Mucho antes que las modernas estrategias comunicacionales Hitler talvez inconcientemente empleaba la palabra como arma para convencer y manipular.
Very before the modern communicational strategies Hitler used the word as weapon to convince and to manipulate.
En la primera parte de esta historia se habló de la infancia hitleriana en relación a videntes, médiums y recintos llenos de esvásticas. En la segunda parte se vio que el Führer percibía una poderosa voz interior que le dictaba sus acciones. Ahora toca considerar su uso inexplicablemente eficaz de la palabra como recurso de convencimiento y manipulación.
LA PALABRA: UNA VARITA MÁGICA.
Pero la suya no era una oratoria al uso, ya que tenía mucho más que ver con el conjuro que con la dialéctica. Parece ser que a principios de la década de los años veinte Hitler tomó regularmente lecciones de oratoria y psicología de un individuo llamado Hanussen, que también era astrólogo y adivino; y es más que posible que Hanussen hubiera tenido algún contacto con los grupos de adivinos, videntes y profetas de Munich, tan activos en esa época.
En cualquier caso, se lo hubiera revelado Hanussen o lo hubiera aprendido por sí mismo, Hitler sabía que para que un conjuro sea eficaz debe estar alimentado por el fuego de la emoción más genuina. Por eso en sus discursos se inyecta con la morfina de su propia y emocionada verborrea y crece; el diminuto Hitler se transforma en el gran Führer, lo que fascina al público, y esa fascinación repercute, como una llamarada de fuego, en la autoestima del orador (“lo semejante atrae a lo semejante”, de acuerdo con la conocida ley de la magia). Cuanto más capaz era de convencer a la masa de la elevada antorcha de que era portaestandarte, más se convencía a sí mismo, basándose en la teoría de que ochenta millones de alemanes no podían estar equivocados.
En ese anillo mágico que encerraba al pueblo alemán alrededor de su jefe se encuentra la grandeza y la tragedia del III Reich. El poder y la fascinación del verbo de Hitler descansaron casi por entero en su capacidad de sentir lo que un público dado quería oír, y en manipular el tema de manera que excitara las emociones de la multitud. De esa magia tan particular y tan efectiva escribió Strasser: “Hitler responde a las vibraciones del corazón humano con la delicadeza de un sismógrafo... lo que le permite, con una certeza que ningún don consciente podría otorgarle, actuar como un altavoz que proclama los deseos más secretos, los sentimientos y rebeliones personales de toda una nación “.
Sus discursos, sin embargo, eran recurrentes y pobres de ideas. Antes de llegar al poder casi todas sus intervenciones se centraban en la defensa de la unidad e identidad de Alemania y en quebrar el imperio de los marxistas. Pero el pueblo estaba entusiasmado. Lo que atraía a su audiencia no era tanto lo que decía sino cómo lo decía, de acuerdo con un esquema, repetido hasta la saciedad, cuyas simples y efectivas reglas eran las siguientes:
Jamás admitir un fallo o error;
No reconocer que puede haber algo bueno en el enemigo;
No dejar lugar a las alternativas;
Nunca aceptar culpas;
Concentrarse en un enemigo cada vez y culparlo de todo lo que anda mal; y, finalmente,
No amilanarse ante el grosor de las falsedades o infundios que se levanten contra uno.
“El pueblo —afirmaba Hitler— creerá con más facilidad una gran mentira que una pequeña; si uno se la repite con bastante frecuencia, tarde o temprano el pueblo la creerá”.
El comienzo de sus discursos era lento, a la espera de “sentir” al público. Pero en cuanto descubría la naturaleza de ese sentimiento, el ritmo y el volumen aumentaban uniformemente hasta que, en el clímax, gritaba. La voz de Hitler se transformaba, para quien lo escuchaba, en la voz de Alemania. Todo eso estaba de acuerdo con la propia concepción de Hitler sobre la naturaleza secreta de las masas, tal y como puede leerse en su libro “Mi lucha”: “La psiquis de las masas —escribió Hitler— no responde a nada que sea débil o mediocre. Es igual que la de una mujer, cuya sensibilidad espiritual está menos determinada por razones abstractas que por un ansia emocional indefinible de satisfacción de poder y que, por tal razón, prefiere someterse al fuerte más que al débil... También la masa prefiere al dominante antes que al suplicante”.
Era tal el poder de fascinación de la oratoria hitleriana que muchos autores han comentado su capacidad para hipnotizar al público. Según Stanley High, “cuando en el punto culminante se balancea de un lado a otro, sus oyentes se balancean con él; cuando se inclina hacia delante, ellos también lo hacen; y cuando concluye, están reverentes y silenciosos, o de pie, en un delirio, según quiera Hitler”.
Las palabras, conforme enseña la tradición ocultista universal, desempeñan una función mágica, no por su significado, sino por la naturaleza de sus vibraciones sonoras. Eso Hitler lo sabía de sobra. Como también sabía —aseguró haberlo aprendido de la Iglesia Católica— que la repetición machacona de determinadas consignas tiene el poder de penetrar en los niveles más profundos de la psiquis. A propósito de ello, dijo en una ocasión: “Sólo hay una determinada cantidad de lugar en un cerebro, una determinada cantidad de paredes, por así decirlo, y si uno lo llena con sus consignas la oposición no tiene lugar donde poner después ningún cuadro o fotografía, porque el apartamento del cerebro ya está abarrotado con el mobiliario de uno...” Basta estar atento a las actuales campañas preelectorales o, simplemente, a los anuncios de la televisión, para darse cuenta de que estas tácticas hitlerianas han sido bien aprendidas por sus enemigos.
Pero lo que el poderoso mago Hitler no sabía, o no quiso tener en cuenta, es que una acción mágica puede ser muy eficaz, pero jamás puede ser muy duradera si obra a contrapelo de la naturaleza; y nada hay más alejado de la naturaleza —y del sentido común— que la idea de una “raza superior” dominando al resto de la Humanidad durante los “mil años” que iba a durar el III Reich.
¿No quiso tenerlo en cuenta o, simplemente, no pudo?
¿Cómo podía compaginarse el agua mansa del templario y el cátaro con el aceite hirviendo del racista?
¿Hasta qué punto no asistió el mundo, en la comedia del “mitad monje, mitad soldado”, al secreto drama de la esquizofrenia?
LA MENTE DE HITLER.
Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1941, la Oficina de Servicios Estratégicos de los Estados Unidos encargó al psiquiatra freudiano Walter Langer un inusual y novedoso experimento: psicoanalizar a Adolf Hitler de acuerdo con la información que sobre su personalidad podía obtenerse entonces en su entorno, gracias al espionaje.
Aunque a distancia, era la primera vez que se aplicaban los descubrimientos psicológicos modernos no a una figura histórica distante, sino a una viva. Las conclusiones de su informe constituyen uno de los libros más apasionantes que todavía hoy puedan leerse; su título, “La mente de Hitler”.
Al examinar las pautas de conducta del Führer, tal y como las observan sus colaboradores inmediatos, Langer llega a la conclusión de que no se trataba de una sola personalidad, sino de dos, que habitaban el mismo cuerpo y que se alternaban. La imagen mística que ofrecía a la propaganda fue la del más humilde discípulo de sí mismo, el más severo de todos los disciplinarios; la de un monje moderno, en suma, con los tres nudos reglamentarios de la pobreza, la castidad y la obediencia. No comía carne, no bebía vino, no fumaba; y en repetidas ocasiones declaró que su “verdadero amor” era Alemania. No recibió salario del partido y vivía de los ingresos de su libro, “Mi Lucha”...
El templario Adolf Hitler era un individuo muy suave, sentimental e indeciso, que contaba con muy poca energía y que nada deseaba tanto como mostrarse agradable y ser entretenido y cuidado. Por el contrario, el soldado Hitler era una persona dura, cruel y decidida, con considerable energía, que parecía saber lo que quería y estaba dispuesto a buscarlo y obtenerlo sin detenerse ante nada...
Adolf lloró a raudales por la muerte de su canario y adoraba a los perros; pero era el mismo Hitler que gritó en pleno tribunal: “iRodarán cabezas!”
¿Era un psicópata? Posiblemente.
Pero la gran desgracia para Alemania fue que también era un mago que se las ingenió para convencer a millones de personas de que la imagen ficticia de su personalidad era verdadera. Supermán acabó destruyendo a Clark Kent y a todos los que creían que Clark Kent era Supermán.
Lo dice, con otras palabras certeras, su contemporáneo y antagonista en el mundo de lo oculto, Aleister Crowley, cuando sin nombrar expresamente a Hitler, nos hace un inigualable retrato del personaje: “La magia blanca opera discretamente. No necesita atraer la atención ni provocar miedo o aprensión entre la gente, puesto que no pretende dominar el mundo. Por el contrario, la magia negra adora simultáneamente el secreto y el espectáculo, algo así como las estrellas de Hollywood. El verdadero mago negro busca dominar a los otros y encerrarlos en sus alas de cuero. Utiliza la angustia, siembra el terror y procura la ruina del mundo. Cuando encuentres a un mago negro, estudia bien sus ojos. Son los de un fanático, los de quien pretende con avidez dominar y manipular. Su máxima aspiración es la de convertirse en un marionetista para mover los hilos de todos”.
Aprendamos, pues, a mirar a los ojos de la gente para desenmascarar a los marionetistas. Tal vez así logremos evitar que ciertas historietas demasiado truculentas vuelvan a repetirse. Y, además, no seremos marionetas de nadie.
Fuente: José León Cano, “Adolf Hitler, el templario negro”. Revista “Más allá de la ciencia”.
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Very before the modern communicational strategies Hitler used the word as weapon to convince and to manipulate.
En la primera parte de esta historia se habló de la infancia hitleriana en relación a videntes, médiums y recintos llenos de esvásticas. En la segunda parte se vio que el Führer percibía una poderosa voz interior que le dictaba sus acciones. Ahora toca considerar su uso inexplicablemente eficaz de la palabra como recurso de convencimiento y manipulación.
LA PALABRA: UNA VARITA MÁGICA.
Pero la suya no era una oratoria al uso, ya que tenía mucho más que ver con el conjuro que con la dialéctica. Parece ser que a principios de la década de los años veinte Hitler tomó regularmente lecciones de oratoria y psicología de un individuo llamado Hanussen, que también era astrólogo y adivino; y es más que posible que Hanussen hubiera tenido algún contacto con los grupos de adivinos, videntes y profetas de Munich, tan activos en esa época.
En cualquier caso, se lo hubiera revelado Hanussen o lo hubiera aprendido por sí mismo, Hitler sabía que para que un conjuro sea eficaz debe estar alimentado por el fuego de la emoción más genuina. Por eso en sus discursos se inyecta con la morfina de su propia y emocionada verborrea y crece; el diminuto Hitler se transforma en el gran Führer, lo que fascina al público, y esa fascinación repercute, como una llamarada de fuego, en la autoestima del orador (“lo semejante atrae a lo semejante”, de acuerdo con la conocida ley de la magia). Cuanto más capaz era de convencer a la masa de la elevada antorcha de que era portaestandarte, más se convencía a sí mismo, basándose en la teoría de que ochenta millones de alemanes no podían estar equivocados.
En ese anillo mágico que encerraba al pueblo alemán alrededor de su jefe se encuentra la grandeza y la tragedia del III Reich. El poder y la fascinación del verbo de Hitler descansaron casi por entero en su capacidad de sentir lo que un público dado quería oír, y en manipular el tema de manera que excitara las emociones de la multitud. De esa magia tan particular y tan efectiva escribió Strasser: “Hitler responde a las vibraciones del corazón humano con la delicadeza de un sismógrafo... lo que le permite, con una certeza que ningún don consciente podría otorgarle, actuar como un altavoz que proclama los deseos más secretos, los sentimientos y rebeliones personales de toda una nación “.
Sus discursos, sin embargo, eran recurrentes y pobres de ideas. Antes de llegar al poder casi todas sus intervenciones se centraban en la defensa de la unidad e identidad de Alemania y en quebrar el imperio de los marxistas. Pero el pueblo estaba entusiasmado. Lo que atraía a su audiencia no era tanto lo que decía sino cómo lo decía, de acuerdo con un esquema, repetido hasta la saciedad, cuyas simples y efectivas reglas eran las siguientes:
Jamás admitir un fallo o error;
No reconocer que puede haber algo bueno en el enemigo;
No dejar lugar a las alternativas;
Nunca aceptar culpas;
Concentrarse en un enemigo cada vez y culparlo de todo lo que anda mal; y, finalmente,
No amilanarse ante el grosor de las falsedades o infundios que se levanten contra uno.
“El pueblo —afirmaba Hitler— creerá con más facilidad una gran mentira que una pequeña; si uno se la repite con bastante frecuencia, tarde o temprano el pueblo la creerá”.
El comienzo de sus discursos era lento, a la espera de “sentir” al público. Pero en cuanto descubría la naturaleza de ese sentimiento, el ritmo y el volumen aumentaban uniformemente hasta que, en el clímax, gritaba. La voz de Hitler se transformaba, para quien lo escuchaba, en la voz de Alemania. Todo eso estaba de acuerdo con la propia concepción de Hitler sobre la naturaleza secreta de las masas, tal y como puede leerse en su libro “Mi lucha”: “La psiquis de las masas —escribió Hitler— no responde a nada que sea débil o mediocre. Es igual que la de una mujer, cuya sensibilidad espiritual está menos determinada por razones abstractas que por un ansia emocional indefinible de satisfacción de poder y que, por tal razón, prefiere someterse al fuerte más que al débil... También la masa prefiere al dominante antes que al suplicante”.
Era tal el poder de fascinación de la oratoria hitleriana que muchos autores han comentado su capacidad para hipnotizar al público. Según Stanley High, “cuando en el punto culminante se balancea de un lado a otro, sus oyentes se balancean con él; cuando se inclina hacia delante, ellos también lo hacen; y cuando concluye, están reverentes y silenciosos, o de pie, en un delirio, según quiera Hitler”.
Las palabras, conforme enseña la tradición ocultista universal, desempeñan una función mágica, no por su significado, sino por la naturaleza de sus vibraciones sonoras. Eso Hitler lo sabía de sobra. Como también sabía —aseguró haberlo aprendido de la Iglesia Católica— que la repetición machacona de determinadas consignas tiene el poder de penetrar en los niveles más profundos de la psiquis. A propósito de ello, dijo en una ocasión: “Sólo hay una determinada cantidad de lugar en un cerebro, una determinada cantidad de paredes, por así decirlo, y si uno lo llena con sus consignas la oposición no tiene lugar donde poner después ningún cuadro o fotografía, porque el apartamento del cerebro ya está abarrotado con el mobiliario de uno...” Basta estar atento a las actuales campañas preelectorales o, simplemente, a los anuncios de la televisión, para darse cuenta de que estas tácticas hitlerianas han sido bien aprendidas por sus enemigos.
Pero lo que el poderoso mago Hitler no sabía, o no quiso tener en cuenta, es que una acción mágica puede ser muy eficaz, pero jamás puede ser muy duradera si obra a contrapelo de la naturaleza; y nada hay más alejado de la naturaleza —y del sentido común— que la idea de una “raza superior” dominando al resto de la Humanidad durante los “mil años” que iba a durar el III Reich.
¿No quiso tenerlo en cuenta o, simplemente, no pudo?
¿Cómo podía compaginarse el agua mansa del templario y el cátaro con el aceite hirviendo del racista?
¿Hasta qué punto no asistió el mundo, en la comedia del “mitad monje, mitad soldado”, al secreto drama de la esquizofrenia?
LA MENTE DE HITLER.
Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1941, la Oficina de Servicios Estratégicos de los Estados Unidos encargó al psiquiatra freudiano Walter Langer un inusual y novedoso experimento: psicoanalizar a Adolf Hitler de acuerdo con la información que sobre su personalidad podía obtenerse entonces en su entorno, gracias al espionaje.
Aunque a distancia, era la primera vez que se aplicaban los descubrimientos psicológicos modernos no a una figura histórica distante, sino a una viva. Las conclusiones de su informe constituyen uno de los libros más apasionantes que todavía hoy puedan leerse; su título, “La mente de Hitler”.
Al examinar las pautas de conducta del Führer, tal y como las observan sus colaboradores inmediatos, Langer llega a la conclusión de que no se trataba de una sola personalidad, sino de dos, que habitaban el mismo cuerpo y que se alternaban. La imagen mística que ofrecía a la propaganda fue la del más humilde discípulo de sí mismo, el más severo de todos los disciplinarios; la de un monje moderno, en suma, con los tres nudos reglamentarios de la pobreza, la castidad y la obediencia. No comía carne, no bebía vino, no fumaba; y en repetidas ocasiones declaró que su “verdadero amor” era Alemania. No recibió salario del partido y vivía de los ingresos de su libro, “Mi Lucha”...
El templario Adolf Hitler era un individuo muy suave, sentimental e indeciso, que contaba con muy poca energía y que nada deseaba tanto como mostrarse agradable y ser entretenido y cuidado. Por el contrario, el soldado Hitler era una persona dura, cruel y decidida, con considerable energía, que parecía saber lo que quería y estaba dispuesto a buscarlo y obtenerlo sin detenerse ante nada...
Adolf lloró a raudales por la muerte de su canario y adoraba a los perros; pero era el mismo Hitler que gritó en pleno tribunal: “iRodarán cabezas!”
¿Era un psicópata? Posiblemente.
Pero la gran desgracia para Alemania fue que también era un mago que se las ingenió para convencer a millones de personas de que la imagen ficticia de su personalidad era verdadera. Supermán acabó destruyendo a Clark Kent y a todos los que creían que Clark Kent era Supermán.
Lo dice, con otras palabras certeras, su contemporáneo y antagonista en el mundo de lo oculto, Aleister Crowley, cuando sin nombrar expresamente a Hitler, nos hace un inigualable retrato del personaje: “La magia blanca opera discretamente. No necesita atraer la atención ni provocar miedo o aprensión entre la gente, puesto que no pretende dominar el mundo. Por el contrario, la magia negra adora simultáneamente el secreto y el espectáculo, algo así como las estrellas de Hollywood. El verdadero mago negro busca dominar a los otros y encerrarlos en sus alas de cuero. Utiliza la angustia, siembra el terror y procura la ruina del mundo. Cuando encuentres a un mago negro, estudia bien sus ojos. Son los de un fanático, los de quien pretende con avidez dominar y manipular. Su máxima aspiración es la de convertirse en un marionetista para mover los hilos de todos”.
Aprendamos, pues, a mirar a los ojos de la gente para desenmascarar a los marionetistas. Tal vez así logremos evitar que ciertas historietas demasiado truculentas vuelvan a repetirse. Y, además, no seremos marionetas de nadie.
Fuente: José León Cano, “Adolf Hitler, el templario negro”. Revista “Más allá de la ciencia”.
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