miércoles, 31 de julio de 2013

Warisata la Escuela Ayllu - Parte 07

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 02 - 03 - 04 - 05 - 06.

6.- UNA CONTRADICCIÓN DE SÁNCHEZ BUSTAMANTE.
La caída del Presidente Siles en 1930 dio nueva oportunidad a Sánchez Bustamante para poner en práctica sus ideas respecto a la educación popular. Lo hizo, como es sabido, con gran energía e inteligencia, y si hemos de ser sinceros, con verdadero espíritu revolucionario. Es autor del Estatuto que concede la autonomía universitaria y crea el Consejo Nacional de Educación, dándole a éste sus normas fundamentales y otorgándole tuición sobre los ciclos primario, secundario y normal, mientras que la educación indigenal y la educación física dependían directamente del Ministerio. Más tarde veremos la importancia de esta última disposición.

El año 1931, siendo Ministro de Educación el señor Bailón Mercado, se creó la Dirección General de Educación Indigenal. Y siempre bajo la inspiración de Sánchez Bustamante, se fundó una Escuela Normal Indigenal en el barrio residencial de Miraflores.

He aquí que, disponiendo de poderes casi dictatoriales en la materia, Sánchez Bustamante no puede, no obstante, aplicar los principios sentados en su Decreto de 1919. No vamos a analizar las razones de tan curiosa contradicción. El caso es que, contra todo lo que había sostenido, en sentido de que las escuelas para indios debían fundarse en “centros de población indígena”, ahora resultaba fundando una escuela indigenal nada menos que en la mismísima ciudad de La Paz, ajena por completo al ambiente nativo. ¿Cedió Sánchez Bustamante al confusionismo en boga, o tuvo serias razones para cambiar tan radicalmente de criterio? No lo sabemos. Pero tal determinación significaba un profundo retroceso con respecto a sus clarísimos postulados de 1919. Y hay que suponer que fueron razones de clase las que impidieron aplicar su Decreto, pues, con esa conciencia tan clara de sus intereses, la feudal-burguesía no podía ver sin temor que se dieran pasos reales en favor del indio. Sánchez Bustamante, abanderado de una serie de reivindicaciones institucionales, universitarias y educativas en general, lo era en tanto no se salieran del orden establecido. Cuando alguna de sus ideas, como las del Decreto de 1919, significaba un peligro, aunque remoto, para el indefinido predominio de los privilegios, entonces el aparato gobernante se daba modos para anularla y dejarla sin efecto.

Al menos, lo que le sucedió a Sánchez Bustamante lo experimentamos nosotros en la prolongada lucha que casi por diez años sostuvimos en Warisata contra todas las fuerzas desplegadas del gamonalismo y la reacción.

CAPITULO II.
GÉNESIS DE WARISATA.

1.- BAILÓN MERCADO Y UNA FRASE HISTÓRICA.
En abril de 1931 fui nombrado Director de la Escuela Normal Indigenal de Miraflores. Mi tarea consistía en preparar maestros para el campo.

El caso es que no pude ocupar el cargo más de quince días, porque descubrí el engaño que la escuela significaba para el país. En concepto mío, era tan sólo una obra de simulación porque estaba ubicada en una zona residencial, completamente ajena al indio, y porque en su alumnado no había un solo muchacho campesino.
La enseñanza que se impartía a los futuros maestros para consagrarlos al magisterio indigenal era absolutamente teórica, libresca e intelectualista, y los alumnos reclutados en las aldeas seguramente que saldrían dispuestos a cualquier empresa menos a la enseñanza en el campo. Así, desde sus comienzos, quedaban defraudados los propósitos, tal vez sinceros, de don Daniel Sánchez Bustamante, y ya entonces se manifestaba, en las escuelas destinadas al indio, la monstruosa farsa del “normalismo”, enfermedad que ha corrompido a toda una generación de maestros bolivianos.
Cuando me percaté de que lo que en realidad se montaba era un semillero de burócratas, y nada dispuesto a complicarme en tan burda comedia, me dirigí al Ministro Mercado diciéndole con toda claridad y franqueza que renunciaba al cargo porque aquella no era una escuela indigenal ni nada por el estilo, constituyendo un engaño al que no iba a contribuir.
Perdóneseme las referencias personales. No tengo más remedio que hacerlo, porque la historia de Warisata es, asimismo, la autobiografía de mi vida. Por ello, sin falsas modestias, he de señalar cuanto tuve que hacer y decir en el proceso de la escuela campesina de Bolivia.
Pues bien, Bailón Mercado, sorprendido por mi actitud, repuso:

— ¿Qué es lo que entonces piensa usted, Pérez?
— Yo pienso —le dije— que la escuela del indio debe estar ubicada en el ambiente indio, allá donde él lucha para no desaparecer; que no debe contraerse únicamente al alfabeto sino que su función debe ser eminentemente activa y hallarse dotada de un evidente contenido social y económico; que los padres de familia deben cooperar a su construcción con su propio trabajo y cediendo tierras como un tributo a la obra de su cultura; que la escuela debe irradiar su acción a la vida de la comunidad y atender al desarrollo armónico y simultáneo de todas las aptitudes del niño en su proceso educativo.

Véase cómo, hace treinta años (el autor ser refiere a 1931, porque el libro está publicado en 1962) ya estaban planteados los puntos principales de aquello que se ha dado en llamar “educación fundamental”, que ahora se aplica en Bolivia como una importación del exterior en cuya génesis no hubiéramos tenido parte...
Probablemente impresionado por el calor que puse en mi respuesta, Bailón Mercado contestó apuntándome con el dedo:

— Eso, eso que está usted pensando, eso vaya usted a hacer.

En esta época de mi vida, rememoro estas palabras y veo cómo una simple frase puede tener un contenido histórico; porque el hecho es que fue en ese instante que quedó creada la escuela campesina de Bolivia. Recibí la respuesta del Ministro con extraña unción y respeto, y algo se conmovió en mi espíritu al sentirme, por fin, destinado a cumplir un mandato tal vez ancestral que dormía en mi sangre.
Inmediatamente partí a la altiplanicie andina en busca de la región más apropiada para levantar la escuela. Me embarqué en un camión, en dirección a Santiago de Huata, y en medio de indios y cholitas meditaba en las palabras de Mercado, que a cada instante volvían a mi memoria:

“Eso, eso que está usted pensando, eso vaya usted a hacer...”

Quería decir que ahora yo era el responsable de una altísima misión histórica, y que era el depositario de la confianza de un hombre en quien, a treinta años de distancia, he de reconocer una excepcional ponderación de espíritu. Ahora, todo dependía de mí, de mi aptitud creadora, de mi capacidad de trabajo. Sin embargo, aún no tenía proyecto alguno “in mente”, y únicamente me guiaba el afán de ubicar las escuelas de indios en pleno ambiente indio; la que más tarde fue una doctrina, un aporte original a la educación del indígena americano, se fue edificando paulatinamente, a medida que íbamos captando enseñanzas de la vida misma del indio, de sus tradiciones y de su cultura.
Llegué a Santiago de Huata, a orillas del lago Titicaca, donde al saberse mi propósito, muchos personajes de la región me buscaron para pedirme que ubicara la escuela precisamente en esa localidad, haciéndome ver las favorables condiciones del clima y la belleza del paisaje. Percatados de que el proyecto no disponía de fondos, ofrecieron gratuitamente una hectárea de tierras en el pueblo, materiales de la región y trabajo gratuito.
Realmente, toda la zona de Santiago de Huata era de grandes atractivos; pero hube de desechar el ofrecimiento, porque yo no buscaba la aldea, hereditaria de los vicios coloniales y republicanos, sino el ayllu donde tendría palpitante la realidad indígena. Además, yo sabía que fundando la escuela en la aldea, habrían de ser los indios quienes la levantarían con su esfuerzo y sudor, para que a continuación la aprovecharan únicamente los hijos de la localidad y otros pueblos mestizos. Hubiera sido caer en el mismo pecado de Miraflores, donde los usufructuarios de la Normal eran los hijos de los gamonales de provincia, que una vez egresados se convertirían en nuevos explotadores del indio agregados a la ya numerosa fauna que vivía del pongueaje y la servidumbre. Yo quería una escuela levantada en medio de los indios, a la que el autóctono le prestara su desinteresado concurso, que pudiera llamarse efectivamente escuela indigenal y cuya misión fuera beneficiar directamente a los indios y a sus hijos.

2.- CÓMO LLEGAMOS A WARISATA, Y FUNDACIÓN DE LA ESCUELA.
Dejando Santiago de Huata, continué mis exploraciones en densas poblaciones como Kalaque, Tiquina, Copacabana y otras. En todas ellas encontré dudas, vacilaciones y desconfianza. ¡No podía ser de otra manera! El gran engañado de siempre, el indio, no podía aceptar de primera intención la propuesta de levantar una escuela no solamente con su trabajo personal sino además con la contribución de adobes, ladrillos y otros materiales de la zona, y sobre todo, con la dotación de tierras.
Me dirigí entonces a Warisata, donde, como he dicho, conocía a Avelino Siñani en 1917. Al pasar por Achacachi, capital de la Provincia Omasuyos, me recibieron las autoridades y vecinos más destacados, haciéndome igual solicitud que los de Santiago de Huata. Respondí que yo buscaba el ayllu, la comunidad indígena, para edificar la escuela; que el Gobierno no disponía de un sólo centavo para tal obra y que buscábamos de momento la cooperación del indio en tierras y trabajo. Expliqué que con tales miras me dirigía a Warisata, situada a doce kilómetros de distancia.
El vecindario me expresó su plena conformidad con el plan expuesto, ofreciéndome su amplia colaboración en todo sentido para poner en marcha la obra. En cuanto a las tierras, se comprometieron a adquirirlas por cuenta de la Municipalidad, en el lugar y extensión que se indicara oportunamente. Como es natural, acepté los ofrecimientos, sin saber que el vecindario de Achacachi sería nuestro más encarnizado enemigo. Hay que decir que sin tardanza, se tomaron todas las medidas para que al día siguiente nos esperara la indiada de Warisata.
Así sucedió. Asistimos a la cita... De entre la gran multitud de indios surgió un hombre, de regular estatura, de evidente ascendencia kolla: era Avelino Siñani. Nos confundimos en abrazo fraterno y solidario. Estábamos sellando nuestro común destino....
Hablé a la multitud en aymara, después de que las autoridades hicieron conocer el objeto de mi visita.
Siñani, a nombre de la comunidad, aceptó todas las condiciones, que eran las mismas que había propuesto en Kalaque y otros lugares. Señalé el sitio en que se edificaría la escuela, y poniéndome de pie sobre un muro que había a la vera del camino, indiqué la extensión de tierras que debían ser donadas por la Municipalidad. Todos estuvieron de perfecto acuerdo.
Volví a la ciudad para informar al Ministro, quien exclamó:

—Pérez ha vuelto con los bolsillos repletos.

Corría el tiempo y ya nos hallábamos a mediados de mayo sin disponer de un centavo. Todas las tentativas para financiar recursos resultaron inútiles, hasta que por fin Bailón Mercado consiguió, no sé cómo, la suma de cinco mil bolivianos destinada en su totalidad al pago de haberes del personal. Para entonces ya estábamos a fines de julio.
El 2 de agosto de 1931 tuvo lugar la fundación de la escuela, fecha, sin duda, de grave recordación para el país. Fue en homenaje a tal acontecimiento que, años más tarde, el Presidente Busch dispuso que el 2 de agosto fuera el “Día del Indio”, actitud seguida por organismos educacionales panamericanos que señalaron la misma fecha como día del indio americano. Posteriormente, se eligió el mismo día para decretar la reforma agraria en Bolivia (2 de agosto de 1953), con la cual se daba fin al régimen feudal, cumpliendo así una de las proyecciones de Warisata.

Ya que nuestro propósito es hacer historia, transcribo aquí el Acta de Fundación de la Escuela, tal como se publicó en “El Diario”, de La Paz, el 2 de agosto de 1936:

“Huarizata a los diez kilómetros de la Villa de la Libertad (ciudad de Achacachi), capital de la Provincia Omasuyos, constituidos el dos de agosto de 1931, a horas once de la mañana, el señor Prefecto y Comandante General del Departamento de La Paz, Dr. Enrique Hertzog, el subprefecto de la Provincia don Juan Silva V., el señor doctor Víctor Andrade, Oficial Mayor del Ministerio de Instrucción Pública, el Presidente de la H. Junta Municipal de Achacachi, señor Claudio Vizcarra Callao, el Vicario Foráneo de la Provincia don Eliseo Oblitas, en nombre del poder Judicial Dr. Justo Durán, el Inspector de Instrucción Indigenal don Juvenal Mariaca, el señor Elizardo Pérez, Director de la Escuela fundada y demás comitiva oficial, se procedió en acto solemne a la inauguración de la Escuela Profesional de Indígenas de Huarizata: el señor Subprefecto de la Provincia inauguró procediendo el señor Vicario Foráneo a la bendición solemne de la piedra fundamental del edificio a construirse para el local de la Escuela, acto que fue apadrinado por el Dr. Enrique Hertzog; el Dr. Andrade, en nombre del Ministerio de Instrucción Pública clausuró el acto.
En fe de lo cual suscriben esta acta en cuatro ejemplares que deben ser guardados: uno en la piedra fundamental, otro en la Junta Municipal de Achacachi, otro en la Subprefectura de la Provincia, y finalmente la última en la Dirección de la Escuela.
(Firman) E. Hertzog, Prefecto del Departamento. - Víctor Andrade, delegado del Ministerio de Instrucción Pública. - Juan Silva V., Subprefecto de Omasuyos. - Claudio Vizcarra Collao, Presidente de la Junta Municipal de Achacachi. - Eliseo Oblitas, Vicario de la Provincia. - Justo Durán, Juez Instructor de Omasuyos. - Juvenal Mariaca, Inspector General de Educación Indigenal de la República. - Elizardo Pérez, Director de la Escuela. - Humberto Mollinedo, Director de las escuelas de Achacachi. - Macario Franco, Munícipe. - Policarpio Saravia. - Angel Ibáñez, Intendente de la Policía de Seguridad. - Juan Monterrey, Actuario Público. - Luis Ariñez C. - Luis Mollinedo, Intendente Municipal. - M. Mollinedo, Presidente de la Junta de Obras Públicas. - Anacleto Zeballos. - Avelino Siñani y Eduardo Ramos, Caciques de la ex-comunidad de Huarizata”.

La nómina de firmantes es curiosa, predominando las autoridades de Achacachi, las cuales probablemente no imaginaban la trascendencia que tenía el acto; pues de haberlo sabido, hubieran procurado que la Escuela se ubicase lo más lejos posible...

3.- VENCIENDO AL MEDIO HOSTIL.
El personal de la naciente escuela era el siguiente:

Director, Elizardo Pérez;
Maestro de carpintería, Quiterio Miranda;
Maestro de mecánica y cerrajería, José de la Riva, y
Maestro de albañilería, Manuel Velasco.

Yo no sé qué ojo tuve para elegir a mis tres compañeros de trabajo; el caso es que nunca en mi vida volví a encontrar tanto tesón, tanta honradez, tanta múltiple eficiencia para el desarrollo de una obra. ¡Recordados sean, y estas páginas sirvan para rendirles homenaje!
El Director tuvo que elegir como vivienda una chujlla (choza) y hacer vida de indio y con el indio, mientras planeaba sus labores y vencía los obstáculos del ambiente. Los maestros de talleres se acomodaron como pudieron.
¡La pampa era hostil! Se trataba de una planicie situada entre el lago Titicaca y la cordillera, cuyos vientos se cruzaban en frecuentes remolinos. El clima era frígido, la planicie inclemente. Y todo dominado por la mole del Illampu, a cuya vista el hombre se recoge en religioso silencio, abrumado por su grandeza y níveo resplandor.

Pronto se percató el Director de Warisata de que había elegido para su labor no precisamente un ayllu, sino un centro latifundista donde no llegaban a una decena los indígenas libres, esto es, pertenecientes al ayllu. Warisata había sido absorbida por la hacienda y funcionaba como territorio sujeto a la explotación de los terratenientes de Achacachi, quienes habían despojado paulatinamente al indio hasta convertirse en dueños de casi toda la zona.
El descubrimiento no le arredró, y por el contrario, lo consideró una suerte, pues de ese modo su acción sería más densa, más virtual y enérgica. Había ido a caer en un lugar donde el problema indígena se ofrecía en sus aspectos más intensos. Convenía, pues, quedarse. Sin embargo, los indios le miraban con recelo, pensando talvez que el nuevo maestro no se diferenciaba gran cosa de los otros que conocían.

Al día siguiente de la fundación inscribimos hasta 150 alumnos para su alfabetización, encargando esa tarea al maestro de la Riva, el mecánico. Habíamos llevado abundante material de enseñanza: cuadernos, silabarios, libros de lectura, reglas, lápices, tiza, plumas, etc., riqueza que deslumbró a los niños indios. El carpintero instaló su taller en una choza y el mecánico puso sus herramientas en otra chujlla junto a la mía. El albañil inició sus labores a la vera del camino, azotado por furioso vendaval. Las herramientas, muy deficientes por cierto, eran de su propiedad. Por último, dijimos a las autoridades indias que desde el día siguiente esperábamos la colaboración de los pobladores del lugar, para lo cual apenas contábamos con dos picos, dos palas y dos carretillas, que yo llevé de mi casa en La Paz.

Así fue cómo empezamos a trabajar, hace treinta años, en el páramo de Warisata. Nada hacía suponer que un día, en el mismo lugar, se alzarían las monumentales construcciones que hoy se ven. En aquella época no existía sino la capilla que se ve en el recodo de la montaña, y junto a ella una chujlla que me servía de Dirección y vivienda. Fue en el recinto de la capilla donde funcionó el primer curso de Warisata, y juzgo yo que nunca hubo una mística tan honda como la que vibraba al escuchar al maestro de la Riva enseñando las primeras letras a los desharrapados. ¡Santidad de otra clase, ciertamente, que venía a llenar los espíritus con un hálito de esperanza y redención!
El día señalado no se presentó un solo indio. El albañil Velasco y yo principiamos la obra. Hicimos el trazo del edificio de acuerdo a un plano que me facilitó la Dirección del Instituto Americano de La Paz, y que corresponde al local que posee sobre la calle Ecuador. Después, nos pusimos a abrir los cimientos.

Transcurrieron los días...

En la soledad de la pampa parecíamos ser los únicos seres vivientes. Los indios no se nos allegaban. Nos hacían sentir nuestro aislamiento y la vida comenzaba a hacérsenos difícil. La Municipalidad de Achacachi no se acordó más de su promesa de dotación de tierras, y lo mismo ocurrió con todos los ofrecimientos antes tan espontáneamente realizados. Mis requerimientos para lograr alguna ayuda no tuvieron resultado alguno. Estábamos al frente de un proyecto que yo adivinaba de gran magnitud, y para llevarlo a cabo no teníamos otro instrumento que una inquebrantable perseverancia. De haber perdido la fe en esos instantes, no se hubiera creado Warisata.
Tuve urgencia de viajar a La Paz por un par de días. A mi regreso, encontré a los tres maestros y a la señora María Romero, esposa del mecánico, esperando un camión a la vera del camino, para restituirse a La Paz. Habían resuelto marcharse en vista de la hostilidad del ambiente y de la aparente inutilidad de los esfuerzos realizados. Tuve que persuadirles de que desistieran de tal propósito, calificando su abandono como una retirada vergonzosa, ya que nuestro deber era mantenernos en el lugar a costa de cualquier sacrificio. Los pobres maestros aceptaron mis palabras y se quedaron, y para que pudieran sobrevivir viajé nuevamente a La Paz para llevarles, de mi despensa, los víveres necesarios. En cuanto al Gobierno, todavía no había pagado un centavo de nuestros haberes.
Así fue cómo, un día a las tres de la tarde, se me presentó Avelino Siñani, cuya ausencia ya me estaba apesadumbrando.

— No tengo tiempo de hablar —le dije— pero ayúdame...

Y así continuamos la labor de poner el cimiento hasta que obscureció.

— Ahora sí— le expresé —podemos hablar.

Después de escucharme atentamente, Avelino me respondió:

— No, tata, no te hemos abandonado a tu suerte. Desde todos los puntos de esta pampa aparentemente desierta miles de nosotros te contemplamos con admiración. Ya saldremos a ayudarte, ten paciencia. Como me dices, sabemos que estás pisando barro, que tus manos ya están encallecidas, que trabajas desde las cinco de la mañana hasta que muere el día. Todo lo sabemos... nada se nos ha pasado desapercibido. Desde los riscos de la montaña, de todas partes, desde nuestras chujllas te observamos. Ten paciencia, tata. Muy pronto las indiadas de esta tierra sagrada llegarán hasta ti. Se levantarán la pampa y las montañas y como un solo hombre la comunidad íntegra estará a tu lado para cumplir su deber y dar de sí todo lo que corresponde. Desde luego, yo vendré desde mañana con mi mujer y mi hijita.

Mientras hablaba, nos envolvió la noche con su negro manto y el viento del Illampu empezó a azotarnos con furor.
Siñani cumplió lo prometido. Acudía al trabajo con toda su familia y dos burritos para el traslado de materiales. En el simpático grupo estaba Tomasita, una pequeñuela de grandes y azorados ojos, hija de Avelino y que, según veremos, hizo también historia.

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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Warisata la Escuela Ayllu - Parte 06

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 01 - 02 - 03 - 04 - 05.

SEGUNDA PARTE.
CONSTRUCCIÓN.

CAPITULO I.
PRIMEROS ENSAYOS DE EDUCACIÓN CAMPESINA.

1.- LAS ESCUELAS AMBULANTES.
Junto a las grandes enseñanzas recogidas de la sociología inkaica, hubimos de estudiar la experiencia, relativamente reciente, de la época republicana. Vale la pena referirse al criterio con que gobiernos de comienzos de este siglo enfocaban el problema de la educación del indio; criterio que nos dará una imagen asaz curiosa que, por pasiva, nos enseñaba qué es lo que NO debíamos hacer.
El año 1905, Juan Misael Saracho, Ministro de Instrucción en el gobierno de Montes, fundó las primeras escuelas indigenales, con el nombre de escuelas ambulantes, cuya misión se limitaba a la enseñanza del alfabeto y un poco de la doctrina cristiana. El nombre les venía del hecho de que un mismo maestro tenía que desempeñar el cargo en dos comunidades separadas por distancias de cinco o seis kilómetros, alternando su labor por períodos de quince días en cada una.
Es significativo que Bolivia hubiera sido el primer país latinoamericano que abrió escuelas para indios; escuelas de simple alfabetización, es verdad, pero escuelas al fin y al cabo, y creadas sin ningún afán de simulación, como que estaban provistas de todo el mobiliario, material didáctico y de consumo para que la labor fuera eficiente. Además, los maestros se reclutaban con mucho cuidado entre los profesionales jóvenes, sus haberes eran superiores a los que percibían maestros de ciudades, y en fin, el trabajo en el campo no era, como en épocas posteriores, un signo de degradación e ineptitud; al contrario: varios de los primeros maestros indigenales, reintegrados a sus actividades propias, alcanzaron elevadas posiciones públicas.
Con todo, la escuela era pasiva y de simple alfabetización; no podía exigirse más de las concepciones de aquella época; lo singular es que este tipo de escuela haya sobrevivido con tenacidad tanto en el campo como en la ciudad, donde se multiplican los establecimientos carentes de dinámica escolar y ausentes por completo de toda función económica y social.
No cabe duda de que en este aspecto se ha producido una verdadera estratificación, y a pesar de haber sido Bolivia el país que dio los primeros pasos para llevar el alfabeto al indio, han sido otros países los que han realizado progresos evidentes en este aspecto, aprovechando nuestras propias experiencias.

En 1910 se fundó en la ciudad de La Paz, en el barrio residencial de Sopocachi y por iniciativa del doctor Daniel Sánchez Bustamante, Ministro de Instrucción, una escuela normal para indígenas, a cargo del pedagogo chileno Zote y siendo Inspector de Instrucción el doctor Felipe Guzmán. Los alumnos eran en su totalidad nativos analfabetos trasplantados de diferentes regiones altiplánicas.

El establecimiento tuvo muy poca duración, y de su breve existencia da cuenta un informe de risueño contenido que, con la mayor gravedad, dio el doctor Guzmán en 1922, al Congreso, siendo ya Ministro de Instrucción; es un documento que no tiene desperdicio y vale la pena transcribir algunos de sus párrafos. Dice así: La Educación de la Raza Indígena Boliviana. “Desde luego debo hacer notar que las actuales escuelas normales rurales de Sacaba, trasladadas últimamente a Tarata y que se las fundó al parecer con el fin de formar preceptores de la raza indígena, descansan en un grave error que ha pesado en sus iniciadores: el de creer que los blancos sean los mejores maestros para los indios”.

Refiriéndose a la escuela normal de Sopocachi, continúa: “Tuve también ocasión de realizar por mí mismo un pequeño ensayo o experiencia en este género de educación. Cuando fundé en la región de Sopocachi una pequeña escuela normal para maestros de indios, quise proporcionar a los alumnos traídos de varios centros indígenas, las mejores comodidades para evitar que se aburran; así fue cómo les mandé instalar un amplio dormitorio con catres y colchones, un baño en uno de los patios del local y un comedor confortable. Lo que sucedió, HH. Representantes, fue que los indiecitos se bajaban en las noches después de la hora del silencio, de los catres, y se echaban en el suelo pelado, cubriéndose con sus ponchos y durmiendo así mejor que en los colchones. El ingreso al comedor les disgustaba marcadamente; ellos preferían comer en la cocina, puestos de cuclillas y sin servirse del cubierto ni de la cuchara. El baño les causaba horror. En mi afán de pretender cambiarles las costumbres, no hice otra cosa que aburrir a los niños indígenas, quienes aprovecharon de una noche en que se descuidó el inspector para marcharse de huída a sus respectivas estancias”.

2.- PEREGRINACIÓN DE UNA ESCUELA Y SU UBICACIÓN EN EL CAMPO.
Este fracaso era una demostración de que la escuela del indio no podía funcionar fuera de su ambiente natural. Sin embargo, el remedio consistió en trasladar el plantel a Guaqui, aldea situada a orillas del Lago Titicaca, con todo su equipo de profesores, mobiliario, etc., menos los alumnos, ya que éstos habían fugado a sus ayllus.
En su nueva ubicación aldeana, que tampoco constituye el medio natural del indio, se le dio una orientación agropecuaria, por lo menos en lo que se refiere a su nombre, pues se llamó entonces Escuela de Agricultura, con la misión de preparar maestros para las escuelas de indios. ¡Pero no tenía un palmo de tierra!
Un poeta, dilecto amigo mío, fue nombrado profesor de castellano en tal instituto. Algún amigo juguetón -dicen que fue don Juan Francisco Bedregal- publicó en un periodiquillo de “Alasitas”, la tradicional feria de las miniaturas bolivianas, un poema que titulaba “Primera lección dictada por Raúl Jaimes Freyre en la Escuela de Agricultura de Guaqui”, y del cual me quedan en la memoria los siguientes versos:

Con la punta de una espada
se cosecha la cebada.
Es mera cuestión de meollo
el cultivo del repollo.
A la orilla de un remanso
crece muy bien el garbanzo...

La falta de tierras imponía una enseñanza libresca y verbalista. ¡No se podía dudar de los resultados! Alcanzaron a titularse no más de seis maestros, que no eran por cierto un modelo de eficiencia. Algunos tuvieron que complementar sus estudios en la Normal de Sucre, con lo que acabaron por desvincularse del campo.
La escuela siguió su odisea al ser nuevamente trasladada, en esta ocasión a una hacienda denominada Kullta, magníficamente ubicada, a cerca de medio kilómetro de Patacamaya, estación del ferrocarril La Paz-Oruro; estaba dotada de un equipo completo de maquinaria agrícola, semillas, sementales, etc. La escuela mantuvo su carácter de normal con orientación agrícola y ganadera, aprovechando los extensos terrenos de la hacienda, de primera calidad en su mayor parte y provistos de riego.
Todo parecía promisorio aquí. Sin embargo, cuando conocí Kullta, el año 1916, hacía tiempo que su primer Director, el Ingeniero Zeballos Tovar, había sido sustituido por otro profesional de la misma categoría, el cual, empero, descuidó del todo sus obligaciones al extremo de proscribir toda acción educacional o de trabajo. La hacienda, que con sus propios recursos hubiera podido sostener a los treinta alumnos de su internado -muchachos procedentes de ciudades y aldeas- no producía ni el forraje para la alimentación de las doce mulas que tenía a su servicio.
El fracaso era inevitable y así concluyó el único ensayo efectivo realizado para revalorizar al indio. Kullta, con una dirección dinámica e inteligente pudo haber sido el punto de partida para cimentar las bases de un instituto socio-económico de gran trascendencia, y conste que tenía, excepcionalmente, el decidido apoyo gubernamental. Para realizar su obra en el campo social, agrario, industrial, pedagógico, etc., tenía no menos de cien familias de colonos indígenas; disponía de dinero y de vastos recursos, y ante todo, estaba ubicada en el mismo medio indígena.

¿Qué le faltó, pues, para obtener éxito? La voluntad creadora, el hombre que formado en el ambiente indio fuera capaz de cumplir un programa y un destino.

En Kullta se instaló la burocracia y sobrevino su ruina. No es el burócrata educado en ciudades o aldeas el llamado a conducir las escuelas indigenales, porque el problema no es de ciudad o de aldea -así lo hemos repetido muchísimas veces- sino un problema agrario, eminentemente campesino. Tal convicción la mantengo para referirme a otro tipo de escuelas: las normales rurales de Umala -1915-, Puna -1917-, Sacaba -1919-, y otras (todas ellas clausuradas por el Presidente Saavedra).

3.- AVELINO SIÑANI Y LA PRIMERA ESCUELA DE WARISATA.
Corría el año 1917. En mi carácter de Inspector del Departamento de La Paz visitaba las escuelas del distrito, incluyendo las indigenales de Saracho -que se habían convertido en fijas porque su funcionamiento se hizo permanente en una sola comunidad, probada como estaba la ineficacia de su atención por períodos espaciados-. Entonces conocí la región de Warisata, donde funcionaba una de estas humildes escuelas fiscales, y en la cual, como es de suponer, nada había de particular.

Mi visita no hubiera tenido, pues, ninguna trascendencia, si no hubiera encontrado, en la misma zona, otra escuelita, particular, dirigida por un indio llamado Avelino Siñani.

Al referirme a este hombre, lo hago con una emoción contenida. Carezco de una pluma como para poder transmitir al lector los sentimientos que me embargan al recordar a este preclaro varón de la estirpe aymara. Intentaré, al menos, señalarlo como un ejemplo de las más altas virtudes humanas.
En otro medio, o en otra época, Avelino Siñani hubiera sido honrado por la sociedad; pero hubo de nacer y vivir en el sórdido ambiente feudal del Altiplano, degradante y oscurantista, adverso a esta clase de espíritus. Y hubo de ser un indio, esto es, un individuo de la más baja condición social en el concepto general. Sin embargo, bajo su exterior adusto, enteramente kolla, se ocultaba un alma tan pura como la de un niño y tan esforzada como la de un gigante. No importa que apenas dominara el alfabeto y su castellano fuera del todo elemental: su cultura no residía en los ámbitos de Occidente; era la cultura de los viejos amautas del Inkario, de los sabios indígenas de antaño, capaces de penetrar tanto en el misterio de la naturaleza como en el de los espíritus humanos.
Avelino Siñani era la encarnación de la doctrina contenida en el ama súa, ama llulla, ama kella, y en dimensión insuperable. Obligado a gravitar en su pequeño mundo, abrió una escuelita, pobrísima como él, pero de grandiosas miras, como que se proponía nada menos que la liberación del indio por medio de la cultura. No es que Siñani no fuera solidario con los campesinos que solían alzarse: comprendía perfectamente la cólera que enceguecía al sublevado, en la cual se manifestaban siglos de opresión y miseria; pero, hombre moderno, de exacta visión, comprendía también que ese sacrificio era estéril e insensato, por lo menos en esa época. Había que elegir otra senda, había que capacitar a la masa, iluminarla con el fuego sagrado, prepararla para futuros días. Tal el sentido de su escuela, en cuya humildad contemplé, en silencio, las más radiantes auroras para Bolivia.
¿Cómo no ayudar y estimular a este hombre? Sin perder tiempo le dije que aparejara dos mulas para encaminarnos en seguida a Copacabana, a cien kilómetros de distancia, donde le proporcionaría todo el material escolar que precisaba. ¡Bien sabía yo que aquella ayuda era mínima! Sin embargo, era todo lo que en ese instante podía hacer por él. En Copacabana, donde tenía a mi disposición un depósito de material de enseñanza, equipé a Siñani con todo aquello que le era menester; recuerdo que hasta se llevó un reloj de pared.

¡Qué tiempos aquellos!

Dicen que todo tiempo pasado fue mejor... Pudiera ser así en lo que a educación boliviana se refiere. La verdad es que, antes del advenimiento del llamado “normalismo”, habían autoridades que, sin títulos rimbombantes ni estudios de especialización, tenían verdadera responsabilidad y previsión, y las escuelas fiscales de provincia, en todo el país, eran dotadas, antes de que se iniciara el año escolar, de todo el material necesario para que pudieran trabajar. Excusado es decir que no me estoy refiriendo a las finalidades mismas que se proponían los gobiernos de entonces. Pero no cabe duda de que el maestro era mejor tratado, más apreciado y más atendido que el maestro de ahora.

Quede, pues, señalado mi encuentro con Avelino Siñani como uno de los antecedentes que contribuyeron decisivamente a encaminarme a la fundación de Warisata.

4.- DANIEL SÁNCHEZ BUSTAMANTE Y SU POLÍTICA INDIGENISTA.
Daniel Sánchez Bustamante fue el galardón de los regímenes liberales del pasado. Intuyó como pocos el problema de la educación del indio y, sin embargo, en la práctica no pudo o no quiso aplicar sus postulados. Limitación frecuente en los educadores que se proponen transformar culturalmente a los pueblos y tropiezan con el cerrado ambiente de los privilegios y los intereses de clase.
En 1919, siendo Ministro de Instrucción, el “maestro de la juventud” dictó su decreto de 21 de febrero, encaminado a dar normas a la educación indigenal. Consta de 57 artículos, de los cuales los dos primeros son los más importantes. Dicen así:

Art. 1ro.- La educación de la raza indígena en Bolivia, se efectuará desde la fecha en tres clases de institutos, sostenidos por el Estado:
a) Escuelas elementales;
b) Escuelas de trabajo;
c) Escuelas Normales Rurales.
A la primera clase corresponderán las escuelas fundadas con el objeto de inculcar en el alumno el idioma castellano, con aptitudes manuales, como preparación de oficios, y las nociones indispensables para la vida civilizada; a la segunda los institutos cuyo objeto es despertar sólidas aptitudes de trabajo y dar al indígena boliviano la capacidad de desenvolverse con éxito en el medio en que vive, constituyéndolo en factor de avance y de riqueza colectivos; y la tercera los institutos cuyo fin es graduar maestros eficientemente preparados para la enseñanza en las escuelas elementales de indígenas.
Art. 2do.- Las escuelas elementales funcionarán en centros de población indígenas (comunidades, caseríos, ayllus, cantones) (subrayado mío, E.P.); serán distribuidas conforme a las partidas del Presupuesto Nacional y puestas siempre bajo la dirección de maestros titulados en escuelas normales.
Las escuetas de trabajo serán constituidas paulatinamente, en los puntos centrales de los distritos más densos de población indígena, sobre la base cardinal de aprovechar y utilizar los elementos naturales característicos de la zona, a fin de situar sobre ellos la subsistencia, la industria y el perfeccionamiento del hijo de la región, en consonancia con la riqueza y el bienestar de Bolivia.
Las escuelas normales rurales serán situadas con proximidad a capitales de provincia, que se presten por sus medios de comunicación y peculiares recursos, al desarrollo de este género de institutos cuyo objeto exclusivo tenderá a preparar individuos capaces de aplicar sus dotes de carácter e inteligencia, al sacerdocio de civilizar al indio.

Como se ve, Sánchez Bustamante enfocaba el asunto con criterio realista y moderno, tratando de hacer de las escuelas indigenales instrumentos de mejoramiento económico nacional.
Por desgracia, Sánchez Bustamante dejó el Ministerio de Educación poco tiempo después, y como es de suponer, nadie volvió a acordarse de su Decreto, el cual quedó sin efecto alguno.

Anotemos al respecto una coincidencia que se presta a reflexiones: en 1921, cuando se gestaba en México la escuela que revalorizaría al indio, se cerraban en Bolivia las pocas escuelas normales rurales que habían venido funcionando. Como hemos dicho, fue el Presidente Saavedra quien dispuso tal medida, y no porque las escuelas tuvieran deficiencias o carecieran de orientación doctrinal; sino porque su clausura correspondía a una definida línea de conducta gubernamental respecto al problema indio.

5.- JESÚS DE MACHACA: LA MASACRE COMO SISTEMA.
En efecto, la actitud de los regímenes políticos del pasado, con las pocas excepciones que hemos mencionado, era uniforme en lo que se refiere a menospreciar los valores culturales, sociales y económicos de la masa campesina; se prefería, en todo caso, una actitud de fuerza como sistema de educación; no se apreciaba al indio: se le temía; no trataba de educárselo: se lo reprimía. Y cuando el indio, colmada su paciencia, se alzaba, entonces se usaba el instrumento preferido: la masacre en gran escala. Los historiadores generalmente soslayan este asunto, y a veces ni lo mencionan, aunque en toda nuestra vida republicana el gran fondo en que se mueve la nacionalidad está salpicado con el rojo resplandor de las sublevaciones y su correspondiente apaciguamiento con la metralla.
A mí se me refirió de primera mano uno de estos casos, quizá el más trágico y violento: el de Jesús de Machaca, ocurrido en 1921. Se me permitirá relatarlo, porque corresponde también a una política gubernamental respecto al indio y es, en su sangrienta evidencia, una prueba de la mentalidad altoperuana que veía en el exterminio de los indios la salvación de la Patria...

Jesús de Machaca era una de las marcas más puramente conservadas del altiplano, a pesar de haberse fundado en su seno un pueblo mestizo que representaba todo el sistema de opresión feudal en contra del indio. En Jesús de Machaca el indio era el paria sin derechos, el esclavo, la “bestia parlante” desprovista de toda condición humana. El látigo y la escopeta eran la ley ante la cual debía inclinar la cerviz y callar, aunque en su fuero interno acumulase cólera en volumen siempre creciente. Corregidores, jueces parroquiales, alcaldes, curas y vecinos, todos se complacían en hacer del indio juguete de escarnio y humillación, y como es lógico, el fundamento de su propio bienestar como “servidores del orden”, en cuya cúspide se hallaban los grandes poderes del Estado.

¿Cuánto tiempo padecieron los indios en silencio? ¿Cuántas veces complotaron para poner en ejecución los proyectos de venganza? ¿Cuántas veces postergaron para mejor oportunidad el estallido de la acción? El indio es paciente y sabe esperar, pero cuando llega su hora, nada lo detiene. Un caso como cualquier otro fue la gota que colmó la copa en Jesús de Machaca: un corregidor había apresado a dos indios, por motivos insignificantes, imponiéndoles una multa que, por elevada, era imposible que pudiera ser cancelada. Pues bien, la autoridad dispuso que, en tanto no se reuniera el monto requerido, los dos presos no recibieran alimento alguno.
Pasaron un día y otros días, ante la tensa expectativa de las indiadas que todavía esperaban un rasgo de piedad. A esto, los opresores celebraron algún acontecimiento familiar con festejos que, como siempre, se prolongaron mucho tiempo en medio de libaciones sin cuento, hasta que todos cayeron en la inconsciencia alcohólica. ¿Cómo podían escuchar, en tales condiciones, los ruegos angustiosos de los parientes de ambas víctimas? Otros días más transcurrieron, y cuando pasada la borrachera y el jolgorio, la autoridad se acordó de los prisioneros, no para verificar el estado de su salud sino para hacer nuevo cobro de la multa, se encontró ante el espectáculo de la agonía y de la muerte de los desdichados.
La pampa se conmovió ante la vibración cruel de la noticia. Los indios deliberaron en silencio, sin que se produjera reclamo alguno ni se implorara justicia. Se reunió la ulaka, el Cabildo, representado por los ancianos de las comunidades, y calladamente, se resolvió hacer justicia por sus propias manos.
El corregidor intuyó lo que había de ocurrirle. El miedo lo arrojó de la aldea y huyó a La Paz, llevando consigo a toda su familia.
Presa tan importante no debía perderse. Había que buscar su retorno al lugar, y para lograrlo, una comisión de indios se constituyó en la capital, llevándole saludos de toda la indiada, con algunos regalos y el encargo especial de que volviese prontamente. El corregidor, engreído como todos los de su laya, creyó en la humillación de sus víctimas y aceptó, aunque con reservas. Transcurrido algún tiempo, una segunda comisión, más numerosa que la anterior, le llevó como presente una kjumunta (cargamento de víveres), reiterándole el petitorio y haciéndole constar el profundo afecto que sentían por su autoridad, a la que extrañaban sinceramente. Ante tales manifestaciones, el corregidor se convenció de que sus temores eran infundados y señaló fecha para su retorno, para que fuera recibido como merecía un individuo de tal calidad. Y así fue.
Tras de lo cual, y sin que nadie lo esperara, una madrugada se escuchó el ulular funerario de los pututus (cuernos de guerra) a cuyo son las doce comunidades de indios atacaron Jesús de Machaca. No hubo defensa posible. Los sublevados incendiaron el pueblo, salvándose únicamente la iglesia y dos viviendas cuyos propietarios dieron el santo y seña, que era “Viva Republicanos”, lo que quería decir que pertenecían al Partido Republicano, cuyo jefe, Bautista Saavedra, era entonces Presidente de la República.

Empero, las víctimas no pasaron de seis o siete. Jesús de Machaca, en aquella época, era un centro del cual ya se había producido el éxodo de su población mestiza, debido a la construcción del ferrocarril Arica-La Paz, que eliminó el comercio entre las poblaciones intermedias; por eso, la mayoría de las viviendas pertenecía a las comunidades indígenas. Se desmiente así la creencia de que los vecinos muertos se contaban por varias decenas. Del cura de la aldea dicen que se salvó por milagro. En cuanto al corregidor, conducido a la trampa de manera tan astuta, pereció en su casa incendiada.

El Presidente Saavedra, sabedor del alzamiento, ordenó la inmediata movilización del Regimiento Abaroa, 1ro. de Caballería, que se hallaba acantonado en Guaqui, a sólo 15 kilómetros del teatro de los sucesos. Este cuerpo, de 1.200 hombres perfectamente armados, acudió sin tardanza, lanzándose al ataque con furia irresistible, iniciando así la represión más salvaje de que se tenga memoria en Bolivia. Los soldados se dedicaron durante varios días a una feroz carnicería, complementada por el pillaje y el saqueo. No se respetó a nadie: en la orgía dantesca sucumbieron mujeres, niños y ancianos. ¿Cuántos campesinos cayeron? Nadie ha podido dar una cifra, ni siquiera aproximada. Los indios que huían eran cazados a lanzada limpia, como fieras... Las comunidades fueron asoladas, despojadas de su ganado y de sus bienes, los sembríos fueron destrozados, las poblaciones incendiadas. El ganado que no pudieron llevarse fue exterminado a bala...

Todo lo que tengo relatado me lo refirieron los mismos indios de Jesús de Machaca, cuando fui a fundar su escuela. Pude darme cuenta, además, del terror y del odio con que se recuerda en toda la región al Presidente Bautista Saavedra, responsable directo de la masacre. ¿Qué habrán dicho esas gentes al saber que tórpidos funcionarios del Ministerio de Educación bautizaron con ese nombre, de sangrientas evocaciones, a la Escuela Normal Rural de Santiago de Huata?

¡Humillantes cosas de nuestra psicología altoperuana!

Quizá por estas mismas paradojas, el Presidente que ordenó la masacre de Jesús de Machaca, fue el mismo abogado que en su juventud, defendiera con hábil alegato a los indios sublevados de Mohoza, en 1898, durante la llamada “revolución federal”. En esa ocasión, los indios habían pasado a degüello a no menos de cien soldados del ejército federal, a quienes se había atraído, con la complicidad del cura y otros vecinos, a una misa en el templo de la población. Los soldados habían asistido desarmados al santo oficio, de acuerdo al expreso y malvado pedido del cura. Y cuando éste alzaba la hostia, señal esperada, los conjurados acometieron, cuchillo en mano, a la indefensa hueste. Sólo uno sobrevivió, oculto en el vigámen que sostenía el techo.
Saavedra, al asumir la defensa de los indios, produjo una notable pieza que sentó jurisprudencia y tuvo mucha resonancia (12 de octubre de 1901); hay que suponer que no lo guiaba ningún sentimiento de solidaridad para con la indiada: debió ser el cálculo político el que lo indujo, a adoptar tal posición. El caso es que en su alegato sostenía el principio jurídico de que los delitos de Mohoza constituían lo que el derecho llama delitos colectivos, según lo cual, y basado en antecedentes étnicos y sociales, dice:

“Creo haber demostrado que la sugestión colectiva produce en el hombre civilizado, y con mucha más razón en el indio aymara, un verdadero delirio mental; por tanto, falta de elemento de la inteligencia.., los delitos colectivos no están sujetos sino a una semirresponsabilidad....”

En otro párrafo de su defensa se expresa de esta manera:

“La hecatombe de Mohoza es un hecho de carácter social; pertenece a esos fenómenos naturales que se producen de una manera casi espontánea. Debe ser considerado sólo como un delito colectivo, para el que la justicia común no establece penas. Se deben combatir estos estallidos como se combaten aquellas turbulencias populares: las huelgas de los obreros, el anarquismo y el socialismo modernos. Se les combate indirectamente, removiendo las causas y evitando las ocasiones. Lo que debemos hacer con la raza indígena, es organizar una colonización civilizadora y humana, sometiéndola a una legislación autóctona, como lo han hecho los ingleses en la India...”

Era, sin duda, una hábil defensa, que atrajo la atención sobre el joven y brillante abogado, el cual comenzó así su carrera política, la que, con el favor de las masas campesinas, culminó con la revolución de 1920.
Pero una vez en el poder, el eminente hombre público, el sociólogo de “El Ayllu”, olvida por completo sus antiguos razonamientos en torno a los delitos colectivos, y cuando las masas indígenas exacerbadas hasta el “delirio mental” se insurreccionan y matan, entonces no halla más respuesta que la metralla para los sublevados... En tal ocasión ya no considera ningún atenuante, ningún antecedente étnico o social: el antiguo defensor del indio se convirtió, por ironía del destino, en su peor verdugo.

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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martes, 30 de julio de 2013

Warisata la Escuela Ayllu - Parte 05

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 01 - 02 - 03 - 04.

5.- LAS JERARQUÍAS.
En la sociedad inkaica arraigó profundamente el sistema de categorización implantado por el primer monarca. Era un sistema de privilegios que abarcaban aún a los aspectos religiosos, ya que la élite, debido a su poder de abstracción, concibió la existencia de un dios intangible, poco accesible a los jatun runa, que sólo adoraban al Sol, la Luna y otros dioses de aspecto material.
También encontramos privilegios idiomáticos, pues, según Garcilaso, los inkas hablaban un idioma distinto al del pueblo; y en lo educacional, la élite poseía objetivos distintos a los del jatun runa.
Las jerarquías estaban precisamente delimitadas. En lo religioso, el inka tenía los poderes supremos, como hijo del Sol y su representante en la tierra. Después venía el Sumo Sacerdote, llamado Willac Uma (adivino o hechicero), cargo desempeñado por un hermano o tío del rey. A continuación estaban los sacerdotes de la Casa del Sol en el Cusco, que pertenecían a la familia real. Los demás funcionarios del templo eran inkas de privilegio, y en provincias ejercían el sacerdocio gentes del lugar. Los adivinos tenían también determinada jerarquía.
Los inkas crearon también el acllahuasi o Casa de Escogidas, institución monástica donde ingresaban las jóvenes mejor dotadas de los linajes. Estaban agrupadas en varias categorías, a saber: hijas de grandes personajes de la familia real; hijas de dignatarios importantes, hijas de orejones, las cantoras o cantantes, las hijas de indios ordinarios y por último muchachas de provincias. Las hijas de la familia real entraban a la Casa de Escogidas del Cusco, y las demás en otros institutos similares que había en las provincias importantes. Todas recibían educación esmerada en la práctica de la costura, hilado, tejido, cocina, artes, etc. Concluida su preparación algunas eran consagradas al Sol haciendo voto de castidad perpetua y de absoluto retiro. Ni aún el monarca podía verlas. Estas vírgenes en número de 1.500 vivían en el Cusco, atendidas por 500 muchachas de linaje; preparaban alimentos y tejían vestidos para la pareja real y para el culto al Sol. La superiora era una mamacuna envejecida en la administración de la Casa.
Las jóvenes de las otras categorías pasaban a ser concubinas del inka o esposas de los grandes dignatarios.
En lo civil, después de la persona del Inka, venía ese poder invisible para el pueblo, constituido por las cortes y los consejos reales, que limitaban y controlaban los actos del rey. Además, cada uno de los cuatro estados o suyus tenía un virrey, llamado kápac o apu; se trataba generalmente de un hermano o tío del inka, y tenían el derecho de nombrar a los unucamayu, jefes de diez mil familias según el sistema decimal.
Los cuatro virreyes formaban la ulaka real, que era un consejo supremo reproducido en todas las marcas y formado por los representantes de los diferentes ayllus.
Después venían los inspectores, de sangre real, que recorrían lis provincias para verificar el cumplimiento de la ley y reprimir los excesos de autoridad; a continuación tenemos los curacas o mallcus, jefes de tribus o marcas, bajo cuya autoridad estaban los warancacamayu, patacacamayu y chuncacamayu (jefes de mil, cien y diez familias respectivamente). Lo más importante de este sistema radicaba en que el inka enviaba a cada mallcu una mujer de estirpe real, creando así un vínculo de sangre con la monarquía. Además, nombraba otro jefe, miembro de la élite cusqueña, que gobernaba a la par que el mallcu, sin disminuir los derechos de éste, que eran hereditarios; de manera que se complementaba mutuamente el gobierno local con el central.
El eje del sistema decimal implantado por los inkas era el chuncacamayu, jefe de diez familias, que tenía múltiples funciones. Existía además un enjambre de funcionarios para la elaboración de estadísticas, empadronamientos y otras labores, siendo de especial importancia los quipucamayus o lectores de quipus, sistema mnemónico a base de cuerdas o hilos anudados de diverso modo. Existían verdaderos archivos de quipus, los que según la tradición fueron destruidos al llegar los españoles.
La jerarquía militar estaba compuesta por un generalísimo, hermano o tío del rey, del cual dependían jefes de ejército según el sistema decimal, empezando por la unidad de diez soldados hasta llegar a los diez mil. El ejército imperial era una fuerza formidable por su disciplina y eficiencia bélica. Su abastecimiento estaba siempre asegurado por medio de los tampus o almacenes diseminados en todas las provincias.

6.- LA ORGANIZACIÓN ECONÓMICA.
El gran poderío inkaico reside en la agricultura y la industrialización de recursos naturales. La eficacia de sus formas colectivistas, su organización agraria, sus sistemas de captación de aguas y su distribución tan ejemplarmente reglamentada, la dotación y parcelación de tierras y los procedimientos de fertilización, así como el conocimiento de los fenómenos de la naturaleza, fueron producto de un largo período de experiencias asimiladas y transmitidas de generación en generación, llegando a un grado de extraordinario desarrollo. Ese país no conocía el hambre ni la miseria, y la desocupación era un fenómeno inconcebible.
Los productos de la tierra, tenemos dicho que estaban repartidos entre el Sol, el inka y el pueblo. La propiedad del usufructo era mixta: colectiva la del pueblo (con derecho individual a los productos) y privada la de la élite, por donación del inka. Esta llegó a adquirir gran volumen, puesto que era hereditaria.
Las aguas eran de dominio público, distribuyéndose por el sistema de las mitas, turno rotativo de un determinado espacio de tiempo. Los caudales asignados al Sol, al inka y al pueblo estaban perfectamente determinados. Los títulos de propiedad sobre aguas de regadío provenientes de ventisqueros, ríos, lagos o acueductos fueron otorgados a los ayllus por el rey de España en base a aquella organización, que fue también respetada por la República y que se mantiene hasta hoy.
El cultivo de la tierra se hacía con instrumentos rudimentarios y sin disponer de la suficiente cantidad de abonos; no obstante la producción satisfacía las crecientes necesidades del pueblo, educado en la sobriedad y las limitaciones impuestas por una naturaleza tan avara como la andina. El número de familias correspondía siempre a la superficie cultivable, de manera que allí donde no existieran más de diez tupus de tierra por aynoka, no podían acomodarse más de diez personas. El tupu se asignaba de por vida a la persona, salvo el caso de que ésta tuviera que trasladarse en un mitimae.
Los cultivos se hacían primeramente para el Sol y los dioses o huacas locales. Después se cultivaban las tierras de las viudas, huérfanos, ciegos, enfermos, soldados e incapaces, realizando así una alta misión social que eliminaba de raíz toda forma de mendicidad y miseria; asegurando por otra parte la gratitud de la población hacia el inka.
A continuación se cultivaban las tierras del pueblo, y después las de los dignatarios y altas autoridades civiles y militares. Sólo en último lugar se cultivaban las tierras del inka, es decir, cuando se había asegurado la subsistencia de todo el pueblo en su conjunto. Entonces la población ofrecía su ayni al monarca, y lo hacía, como tenemos dicho, llena de gratitud por los dones recibidos. Por otra parte, las cosechas del inka y sus rebaños volvían al pueblo. En ningún momento incrementaron la fortuna del inka. La producción se conservaba en pirwas o graneros, ubicados en algunos puntos estratégicos y favorables. Según los historiadores, estas reservas estaban calculadas hasta para períodos de diez años y se componían no sólo de productos alimenticios, sino también de artículos manufacturados y de materias primas. Eran “un gran capital de Estado” según Baudin. De esta manera la subsistencia del pueblo estaba garantizada aunque vinieran largos períodos de sequía.

7.- LAS INDUSTRIAS INCAICAS.
El inka deseaba que el runa o habitante fuera una personalidad capaz de atender por sí mismo a todas sus necesidades, disponiendo que junto a sus ocupaciones agrícolas, ejerciese alguna función industrial. Así se dio un poderoso impulso a este otro factor de la economía imperial que descansa en la unidad familiar.
Los inkas explotaban minas de cobre, plata, estaño y oro. Sus procedimientos eran bastante rudimentarios; no conocían herramientas tan sencillas como las tijeras, las tenazas, la sierra, la escuadra, el berbiquí, la lima, el fuelle, el vidrio, la cola, la rueda, etc. Para mover toda su poderosa industria apenas disponían del “martillo de piedra, el cincel de bronce, el hacha de cobre y el pincel de plumas” (Baudin). Equipados de tan pobres instrumentos supieron servirse de los elementos naturales para convertirlos en utensilios como agujas, pulidoras de piedra, hilos, cuerdas y cables, etc. Las deficiencias de su instrumental eran suplidas por el trabajo paciente, la perseverancia y el esfuerzo.
Los habitantes del inkario eran así hábiles artesanos, especialmente en cerámica, orfebrería y tejidos. La cerámica alcanzó un alto grado de perfección tanto por los procedimientos empleados como por su belleza, que resiste comparación, y con ventaja, con el arte de cualquier otro pueblo primitivo. Los orfebres, asimismo, realizaban delicados trabajos en oro, plata, cobre y bronce. He aquí lo que sobre ellos dicen Verneau y Rivet: “Si se admite que el embutimiento se obtenía por martillo, hay que admitir que la habilidad de los obreros precolombinos se equiparaba, pues, a la de nuestros batidores de oro, que con útiles mucho más perfeccionados, no pueden obtener prácticamente hojas de espesor muy notablemente inferiores”. El Inka Garcilaso nos ofrece una descripción, asaz curiosa, de los tesoros encontrados por los españoles en el Cusco, en cuanto a orfebrería.
En cuanto al hilado y el tejido, los inkas realizaron obras maravillosas utilizando la lana de vicuña, alpaca, llama y fibras de algodón. Cieza de León dice que “las tapicerías de los naturales de la provincia de Cajamarca equivalen a las de Flandes, y están tan bien hechas que parecen seda”. Murphy agrega: “Es el desarrollo más extraordinario de la industria textil que se ha comprobado en un pueblo prehistórico”.

8.- LA ENCOMIENDA.
La colonia creó la institución de los repartimientos, que consistía en entregar la tierra, con el nombre de encomienda, a los colonizadores de mayores méritos. Esta entrega duraba dos generaciones, y de acuerdo a la ley de su origen, debía ser una verdadera cooperativa entre el encomendero y el indio, debiendo el primero amparar y adoctrinar al indio, y éste retribuirle con su trabajo. La encomienda estaba constituida por un determinado número de ayllus o marcas con sus respectivos habitantes y todo el ganado que antes correspondía al inka. En la República, esta organización se reproduce en la hacienda, sustituyendo el patrón al encomendero.
El aspecto fundamental de la encomienda y de la hacienda, es que mantienen la misma organización que en tiempo de los inkas, con sus sistemas de aynokas, sayañas, jalsus, etc. Subsisten asimismo los jilas o sea las autoridades indias mantenidas por los inkas. El terrateniente goza del usufructo de la parte que antes se destinaba al inka o al encomendero; la parte destinada al Sol fue asignada a la Iglesia. Ambas partes recibieron el nombre de aymas en la Colonia.
Los patrones republicanos explotaron el trabajo del indio sin haber superado en nada a los encomenderos; por lo menos, éstos introdujeron el caballo, el buey, el arado, la carreta y edificaban una capilla. El terrateniente de hoy, salvo contados casos, no impuso ningún elemento de la técnica moderna, y no llegó a introducir el maquinismo en el campo.
La encomienda, destinada a preservar la existencia del indio, en la práctica se convirtió en una institución esclavista por medio de la mita o trabajo forzado en las minas, las postas, las plantaciones de coca, etc. La mita fue un verdadero exterminio del indio. De los doce millones que tenía el Imperio, la población disminuyó a ocho, y según algunos autores, a cuatro millones.

9.- LA MARCA Y EL NÚCLEO DE EDUCACIÓN INDIGENAL.
Dejamos para el final el estudio de la marca indígena, que era el conjunto de diez ayllus, base del sistema decimal introducido por los inkas, y que se hallaba a cargo de la autoridad de los mallcus o curacas. Estos tenían tuición sobre los camayus o jefes de grupos de diez, cien o mil familias, según hemos visto anteriormente. Los camayus dependían de los mallcus, éstos de los capac o virreyes, y éstos del inka.
Cada unidad agraria y social tenía su representante en el consejo local del ayllu, donde se deliberaba sobre los asuntos de su jurisdicción, y cada ayllu tenía su representante en el consejo administrativo, o sea en la ulaka, presidida por el mallcu. Los españoles encontraron en esta organización una sorprendente semejanza con sus sistemas comunitarios, por lo que no les fue necesario crear nuevas instituciones, a las que únicamente les cambiaron de nombres.
La marca, según hemos dicho, pasó a denominarse comunidad en la colonia, nombre con el que hoy se conocen sus ya debilitadas formas. El Cabildo colonial no era sino la ulaka, esto es, el consejo representativo de los ayllus o jathas, estos a su vez constituidos por diez estancias.
Para comprender la excelencia del sistema, conviene explicar un poco más el mecanismo de la institución. Ya hemos visto que el tupu es la unidad económica agraria de la familia y que la reunión de tupus hacía la sayaña, esto es, la familia consanguínea; el conjunto de familias y sayañas componía el ayllu, y la reunión de ayllus integraba la marca, lo que los españoles llamaron comunidad. Muchas de estas marcas fueron entregadas al encomendero. Por lo tanto, gran parte de las fincas o latifundios que pertenecen a individuos particulares (hasta 1953) no son sino comunidades o marcas absorbidas por el sistema actual. Pero su función interna es absolutamente inkaica, ancestral, por sus autoridades, sus formas de convivencia social, aprovechamiento de la tierra, servicios, etc.
Los dos jefes de igual categoría coexistentes en la marca inkaica tampoco fueron suprimidos, subsistiendo estas personalidades (mallcus o curacas) en extensas regiones de Bolivia. También se conserva la división en hanan y hurin. A la cabeza de cada categoría está la taika (madre) y el auki (padre). La ejecución de toda obra es iniciada por aquella y continuada por las demás comunidades de acuerdo a su rol jerárquico. Los indios continúan dando el nombre de marca a la aldea colonial (llajta, en quichua). En ella cada ayllu tiene su barrio, manteniendo todas las formas de su organización de trabajo.
El “Parlamento Amauta” creado en la escuela de Warisata no era sino la ulaka, con similares funciones, siendo el Núcleo Escolar una reviviscencia de la marca. El éxito de la escuela indigenal boliviana reside, precisamente, en no haberse apartado de las ancestrales formas de organización social y de trabajo características del indio.

10.- SUPERVIVENCIAS EN LA COLONIA Y EN LA REPÚBLICA.
Ha sido necesaria una larga convivencia con el indio altiplánico y el de los valles, recorriendo el país en todas direcciones, estudiando cuidadosamente los diferentes aspectos de su organización social, para orientar los primeros pasos de los encargados de formular una tesis que, al ser presentada por primera vez en la Universidad de La Paz, en 1937, produjo asombro y alarma. Se sostenía en esa oportunidad que la comunidad indígena de origen ancestral, está hoy constituida por la finca o hacienda. Esa unidad económico-social no es otra cosa que la yuxtaposición de ayllus o pequeñas propiedades comunales, estrictamente aborígenes. Por otra parte, observando el ayllu libre, fue fácil comprobar que tampoco en él se había realizado ninguna transformación bajo la influencia española y que seguía actuando el sistema inkaico, aunque relevado de la obligación de cultivar la parcela del inka; y que las cajas de comunidad, la autoridad de los jilas, ciertas prácticas religiosas, el uso de las tierras comunes de sembradío, de los jalsus o abrevaderos, todo permanecía como cuando los españoles invadieron el Inkario para someter a su laborioso pueblo. Si bien el reparto de tierras a los encomenderos y a los indios y la entrega en usufructo -sin derecho de propiedad- constituyen innovaciones coloniales, estas medidas no se apartan en nada del sistema agrario preestablecido. Más tarde Bolívar dio a los indios propiedad individual de aquellas parcelas de tierra, destruyendo en parte el organismo totalizador de la jatha; aunque poco después sus decretos fueron derogados, sobreviviendo la jatha como unidad económico social en la hacienda boliviana, organismo de aprovechamiento colectivo de la tierra. Paradójicamente, lo que ahora se conoce con el nombre de “comunidad indígena” ha evolucionado a formas de propiedad individual que conservan pocas modalidades colectivistas.
Dentro del sistema agrario que subsistió hasta 1953, y aún posteriormente, los colonos eran pequeños terratenientes por derecho hereditario y les correspondían las dos terceras partes de la tierra, con la obligación de retribuir al propietario con su trabajo en el cultivo de la tercera parte restante, porción que en la época inkaica usufructuaba el soberano. Este sistema de organización agraria tradicional fue celosamente mantenido y defendido por el indio porque constituye, además de una forma de aprovechamiento económico colectivista, la fuerza de cohesión espiritual de su clase y de su raza.
Hasta la utilización de servicios personales en beneficio municipal, tributación altamente organizada durante el Inkario, fue adoptada por los españoles, y en forma de mitas, de servidumbre al corregidor, al cura, etc., los indios han venido sufriendo en sus espaldas la ominosa tarea de conservar y engrandecer naciones que no les reconocían en la realidad, aunque en la letra así lo hicieran, ningún derecho humano. Y aunque el indio ha mantenido siempre un profundo amor por la libertad, se había habituado a aquellos servicios, que consideraba una forma de tributo social. Al crearse la escuela indigenal boliviana, se consiguió que toda esa gran fuerza se utilizara voluntariamente en favor de las tareas escolares, naciendo entre los indios la emoción de una nueva causa, el sentido de una nueva vida en la que, sin embargo, se mantenían por entero sus tradiciones sociales y de trabajo. Lejos, pues, de ser una práctica viciosa la del trabajo gratuito de los indios aplicado a la escuela, cobraba para ellos el sentido de una revitalización de su personalidad hasta entonces encubierta por la servidumbre; el indio, trabajador de por vida, trabajaba esta vez por su propia liberación, convertida su escuela en el punto eminente del ayllu.
En todo este condicionamiento, superviviente a la colonia y a la república, se ha mantenido la ingenua naturaleza primitiva del grupo indígena. Su mundo mental es reducido. No conoce las torturas del escepticismo; cree en un dios providencial: la tierra; en un dios voluble: el cielo. El primero es Pachacamac, el segundo Hananpacha: tierra alta y tierra baja. El mundo está lleno de diosecillos que son demonios infantiles: los anchanchos y los juturis; el achachila y el karisiri. Dioses fruto de una imaginación elemental, no han enturbiado su espíritu. La religión católica no ha eliminado esas creencias: se ha incorporado a ellas, y en cierto modo, el catolicismo de las fiestas indígenas utiliza los elementos vernaculares con profusión y riqueza, en visiones panteístas, de espléndido respeto a la naturaleza, donde el indio lo venera todo, con humildad y miedo, en una praxis de ingenuo materialismo, que deviene a la vez en bondad y energía, en la creencia en un destino y en la rebeldía constante.
El espíritu del indio ha sobrevivido; misión de la escuela indigenal es darle nueva vitalidad, modernizarlo sin abandonar su tradición, civilizarlo sin destruir su vieja cultura ni sus instituciones. Sólo así cumplirá un papel histórico, salvando a uno de los pueblos más admirables del pasado, esencia y médula del porvenir de América.

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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Warisata la Escuela Ayllu - Parte 04

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 01 - 02 - 03.

8.- UNIDAD DEL IMPERIO CON LOS PUEBLOS CONQUISTADOS.
Los pueblos incorporados al Imperio tuvieron un pasado relativamente próspero y un substrato común. Habían evolucionado en diferentes sentidos por razones ambientales, pero mostrando “un parentesco entre las civilizaciones andinas” a pesar de las distancias y obstáculos que hacían difícil su contacto. Existen vestigios inequívocos de ese pasado uniforme. Así tenemos a los aymaras con su ayllu, su idioma y su elevado desarrollo intelectual; los caras del Ecuador, los atacamas de Chile, los calchaquíes de la Argentina, los chimúes de la costa y otros, todos herederos de importantes culturas con las que dieron mayor fuerza y poderío al Imperio. La subsistencia de este “substrato común” hizo el milagro de fusionar a tan distintos pueblos en una fuerza social y productiva homogénea como pocas, y ciertamente los inkas tuvieron extraordinaria habilidad para realizar su conquista más por la persuasión que por la fuerza. Una idea de esta política la da Garcilaso al describir la conquista de los charcas por el rey Inka Roca. En rigor de verdad, no se trataba de una conquista militar, sino de una empresa de expansión social planeada con gran inteligencia y tino, en la cual más eficaces eran los dones repartidos que las armas. Cada conquista iba acompañada de un sinnúmero de obras públicas, caminos, labores agrícolas, incremento ganadero e industrial, etc. A los pobladores de esas regiones debió sorprenderles sobre todo cómo los inkas podían regar sus tierras llevando agua desde enormes distancias, por medio de esas prodigiosas obras de ingeniería que eran los acueductos.
Resultado de esta política era que muchos pueblos pidieron voluntariamente su incorporación al Imperio, como sucedió con los tucmas, que vivían al sudeste de la que hoy es provincia de Tucumán, Argentina.

CAPITULO II.
EL AYLLU.

1.- LA CÉLULA SOCIAL.
El ayllu es la célula social de los pueblos andinos, y se formó mucho antes que el Inkario. Su estirpe, sin duda, es aymara. Bautista Saavedra sostiene que “las formas colectivistas del imperio peruano proceden de la civilización aimara”. Llegan a la misma conclusión cuantos estudiosos han tratado de descubrir su raíz.
En los albores de su existencia, el ayllu no era más que la familia que crecía gobernada por el anciano padre como jefe y conducida según las reglas del respectivo tótem. Por consiguiente, las fuerzas que le dan esencia y vida son el vínculo sanguíneo y el espíritu religioso.
En su evolución posterior, encontramos una serie de elementos que aseguran su permanencia a través de las diferentes culturas que fueron superponiéndose. Estos elementos son: la familia, la religión, el cooperativismo familiar, el colectivismo, las formas de propiedad y aprovechamiento de la tierra, la industria familiar y el idioma. Hagamos algunas breves referencias al respecto.

2.- LA FAMILIA.
Sin entrar a discutir si la familia es una forma anterior o posterior en la evolución de la sociedad humana, afirmaremos que es el embrión sobre el cual se organiza el ayllu; tiene por jefe al padre, investido de facultades y funciones religiosas, económicas y sociales, gracias a cuya acción directora se organizan las diversas formas de convivencia encaminadas a atender sus necesidades materiales. Es una sociedad gentilicia, ya que la palabra ayllu equivale a linaje, posteriormente adoptado por los inkas como base de su organización nacional. La “gens” aymara adopta en su evolución posterior una característica que se encuentra en casi todas las sociedades humanas: se compone de los miembros originarios, descendientes del grupo familiar, y de los miembros agregados que, desprendidos de otros grupos vienen a integrarse a la célula original para ocupar una jerarquía inferior por la condición económica y social que se les asigna. Las formas superiores de organización mantienen este sistema. El Tahuantinsuyo, en cierta manera, no es sino un ayllu desarrollado hasta su máxima expresión.
Con la evolución de la familia, el culto totémico deviene en culto religioso, impregnando de su espíritu a todas las actividades sociales. Se adora por herencia a los ídolos introducidos por el jefe de la familia, ofreciéndoles sacrificios y estableciendo ceremonias y rituales con los que después se creará la casta sacerdotal del Imperio.

3.- EL COOPERATIVISMO FAMILIAR.
En el ayllu o gens se desarrolla un profundo sentido cooperativista estimulado por las necesidades de la subsistencia y de la convivencia pacífica. La producción requería del concurso de todo el conjunto social, creándose así el ayni aimaro-quechua, sistema de ayuda mutua, individual o colectiva, en favor de personas o ayllus. E! ayni adquirió jerarquía institucional en el Inkario, se mantuvo en la colonia aunque aplicándolo al sistema de servidumbre feudal, y todavía subsiste.
El ayni era otorgado en trabajo por el tiempo necesario para levantar una cosecha, realizar una siembra, techar una casa, etc., así como en especie con motivo de ciertos acontecimientos sociales tales como el matrimonio, en cuyo caso la pareja que recibía el ayni tenía que retribuirlo en oportunidad similar.
El ayni asumía también, con el nombre de mincka, una función pública, estatal, mediante la cual el pueblo realizaba su tributo de trabajo concurriendo a las labores colectivas; primero, a la producción agrícola y ganadera de los bienes pertenecientes al culto, al inka y a los altos dignatarios; segundo, en favor de las obras de carácter público tales como caminos, fortalezas, terrazas de cultivo, acueductos, etc.; tercero, a obras comunales como acequias de la localidad, viviendas, templos, etc.; y por último, a obras de carácter social propias de la jurisdicción.
En todos los casos la alimentación corría por cuenta de la persona, familia o institución favorecida. Así, el Estado hacía llegar al pueblo, como retribución, ropa de sus almacenes y productos alimenticios de sus despensas. Eran en realidad, el ayni y la mincka, una gran cooperativa de orden estatal que abarcaba a todos los confines del Imperio.
De este cooperativismo familiar o de ayuda mutua, se pasa por transición natural al colectivismo, el cual se integra ya en las formas de propiedad y aprovechamiento de la tierra, dando al trabajo una organización altamente desarrollada. En su período protoplasmático, no es sino el concurso de todos los miembros de la familia al llamado del padre para realizar el trabajo cotidiano. Posteriormente, los jefes de ayllus asumieron autoridad sobre otros núcleos a los que sometieron imponiéndoles sus prácticas colectivistas en busca de una mayor eficacia productiva.

4.- FORMAS DE PROPIEDAD Y DE APROVECHAMIENTO DE LA TIERRA.
En la época preinkaica la tierra pertenecía al ayllu, y en el Imperio, al monarca, según algunos cronistas; según otros, la tierra continuaba perteneciendo a la comunidad. Pero es evidente que antes de los inkas no existía el régimen de la propiedad privada.
En el Inkario sabemos que la tierra estaba distribuida entre el Sol (el culto), el inka y el pueblo. Este último no tenía derecho de propiedad sobre ella, sino sobre el usufructo de la parcela que le fuera asignada a cada individuo.
La élite tenía derecho de propiedad sobre las tierras recibidas del monarca y podía dejarlas en herencia a sus descendientes.
Tanto la élite como el pueblo tenían derecho al aprovechamiento colectivo de abrevaderos, vertientes, bosques, etc. Además, como señala Baudin, “existían otros bienes comunes a los indios: sal marina, pescados, frutos y árboles salvajes, fibras de plantas vegetales, etc.”.
Las casas, el cerco, los utensilios, la ropa y otros enseres, constituían la propiedad privada.
Es en la solución del problema del suelo donde culmina el sentido de organización que caracterizó a los indios, lo cual queda demostrado por la implantación de formas de aprovechamiento de la tierra, de acuerdo a las características y necesidades de un país tan difícil y pobre como el andino. La organización agraria del ayllu ha debido ser el resultado de largos años de labor continua y paciente, si se tiene en cuenta la inmensa variedad de tierras así como la necesidad de hacer un reparto que fuese justo y equitativo. Las unidades agrarias sobre las que se basó este sistema, fueron el tupu, la sayaña y la aynoka, sobre las que se pudo sistematizar los cultivos, organizar el agro, superar su rendimiento, extender las superficies laborales y, en fin, asegurar la subsistencia del pueblo. Estudiemos por separado cada una de estas tres unidades:

EL TUPU.
La palabra tupu es aymara y tiene dos acepciones: significa medida y representa a la unidad, ya sea de longitud, de volumen o de peso. Una carga de papas se llama, de este modo, maya tupu choke; diez leguas, tunca tupu, etc.
El tupu era la unidad agraria de la familia; estaba integrado por tantas parcelas como calidades de tierra había en el ayllu. Cuando los cronistas afirman que el Inka daba un tupu a una persona, quiere decir que ésta recibía una serie de unidades distintas de tierra, cuya producción fuese suficiente para su subsistencia individual; el tupu no es, por consiguiente, una parcela continua, residiendo su eficacia, precisamente, en su discontinuidad.

LA SAYAÑA.
La sayaña era la unidad económica agraria del ayllu. En el reparto de tierras a la familia, le correspondía un tupu al marido, un tupu a la mujer, un tupu por cada hijo varón y medio tupu por cada hija, hasta el momento del matrimonio de ésta en que era nuevamente dotada. Este conjunto de tupus constituía la sayaña, que se incrementaba a medida que la familia crecía, de suerte que sus posibilidades agrarias no fueran nunca menores a sus necesidades económicas.
El tupu sobrevive en la sayaña; mejor dicho, constituye la sayaña contemporánea cuya extensión difiere de acuerdo a la calidad de tierras y a su conformación física. En regiones de tierras muy pobres o inhóspitas, las sayañas abarcan grandes superficies sobre todo en regiones extensas y despobladas como los Lípez, Carangas y otras. En Warisata, ayllu donde se fundó la primera escuela indigenal, había una sayaña que constaba de más de veinte parcelas, cada una de diferente extensión, de acuerdo a la calidad de la tierra. Estas se hallaban a distancias apreciables de kilómetros. La parcelación comenzaba en el Lago Titicaca para la pesca y el aprovechamiento de la totora (especie de junco acuático que el indio saca para diversidad de usos), y terminaba en la cumbre del cerro, a unos cuatro kilómetros de la primera, donde la sayaña no tenía más que una pequeña parcela de piedras. Había aquí un gran sentido de previsión y orden. Todos recibían una gama igual de calidades de tierra.

LA AYNOKA.
La aynoka es una institución que regula y sistematiza la distribución de las tierras y su mejor forma de aprovechamiento, y tiene vigencia en las haciendas y comunidades actuales. Ha debido surgir en el período de transición durante el cual el ayllu, sustituye sus vínculos de sangre o de linaje por vínculos territoriales, ya que implica una organización de esta última clase.
Se denomina aynoka a una superficie que contiene un número de parcelas o suyus de la misma calidad y extensión igual a la de los tupus de que se compone el ayllu. Supongamos que una aynoka con tierras de primera calidad contiene 35 parcelas o suyus; cinco aynokas de igual calidad contendrán 175 parcelas buenas. Si las tierras fueran de cuatro calidades, deberán haber tantas aynokas como clases de tierras, o sea veinte aynokas de treinta y cinco parcelas cada una, lo cual hace un total de setecientos lotes. Ahora bien, si un ayllu o comunidad, lo forman 35 personas, las 700 parcelas deben ser divididas por igual entre aquellas, lo cual da veinte lotes de diferente clase para cada persona, lotes diseminados por la pampa, las faldas de la montaña, en las breñas y cumbres, arenales, pedregales, etc. Estas veinte parcelas con tierras de diferente clase constituyen, como hemos dicho, el tupu. Las cinco aynokas correspondientes a las diferentes clases de tierra se cultivan en ciclos rotativos de cinco años, una por cada año; pero si son cuatro calidades diferentes cada persona tendrá cuatro lotes cultivables de calidad y extensión diferentes por año.
En regiones donde las tierras son fértiles y de regadío, disminuye el número y extensión de las aynokas; en los valles el tupu suele quedar reducido a una parcela. En zonas inhóspitas el ciclo de barbecho dura hasta treinta años.

EL GANADO.
A la estructura del ayllu debemos agregar el factor económico de la ganadería, que era objeto de similar distribución que la tierra, esto es, para el culto, el Inka y el pueblo.
Desde épocas muy anteriores al Inkario, el ganado jugó un papel importante en la economía americana, como fuente de subsistencia, como factor de industrialización y como motivo estético. Aunque el hombre americano no fue, ni es, gran consumidor de carne, introdujo su consumo en relativa escala. Ciertas regiones cordilleranas y de la hoya de los lagos Titicaca y Poopó eran ricas, y lo son todavía, en ganado de llamas, alpacas y vicuñas.

LA INDUSTRIA FAMILIAR.
La industria familiar es otra de las columnas sobre las que descansa el desenvolvimiento social y económico del ayllu y del Imperio, y todavía se halla en plena vigencia, habiendo cobrado, inclusive, mayor estímulo en determinadas regiones. Los diferentes ayllus se especializaban en estas actividades, sobre todo en zonas donde la agricultura era pobre. Habían ayllus de frazaderos, de sombrereros, de carpinteros, de plateros, de ceramistas, etc., al estilo de las corporaciones feudales aplicadas a la organización de la comunidad por medio de un sistema decimal que estudiaremos más tarde. Los artesanos indios no dejaban por eso las labores agrícolas y ganaderas.
El ayllu primitivo va perdiendo su unidad sanguínea debido a la presencia de contingentes foráneos “agregados”, primero, y luego a la de elementos de otros ayllus a los que abre sus puertas para la formación de parejas matrimoniales que acrecientan la población. Así el ayllu rompe su aislamiento y sus normas puramente sedentarias, irradia al exterior y se organiza en marcas, pasando luego a la estructura nacional, obedeciendo siempre al imperativo biológico en íntimo contacto con la producción de la tierra.

CAPITULO III.
OTRAS FORMAS DE ORGANIZACIÓN SOCIAL.

1.- LA ÉLITE.
A pesar del carácter místico, divino, de que se rodeó el Inka, sus poderes no eran absolutos, pues que tenía a su lado a los amautas, gentes de consejo que realizaban una suerte de Poder Ejecutivo. Los amautas, salidos de la casta privilegiada, eran verdaderos sabios y fueron ellos los que dieron impulso a una serie de conocimientos altamente desarrollados en el campo de la medicina, la cirugía, geometría, agropecuaria, estética, música, poesía, etc. Fueron, sin duda, los amautas los ingenieros que realizaron las maravillosas obras públicas que hoy nos causan tanto asombro: acueductos, caminos, fortalezas, templos.
A los miembros de la élite se los llamaba “orejones”, según la jerarquía creada por Manco Kápac. De ella salían los altos funcionarios religiosos, civiles y militares. Disponía de escuelas especiales, en las cuales, según Santa Clara y Toledo, se admitía también a los plebeyos mejor dotados, los que ascendían a “orejones” después de haber pasado por la prueba del huaracu. Este era un examen muy duro en el que se ponía a prueba las aptitudes del joven. Duraba treinta días y se componía de ayuno de seis días, simulacro de combates, hacer de centinela diez noches consecutivas, resistir impasibles a heridas y golpes, etc., seguido de torneos atléticos y pruebas de tiro con flechas y hondas. El mismo inka perforaba las orejas de los victoriosos, supremo galardón para aquellas gentes.
El príncipe heredero se sometía a pruebas todavía más rigurosas a fin de demostrar su resistencia y valor, junto a su sabiduría, humildad y tolerancia.
En el Imperio no había, pues, una aristocracia excluyente y cerrada, y podemos decir que las diferencias jerárquicas o de casta no implicaban diferencias de fortuna, ya que, como en ningún pueblo de la historia, en el Inkario no había ricos ni pobres.

2.- EL PUEBLO.
El hombre del pueblo era el jatun runa, que en quechua quiere decir “hombre grande”. Es evidente que pesaban sobre él obligaciones sumamente fuertes, aunque no es menos cierto que las cumplía no sólo con pleno sentido de responsabilidad sino hasta alegremente. Las labores más pesadas las realizaba al ritmo de las melodías de sus kenas, zampoñas o pinkillos. Las ocupaciones agrícolas tenían el carácter de un verdadero ritual, y se iniciaban con grandes festividades a las que concurría el mismo inka. Debieron ser impresionantes por su grandeza aquellos trabajos, y la prueba de que incidieron profundamente en el alma indígena, es que conservan sus modalidades esenciales hasta hoy, pues el campesino ama su tierra y su trabajo y lo realiza con un sentido litúrgico, de culto panteísta y cósmico que nada ha podido deformar.

3.- LOS MITIMAES.
Los mitimaes o mitimacus son el trasplante de grupos humanos a regiones alejadas de su tierra de nacimiento, y fueron creados, según algunos cronistas, por Inka Yupanqui (Pachacútec), uno de los grandes organizadores del Imperio. El desplazamiento de las poblaciones se realizaba por necesidades militares, políticas, demográficas o económicas. Llegaron a constituir, por su elevado número, una clase social intermedia entre la élite y el pueblo y disfrutaban de ciertos privilegios debido a la importancia y diversidad de las funciones que ejercían. Había cuatro clases de mitimaes, en el orden siguiente:
Los destacamentos militares establecidos en las fronteras para la defensa del Imperio. Los grupos que los integraban eran seleccionados entre los ayllus de absoluta confianza y de probada lealtad. Además de su función militar, cultivaban la tierra y practicaban la industria familiar.
En segundo lugar tenemos los excedentes de población de las zonas muy densas, desplazados a regiones despobladas para establecer el equilibrio demográfico. Al mismo grupo pertenecían las poblaciones de regiones poco aptas para la agricultura, trasladadas a otras zonas despobladas pero más favorables, siendo un hecho interesante que la población originaria establecía un derecho sobre las nuevas tierras. Así, hemos observado que las comunidades de Umala, Curahuara y Jesús de Machaca, tenían en propiedad extensas tierras de labrantía en las regiones calientes de Inquisivi y Timusí, estableciéndose un sistema de intercambio cooperativo. Tales mitimaes resultaban así una especie de colonias dependientes de la población que les dio origen. Los españoles ratificaron estos derechos otorgados por los inkas en favor de ayllus altiplánicos sobre tierras ubicadas en valle o regiones subtropicales. No cabe duda de que el sistema era eficaz, y es un antecedente que debiera ser tomado en cuenta para descongestionar las actuales regiones superpobladas del Altiplano y la sierra, para llevarlas a zonas más productivas. Precisamente, es lo que está haciendo el “Plan Andino” en el departamento de Puno (Perú) para trasladar los excedentes a las mejores tierras de Tambopata. También en Bolivia se ha iniciado hace algunos años un ensayo similar en base al proyecto de Eduardo Arze Loureiro, para llevar poblaciones andinas al oriente boliviano.
Los mitimaes de estos grupos no pagaban tributo al Estado, y su tarea principal consistía en incrementar la producción agropecuaria sin perder el vínculo con sus ayllus de origen. La institución fue implantada en este caso por la necesidad de mantener las estadísticas de acuerdo al sistema decimal que regía y para impedir todo déficit en la producción.
En tercer lugar tenemos la movilización de fuertes grupos de agricultores hacia los pueblos recién conquistados, para enseñarles la técnica de la producción agraria e industrial. Inversamente, los pueblos de incipiente desarrollo enviaban grupos de gentes para que recibieran la enseñanza necesaria.
Por último, tenemos las movilizaciones masivas de poblaciones que no inspiraban la suficiente confianza o se mantuvieran rebeldes. Estos grupos se trasladaban a provincias ya sometidas y leales, sustituyendo a sus pobladores, los que, a su vez, se instalaban en las regiones rebeldes. Ni unos ni otros volvían jamás a su primitivo territorio. Los mitimaes fieles eran recompensados generosamente y gozaban de privilegios especiales.

4.- LOS YANACONAS.
Los yanaconas fueron un grupo social desintegrado de la nacionalidad imperial por Túpac Yupanqui, por el delito de haber participado en un movimiento sedicioso. El castigo en este caso era la pena de muerte, pero seis mil de los rebeldes fueron perdonados gracias a una petición expresa de la Coya; el Inka les privó de todo derecho civil y los convirtió en siervos de la más baja categoría. De esta manera, con el penúltimo inka, aparece una clase condenada a servidumbre perpetua, privada de toda protección y justicia, sin derecho a figurar ni aún en las estadísticas y empadronamientos. Los gobernadores y jerarcas solían obsequiar al inka, en calidad de yanaconas, jóvenes jatun-runas que al ser degradados en tal forma, aumentaron considerablemente el número de aquellos siervos.
Sin embargo, algunos de estos yanaconas llegaron a adquirir la confianza de sus amos y a escalar situaciones de importancia.

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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