusiasmaba a las masas con su prédica redencionista.
Sin embargo, un juicio de estas características resulta altamente sospechoso en el marco del dominio imperial de Roma sobre Jerusalén, donde —además— los jefes religiosos judíos veían en Cristo un peligro contra su autoridad de cobradores de impuestos y guardianes de la ley.
El episodio pesa porque remite a una clave de mayor alcance. Así como algunos agnósticos ponen en duda la existencia misma de Jesús por falta de crónicas precisas o exceso de contradicciones, no pocos teólogos y exegetas —intérpretes y expositores de La Biblia— afirman que los Evangelios fueron escritos mucho después de Cristo. En ese sentido (el de las fechas), el descubrimiento de los ya célebres Rollos del Mar Muerto, entre 1947 y 1956, en 11 grutas de Cisjordania, fue una bomba de tiempo para unos y otros.
Porque en uno de esos 500 manuscritos de probada autenticidad, los esenios —monjes judíos opuestos al materialismo de sus pares rendidos a Roma—, instalados en Qumrán (cerca del Mar Muerto) entre el año 150 a.C. y el 68 d.C., dejaron testimonio de un texto evangélico escrito antes del año 50 de nuestra era. Se trata de un papiro hallado en la gruta 7, que los investigadores nominaron 7Q5 y dataron en el siglo I.
En 1972, el especialista José O’Callahan —profesor del Instituto Bíblico de Roma— pasó a una computadora ciertas palabras griegas del 7Q5, que resultaron corresponder a un versículo del Evangelio de San Marcos. Conclusión avalada por el presbítero italiano Sergio Daris y su homólogo alemán Carsten Peter Thiede, y luego por la profesora Orsolina Montevecchi —tres eruditos en papirología—, quienes, conjuntamente, declararon: “El 7Q5 demuestra que la primera redacción de los Evangelios se llevó a cabo poco después de la muerte de Jesús, y atestigua una tarea misionera de los primeros cristianos entre los esenios”.
Naturalmente, la prensa hizo —y hace— volar las incógnitas: ¿Jesús era un miembro de la secta esenia? ¿Hay más secretos no revelados en esos documentos? ¿Por qué, después de años de encontrados, sólo conocemos el 25 por ciento de su contenido? ¿Quién es el dueño de ese excepcional patrimonio de la Humanidad?
En su libro “El escándalo de los Rollos del Mar Muerto” (subtitulado “Las revelaciones que hacen temblar al Vaticano”), Michael Baigent y Richard Leigh afirman que, si se revelara el 75 por ciento de esos textos que aún permanecen inéditos, “posiblemente quedaría al descubierto que la Iglesia tergiversó, de manera interesada, el mensaje de Cristo”. Y luego se preguntan: “¿Fue Jesús el fundador de una nueva religión o un agitador judío ultranacionalista? Pablo, ‘el embustero’ al que aluden los rollos, ¿era un espía romano infiltrado en la Iglesia primitiva para dividirla y manipularla?”, etcétera.
No son los únicos investigadores que oponen la Iglesia a Cristo (o viceversa) o señalan las divergencias entre las distintas fuentes bíblicas. Con su “Jesús”, best-seller en Francia, el autor católico Jacques Duquesne concitó la atención pública y polarizó la opinión especializada. Empezando por objetar la autenticidad misma de los Evangelios, a lo que el renombrado exegeta Michel Quesnel respondió que “si no hubiera diferencias entre esos relatos sacros, sería preocupante, porque la unanimidad es la característica de las historias fabricadas“.
Duquesne no pone en duda que Jesús existió, como lo testimonia el historiador romano Flavio Josefo —nacido en el 37 d.C.—, y que murió crucificado el 7 de abril del año 30, como asegura la actual tendencia revisionista. Pero insiste en que no hay ningún indicio de que el Mesías haya fundado una Iglesia y —más aún— que ésta le habría “ocultado al mundo la verdadera vida de Jesús durante 2.000 años”, además de desestimar el dogma sobre la virginidad de María y otros misterios —fundamentales— del cristianismo.
Así las cosas, el “Jesús” de Duquesne provocó —al menos en Francia— un enorme debate que, entre otros filosos puntos, incluyó audaces postulados... y sus lógicas reprobaciones. A continuación, una síntesis de los puntos esenciales de ese libro, con todas las campanas que resonaron a su alrededor.
En principio, los arqueólogos, hebraístas y analistas del microcosmos judío de la Antigüedad coinciden en que los Evangelios no son escritos legendarios, sino testimonios que, como tales, pueden situarse, datarse y evaluarse históricamente. ¿Cuándo tuvieron lugar esos hechos?: en el siglo I. ¿Dónde?: en Palestina. ¿Qué ocurrió?: hubo una insólita “revolución” en el seno del judaísmo, sometido por el Sacro Imperio Romano. ¿Quién fue su líder?: un hombre de unos 30 años e identidad concreta, a quien sus familiares y amigos llamaban Yeshua ha-Nozri (en arameo, “salvación protectora”), y al que pronto todos llamarían Jesucristo.
“En el momento en que se constituye el dogma cristiano —dice Jean Paul Roux, director del Centro de Investigaciones Científicas de Francia—, muchas personas que conocieron a Jesús aún viven y se acuerdan de Él”. Habría, por lo tanto, asiduidad cotidiana y testigos de sus actos. Pero, ¿qué hizo Jesús?: durante dos años, se presentó públicamente como el Salvador. ¿De qué habló?: de Dios, su “Padre”. Esto bastó para dividir las aguas. Nunca antes un judío concibió obrar y hablar en nombre de Jehová, atribuyéndose divinidad humana o razón celestial a sí mismo.
“Malkhuti lo ba’olam haze” (“Perdona los pecados”), le dice a Pilatos. Y a Caifás, el poderoso sacerdote: “Verás al Hijo del Hombre sentarse a la diestra del Todopoderoso”. Ruptura, crimen, blasfemia absoluta contra la Ley Mosaica —según los jefes religiosos del Jerusalén ocupado— que conduce al arresto de Yeshua-Jesús y su entrega al invasor romano, para que lo ejecute en nombre del fisurado orden interno. “Completamente lógico en su época. En este punto, la ciencia no contradice a la tradición cristiana”, observa Jacqueline Genot Bismuth, profesora de judaísmo antiguo y filosofía hebraica en París.
Especialista en los manuscritos del Mar Muerto y el mundo judío en tiempos de Jesús, André Paul explica: “Al presentarse a sí mismo como el nexo entre Dios y los hombres, Jesús cristalizó una divergencia secular entre dos corrientes del judaísmo: una que adhería al sistema, sagrado pero terrestre, del Templo y la Ley, y otra que seguía espiritualmente al profeta Ezequiel, aguardando un mediador entre el Cielo y el hombre. De ahí el impacto de Jesús sobre las multitudes judías, aunque éstas no lo comprendieran más que en parte y esperaran (en vano) una revancha política“.
De ahí el choque de esa minoría creciente contra el sector consolidado en el poder, y también el drama que llevó a Cristo a la cruz, en un solo jaque mate. ¿Pero cómo fue que esa derrota significó la victoria, la “misión cumplida” del líder muerto? Para los teólogos cristianos, se trata de “Dios que se hizo hombre”, de una “encarnación” que —basada en la noción de “pecado”— significó, a su vez, “la reconciliación de los hombres con Dios”. ¿Cómo?: con la Resurrección del Señor. Aquí, la controversia clero-Duquesne es sin duda improductiva: “Como acto de fe, un milagro no se discute ni se demuestra”, dicen los exegetas.
Así, el cristianismo parece haber nacido exactamente la mañana de Pascua en que el discípulo lohanan (Juan) se precipitó a la tumba de Jesús y —según su propio Evangelio—, seguido por Shimon-Petrus (Pedro), vio el sudario abandonado por Yeshua (Jesús) resucitado. Luego, como hecho histórico probable, los seguidores del condenado a muerte habrían juzgado peligroso atestiguar semejante fenómeno ante dirigentes hostiles, además de sentirse horrorizados por la ejecución de su “rabbi”, que se había rendido a sus captores tan mansamente, sin emplear sus extraordinarios poderes.
“Dios lo ha... despertado”, balbuceaban, temerosos de contar que Cristo había ascendido a los cielos “en cuerpo y alma”. “Escándalo para los judíos y locura para los paganos”, diría luego el vapuleado San Pablo, quizá ya convencido de que el cristianismo era imposible en el monolítico marco hebreo y de que, para crecer, la prédica final debía llevarse a cabo entre los gentiles. La denominación “cristianos” aparece en el Imperio Romano en el año 43 d.C. En el 2000, los cristianos del mundo serían como 2.000 millones.
Duquesne y otros decretan incierta la célebre frase de Jesús: “Tú eres Pedro”, piedra fundacional de la institución católica. En el Evangelio de Juan, Jesús promete a sus apóstoles la ayuda del Espíritu Santo para continuar divulgando la Palabra, y en el de Lucas les dice: “Quien os escuche me escuchará, quien os rechace me rechazará”. En el de Mateo, agrega que esto será así “para siempre, hasta el fin del mundo”. Sin embargo, los exegetas interpretan que Cristo se refirió a un “poder terrenal” para mediar entre Dios y los hombres.
Según el especialista Philippe Rolland, el texto hebreo de Mateo pone de relieve “la tradición evangélica tal como fue recibida 15 años después del inicio del ministerio de Jesús”, y las versiones de éste y Lucas estarían “garantizadas por Pedro y Pablo”. “Me he informado exactamente de todo desde sus orígenes”, redacta Lucas. Y Juan dicta: “Lo que yo anuncio lo he visto, oído y palpado con mis manos”. “Es mi testimonio ocular”, escribe Pedro, y funda la Iglesia.
Como Historia, el resto se inscribe en dos líneas paralelas (que como sabemos no se juntan): la fe y la controversia.

LOS ROLLOS DEL MAR MUERTO.
Los 500 papiros esenios hallados en 1 947-56 en 11 grutas de Qumrán, Cisjordania, testimonian la historia de Cristo en el siglo I y abren la polémica en el XX.
En el papiro que los científicos encontraron en la cueva 7, un texto asombró a los teólogos y exegetas que insistían en que los testimonios sobre la vida de Jesús se habían escrito mucho después de su muerte. Ese texto estaba redactado en griego antes que en arameo o hebreo —tres lenguas que Cristo dominaba—, era un versículo puntual del Evangelio según San Marcos y fue datado en el siglo I de nuestra era, antes del año 50. Un sello, descubierto en las mismas ruinas de Qumrán —cerca del Mar Muerto—, mostraba el nombre de su propietario: “Josefo”, también en griego.
El profesor Wright Baker, de la Universidad de Manchester, tradujo un rollo hallado en la cueva 3: contenía una lista de los tesoros del Templo de Jerusalén. ¿Quiénes eran estos esenios que, apartándose por siglos del sector judaico en el poder y del sometimiento romano, manejaban el griego, celaban información precisa y habrían tenido vínculos con discípulos de Jesús, quizá Pablo? En un rollo titulado “Comentario de Habakkuk”, se relata una lucha entre el ignoto jefe de la secta esenia y dos adversarios, llamados “el mentiroso” y “el sacerdote malvado”. ¿Quiénes fueron? Hasta que la Ecole Biblique —institución depositaria del legado— no exhiba esos documentos, la Humanidad carecerá de respuestas. Respuestas buscadas, entretanto, por especialistas como Francois de Closets en Qumrán.

Autor: Raúl Gracía Luna.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

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