sábado, 6 de julio de 2013

Fue Hitler un templario…? - Parte 2

Esta teoría apoyada por evidencias reales dice que Adolf Hitler fue iniciado en magia y artes ocultas que le ayudaron a llevar a su pueblo hacia una dolorosa guerra contra el mundo.

This theory supported by real evidences says that Adolf Hitler was begun in magic and hidden arts that helped him to push his nation toward a painful war against the world.

(En la primera parte de esta historia ya se mencionó que Hitler, durante su infancia, tuvo contacto con personas que pudieron haberle iniciado en el conocimiento del ocultismo).

DESDE VIENA, EL OCULTISMO SE DESPLAZA.
La misma mística, si bien deformada por un racismo delirante, aparecería cinco años después en Ostara, una revista esotérica quincenal que adoptó como enseña la cruz gamada, publicación que tendría en el ya adolescente Hitler a uno de sus más apasionados lectores desde su llegada a Viena, trocada ya su vocación sacerdotal por la pictórica. La revista la publicaría precisamente un tal Georg Lanz von Liebenfels, a quien ya conocemos como Adolf Joseph Lang.
El sedicente templario derramaría en la revista sus enfebrecidas elucubraciones: “los no arios son seres no-humanos y pueden situarse en la escala evolutiva apenas por encima del mono; la historia no es otra cosa que la eterna lucha del Bien, encarnado en la raza aria, contra el Mal, que representan semitas y jafeítas. Los arios son la “obra maestra” de los dioses, y están dotados de fantásticos poderes paranormales, emanados de “centros de energía” y ciertos “órganos eléctricos”. Estos “poderes” aseguran la supremacía absoluta de la “raza superior” sobre cualquier otra. Los templarios han sido depositarios de secretos guardados durante milenios en centros iniciáticos del Himalaya, técnicas ocultas que permiten el “despertar de los dioses” en el corazón del hombre ario, dormidos a causa de la negligente tendencia a mezclarse con otras razas “inferiores...”
La Viena de principios de siglo ardería en esa peculiar calentura ocultista que se propagaría por todos los países germánicos durante la Primera Guerra Mundial y que conocería su apogeo en el difícil e inestable clima de la República de Weimar. Astrólogos, videntes y profetas pulularon en la decadente capital de un imperio que se derrumbaba, cumpliéndose así, una vez más, el postulado de Goethe: “En el ocaso de las civilizaciones aparecen los fantasmas”.
También las sociedades secretas de carácter esotérico proliferaban como hongos. El barón Rudolf von Sebottendorf crearía en 1912 la Sociedad de Thule, obsesionada por los mitos de Sambala y el Reino de los hiperbóreos, de la que algunos destacados nazis, entre ellos Rudolf Hess, formaron parte. En 1918, en plena derrota alemana, Karl Haushofer, propagador de la llamada Sociedad del Vril y poco más tarde recaudador de contribuciones del Partido Nacional Socialista, haría apología de la kundalini al servicio de la raza aria mientras se encontraba en Munich, cuna del movimiento hitleriano, justo en el momento en que esta ciudad desplazaba a Viena como capital centroeuropea del esoterismo.
Hitler aspiró ese ambiente viciado directamente y a pleno pulmón, alimentando en él su poderosa imaginación, cualidad indispensable de todo mago, ya sea blanco o negro. La leche que nutrió a uno de los hermanos Schneider, por otra parte, tal vez le confiriera ciertas facultades mediúmficas. Según contó él mismo, durante la guerra mundial de 1914-1918, y mientras estaba cenando en una trinchera con varios camaradas, “repentinamente —explicó— pareció que una voz me decía: “levántate y ve allí”. La voz era tan clara e insistente que automáticamente obedecí como si se tratase de una orden militar. De inmediato me puse en pie y caminé unos veinte metros por la trinchera. Después me senté para seguir comiendo, con la mente otra vez tranquila. Apenas lo había hecho cuando, desde el lugar de la trinchera que acababa de abandonar, llegó un destello y un estampido ensordecedor. Acababa de estallar un obús perdido en medio del grupo donde había estado sentado; todos sus miembros murieron” (de una entrevista periodística con Janet Flanner).

UNA VOZ INTERIOR LE GUÍA.
En cualquier caso, la estructura de su pensamiento era mágica por antonomasia. Aunque Hitler había leído mucho sobre una amplia variedad de temas, de ningún modo atribuyó su infalibilidad y aparente omnisciencia a ningún esfuerzo intelectual por su parte. Por el contrario, desaprobaba esas fuentes cuando se trataba de guiar el destino de las naciones. Su opinión del intelecto era, de hecho, relativamente negativa. En varias ocasiones declaró, por ejemplo, que “la formación de la capacidad mental es de importancia secundaria... Gente educada en exceso, abarrotada de conocimientos e intelecto, pero desprovista de todo instinto sano...”
Y era eso, el “instinto”, lo que —como a todo mago— le guiaba. Su mano de pintor se mostraría mediocre, pero su alma de artista era genuina; y, como para todo artista —el arte y la magia son dos ramas del mismo tronco— tenía su daimon inspirador, su mediador con los dioses, que le dictaba en cada momento lo que tenía que hacer. En el momento de la reocupación de Renania, en 1936, Hitler emplearía una extraordinaria figura retórica para describir su propia conducta: “sigo el camino que me marca la Providencia con la precisión y la seguridad de un sonámbulo”.
Hitler creyó siempre que había sido enviado a Alemania por la Providencia y que debía cumplir una misión especial; que había sido escogido para redimir al pueblo alemán y rehacer Europa, aunque no supiera cómo iba a lograrlo; claro que ello no le importaba demasiado porque —afirmaba— una “voz interior” le iba comunicando los pasos que debía dar. Y sería esa guía mística la que le conduciría por su camino, como él mismo definiera, “con la precisión y la seguridad de un sonámbulo”.
Por eso, en medio de una tormentosa crisis política o cuando sus decisiones inmediatas parecían más necesarias, por ejemplo ante una batalla incierta que se estuviera librando en esos momentos, Hitler abandonaba todo y se iba a su Nido del Aguila del Kwhlstein, una especie de búnker de difícil acceso, donde se permitía el privilegio de quedarse sólo, entre los picos cubiertos de hielo de un paisaje impresionante; y, sencillamente, esperaba hasta escuchar su "voz interior”.
Poco importaba que esa voz se demorara poco, mucho o demasiado.
En una entrevista declararía: “Yo no juego a la guerra. No permito que los generales me den órdenes. La guerra la conduzco yo. El momento, preciso del ataque será decidido por mí. Sólo existirá un momento, que estará realmente auspiciado, y esperaré ese momento con inflexible determinación. Y no lo dejaré pasar... A menos que sienta la incorruptible convicción de que esa es la solución, no hago nada; ni siquiera si todo el partido intentara obligarme a proceder. No actuaré; esperaré, ocurra lo que ocurra. Pero si la voz habla, sé que habrá llegado el momento de actuar”.
Sin embargo, el verdadero poder de este templario negro estaba en su fe. Y la fe, como sabe cualquiera que esté mínimamente iniciado en las ciencias ocultas, es el auténtico motor de la magia. “Soy uno de los hombres más duros que ha tenido Alemania durante décadas —le diría a un periodista—, quizá durante siglos, dotado de la más grande autoridad que haya tenido cualquier líder alemán... Pero, sobre todo, creo en mi éxito. Creo en él incondicionalmente”.
Quien puso bajo el retrato de Hitler la leyenda “En el principio era el Verbo” le hizo, sin saberlo, la mejor definición. Hitler creía incondicionalmente en sí mismo porque tenía una fe ciega en su varita mágica; y la varita mágica de aquel artista no era el pincel, sino la palabra. Hitler ha sido, sin duda alguna, el más fascinante y fascinador orador de Occidente desde los tiempos de Temístocles.

Fuente: José León Cano, “Adolf Hitler, el templario negro”. Revista “Más allá de la ciencia”.

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