Realmente, este debiera ser, si no el primero, uno de los primeros libros de lectura obligatoria en cualquier curso inicial universitario. En buena parte de los casos, por no decir en la mayoría, la comprensión de la esencia de la ciencia y, dentro de ella, la investigación científica, es algo que no siempre se aborda con la formalidad que precisaría el estudio y formación en cualquiera de ellas, y de sus especialidades.
Sin generalizaciones pretenciosas, lo que suele ocurrir es que el plan de estudios iniciales universitarios incide preferentemente en los fundamentos de la investigación como componente curricular, y dentro de ella, sólo un abordaje panorámico y por tanto superficial acerca de la ciencia en general y sus elementos, para “cortar” o “acortar” camino iniciando lo que corresponde a las técnicas de investigación en sí mismas. Incluso en algunos países, en realidad muchos, se suele dar por supuesto que los estudiantes ya cuentan, por haber culminado la secundaria, con la suficiente formación como para tener que “repetir” temas y contenidos que, desde el enfoque de los catedráticos universitarios, “ya no les corresponde”. De modo similar, aunque inverso, los docentes de secundaria asumen que, teniendo este nivel educativo un cariz humanístico y amplio, o enciclopédico, casi generalizado en Latinoamérica, eso de “profundizar” en los “adentros” de lo que es la ciencia y la investigación como su herramienta, ya es temática universitaria, desencuentro que tiene en medio, desorientados, a los adolescentes bachilleres.
Como desemboque, no es raro encontrar estudiantes, incluso de cursos superiores de universidad, que a fuerza de “hacer tareas” o de “aprender en el camino”, estudian ciencia, incluso hacen ciencia, estudian investigación, incluso hacen investigación, sin comprender del todo “de qué se trata en última instancia todo ello” (perdón por las redundancias).
Es en los últimos cursos, cuando despunta la necesidad de preparar los diseños, perfiles o protocolos previos a las tesis o trabajos de fin de carrera, que se siente la necesidad imperiosa de “repasar” o talvez “terminar de asimilar” lo que en realidad se debió saber, si no dominar, desde un principio. Es como cuando un pianista que aprendió “de oído” su arte y técnica tiene la necesidad de estudiar teoría de composición o notación musical, cuando a varios años de carrera, o incluso de éxitos, debe enfrentar el desafío de sus propias composiciones. Casos que si bien no son precisamente “mortales”, empero no dejan de ser contradictorios.
Es precisamente en este aspecto que la obra “La ciencia. Su método y filosofía” de Mario Bunge, cumple una función de mucho valor para docentes y estudiantes. Es una introducción escrita en un estilo ameno y comprensible, casi coloquial (incluso cabría decir “colegial” por su extrema facilidad de comprensión, lo que aumenta su valor como recurso educativo sin sacrificar rigurosidad lógica, sistemática y “científica”) a todo lo que es la ciencia, sus características y dinámica, así como la investigación científica y sus rasgos fundamentales.
A diferencia de otros manuales, asimismo respetables, que suelen orientarse a algún campo científico en especial, dando énfasis por tanto a lo que interesa a dicho ámbito, Mario Bunge parece haber encontrado la eclecsis (de “ecléctico”: tendría que escribirse así?) cualitativa por la que lo que escribe valga por igual a quien estudia Derecho, Medicina, Química, Astronomía, Filosofía, Economía o Biología. Su relativa brevedad, lograda por tratar los temas puntualmente, y su lenguaje claro, exento casi por completo de terminologías eruditas que, desde la perspectiva de un estudiante promedio de “veinti-tantos” años, semeja una niebla precisamente donde se necesita la mayor transparencia para alentar la comprensión (y el gusto por aprender a aprender), hacen de “La ciencia…” un libro infaltable en cualquier biblioteca. No a otra cosa parece deberse que se lo cite en “la mitad más uno” de los trabajos de tesis universitarias y/o similares.
Sinceramente, un libro recomendable… Como muestra basten unos párrafos en los que Mario Bunge nos habla del “trato” que se da a la ciencia, como tal, en muchas universidades:
“Es fácil advertir cuán modesto es el lugar que actualmente ocupa la filosofía de la ciencia en nuestras universidades. Si se exceptúan los pintorescos cursos de "epistemología de la ingeniería" de años recientes, la filosofía de la ciencia se enseña solamente en las facultades de filosofía, y en éstas no ocupa un lugar importante. ¿Qué importancia puede dársele a uno de los pocos cursos de filosofía sistemática que figuran en un plan de estudios que parece confeccionado a la medida de especialistas en filosofía grecorromana y medieval? ¿Qué importancia puede tener un único curso de filosofía de la ciencia, comparado con todos los cursos de filosofías y de lenguas muertas? Es una de tantas materias, acaso la más humilde de todas.
Tan poca importancia se le asigna a la filosofía de la ciencia en nuestra universidad, que el estudiante es lanzado a ella inerme. No se le dota, por ejemplo, de nociones científicas de nivel universitario; no se le equipa con las herramientas de la lógica moderna y del análisis lógico del lenguaje; ni siquiera se le exige un conocimiento suficiente del inglés, del alemán y del francés. Es claro que a menudo se hallaba consuelo en la circunstancia de que tampoco se exigían estos requisitos elementales a quienes enseñaban la materia o simulaban hacerlo.
La filosofía de la ciencia está arrinconada en el plan de estudios y, en general, en el panorama filosófico del país. Entre nosotros no se considera deseable que el filósofo se inspire en el modo de proceder del científico, quien comienza por los hechos, luego los describe y más tarde formula hipótesis y construye teorías para explicarlos; después deduce de ellas conclusiones particulares verificables, recurre eventualmente a nuevas observaciones o a nuevos cálculos, y contrasta sus conclusiones con estos resultados; y, finalmente, si lo halla necesario, corrige sus conjeturas sin compasión. Este severo carácter autocorrectivo de la investigación científica no suele estimarse superior al carácter oracular habitual en la filosofía tradicional, la que no siempre titubeaba en formular conjeturas sin fundamento y sin verificación.
Entre nosotros apenas se considera interesante la riquísima problemática filosófica que suscita la ciencia: para algunos, dicha problemática es demasiado estrecha, para otros demasiado árida, y para la mayoría de los filósofos y de los científicos ella apenas existe: se cree vulgarmente, en efecto, que la ciencia carece de problemas filosóficos y que no es más que una máquina de buscar datos. Entre nosotros suele encontrarse más cómodo adoptar una postura especulativa y de desprecio por los hechos y por la razón que adoptar una actitud crítica fundada en los hechos y que haga pleno uso de los instrumentos de la razón: es más fácil proclamar la bancarrota de la razón y las limitaciones de la ciencia, anunciando que se está en posesión de fórmulas definitivas, o bien de una peculiar intuición que ahorraría el trabajoso camino de la investigación. Se busca la explicación última de todas las cosas sin atender a las explicaciones provisionales y perfectibles de la ciencia.”
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