miércoles, 20 de julio de 2011

Lady Gaga…? Ya no la critiquen tanto…

Puedo estar equivocado…

Aunque la música que interpreta esta joven artista no es precisamente, lo que pueda decir, “santo de mi devoción”; la considero muy interesante. Sí señor.
Sin embargo, también entiendo a quienes dicen que las melodías y aspectos acústicos suenan a “más de lo mismo” dentro del género “que vende”, aunque no dejan de llamar la atención sus indiscutibles dotes vocales más los arreglos coreográfico-escénicos, que muestran su notoria originalidad en los video-clips que circulan, lo cual, junto a una estrategia de marketing claramente agresiva y acertada que refuerza el efecto, naturalmente, contribuyendo a captar mayor éxito en el mundo del “music bussines”.
Ahora bien, como mi inglés es lamentable, casi nada puedo decir del contenido literal de sus temas, aunque he oído por ahí que varios de ellos parecen aludir o sugerir veladamente a conductas no tan coincidentes con los valores y actitudes deseables para nuestra juventud. Al menos eso oí.
Sin embargo, no por eso puedo decir que Lady Gaga se merezca ninguna crítica enfática de mi parte, mucho menos reprobatoria, añadiendo, además, que no soy músico de profesión, dado que quien lo es podría opinar mejor. Siempre me enseñaron que, aunque todos tenemos derecho a opinar, en materia de juzgar hay que dejar eso “a los que saben”…
Sólo puedo decir que en el mundo del espectáculo, incluso más que en otros ámbitos, “de todo hay en el jardín del Señor…”
En este asunto, y desde mi perspectiva de cincuentón, estoy más de acuerdo con la corriente de considerar a esta damita como parte de una estrategia muy bien elaborada de music-bussines y marketing discográfico que está funcionando como máquina bien aceitada, y creo que aun lo hará por algún tiempo más, estrategia de la que, naturalmente es la pieza fundamental, pero alrededor también está gente muy avezada en eso de sintonizar las expectativas y sensibilidad del pùblico-meta.
Y es que los negocios son así…, y mientras la cosecha sea buena, hay que darle con todo…
Y por ello se explica la polvareda levantada por “Judas”, justamente en la Semana Santa del catolicismo, verdad?
Especialmente en el mundo de la música, cine o espectáculo –farándula en general-, encender y atizar polémicas, directamente o por quinta-columnismo, en torno al artista o su arte da notoriedad, y aun cuando ya se la tenga, la aumenta. Esta polémica puede activarse involuntariamente cuando algún cantante, actor o personaje (incluso muy “poco famoso”) dice o hace algo que “choca” con un estereotipo que si ha permanecido estable no tendría por qué afectarse; o, mejor, cuando con ayuda de esas personas “avezadas”, se lo provoca hábil y veladamente, “sin querer queriendo”.
De ahí quienes dicen que la “mitad menos uno” de líos conyugales, conflictos de intereses y trifulcas así son, en realidad, procesos controlados, como cuando Tom Cruise se separó justo al tiempo de estrenar una costosa producción, etc.
Será? No será?... lo más seguro es que “quién sabe”…
Hace algunos años hice un cursito de marketing político que lo dictó en mi país un especialista americano de muy alto nivel, las dos semanas que pasé y aprendí, sin excesos, equivalieron a muchos años de aprendizaje que hubiera tenido que dedicar si lo hubiera tenido que hacer por mí mismo. Una de las bases de dicho oficio es que, así como hay una ingeniería inversa, también hay una “psicología inversa”.
Qué tal?
Por eso muchos managers ya decían desde los cincuentas: “que hablen bien o mal de uno, no importa; pero que hablen…”
Y no dudo que quienes manejan a Lady Gaga piensan igual, es lo básico…, y una clara demostración, sin necesidad de buscar, es lo que ahorita mismo estoy haciendo…
¿Qué de la obra de Lady Gaga es espontáneo y qué cuidadosamente planeado? La distinción parece ser tan tenue y por eso mismo intrigante.
Pero, como siempre, hay algo en que todos estamos de acuerdo: hacer música como arte (de verdad) no es lo mismo que dedicarse al negocio de la música (music-bussines), y además, en cualquier caso, quien lo hace es, ante todo, una persona.
Y a la persona voy…
Hace algunas semanas pude ver una entrevista que la cadena CNN hizo a Lady Gaga (cuál será su nombre real?), y quien lo hacía hábilmente permitió ver a la persona detrás de la cantante. En mi básico entender, no es demasiado diferente de cualquier cantante muy atareada de veintitantos años aunque, eso sí, algo más ubicada, la verdad…
Entonces, mientras veía la entrevista no pude evitar pensar en las cosas extremas, loas de adolescentes y anatemas de “ya no tan jóvenes”, que se dicen de ella, viniendo a mi mente lo que también el público de su tiempo decía de otros artistas “por negocio” o por auténtica vocación creadora, pues los ha habido para todo gusto.
Y esta dinámica no es de ahora, sino que tiene larga data.
A ver…
Muchos, pero verdaderamente muchos, reprobaron acremente que Madonna, la “material girl”, haya “cometido” su “Like a prayer”, pero no por eso podemos sub-valorar tampoco sus buenas interpretaciones de baladas, al menos en su época de madurez.
De Michael Jackson, lo mismo, a pesar de su genio creador e interpretativo también se dijo mucho malo, pero hoy es indiscutible que sus temas “trascendentales”, es decir emblemáticos, durarán más que cualquiera de nosotros.
Cindy Laupper (así se escribe?) pudo haber tenido sus desplantes escénicos, injustificables ciertamente, pero no por eso dejaremos a ser sensibles ante su “Time after time” o “True colors”.
Si los Beattles se hubieran encogido cuando en ambos lados del Atlántico la acostumbrada mitad más uno de todos los “mayores” los consideraban poco menos que “el demonio en persona”, quizá no hubieran llegado a regalarnos su “Let it be”.
Y no digamos que Elvis Presley la tuvo fácil cuando comenzó a cantar con su “voz de negro” (como lo descalificaban los tradicionalistas de su tiempo, que aunque fueron pocos, los hubo también) varias baladas y especialmente “blues” estilizados a su propio modo, de forma que hasta el mismo Louis Armstrong hubiera sentido peligrar su imperio en ese campo.
Y, ¿qué podemos decir del tango en voz de Carlos Gardel? Música de “bajos fondos” alzada a las cumbres de la crítica especializada a fuerza de genio y persistencia.

Y la polémica no es sólo en el music-bussines, como uno podría creer, sino también que la hubo, igualmente ácida, en la que podríamos llamar “académica”. ¿Necesitamos ejemplos?

Cuando Giovanni Gabrielli exageró en eso de poner más gargantas y voces en los coros, muchos venecianos habrán preferido taparse los oídos ante el “griterío” a que no estaban acostumbrados; sin embargo es el precio “de los primeros pasos” que se pagó para que los géneros corales alcancen la complejidad maestra que lograron con el tiempo.
Talvez ustedes no sabían que a Schumann lo apodaban “el músico loco”, o peor aun, a Bussoni lo tildaron de creador de “música maldita”…!, y poco fuera que lo diga el público, lo anecdótico es que lo decían los críticos…!
Por su parte, cuántos bostezos y fastidio habrá causado Maurice Ravel en las primeras presentaciones de su hoy afamado “Bolero”, con su monotonía repetitiva; porque se necesitaron años para comprender que con tan pocos recursos se haya logrado efectos estético-musicales tan logrados, lo que literalmente equivale a componer un gran soneto con nada más que dos o tres sílabas sueltas y bien dispuestas, algo que sólo un genio se atrevería a emprender, lográndolo.
Y para colmo del escándalo, Stravinski… Talvez lo hayan olvidado, pero el gran Igor “casi fue linchado” (bueno, es un decir), a pesar de los aplausos que también cosechaba, al final del estreno de su “Consagración de la Primavera”, en un teatro de los Champs Elisées, pleno centro de la empaquetada y muy formal, aunque divertida, París de su tiempo…
Pero, por eso, habremos de apegarnos a “lo acostumbrado”, huyendo al riesgo que implica todo cambio? Yo creo sinceramente que no, y que si la música, incluso en su modalidad de espectáculo, ha de evolucionar, ello implica cambio, y, por su parte, casi siempre también experimentos y “chafas”.
En música, en producción cultural en general, siempre es bueno que, sin renunciar a nuestras ideas y valores, tengamos la mente abierta y tolerante…

Si el contenido literal de sus temas fuera negativamente insinuante, como ya me lo dijeron muchos y me preocuparé por saberlo yo mismo, sería algo ciertamente reprobable y destructivo, y autodestructivo para la misma Lady Gaga, porque como “a palabra suelta no hay vuelta”, su público cautivo, el bueno que exige calidad y no fanfarria estridente, al darse vuelta no lo hará para tomar aire sino la puerta de salida. Si sólo es el pensar o sentir de los críticos quisquillosos, o son insinuaciones de las que pueden tener un sentido u otro, será cuestión de lo que se quiera entender de tamaña ambigüedad.
Depende de nosotros, quienes tenemos a disposición el encendido de la radio o el control de la tele, es decir, la última palabra…
No es bueno, al pensar, comenzar siempre pensando lo malo.
Por mi parte, y, como dije al principio, la música de Lady Gaga me llama la atención aunque sin cautivarme tampoco, y prefiero esperar a que de la paja surja el trigo, es decir, a que ojalá ella nos sorprenda un día de estos con un tema que valga la pena poner a sonar de aquí a veinte años, o sea, duradero o perdurable. Entonces, si ello sucede, a varios años adelante, nos contentaremos de haber esperado, y de que de su parafernalia adolescente haya florecido alguna canción digna de tal, que no es mucho pedir.
Por todo ello, quienes la aplauden sigan haciéndolo mientras ella se lo gane legítimamente, quienes la vemos con expectativa dejemos que el tiempo haga su obra, y esperemos que sea siempre para bien, que de todo “habemos” en el jardín del Señor.

Dejémosla tranquila, no les parece?

Ukamau la cosa.

Gracias por los portables

Hice mis primeras armas en esto de las compus a fines de los 80’s, cuando en mi país todavía las últimas Atari se batían en retirada ante el altanero avance de las Commodore, hostigadas a su vez por las Talent que en la vecina Argentina hicieron época. Era la moda de revistas como “K-64” y otras que aumentaban mi ansia de saber más con la misma persistencia con que vaciaban mi billetera. Sin embargo, ya se había consolidado otro campo de batalla: comenzaban a llegar las primeras Apple compactas y, por su parte, también las PC compatibles con IBM que al final se adueñaron del escenario, más aún gracias a que, jubiladas las Wang, tan respetables como aparatosas, se apilaron en el desván del colegio en que trabajaba como docente de Computación para niños. Cómo las recuerdo, en ellas aprendí cosas tan trascendentales sobre informática que aun me sirven hoy, verdad, incluso en esta época de redes, networks, nubes y esas cosas, porque así como desde Pitágoras 2 más 2 es 4, también en informática, más allá de la “de consumo” que impera hoy, en verdadera informática, las bases fundamentales han cambiado realmente poco, porque son como las bases de una pirámide; lástima que a veces la gente sólo mira la cúspide o sólo “lo que se agradable de ver”… y aprovechar (aunque no es su culpa porque para eso está la tecnología, para que la gente se sirva de ella y no se atormente con ella, precisamente…).
La religiosa (Madre San Luis) que se aventuraba a poner computadoras en el colegio en que yo trabajaba, a pesar de que en los demás no las había ni en la oficina de su Dirección, fue la mentora de muchos quienes, sin su ánimo emprendedor, nunca hubiéramos podido tan siquiera comenzar el camino que luego recorrimos. Cuando ella trajo la primera PC-Junior IBM (sobre Intel 8080) comenzó una nueva época porque las Commodore, incluyendo algunas Amiga que aun quedaban, fueron aniquiladas en nuestras preferencias, y de nada les sirvió humillar a las Atari ante la estampa diminuta pero amenazante, y más que eso augural, o inaugural, de esa primera PC. Hermosos tiempos que todavía posibilitaban esa percepción romántica de los cambios, en comparación a hoy en que los progresos son el “pan de cada día”.
Luego llegaron las compatibles más grandes, sobre Intel 8088, que para maravilla nuestra tenían ¡640 Kb en RAM…!, y costaban “un ojo y la mitad del otro” (sí, no se rían…), más un disco duro de 32 Mb…!
Pero teníamos un problema…
De todas las máquinas del pequeño e improvisado laboratorio, sólo dos tenían disco duro: la que guardaba las calificaciones y registros del colegio y, cuándo no, la del Director del laboratorio, Don Alberto, de quien también aprendí muuucho… (qué tiempos aquellos…).
Entonces, ante tamaña injusticia obligada por limitaciones de dinero, un día hicimos fiesta cuando alguien de quienes frecuentábamos el salón de compus trajo una dramática novedad: utilizando parte de la RAM como un disco virtual, gracias a RAMDRIVE.SYS, se podía hacer correr programas como si lo hicieran desde disco duro, o mejor aun, como un programa Residente en Memoria…!
El protocolo era sencillo: encender, copiar el programa al disco virtual (en realidad a la RAM) y usarlo así, lo que daba una dinámica incluso algo más veloz que con disco duro… Un verdadero hallazgo para nuestra situación de “pobreza computacional” (algo que ahora parece ser una broma o historia de mal gusto, lo entiendo … y lo perdono, ji ji ji).
La idea era simular un disco duro, y en su caso, conservar intacto el que tenía alguna máquina. En el caso de los juegos, los beneficios en velocidad de ejecución eran igualmente mejores. Estoy seguro que mis amigos y yo que hacíamos esto no éramos los únicos.
En mi rústico entender, ese es el ancestro más antiguo de los actuales programas portables. Sólo que nuestros pendrives o unidades USB no eran sino disquetes de 5.25 o 3.5 pulgadas que, lógicamente no eran “plug and play” sino “plug, load and play”. Pero la idea ya existía.
Poco después aparecieron RAM y discos duros cada vez más grandes, el Windows reemplazó al DOS, los usuarios perdieron contacto con los protocolos de inicio y configuración del sistema, los programas se hicieron autoinstalables, los utilitarios venían con su lema “comprar, instalar, usar…”, y detalles, descubrimientos y trucos como el narrado pasaron a ser, de novedades a anécdotas, de anécdotas a nimiedades, y de nimiedades a tonterías (glup…).
Pero había derecho a una reivindicación.
Hace pocos años, con el auge de la tecnología USB, la cada vez mayor capacidad de personalización de los sistemas y programas, la informática móvil, los viruses y otros condimentos más de “nuestra informática de cada día”, los programas portables han tomado fuerza y posicionamiento. Y la idea es sencilla: se trata de usar una máquina y al final dejarla intacta, sin que nada de lo que hayamos hecho le afecte, y viceversa. Por eso hay sistemas operativos portables, programas portables, antivirus portables, etc.…
El viejo truco ha vuelto, aunque con la tecnología y las posibilidades de hoy.
Para apreciar su utilidad y sentido, un ejemplo: supóngase que debo realizar un trabajo importante que recordé a última hora, y estoy a kilómetros de casa, olvidé mi netbook (aun no la tengo, pero hagamos de cuenta que sí) y el tiempo apremia; sólo dispongo del ciber-café de la esquina…
Pido una máquina y lo que encuentro es fatal: está preparada para jugar Counter Strike, no tiene procesador de textos, sólo cuenta con Notepad, y quién sabe cuántos viruses y alimañas de tal ralea dormirán en su disco duro… Solución?
Tomo mi pendrive, activo mi propio antivirus, luego mi procesador favorito, personalizado a mi gusto, incluso mi propio navegador y/o gestor de descargas si lo necesito,.. y a trabajar. Al final, imprimo mi trabajo, y si el ciber no tiene impresora grabo todo, pago y me voy campante a otro lugar, con la seguridad de que me llevo todo lo trabajado conmigo, y que nada de esa máquina desconocida se me pegó. Fin del cuento.
Sólo un pequeño detalle… no olvidar el pendrive… (ji ji ji).
No entiendo, como para enseñar, las diferencias exactas que hay entre los programas “residentes o instalados en disco duro” y sus similares portables, pero creo que es más o menos así:
En la prehistoria del software, un programa, como un procesador de textos (Pop-word, por ejemplo), era exactamente eso, un programa, no más. Si bien para su tiempo era “una maravilla”, la gente evolucionó sus exigencias al tiempo que la tecnología en hardware y software lo hacía posible. Velocidades y memorias más grandes, procesadores más complejos, al mismo tiempo que estrategias y recursos de programación permitían cada vez mejores prestaciones. A ello también hay que añadir el aspecto de la compatibilidad, que antes era difícil, aun entre máquinas de la misma marca y diferente modelo.
Entonces, los programas devinieron en “paquetes de programas” o “aplicaciones” que constan de una batería de programas, de varios archivos: el programa principal, que actúa como hub de tareas y procesos propios, y de otras acciones genéricas o básicas que, al estar ya disponibles en el sistema (en el Windows, digamos) no es necesario que los tenga el mismo programa sino que sólo los invoque para que funcionen con los datos o parámetros a proporcionar.
Así, por ejemplo, si Word está procesando una tabla de nombres lo está haciendo con sus propias rutinas; pero cuando se le ordena imprimir, empaqueta la información y le pide al Windows que lo haga. Cuando presionamos Ctrl-P, en realidad, Word dialoga con el módulo de procesamiento de impresión del ordenador pues no puede hacerlo por sí mismo.
Pero también hay otro aspecto a considerase…
Cuando un programa, como el Word de nuestro ejemplo, se activa, no salta todo entero a la RAM, porque dada su complejidad y tamaño, no habría RAM que lo contenga… En lugar de ello, se activa el programa principal, y luego, dependiendo de lo que requiera el usuario o la tarea en particular, salen a la RAM rutinas o componentes que la ejecuten, desalojando otros para no saturar la memoria. Por eso un programa instalado tiene su arrancador (archivo .EXE, cuyo nombre e ícono son claramente reconocibles en el directorio) más numerosos procesos dependientes o DLLs (dynamic link libraries) que van a la RAM y se ejecutan cuando se los invoca internamente. Por eso es que cuando realizamos una tarea particular, la luz del disco duro destella: es que el programa está cargando un DLL para hacer algo concreto, y así, sucesivamente.
Ahora bien, entonces, hacer que un programa instalado en el disco duro se “convierta” en portable resultaría “juego de niños”, bastaría con instalarlo e, instalado como está, trasladarlo a nuestro pendrive y… voilá…!
Aunque en muchos casos eso funciona, no es tan así…
Pienso que un programa portable, en todo el sentido del término, debe poder funcionar sin conflictos, y para ello, aparte de contener todo sus componentes (DLLs y demás folklore) en una misma carpeta, además recurrir a los recursos del sistema con igual eficacia. Sin embargo, no siempre es así: muchos programas, al arrancar, crean archivos transitorios (.TMP y similares) en lugares distintos a la propia carpeta, algunos de sus componentes no son invocados “desde la carpeta actual en que está el arrancador” o la ubicación que uno tomaría por obvia sino desde otra particular y exclusiva. Es así que, por ejemplo, el kernel del NOD32 se invoca forzosamente desde el disco duro físico y, aunque yo he tratado de convertirlo en portable no he logrado resolver este impedimento. Puede que sea un requisito de seguridad o una estrategia propia de los programadores… (si alguien sabe cómo resolver este problema le pido que nos lo comparta. De todos modos, esta no es una invitación a la piratería sino una legítima inquietud info-cultural).
Por ello, creo de buena fe que si bien hay estrategias sencillas para convertir muchos programas en portables, el hacerlo de modo “profesional”, que funcionen con alta confiabilidad, es oficio de “los que saben”. Pero no hay por qué desilusionarse, en la Red ya hay docenas si no cientos de los más utilizados, y la mayoría de ellos gratis. Sólo es cuestión de buscar con paciencia, y probarlos antes de trabajar “en serio” con ellos, porque por cada uno eficiente y eficaz (como dicen los auditores) hay docenas que ofrecen gato por liebre.
En lo que a mí respecta, desde que Arile Atahuel (pseudónimo de andovago.blogspot.com) un día me preparó una pequeña suite de portables en mi pendrive, con explorador, compresor, gestor de descargas, procesador de textos y todo, vivo feliz…
Puede que la “nube”, poco a poco, haga innecesarios los sistemas operativos, programas y soportes físicos, como parece ya insinuarlo el juguetito con que Google viene amenazando a su competencia. La confrontación y sus resultados, problemas de confiabilidad, seguridad y costos asociados mediante, está por verse en el futuro mediato. Pero avances son avances…
Por lo pronto, y para quienes todavía estamos en el subdesarrollo informático, para quienes venimos de una época hoy impensablemente básica, para quienes oímos por radio La Voz de América lo que dijo Neil Armstrong al dar su primer paso en la Luna, adonde llegó en una nave cuyas computadoras eran inferiores a lo que es hoy cualquier calculadora de colegial, los portables son una alternativa a considerar.
En la época de los Pentium solía comentar, ciertamente con nostalgia, que ojalá se pudiera usar una compu con nuestros propios programas alojados en memoria, nada más, como cuando yo usaba mi nunca olvidado Lotus 1-2-3 o mi Word Perfect 4.3, alojados los dos juntos en RAM, sin excesos minimalistas pero con total autonomía de lo que la máquina pueda o se encapriche en hacer… o no hacer… Con los portables, gran parte de lo que digo se puede, y bien podido, sí señor…
Hasta antes de los portables, cuando solía prestarme la máquina de algún amigo, personalizada a su “imagen y semejanza”, debía preguntar a ratos: ¿dónde tienes tu Word?... o reclamar: no entiendo tu explorador…, para recibir como respuesta: ¿Qué no eras profe de computación…?
Ahora, cuando tengo urgencia de usar una compu de algún amigo, si éste me dice: haz lo que quieras pero déjamela tal como al encenderla, sin modificar nada…, yo digo: anótalo que te lo firmo…
Pero esto, por los viejos tiempos, y por otras cosas más: gracias por los portables…

Ukamau la cosa.

Un hombre

Autor: Luis Arnaldo Barrios Castro.
Editorial Casa Municpal de la Cultura “Franz Tamayo”.
La Paz – 1978

Obra premiada en el XI Concurso Anual de Literatura 1978: Cuento.

PROLOGO.
Sin contradicciones ni paradojas, dejando de lado retóricos: rebuscamientos y amanerados academismos, Luis Arnaldo Barrios Castro, abre sin estridencias, las veladas puertas de su inspiración cuentística, con una sencillez que evoca la suprema magnitud de la belleza natural y la reciedumbre del hombre.
Así se tiene que en “Ruperto”, rápidas pinceladas delinean y enmarcan las veleidades de una naturaleza resentida y avara, Sin calor solar y frialdades de! piedra, como signo de una pobreza, agotamiento y hierática impotencia, que obliga a una comunidad al parecer ya famélica, a disciplinada inmigración dispuesta por sus mayores e impuesta por las circunstancias.
En ese paisaje campesino con sorpresas de aire diáfano, se perfila consubstanciada con el espíritu andino, la inigualable gracia musical que Ruperto arranca de su singular charango nativo. Pero el genial ejecutante, está señalado por la debilidad física y la invalidez de sus piernas torcidas que se pegan a la tierra, como las secas raíces de los viejos árboles, condenándolo de esa manera, al naufragio de replegarse a la sombra de su fortaleza, de inhibirse a descorrer los límpidos instantes en que su corazón flota dentro de su pecho, sino de obligarlo en todo caso, ha quebrarse para siempre, con el último dolor y la postrer angustia. Al morir su amor por la inalcanzable amada, enmudecen también las maravillosas cuerdas del charango.
“Romance Chicheño”, implica tácito compromiso matrimonial, sin romanticonas escenas melodramáticas., entre una joven lavandera y un voluntarioso campesino.
En efecto, el contenido de este segundo cuento, carece de frivolidades y de actitudes sentimentaloides en el comportamiento de los enamorados, para incidir con fuerza descriptiva sobre los efectos de la palabra comprometida, la indisoluble unidad de los lazos consanguíneos y su profunda raigambre de protección por los ancianos, como pervivencia precolombina.
Mientras el hombre esfuerza el contenido del tiempo disponible para el acondicionamiento del que será su nuevo hogar, la mujer mantiene necesaria perspectiva de certeza en su próxima unión. Sin embargo y por mutua decisión ennoblecedora, que no les permite abandonar a su suerte a la madre enferma, el acto matrimonial es postergado, hasta que la inevitable tragedia sobreviene, y la muerte de la anciana consolida la unión, que se verifica con naturalidad y sin urgencias.
Es obvio que sin pretenderlo, el autor plantea fáciles soluciones colaterales, al sugerir un trasfondo configurado por una especie de estado social platónico, donde se resuelven urgentes requerimientos económicos mediante mágicos préstamos del hacendado.
En “La Esquina”, el principal personaje es el tiempo, que ensambla taraceados esquemas ópticos y variaciones interpretativas, con un determinado espacio, cuyo movimiento en espirales armoniza con una mortal posesión de las evoluciones del estado de ánimo de los seres que atestiguan el transcurrir de diferentes épocas.
Por ello, la tormenta adquiere dimensiones permanentes de inmersión con el embrujo, las aventuras y ansiedades infantiles de los pantalones cortos; con el hastío del incomprendido pensador, el misterio, las poesías y tristezas propias de los pantalones largos; de la misma manera que, con la tragedia del primer llanto que convierte en hombre al jovenzuelo, sus frustraciones y sus prematuros recuerdos, los que otean la espantosa soledad y la agorera inmovilidad de una puerta, color verde desteñido, como el tiempo que olvida, muere y reaparece, cual etérea visión de ultratumba retornando a la cita de amor en postrer despedida.
Junto a esa esquina —que bien puede ser la nuestra— transcurrió el acelerado latir de un corazón, que atesoraba el amor como si se tratara de un gorrión entre las manos.
Finalmente, en “Un Hombre”, el último de los cuatro cuentos que componen la obra galardonada con el Segundo Premio del Xl Concurso Anual de literatura “Franz Tamayo”, el autor, Luis Arnaldo Barrios Castro, se identifica con su obra, cargada en este caso, de un tremendismo psicológico que hace tensos, no solamente los momentos precedentes o previos al reencuentro con su amada de ayer, perdida hoy, y con los habitantes de su pueblo natal, sino con el sobresaltado esposo, que lo busca “locamente por las calles... a disputarle el amor de su mujer, a punta de cualquier cosa. Incluso a punta de cuchillo”. Encontrando en el enfrentamiento decisivo y culminante, la entereza espantosa de un hombre en toda la extensión de la palabra.

Carlos Urquizo Soza.


RUPERTO

Las vacas, los caballos y los asnos pastaban en las faldas de los cerros, sintiendo el crudo invierno como si la naturaleza hubiérase resentido con la vida.
El sol ni siquiera daba asomo para brindar su esperado calor.
Las haciendas y las casas diseminadas se hallaban cubiertas por la densa niebla.
Los campesinos que abandonaban las rústicas casas de pajas y piedras, tiritaban en medio de sus atuendos húmedos.
Los rostros morenos tornábanse indiferentes a la frialdad de la piedra.
Para quienes se quedaban en las casas, la mañana constituía una bella sorpresa de aire diáfano, sentábanse alrededor de la hoguera para poder admirar el calor que poco a poco se consumía.
Ruperto, en su infancia, como casi todos los de su edad, fue un pastor, y así como era, quiso abrazarse a la vida.
En el afán de conducir el rebaño solía encontrarse con Gregoria y ambos veían que sus padres araban la tierra.
A lo lejos se divisaban estelas de humo de las chacras y chozas.
Gregoria, pequeña aún, soñaba en la tierra, la casa, el hijo que para ella era el futuro.
Y pensando en esas ideas Ruperto se decidió:
— Cuando sea mozo, aprenderé a arar y tendremos casa.
Había dicho todo, pero pasaron los años, no tuvo casa ni llegó a arar, ni siquiera pudo hacer lo que hacen los enfermos, los débiles y las mujeres, echar la semilla tras bestias que aran uncidas al yugo.
El don de la esteva le fue negado para siempre, para los hombres de la mancera y de la siembra, esto significa la negación de la vida misma.
Ocurrió que un día Ruperto cayó enfermo; mucho tiempo estuvo entre un revoltijo de mantas, quejándose en la penumbra de su humilde choza.
La vieja, le preparó todos los mates de las buenas yerbas y cuanto brebaje podía suministrarle.
No murió.
Pero era como quitarle la vida, sus piernas habían quedado secas y torcidas, como las raíces de los viejos árboles.
Se quedó paralítico, piernas abajo.
Pero ante sus ojos quedaban la tierra, las yuntas, los caminos.
Por el sendero que daba a las faldas del cerro, Gregoria guiaba el rebaño, a veces solía llamarlo, como antes, con un grito que retumbaba con el eco de los desfiladeros.
— ¡Ruperto!
Él, hecho un montón de “pilchas” y sentado frente a la choza, miraba a Gregoria desde su inerme quietud, quiso responder agitando los brazos, y rodó entremezclado con el poncho y su ropaje, y sintió que su condición era la del árbol pegado a la tierra. Pero dentro su corazón latían los viejos recuerdos y esperanzas.
Por el camino curvóse cerca de la choza, pasaban indios tocando zampoñas, para el tiempo de la fiesta de Cornaca, música de charangos y violines, camino abajo hasta perderse en la lejanía.
Ruperto quedó extasiado, con las melodías alborozadas y sollozantes de los peregrinos, hubiera querido retener para siempre esos sones y soñar con ellos, pero la música se alejó y fue perdiéndose en la distancia, él quedó otra vez sólo.
Un sentimiento nuevo surgió en su pecho, una melódica intención revelaba que algo oculto había en él.
En medio de sus emociones pidió:
— Mamita, quiero un charango...
Y por qué había que negarle.
En la feria de Santa Rosa compró el charango, éste era como todos de manufactura andina. El indio ha dado al instrumento su rural simplicidad, su matinal ternura y su hondo quebranto.
Las prodigiosas manos morenas de Ruperto crisparon los dedos, y poco a poco, brotó la música que no pudo ser para él y ahora era para todos a favor de su emoción y ese instrumento embrujado que palpitaba como un gran corazón.
Sentábase sobre un banco, el joven, casi un niño de rostro triste, encogía sus piernas tullidas bajo el poncho y pulsaba el instrumento bien templado, tocaba y tocaba; él y su instrumento formaban una sola cosa melodiosa a través de la cual articulaba sus secretas voces, la vida comunitaria. Los hombres, los pueblos se agrupaban para oírle. Era una maravilla, el charango se doblegaba entre sus dedos, se hacía elástico, gemía, lloraba, imitaba el ave y al sollozo.
El tiempo corre, Gregoria creció en edad y Ruperto en fama de charanguista. Ella ya no iba tras el rebaño y él iba a todas las fiestas de cosechas y casamientos.
Sobre un asno lo llevaban de un lado para otro, como al portador de la música y la alegría.
— Dicen que hay casamiento.
— Dicen también que va ha tocar el Ruperto.
— Y de seguro que va ha ser una buena fiesta.
Las gentes acudían a bailar y, a veces, simplemente a solazarse con los inacabables arpegios, nunca se había visto en el pueblo otro charanguista con aquellas manos tan prodigiosas.
La chicha encendía las caras y era requerido Ruperto para que tocara, las parejas alineábanse y él echaba al aire las ágiles notas de un kaluyo.
Ahí, estaba Gregoria, bailando, haciendo girar alegremente su cuerpo de anchas caderas y senos turgentes.
Ruperto, que antes se aplicaba al instrumento con todo su ser, miraba ahora a los bailarines, miraba a Gregoria, había crecido y bailaba con otro hombre. Desde entonces, Ruperto tomó conciencia de su propio destino.
Quedó huérfano, Rosaura y Lucas lo acogieron en su hogar y fue como un nuevo hijo. Estaba señalado por la debilidad física y la invalidez, pero era dueño de la suprema gracia de la música, el arte que prefiere el hombre andino.
En la comunidad vivió y entonó con todos la alegría de la vida agraria. Sufrió, también con todos, los padecimientos de la emigración, sin embargo, esos días le recordaron poco.
El mismo Lucas, como si la invalidez fuera una tara para considerar el problema, no tomó en cuenta su existencia. Sólo se encontró de nuevo Ruperto y el charango enmudecido aún de pena por su Gregoria. —Cuanto recordó el lisiado a su madre en ese tiempo; ella ya no podía consolarlo.
Desde un rincón del corredor de la casa de Lucas, asistió a la asamblea, percibiendo dolorosamente, las espaldas de los concurrentes, rostros congestionados, y tristes palabras dichas. El era uno de ellos, pero ni por eso le consideraban.
Ellos lo habían decidido todo, había que abandonar esas tierras.
Llegó el día de emigrar, lo hicieron subir a un asno, con su charango en las manos, fue de los primeros en partir.
Noches muy tristes pasó en la Palca, en compañía de los pocos que se quedaron para cuidar los trastos. Luego sintió que era uno demás en los días de arduo trabajo, mientras se labraba la tierra.
Ruperto creyó que recomenzaba la vida de antaño, poco pudo durar su sueño. Sobrevino la desgracia con mas saña, llegaron las riadas arrasando las siembras. El ganado comenzó a perderse y morir. Algunos comunarios se marcharon a la zafra. Sobre los que permanecían en la nueva tierra pesaba la amenaza del trabajo forzado.
La lluvia, el frío y la tristeza llegaban a los huesos.
Había que ser muy fuerte para sobrevivir, y Ruperto no lo era...
Llegó el tiempo del casamiento de Gregoria. Ruperto asistió al festejo sin recordar nada. Habían transcurrido muchos años y la música le colmaba la vida.
Volviendo de la iglesia, la pareja avanzó, radiante, seguida de los concurrentes. Él se hallaba en la casa acompañado de los que aguardaban la llegada de los novios.
Pasó a su lado Gregoria. Fue como si la aurora asomara en ese instante. Surgió desde el fondo mismo de sus esperanzas remotas. Más, todo ello era inútil para siempre.
Miraba a Gregoria crecida, mujer hecha, bailando con otro hombre que era su marido.
Fue requerido el virtuoso para que tocara un kaluyo. Las parejas alineáronse como en anteriores ocasiones.
Ruperto trepóse en un banco abrazando su charango. Las parejas, los más próximos, el viejo Lucas, Juanacha y Mateo esperaron la música.
¿Dónde estaba la melodía que brotaba de sus manos?
No había más que tristeza, llanto, silencio.
Necesitaba un desahogo, quería llorar, y el alma se le iba muriendo.
Le faltaban fuerzas para soportar aquél llanto tan borrascoso.
Acaso las notas no brotaban con la pureza esperada, tal vez los dedos no acertaban con el lugar preciso.
Ruperto, con la mirada clavada y el rostro moreno, nada decía, él, que antes se aplicaba al instrumento con todo su ser, miraba ahora a Gregoria y, de pronto, algo se le rompió en el pecho, con la violencia con que, a veces, estallan las cuerdas del charango.
Cayó de bruces y, al caer, las piernas torcidas rozaron el cordaje arrancándole un agudo y amargo lamento.


ROMANCE CHICHEÑO.

Santiago de Cotagaita, una pequeña población provinciana que aún conserva, dentro su sencillez, los encantos indescriptibles que nuestros antepasados dejaron como huellas imborrables.
Tierra de ensueño, tierra del amor. Tierra de primavera tornada como, ayer, como siempre, en sutil torbellino...
Cuando Margarita llegó al arroyo las aguas estaban demasiado bajas y entonces se inclinó sobre las toscas, para comenzar su tarea, abrió el gran atado de ropa sucia, eligió las primeras prendas y comenzó a lavar.
Su madre había sido lavandera, y ahora, ya vieja y con muchos achaques, no podía trabajar en tal faena. Ella la estaba sustituyendo, de modo que no había otro remedio que proseguir en el trabajo junto al arroyo.
Pensaba en Juan, ese peón de campo, al que conociera en un baile, ese Juan que le prometió:
— Dentro de unos meses me darán tierra, tendré mi casa. Me gustaría que estuviésemos juntos.
— ¿Es verdad?
— La pura verdad.
Desde entonces, Margarita soñaba. Juan no aparecía, pero creía en él como creía en Dios. Se decía:
— Volverá.
Lo veía corno lo vio partir, después del baile del año nuevo en un galpón, montando su hermoso caballo, bien aperado, sonriéndole una vez más. Para ella habían pasado siglos, aunque fuera un par de semanas lo que distanciaba la realidad y el recuerdo.
Margarita soñaba con Juan, mientras amontonaba atados de ropa, mientras tendía prendas al sol. ¿Qué sería de él en tanto?
Juan arreglaba las casas abandonadas. Después de rebocarIas y de darle una mano de cal, para defenderla de la humedad, introdujo una vieja cama, regalo del patrón. Un camastro de dos plazas, cuyo maderamen pesaba más que las casas. Consiguió hacer una mesa con un tablón y cuatro estacas, y unos bancos, con cajones viejos. Con otras tablas hizo una estantería. La cocinera le regaló una sartén y una cacerola.
Al turco vendedor del camino le compró unas telas floreadas, que se le antojaron hermosas para manteles y servilletas. En el pueblo compró unos platos enlozados, unos tenedores de estaño y dos cuchillos de cabo negro. ¿Qué más...?
La casa ya estaba puesta.
Juan era feliz, dueño de una felicidad tan inmensa que ya no le cabía en el cuerpo y se le derramaba en luz por los ojos.
Juan le contaba a doña Pancha, la cocinera.
— No he querido volver a verla. ¿Sabe? Hasta que todo esté listo.
— ¿Y si te ha olvidado?
Eso lo inquietaba un momento, pero enseguida se le alegraba el corazón:
— No, eso no puede ser. ¡ Si usted la viera en los ojos!
Al fin llegó la tarde señalada para llegar a la casa de Margarita, aperó el caballo y partió a galope corto, con el corazón más ligero que el andar del animal. Y al fin se encontró entrando al tranco al patio, en donde el amor lo esperaba en vestido blanco, porque Margarita, todos los atardeceres, vestía de blanco su angustia y su espera.
— He levantado la casa, prenda.
— ¿Ya? — sorprendida contestó Margarita.
— El corazón tiene sus apuros —agregó Juan.
— ¡Ah, Juan! — ¡Qué ganas de verla!
— Ya llegará la hora. Pronto estaremos donde el Notario Civil.
— ¡Estoy temblando, Juan! —pensó un momento.
— ¿Y mamá?
El también se quedó pensando. Después dijo:
— Haremos que no le falte nada.
De todos modos, los dos estaban viendo el mismo cuadro. El de una anciana solitaria en una casucha sin perros. Apenas sí unas gallinas estúpidas acompañaban tamaña soledad.
Fue Juan el que propuso entonces:
— Esperaremos un mes más, o dos.
— Pa’ qué?
— Pa’ levantar otra pieza en nuestro sitio, el patrón me dará algún adelanto...
A Margarita se le llenaron los ojos de lágrimas.
— Eres muy bueno, Juan...

Después de su trabajo en las huertas, y anochecido, Juan iba al pisadero a batir el barro para agrandar su vivienda.
Amasó los adobes de barro, los fue alineando con paciencia entre el esqueleto de cañas y alambre, hasta que finalmente, luego de secadas, permitieron el reboque. Una vez cumplida la faena, se quedó mirando su agrandada casa.
Después montó a caballo y se fue despacito a la huerta, mientras el corazón andaba ligero en busca del día siguiente.
Era la media mañana, cuando Juan llegó a galope corto hasta el patio de la vivienda de la lavandera
Frenó justo al lado del pozo de agua, para tirarse al suelo, desmontando sin tocar estribo, porque Margarita estaba allí:
— ¡Prenda mía! Ya tenemos nuestra casa, y doscientos pesos que vine ahorrando.
— ¡Juan!
Sólo entonces descubrió que en los ojos de ella había lágrimas de angustia, la miró con susto:
— ¿Qué te pasa, prenda?
— Mamá... — fue la respuesta y se echaron lágrimas.
— ¿Qué hay? ¿Qué pasa?
— Está muy mal, Juan.
— Pero, ¿qué tiene?
— No sé... buscá al doctor...
De un salto Juan estuvo sobre el caballo y se largó a galope largo, buscando el rumbo del pueblo.
Al atardecer llegó el médico. Examinó a la enferma que se ahogaba y diagnosticó.
— Bronconeumonía.
En seguida redactó una serie de recetas, advirtiendo que si bien no era un caso perdido, quedaban muy pocas esperanzas.
Juan pagó la visita, cambió de caballo y volvió a galopar hacia el pueblo para ir a la farmacia en busca de medicamentos.
Galopaba ya bajo la luna, cuando hizo su entrada por los del Sur, y poco después golpeaba la ventana de la botica cerrada, apareció el boticario, en mangas de camisa.
— Buenas noches, señor.
— Buenas noches, ¿qué te trae?
— Estos papeles del doctor...
El farmacéutico, muy serio, tomó las recetas, encendió una luz, se puso los anteojos y leyó. La ventana abierta era la única que lanzaba un chorro de luz hacia la calle.
Lentamente dijo.
— Está bien. Vuelve dentro de media hora.
Juan ató el caballo a un poste y se puso a caminar sin rumbo por las calles del pueblo. Iba pensando en Margarita, sola, con la viejita tan grave, allí tan alejada. Y se puso a pensar también en que si le cobraba mucho el boticario no le quedaría dinero para empezar a vivir. Se puso a pensar en la desdicha de ser pobre, de no contar con más auxilio que el propio coraje, la propia voluntad.
Por la quebrada pasó un camión lleno de carga. Cuando se perdieron las luces de los faros, Juan cobró noción de lo que es la lejanía.
Quedó endeudado esa noche. Dejó su resto, y aún le hacían falta noventa pesos mas. De todos modos, le hizo realizar un milagro, el patrón le había dado un préstamo, castigando todo, regresó con los remedios. Se apeó de un salto y voló, luego dejando a la cabalgadura riendas abajo, entró de golpe en un recinto miserable, iluminado por la luz de un candil, donde junto a un catre lloraba sin sollozos Margarita.
La madre ya había entrado para siempre en el silencio. Juan dejó caer los remedios sobre la mesa rústica y se quedó sin saber qué hacer. Después se acercó despacio hasta su novia, y le pasó la mano por la cabellera:
—. Margarita...
Un ligero sollozo fue la respuesta.
— Mi Margarita...
— Juan... —alcanzó a decir ella y se incorporó para echarse a llorar entre sus brazos.
— Margarita... Tengo que hablar con el patrón pa’ arreglar esto. Ya no tengo más plata, mi prenda.
— ¿Qué haremos Juan?
— Tendremos que esperar... le debo al boticario, pues.
— No, Juan... Yo no espero. A mamá tampoco le habría gustado que por ella...
Se abrazaron temblando junto a la muerta.
— Ella —dijo la muchacha. Ella nos ha casado ya.
Tres días más tarde; una muchachita vestida de negro, lavaba ropa en una batea, cerquita a la casa tenia una pieza demás.
Sus ojos se levantaban grandes y tristes, para buscar en la lejanía la presencia de un caballo avanzando hacia la casa.
En los sauces cantaban los pájaros y los rosales comenzaban a florecer.


LA ESQUINA.

Mientras apartaba con la punta del zapato las hojas arremolinadas por el viento, pensó en la tormenta que el sol se llevaba en la brisa. Pronto emergería la luz. Aunque había tormentas que duraban años.
La escuela quedaba delante del dique lleno de piedras, de cal y sombra, más allá, la calle hacia una curva caprichosa, llena de hueca alegría, de viejas casas pequeñas.
La casa de ella tenía, aún, la puerta verde.
De aquel verde desteñido que los años le daba a todas las cosas.
Cerquita, la lluvia había formado charcos traidores, donde se miraba alegre el sol. Pero el verde del árbol de la esquina tenía la luz opaca del llanto, bajo el farol negruzco de tiempo y agua. De chico, las casas parecían más grandes.
La esquina tenía su embrujo de aventuras, de conquista, y los pantalones cortos tenían a la ochava por mojón, por cúspide de sueños humildes, mojados de ansiedad.
Ahora eran pequeños el farol y el reparo de la huerta de los Rasguido.
Todavía crecían las romazas cerca de las espinas y era el único descampado que había sobrevivido. Tal vez como los sueños, que miraban al viajero con su altura insoportable.
Roberto tenía un mechón negro, entonces algunos decían que era su espíritu de inservible, de vagabundo, que asomaba en su cabeza siempre sucia, despeinada.
Que, salvo las raterías en la huerta de los Rasguido, no tenía otra actitud.
Después, corrieron los años...
Y la esquina se volvió pequeña. Ausente de muchos rostros que se fueron. Dos o tres para no volver nunca. Y la plaza y la cantina de don Silvestre. Estaba dormitando contra dos paraísos altos, desgajados por la lluvia y el hastío, tenía dos vidrie- ras sucias, de esa suciedad incierta de humo y misterio.
Allí conocí a Juan, rostro triste de pensador incomprendido.
Y a Fernando, el hombre que hacía versos dedicados a la chica de la puerta verde.
— La quiero sabes...? Así como si fuera algo que no podremos alcanzar...
No le dijo que él también sentía algo de eso, sólo que él no sabía hacer versos. El cariño lo llevaba escondido, como un gorrión en la palma de la mano. Tibio, tembloroso.
Fernando se fue una mañana azul rumbo a otras tierras. Dijo que tenía un hermano en Sucre, que allí se vivía mejor.
Después la esquina se enteró que estaba enfermo, que no podía volver.
No hubo más versos y Roberto cumplió los dieciocho años. Vinieron los años fáciles, esos en que uno no comprende que la vida llega con su secuela de sentimientos vencidos y fracasos, en que uno ríe sin motivo y mira todavía las estrellas...
Un día, alguien vino a ocupar el lugar de Roberto.
Era alto, apuesto y vestía bien, tampoco hacia versos, pero hablaba de lugares distantes y de emociones nuevas. También se fijó en la puerta; se fijó en la puerta verde. Y la puerta se abrió muchas tardes, para recibirlo.
El gorrión se estremeció en las manos de Roberto y escapó el primer gemido, de rabia. El primer llanto de hombre.
La cantina acogió su amargura entre su eterno humo y alcohol. Ahora miraba la esquina con ese rencor de hombre burlado. De quien es robado en lo más preciado y escondido. Otros hombres confraternizaron con él. Otros, de otros sitios.
Ya no fue su taberna, ni su esquina. La vida fue llevando a todos con empuje de fiera insaciable.
Quedó él.
Abrazado a recuerdo tontos, de una infancia que había pasado como una ráfaga, mirando con una mirada desesperada los rincones conocidos y las alegrías de otros años.
Y aquel día. Recuerdo que hacia temblar la sangre de coraje.
Fue en el camino al mercado. No reparó en los dieciocho años de ella. En que era una mujer.
— ¡Martha!
— Hace tiempo que no te veía, Roberto...
— Siempre vas apurada...
— Oh... compromisos... ¿Tú, acaso, no los tienes?
Tenía los ojos azules como el brillo de la lluvia y dos trenzas que habían madurado. Vestía como una mujer acostumbrada a vestidos cortos y zapatos empinados.
Y aquella naricita apuntando al cielo como un desafío.
— ¡No…! —adoptó un gesto de convencimiento. —Ninguna me parece lo suficientemente linda.
—iNi... yo?
No se dio cuenta de que era coquetería de muchacha buscando un cumplido, sólo supo que se estremeció como una hoja cuando gritó silenciosamente.
— Tú..., tú eres otra cosa. A ti te quiero.
— ¿Tú..., tú..., tú que me quieres?
— Y tanto...
Se fue con la cabeza a gachas, con el mechón bailando, amustiado sobre la frente, bañado de frío y congoja. Lentamente, dejó la escuela atrás. Aquella donde estiran los pantalones largos y cambian los trompos por una ilusión.
Calle. Luz. Cielo.
Que molía recuerdos en su música, pegajosa. Tan suya como el agua y el rocío.
Caballos que galopaban con sus ojos brillantes de pintura y luz.
Bueno, eso era todo.
No mucho, no tanto como para escribir una historia de amor, si para llenar dos compases de música.
Las hojas se le metieron entre las piernas como deteniéndolo. Como buscando frenar su impulso de gritar. De abrir una por una aquellas ventanas que hablaban del barrio, del olvido.
Hasta encontrar aquellos rostros. Su rostro...
El amor había sido un gorrión estremecido en sus manos rudas y había volado y muerto de frío en otras regiones, bajo otros cielos.
Ahora era un hombre. Con las penas y las escasas alegrías de un hombre.
Llegó a la esquina. La puerta verde lo miró con un dejo de soledad espantosa; tenía algo de agorero su inmovilidad descolorida.
La cantina seguía cerca. No tan sucia, como entonces... La acera estaba llena de hojas, de sombras. Nada más.
Se acercó.
— Me recuerdas a alguien... —dijo la voz.
— En cambio yo no...
— Yo hacia versos, Roberto. Yo soy Femando Sánchez...
El hombre sonrió. Le hizo mucho bien el hacerlo. Mostró un rostro que podía ser feliz, si no existiesen los recuerdos.
— Te hacía en Sucre...
— ¡Ah!... eso pasó. Sentí que el barrio me llamaba. Vivo allí a la vuelta de la escuela, en la casa que fue de los Villegas...
— ¿Podemos tomar una copa?
— No.., no es que desprecie. ¿Los pulmones, sabes...? Ven, hay unos muchachos que... —Quiso tenderle la mano, a pesar un poco pasado, en un intento muy suyo de demostrarse a sí mismo que las cosas no cambian tanto. Que hay cosas más fuertes que el olvido.
Quedó parado en medio de la calle, mirando fijamente las puertas, las aceras. Una pareja pasó junto a él, murmurando cosas dulces que le hicieron mucho daño. Un charco de agua lo miró opacamente desde un remolino de hojas secas.
— Fernando... No sabes que está más linda, que mis versos no alcanzan a pintar su hermosura.
— Ven.... —murmuró desesperado. Ven a tomar una copa...
Las sombras se difuminaron cuando entró en la cantina. Otro era el dueño; otras las caras.
Preguntó:
— Un tal Femando Sánchez... uno que hacía versos. Hace tiempo…
— No lo recuerdo... ¡Ah!... espere, alguien me dijo el otro día que murió en Sucre, cuestión de los pulmones, ¿sabe?
Cerróse el nudo en su garganta y el alcohol dolió al trasegar.
— Yo, una vez...
Se interrumpió, no lo conocían. A nadie importaba.
Pagó y salió apurado, caminó aplastando hojas hasta que llegó. La puerta estaba abierta y las ventanas derramaban luz.
Golpeó..., abrióse la puerta.
— Señor...
Un chiquillo de ojos negros y cabellos crespos.
— Vos..., la señorita Martha, Martha Linares… dile que un viejo amigo...
Quedó suspenso, ahogado ante los ojos asombrados del chico.
— Está a la vuelta señor, donde los columpios.
Corrió, estaba ahí, en el parque lleno de recuerdos. Había otras personas y otros niños.
La mujer había crecido. Era más hermosa, más plena. Ahora miraba ausente el fulgurante mecer de los columpios.
Había un niño de cabello crespo y ojos azules junto a ella. Sintió un golpe terrible en el pecho. Como si de repente se rompiera todo. Se perdiera todo en una vorágine de locura y llevaba razón Fernando Sánchez.
Era bella, como la noche estrellada y la luz peleando con las sombras.
— ¿Tuyo...? —la mujer lo miró de manera extraña, como miramos cuando esperamos algo, y de pronto nos damos cuenta de que estaba al alcance de nuestras manos.
— Eres tú... Fernando...
No cambié mucho, solamente algunas canas..., algunos no cambian nada.
— Tú... tú... sí eres más...
— Lo dicen todos, no quiero que tú también lo digas...
— El niño...
— Sobrino... —agregó Martha.
— ¿Te casaste...?
Un nudo de angustia, de dolor espeso. Eso que todos los hombres sienten una sola vez y por una sola mujer.
— No.
— Aquel hombre bien vestido, el que hablaba de cosas lejanas.
— Murió en un accidente, el camión en que viajaba se volcó. Estábamos comprometidos...
— ¿Hace años...?
— Cinco...
— Yo tampoco me he casado. Yo...
La mano de ella tocó al niño. Luego miró fijamente.
— Vamos para casa Mario... Fernando, si estas de paso!... puedes acompañarme...
Había tormentas que duraban años. Que helaban el alma toda una vida.
El columpio, aún se mecía, mientras el trío se alejaba…


UN HOMBRE.

Dos lirios rosados en las mejillas tersas, grávidas, como frutas en sazón, la brisa enredaba su susurro en las guedejas rubias y el coral brillante de su boca escondía el comienzo de una risa feliz.
Llegaba de mañana por la acerita que llevaba al mercado que se aplastaba, avergonzado de su miseria, entre los sauces llorosos y los álamos verdes.
Y en cada recodo, su vida despuntaba al aire dulzón de su alegría. De esa alegría que quedó suspensa, trunca, cuando aquella tarde llegó a la botica de don Miguel Michel.
— Quiero polvitos en sobre para mi mamá, don Miguel
—Había dicho ella. De esos para el estómago, debo apurarme, está sola...
Apurarse, pero no tanto como para no verlo. Para evitar la mirada lejana de sus ojos negros, distantes.
— Está primero el señor, Julia.
— Yo no tengo madre, Don Miguel —dijo con helado tono el hombre, junto al mostrador—, puede despacharla primero.
— Gracias señor...
Los nudillos del hombre se hicieron blancos. Su garganta se volvió morada de puro agarrotar las palabras que pugnaban por salir en tropel desenfrenado.
— Usted las merece señorita...
Julia cogió los sobres y se alejó. Y el hombre quedó dentro, mirando totalmente a la muchacha que se alejaba.
— Ahora dime qué quieres... —empezó Michel.
— Veneno... —Mordió el hombre. ¿Qué quiere que quiera, ahora, que la he visto después de tanto tiempo?
Después salió al sol calcinante de la calle, se caló el sombrero sobre los ojos. Y se alejó despacito, como buscando un rincón para terminar con todo. De una vez. Para siempre.
— Está de paso —dijo una.
Otra agregó.
— Vino a liquidar la hipoteca...
Y alguien aventuró:
— Dicen que irá a Sucre. Allá levantó un negocio y se ha vuelto rico. Ahora no tiene nada aquí. Será mejor para todos que se vaya.
En su botica, don Miguel dio cima al pensar de todos.
— Si al anochecer sigue en el pueblo, le diremos al comisario que lo visite. Ahora no tiene nada que hacer aquí. Julia no va a vivir sobresaltada porque un vagabundo como ese.
Corrió la voz. Y las madres atrancaron sus puertas. No fuera cosa que sus hijas quisieran calmar su curiosidad sobre lo que se avecinaba.
Sólo el hombre en cuestión estaba quieto, sentado en el tronco de un sauce a poca distancia de la casa de ella. Con un cigarrillo amargo entre los labios.
— Ninguna merece nada —dijo al empedrado. Ni siguiera el trabajo de cuatro años para volver y ofrecerle un porvenir. Ha buscado otro hombre. Y voy sobrando en el trío. Si al menos pudiese verla otra vez...
Vio luz y se metió en el senderito de piedras blancas.
— Germán...
Sintió un golpe en el pecho al oírla y volvieron a blanquear sus puños, bajo la brisa, blanda, caliente.
No volvió a llamar. Al rato salió de la casa. Lo vio.
— Me parece que te equivocaste de nombre —dijo roncamente él.
— Te lo habrá encontrado abajo...
— No, todavía no...
— No vendrás a...
Quedó silenciosa, hasta que el hombre habló.
— No, no vine a matar...
Tembló.
— Tampoco a vos —miró con detenimiento su rostro, sus ojos. Luego a ella, seguía igual.
Viento de sierra, fulgor de cumbres y sonrojo de auroras. Salvo el detalle insignificante de sus ojos tristes, lejanos.
— De nada te valdría... —musitó. Mi muerte no daría paz a tu alma...
— Hace tiempo que dejé de pensar en eso... Puedes invitarme a pasar, a tomar algo caliente, algo que me quite este gusto a roca, a desierto, a soledad.
Penetraron en la casa, sin decir palabra. Luego ella se encogió sobre un hornillo y rato después le tendía el café humeante.
— Sigues como siempre —dijo débilmente él.
— Vos estás más grande. Más... —calló.
—...viejo. Todos se vuelven viejos, hasta los recuerdos.
Bebió el café sin quitarle los ojos de encima.
— Te habrás casado enseguida.
— No... —Por vez primera ella lo mira a los ojos.— Tardé tres años en convencerme. Después me dije que era una locura esperar a un cobarde que nunca volvería.
Alguien tenía que decírselo. Ahora estaba hecho. La verdad lo golpeó en la cara como un latigazo del viento. Rió,
— He vuelto, ahora sé para qué. Me arrastraron tus ojos y tu nombre... Pero no... —hizo un gesto con las manos.
— No he venido a pedir, a rogar. Tampoco a matar, me iré después del café.
Hizo una pausa.
—¿Hijos...?
— Uno. Murió al nacer...
—Ah...
Se levantó. Había algo sucio quemándole la sangre.
— Lástima que no pueda quedarme —dijo. No importa.
— No importa, algún día...
— Eso —sonrió con una entereza espantosa. Algún día...
Le estrechó las manos como entonces.
— Suerte... —dijo roncamente—, mientras un brillo de lágrimas redrillaba en la mirada de la pieza.
Salió a la oscuridad, arrastrando los pies.
Germán Castro había temido siempre aquél regreso. Ahora lo sabía. En el pueblo se lo habían dicho.
Juan García corrió locamente por las calles a buscarlo, a disputarle el amor de su mujer, a punta de cualquier cosa. Incluso a punta de cuchillo.
Casi sufrió un estremecimiento al encontrarlo. De golpe.
Estaba sentado en el mismo sauce a la entrada del pueblo, con una botella de trago en las manos y la guitarra, muerta en sus piernas.
— Vos me recuerdas a alguien... —el hombre dudó. Claro, vos eres el muchachito de los García.
— Estás borracho Germán —susurró Juan. Y te equivocaste. Ya soy un hombre...
— Claro, hombre, claro. Los chicos crecen... pero no dejó de ser una canallada, aprovechar mi ausencia...
— Eras un vagabundo, Germán —dijo fuertemente, con muchos más ánimos. Ella necesitaba un hombre...
— Bueno, bueno... —el tono de Castro era festivo, pero Juan no se engañó.
— Te estas preguntando qué haré. Si te pelearé a cuchillo, o si me la llevaré en brazos.
— Antes estoy yo —dijo sencillamente García.
— Creo que es cierto lo que dijiste, que ya eres un hombre...
García lo vio alzarse sin dificultad alguna. No estaba ebrio aquél hombre, pero llevaba la muerte en los ojos y en el alma.
— La historia era linda muchachito... Hermosa como los ojos de ella. Pero fue como la flor del cardo, chico… La amustiaron los vientos y las dudas. Creyó en la gente. Esa gente que murmura de rabia, de envidia, de celos. Creyó que le hablaban del cielo cuando estaba pisando el pantano. Y cada uno le dijo lo suyo: Que yo no servía. Que nunca había servido para otra cosa que para viajar de un lado a otro, sin casa, sin plata, sin amigos, sin amor...
García, lo vio coger la guitarra y recostarse contra el sauce, que arrastraba su melena entristecida por el polvo del callejón.
— Dudó mucho. Dudó hasta que los otros pudieron más que su amor, y me dijo un día que me fuera. Que no servía para sostener mujer, hijos, hogar. Pero, aunque lloraba, me fui yendo por la senda, jurando no volver a este agujero de la tierra —sonrió.
Ya sin alcohol en los ojos. De hombre a hombre.
— Ahora voy para Sucre. Allá hay buena tierra. Junté unos pesos a pesar de todo. ¿Sabes?, a fuerza de trabajo y sudores. Ahora... bueno, no me sirven. Dicen que en Santa Cruz hay posibilidades con el arroz… Aquí tienes los pesos de que te hablé, me dijeron que tienen ganas de tener casa propia con hijos y prenda... Que no digan otras lenguas que el hijo del viejo Manuel no tiene pies ni manos, para hacer sus cosas por su cuenta.
Lo miró hondamente. Limpio. Sin rencor.
— Es poco, pero bastará para que te la lleves de aquí, sin pasar estrecheces.
García, tenía los ojos obsesivamente fijos en el hombre. En aquel hombre cuyo recuerdo y regreso había temido, odiado, Y súbitamente comprendió que, a su lado, todavía era el muchacho, que no había crecido.
Con la guitarra bajo el brazo y un silbo ronco en los labios, Germán, dio media vuelta.
Cuando las sombras lo cogieron de lleno, habló con voz seca.
— Ah... se me olvidaba, suerte, muchacho...
García, quedó quieto, con el viento pegándole en la cara como un látigo infernal de puntas heladas.

Acerca de Sucre, el Mariscal y la ciudad – Parte 11

Autor: Varios.
Fuente: Suplemento del periódico La Razón, Bolivia, La Paz, marzo de 1995.

EL ASESINATO DE SUCRE.
LA SANGRE DE ABEL.
Autor: Enrique Ayala Mora.

La muerte de Sucre pesa en la historia latinoamericana y especialmente ecuatoriana y colombiana, no sólo como un hecho que cambió el liderazgo de la fundación de la república, sino también porque tuvo ingentes implicaciones en la trayectoria de su actores.
Bajo el techo de la iglesia Catedral Metropolitana de Quito descansan los restos de Antonio José de Sucre, gran Mariscal de Ayacucho, Vencedor de Pichincha y de Tarqui. Primer Presidente de Bolivia, el soldado más notable de las luchas independentistas y el militar a quien el Libertador quiso y respetó más. La historia de cómo terminaron sus restos allí es larga, porque pasaron setenta años de ocultamiento, temores, dudas, agrias discusiones, antes de que al fin se les diera sepultura digna. Paradójicamente, a pocos metros, en preferente lugar del mismo templo, están también las cenizas del General Juan José Flores, Primer Presidente del Ecuador. Hay que decir “paradójicamente”, porque fue a Flores que un Congreso de incondicionales designó “Padre de la Patria”; título que nadie dudaría ahora en conferir a Sucre con mucha mayor razón.
Al fin y al cabo, la vida de las naciones es así, terminaron por descansar juntos los restos de quienes para algunos son el asesino y su víctima; pero para todos, sin duda, el sujeto de un crimen político, y el beneficiario principal de ese crimen. La muerte de Sucre consolidó el poder de Flores en lo que sólo días antes había comenzado a ser el Ecuador. Se abrió pues nuestra vida como país independiente sobre la “sangre de Abel”, para utilizar las palabras de Bolívar cuando supo el asesinato.
Pero, ¿quién mató a Sucre? Esta es una pregunta que ha venido formulándose desde cuando el hecho se dio. A su respuesta se han dedicado mayor cantidad de volúmenes y debates que a ningún evento similar en América Latina. Estos párrafos, en consecuencia, no pueden sino ofrecer algunas reflexiones sobre la variada literatura existente, apuntar los hechos más destacados y, si es posible, presentar a los lectores una respuesta a la pregunta, señalando a sus posibles asesinos. Pero también intentan formular algunos comentarios sobre las implicaciones sociales del hecho.
EL CAMINO HACIA LA MUERTE.
Muy poco después de clausurado el “Congreso Admirable”, que había presidido, y con el sentimiento de que Colombia caía en pedazos, Sucre había resuelto volver a Quito a reunirse con su familia.
Salió de Bogotá sin conocer aún la separación del Distrito del Sur, pero se enteró de ella en el camino. Lo acompañaba un grupo reducidísimo; el diputado por Cuenca, Andrés García Téllez, el sargento Ignacio Colmenares; su asistente, el Sargento Lorenzo Caicedo, el “negro” Francisco y dos arrieros, a cargo de las mulas. El Mariscal no había dado oídos a varias recomendaciones sobre el peligro que corría su vida, especialmente si tomando el camino más directo, cumplía con su objetivo de pasar por Pasto, una tierra en donde la gente lo odiaba de veras.
Frente a los peligros de la guerra y la vida pública, Sucre se había acostumbrado a vivir bajo amenazas y no parece que tomó las advertencias lo suficientemente en serio como para considerar medidas de seguridad. En realidad, había sobrevivido ya a intentos de asesinato, uno de ellos protagonizado ni más ni menos que en Quito por allegados a Flores. El hecho se había producido en 1828. Por lo demás, parecía tener urgencia de llegar a su destino, quizá con la esperanza de salvar de alguna manera la unidad de Colombia. Enterado de la separación del Sur, escribió su última carta a un amigo quiteño diciéndole: “Yo llegaré pronto allá y les diré todo lo que he visto y todo lo que sé, para que ustedes vean lo mejor; y también todo lo que el Libertador me dijo a su despedida, para que de cualquier modo conserve esta Colombia y sus glorias, su brillo y su nombre”.
Una vez más varios amigos intentaron disuadirlo de su paso por las montañas de Pasto, puesto que ya insistió y siguiendo la marcha, avanzó hacia el sur por el valle del Patía, llegando al pueblito de Mercaderes, desde donde el miércoles 2 de junio se dirigió a cruzar el río Mayo y arribar al fin a una casucha de José Erazo, el “Salto de Mayo”.
BERRUECOS.
A la mañana siguiente reanudaron la marcha. En su camino, Sucre encontró a José Erazo, antiguo comandante realista, aventurero y sanguinario, a quien había dejado en su casa y le comentó sobre la rapidez con la que lo había sobrepasado. Él le dijo que “traía una diligencia de mucha urgencia”. Luego de avanzar sobre una empinada cuesta, llegaron a la posada de La Venta. Allí, aunque el día no había terminado aún, ya fuera porque las acémilas necesitaban descanso, o porque Sucre sospechaba de un ataque al encontrar de nuevo allí a Erazo; resolvió pasar allí la noche y proseguir con la luz del día. A las tres de la tarde llegó a La Venta el coronel Gregorio Sarria que venía de Pasto con un comerciante cubano.
Sucre los invitó a un trago de aguardiente. Luego Sarria salió acompañado de Erazo.
El 4 de junio salió el grupo de Sucre de La Venta a eso de las siete de la mañana. El Mariscal sospechaba una agresión y pidió a los demás que estuviesen precavidos. Luego de un trecho se hallaron en la húmeda selva de Berruecos. Los arrieros junto con el “negro” Francisco y el sargento Colmenares avanzaban adelante, bastante lejos del Mariscal, del Diputado y del sargento Caicedo que, en un momento se había retrasado para arreglar la cabalgadura. En un momento se oyó un grito desde la espesura. Algunos autores dicen que fue: “General Sucre”. Siguió un balazo y tres más. Sucre gritó “Ay balazo!” y cayó al instante. Dos disparos le habían llegado a la cabeza y uno al pecho.
Sobrevino una gran confusión. García corrió sin volverse atrás. Caicedo se acercó al cuerpo de la víctima y logró luego distinguir a cuatro agresores “de color acholados, armados cada uno con su carabina, y al uno le pudo ver también que tenía un sable colgado de la cintura”. Luego, viendo también amenazada su vida, corrió hasta Pasto con la noticia.
EL CADÁVER Y LOS CULPABLES.
Desde la mañana del 4 de junio de 1830 en que cayó asesinado, el cuerpo del Mariscal de Ayacucho quedó abandonado e insepulto por un día. Caicedo, su asistente, trató de volver desde el sitio La Venta con gente para recogerlo a pocas horas del crimen; pero a pesar de que logró convencer a un militar que estaba de paso para que lo acompañara, cuando llegó con los soldados cerca del cadáver se apoderó de ellos el miedo y no llegaron siquiera a tocarlo, volviéndose a La Venta. En unas horas llegó allí un arriero, que contó que había visto el cuerpo del Mariscal tendido en el suelo, sin signos de haber sido robado. Tomó el reloj y se lo entregó luego a Caicedo. Este, volvió una vez más al sitio del asesinato acompañado de un par de vecinos y llevó al cadáver a un lugar del mismo bosque llamado “La Capilla”. Lo desvistieron parcialmente para evitar el robo y lo dejaron allí.
Sólo al día siguiente, Caicedo se atrevió a dar sepultura al cadáver, poniendo una simple cruz de madera sobre el improvisado túmulo. Después se fue a Pasto.
Al conocerse la noticia en Pasto, el General José María Obando dispuso la persecución de los asesinos, pero él mismo diría luego: “No se pudo adelantar nada, ni capturar siquiera a uno de ellos: sólo se hallaron las huellas que habían dejado”. Al mismo tiempo informó del hecho a Juan José Flores en Quito y a Hilario López, Prefecto del Cauca.
Las versiones que dio del hecho, sin embargo, fueron muy diversas. Al primero le dijo, luego de contarle el hecho, que temía los posibles comentarios. “Cuanto quiera decirse va a decirse y yo voy a cargar con la execración pública...” y al hablar de los responsables decía: “todos los indicios están en contra de esa facción de esa montaña...” Al segundo le dice en cambio: “los agresores fueron soldados del Ejército del Sur, que he sabido han pasado por esta ciudad”. Al General Isidoro Barriga, Comandante General de Quito, por otra parte, le indicó que el autor del crimen había sido el “inveterado malhechor Noguera”.
José María Obando cargó desde entonces a lo largo de su extensa y agitada vida pública con la acusación de haber sido el instigador del asesinato. Pero eso no le restó ni prestigio entre los liberales colombianos, ni simpatías muy grandes entre los grupos de poder regional que respaldaron su acción política. A poco del Asesinato de Sucre fue uno de los lideres de la insurrección que llevó al poder a los liberales, pasando a ser Ministro de Guerra, luego de haber ejercido por unos pocos meses la jefatura de Estado.
Tuvo un papel protagónico en los conflictos por la posesión de Pasto que se dieron entre Nueva Granada y Ecuador en tiempos de Flores. En 1839 se lo apresó acusándolo del crimen, pero a poco estaba liderando un nuevo levantamiento. En 1840 aceptó ser juzgado por el delito, pero fugó luego. Fuera del país en 1842, publicó en Lima sus “Apuntamientos para la Historia” en que se defendía de los ataques de sus adversarios. En 1849 volvió al país en el Gobierno de su amigo José Hilario López. Fue electo miembro del Congreso y Presidente de la Cámara de Diputados. En 1853 fue electo Presidente de la República, pero luego de un impase con el Congreso, sufrió destitución legal del cargo, que ejerció hasta 1854. En 1860, aliado con su viejo adversario el General Mosquera, se alzó en armas. En esa campaña sufrió una derrota y cuando trataba de huir cayó del caballo y fue asesinado a lanzadas en el sitio de “Cruz Verde”.
Obando fue el caudillo más popular de Nueva Granada en su tiempo. Con la sangre de Sucre en sus manos, Flores fue nombrado tres veces presidente del Ecuador y hasta encontró quien justificara y luego premiara sus actos de traición al país, como mercenario extranjero. Lo que es más, hasta hay quien ahora se ufana de llamarlo “Padre de la Patria”. La participación de Flores en el crimen, sin embargo, también fue usada como arma política. En este caso fueron los liberales quienes la esgrimieron. Primero fue Vicente Rocafuerte. Luego Eloy Alfaro y Roberto Andrade. Pero ya no para vencerlo en la contienda sino para desacreditar a sus herederos políticos, figuras descollantes del “terrorismo” y la “argolla”.
En fin, aunque los tortuosos caminos de la historia ecuatoriana hayan llevado a que las cenizas de la víctima y las del beneficiario de su muerte, cuando no su propio autor, descansen bajo el mismo techo, todavía suenan las palabras de Bolívar: “Se ha derramado la sangre del justo Abel”.

EL MARISCAL EN LA OBRA DE ALBERTO GUTIÉRREZ.
“LA MUERTE DE ABEL”.
Autor: Jorge Siles Salinas.

LAS EDICIONES.
En 1915 se publicó en La Paz el libro de Alberto Gutiérrez “La muerte de Abel”, pulcramente editado por la imprenta Velarde. En 1918 salió, también en La Paz, una segunda edición. En este año del Bicentenario de Sucre, la Carrera de Historia de la Universidad Mayor de San Andrés, ha tenido la feliz iniciativa de hacer una reedición enriquecida por un prólogo de Alberto Crespo Rodas.
Gutiérrez publicó su obra sobre el asesinato y el último tiempo de vida de Antonio José de Sucre un año después de haber dado a la estampa en Paris otro libro de gran calidad histórica y literaria, “Las capitales de la Gran Colombia”. Estos dos trabajos de Alberto Gutiérrez fueron escritos cuando desempeñaba la representación diplomática de Bolivia, en forma concurrente, ante los gobiernos de Ecuador, Colombia y Venezuela. Ambas obras constituyen una contribución en extremo valiosa a un mejor conocimiento del proceso histórico de los tres países que formaron la Gran Colombia; el autor quiso dar a conocer, principalmente a sus compatriotas, una visión global de esas tres naciones que tan vinculadas estuvieron a Bolivia en la época de la Independencia, tratando de superar de alguna manera el gran desconocimiento que existe, lamentablemente, en nuestros medios más cultivados respecto del desenvolvimiento social y cultural de esas naciones de tan rica trayectoria espiritual y humana.
EL AUTOR.
Alberto Gutiérrez nació en Sucre en 1862, realizando sus estudios en el colegio Junín de dicha ciudad. Cursó los primeros años de Derecho en la Universidad de San Francisco Javier; sin llegar a terminarlos, a los 20 años; se trasladó a La Paz para trabajar en el Ministerio de Relaciones Exteriores, comenzando así su carrera diplomática a la que dedicaría lo más fecundo de sus actividades en la función pública. Muy pronto fue enviado a París como adjunto civil de nuestra Legación. “En París -escribe Augusto Guzmán- recibió los primeros estímulos para la formación de su cultura literaria”. A lo largo de su vida le tocaría desempeñar variados cargos diplomáticos en Sudamérica, en Estados Unidos y en Inglaterra, así como ocupar puestos relevantes en el Ministerio. Fue canciller durante los gobiernos de Gutiérrez Guerra, Saavedra y Hernando Siles. Falleció en 1927 ocupando dicho cargo en el gobierno de este último presidente.
Aparte de los dos libros nombrados, escribió dicho autor otras contribuciones fundamentales a nuestra literatura histórica: “La Guerra de 1879” (París—México, 1912) y “El melgarejismo antes y después de Melgarejo” (La Paz, 1916). Son también importantes publicaciones suyas las que llevan por título “Hombres y cosas de ayer” (1918) y “Hombres representativos” (1920), debiendo agregarse el libro de 1920 “La guerra de 1879: nuevos esclarecimientos”.
No se ha hecho justicia en Bolivia a este eminente historiador. Se diría que se le tiene olvidado, sin que su nombre se destaque en los manuales de historia literaria o en las publicaciones periodísticas en que se repasa el proceso de nuestra vida cultural. Es incomprensible que no se reconozcan a Alberto Gutiérrez los méritos insignes de sus trabajos históricos, literarios y sociológicos. El autor de “La muerte de Abel” poseía una prosa elegantísima, en la que se notaba la influencia de Gabriel René Moreno, a quien dedicó uno de los análisis más justos y brillantes publicados en torno a esa figura egregia de nuestras letras. Pocos escritores en Bolivia le igualan en el vigor de la frase, en la concisión de sus conceptos, en la admirable riqueza de su estilo. Alberto Gutiérrez está a la altura de los grandes historiadores hispanoamericanos de su época, aunque no hubiera compuesto obras monumentales destinadas a analizar períodos completos o desenvolvimientos políticos descritos desde su comienzo hasta su final. Sin duda se lo impidió la discontinuidad de la vida diplomática. Pero el conjunto de sus libros forma una unidad, como una de las obras más logradas de la historiografía boliviana de las primeras décadas de este siglo.
EL LIBRO.
“La muerte de Abel” merece ser calificado como un clásico de la literatura hispanoamericana. El titulo arranca de la exclamación que se atribuye a Bolívar al conocer la noticia del asesinato cometido en Berruecos: “Santo Dios!, se ha derramado la sangre de Abel”. El hecho monstruoso ocurrió el 4 de junio de 1830, cuando la víctima contaba sólo 35 años, al viajar desde Bogotá a Quito para reintegrarse a su hogar; allí lo esperaba la esposa, Mariana Carcelén, marquesa de Solanda y la pequeña hija Teresa. El asesinato fue perpetrado en un lugar siniestro de una montaña de la provincia de Pasto, perteneciente al territorio de Nueva Granada, descrito por el historiador colombiano general Posada, a quien cita Gutiérrez, con palabras certeras que nos permiten evocar las circunstancias de aquel episodio afrentoso: “Allí cae el héroe, atravesado el corazón, sobre el hondo lodazal de aquel oscuro, tenebroso y solitario bosque, escogido por mano oculta con fría y premeditada traición”. El historiador boliviano contrajo su atención a estudiar los antecedentes y las repercusiones del crimen. Lo hizo con el arte del cronista que va despertando en el ánimo del lector un interés creciente hasta alcanzar el ápice del dramatismo y proseguir luego la confrontación de los aportes documentales que presenta el investigador al tratar de entender la trama del misterio que rodeó el trágico final de Antonio José de Sucre.
El libro del que nos ocupamos abarca el espacio que corre desde 1828 a 1830, después del gobierno ejercido por Sucre en Bolivia durante los tres años y cuatro meses que duró su mandato. El libro comprende seis capítulos, además de la Introducción, cuyos títulos son los siguientes: La presidencia de Bolivia; la batalla de Tarqui; el “Congreso Admirable”; el asesinato; el proceso; la polémica; los restos de Sucre.
La figura del Mariscal de Ayacucho guarda consonancia en esta obra con la que nos ofrecen los principales biógrafos que han dedicado sus esfuerzos a trazar su imagen y su trayectoria vital. Las virtudes que le caracterizan son las de la benignidad, la clemencia, la moderación; el héroe nacido en Cumaná es el hombre sin mancha, que gobierna con desinterés y cuya actitud contrasta siempre con la de los caudillos que actuaron en aquella época colmada de violencia, fraguada por las turbias influencias de la anarquía, en que predominó la fiebre de la ambición y del caudillismo.
La sombra de dos personajes que representan de un modo cabal el curso tempestuoso de aquel período de la desmembración de la Gran Colombia, el neogranadino José María de Obando y el ecuatoriano, nacido en Venezuela, Juan José Flores, ambos encumbrados al grado de generales en los contrastados sucesos de la Independencia, cubre, como un signo oprobioso, el desarrollo de los acontecimientos. Poco a poco se va desvelando la realidad de aquella intriga siniestra que condujo al asesinato de Sucre. Gutiérrez reúne los elementos que, aún sin alcanzar un pleno esclarecimiento, van dejando en el lector la persuasión de que los dos caudillos nombrados fueron los instigadores del alevoso crimen.
Perturba nuestro ánimo la visión del destino que estaba reservado a estos personajes que iban todavía a influir decisivamente en la historia de sus países, largo tiempo después del episodio de Berruecos. Sin duda, no carecían ellos de méritos y capacidades que les permitieron desempeñar papeles de primer orden en la vida pública de sus patrias respectivas, particularmente en el caso de Flores, cuya actuación dio origen a la República del Ecuador. Tanto Obando como Flores se defendieron apasionadamente de la acusación que lanzaron sobre ellos figuras representativas de la política y de la vida intelectual de sus países, inculpándoles de complicidad en la muerte de Sucre. Por otra parte, los dos referidos jefes militares levantaron uno en contra del otro juicios vehementes para atribuirse mutuamente aquella tremenda responsabilidad. Uno queda sorprendido al pensar que Obando fue vice-presidente de Colombia entre los años 31 y 32, pasando a ocupar la presidencia mucho después, entre el 53 y el 54, aún pesando sobre él la ominosa sospecha de su participación en la conjura que cortó la vida del vencedor de Ayacucho en plena juventud. Alberto Gutiérrez alude al final de su libro a la forma atroz en que acabó sus días el antiguo gobernador de Pasto, por muchos años oficial al servicio del ejército realista, al morir en una oscura acción de armas, el año 1861, atravesado a lanzadas, después de caído del caballo y rendido, concluyendo así su borrascosa existencia. En cuanto al General Juan José Flores, es sabido que fue el primer presidente del Ecuador, entre 1830 y 1834, volviendo a ocupar el mismo cargo desde el 39 al 45.
La tesis que Alberto Gutiérrez construye laboriosamente en su hermoso libro podría sintetizarse del modo siguiente. Sucre era, sin disputa, el sucesor natural de Bolívar. El año 1830 señala la fecha en que se hace irreprimible la fragmentación de la Gran Colombia para dar paso a la instauración de las repúblicas de Venezuela, Colombia y Ecuador. Bolívar había intentado mantener por todos los medios la admirable obra de su creación, la Gran Colombia, después de haber visto fracasada la ambición suprema de la unificación de todos los pueblos de la América Hispana de acuerdo a la convocatoria al Congreso de Panamá. Desgraciadamente, en todas partes prevalecían los movimientos segregacionistas, opuestos a las miras del Libertador.
En su bello relato sobre el ocaso de Simón Bolívar, Gabriel García Márquez coincide en gran manera con la visión de Alberto
Gutiérrez. “La muerte de Abel” y “El General en su laberinto” muestran cómo se fue deshaciendo a jirones la construcción política de la Gran Colombia. La narración de García Márquez traza la imagen de un Bolívar postrado, decepcionado hasta lo más profundo de su espíritu, que va siguiendo el curso descendente del río Magdalena para llegar finalmente a Santa Marta, en cuyas cercanías se apagará su existencia movida por un admirable ímpetu creador. El historiador boliviano, por su lado, puso su atención en el crimen que segó la existencia de Sucre, pocos meses antes de la muerte de Bolívar.
Ese mismo año de 1830 se produjeron los movimientos políticos que llevaron al poder a José Antonio Páez en Venezuela, a Francisco de Paula Santander en Colombia y a Juan José Flores en Ecuador. Según Alberto Gutiérrez, los caudillos que aspiraban a romper la unidad grancolombiana, veían en Sucre el principal obstáculo para el logro de sus propósitos. Esto fue lo que determinó la conspiración cuyo desenlace final tuvo por escenario la sombría encrucijada de Berruecos.

LA DESCENDENCIA DEL MARISCAL EN BOLIVIA.
LOS HIJOS DE SUCRE.
Autora: Esther Aillón S.

El biógrafo del Mariscal, William Lofstrom, dice que en territorio boliviano, como muchos otros soldados del Ejército Libertador, “Sucre encontró muy atractivas a las damas aristocráticas de Chuquisaca, Potosí y La Paz, y les dedicó mucha atención en su vida privada...”
El roce de los jefes militares de los ejércitos libertadores con la sociedad chuquisaqueña, potosina y paceña fue frecuente. Después de la Independencia, varios miles de tropas y oficiales colombianos y peruanos estaban acantonados en nuestro territorio. Este número disminuyó paulatinamente, ya que muchos se fueron en los años siguientes, pero otros permanecieron definitivamente en Bolivia y fundaron sus hogares.
Según Arturo Costa de la Torre, entre las relaciones que el Mariscal entabló con las damas bolivianas de su tiempo, dos llegaron a procrear fruto. La primera fue con la paceña Rosalía Cortés y Silva, de cuya unión nació José María Sucre en 1826; la segunda con la tarijeña Manuela Rojas, residente en Chuquisaca, de cuya unión nació Pedro César en 1828.
El Mariscal fascinó a las damas por su exquisita caballerosidad, causando diferentes sentimientos entre ellas, pero fue con Mariana Carcelén y Larrea, marquesa de Solanda, con quien se comprometió en 1822 y, a los dos días de ser herido en el motín de 1828, contrajo matrimonio por poder.
Destacamos apuntes sobre el nacimiento de Pedro César cuyo reconocimiento por parte del Mariscal está documentado. Un libro de bautizos de la parroquia Santo Domingo de Sucre asienta una partida del 10 de junio de 1828 correspondiente a Pedro César, hijo natural del Señor General Gran Mariscal de Ayacucho, Excelentísimo Señor Antonio José de Sucre y de la Señora Manuela Rojas, natural de Tarija”. Fue padrino el edecán del Mariscal, Don Ramón Molina, coronel retirado de nacionalidad colombiana.
Por su parte, la descendencia de Doña Manuela Rojas después de la partida de Sucre, aumentó en 1831 con el nacimiento de otro hijo: Jano Olañeta habido con Casimiro Olañeta, según consta en una partida de bautizo de la Parroquia de San Miguel.
Grande debió ser la ascendencia afectiva de Manuela Rojas, puesto que Gregorio Pacheco, vigésimo primer Presidente de Bolivia, se refería a ella como “mi muy querida madre”, con conceptos de un entrañable amor filial. El presidente conservó además lazos de gran cariño con Pedro César, el hijo de Manuela con el Mariscal y de quien fue padrino de bodas.
El Mariscal inició su entrega a la causa libertaria cuando no había llegado a la segunda década de su vida y quienes lo acompañaron cruzaban asimismo la tercera o cuarta década, cuando el fervor y el apasionamiento de su generación estaban en el punto más alto.
La ventura personal fue muy esquiva para el Guerrero, la cual buscó en los años de guerra y en los que ejerció con lucidez de estadista el gobierno de las nacientes repúblicas. Disfrutó de su matrimonio poco tiempo, pues dejó nuestro país a los 33 años y no pasaron más de dos cuando la incomprensión y la traición segaron su vida a los 35.
Abordar su vida privada y la de sus contemporáneos tiene el sentido de ver otro ángulo de la sociedad que actuó en el tiempo de su estancia en territorio boliviano. Configura además nuestra mirada sobre las mujeres que formaron el tejido social a través del matrimonio o la descendencia ilegítima, cuyos hijos sin embargo, lograron importantes posiciones dentro de su familia, la sociedad, la economía y la política de su tiempo.

SUCRE Y URDININEA.
Autora: Florencia Ballivián de Romero.

Durante los tres años que les tocó compartir, Antonio José de Sucre y José María Pérez de Urdininea tuvieron pocos contactos, pero que resultaron capitales en el establecimiento de la naciente República de Bolivia.
El Mariscal de Ayacucho desde Potosí, envió una carta el 3 de abril de 1825 con conceptos muy elogiosos hacia la persona de José María de Urdininea. Allí manifiesta que: “Medinacelli me ha participado que puso en conocimiento de usted su expedición a Escara y acabo de recibir el parte de la completa victoria que obtuvo en Tumusla. Este suceso importante ha terminado la guerra pues aunque queda por destruir al coronel Barbarucho, su fuerza no excede de 400 hombres. Tengo mucho gusto de manifestar a usted mi deseo de saludarlo como a un patriota constante que jamás olvidó haber nacido en el país de la libertad. La ciudad de La Paz tendrá una satisfacción al ver a uno de sus hijos predilectos y el Perú uno de sus más generosos defensores”.
A los pocos días José María Pérez de Urdininea responde a Antonio José de Sucre con fecha de 8 de abril de 1825 y le hace conocer que tuvo el privilegio de recibir el sometimiento del último contingente español en la América Meridional, la fuerza del coronel José María Valdez, más conocido como el “Barbarucho”, hecho que ocurrió el 7 de abril de 1825 en la quebrada de Vitichi.
La siguiente comunicación entre estos dos grandes personajes de la historia, luchadores por la Independencia, cada uno a su manera, tuvo lugar cuando Sucre organizó el Ejército Boliviano y lo incorporó como general de brigada. Tiempo después lo designó como Prefecto del Departamento de Potosí. También le cupo desempeñarse como ministro de guerra.
En las circunstancias del motín del 18 de abril de 1828 como consecuencia del cual el Mariscal resultó herido, Sucre recurrió a Pérez de Urdininea encargándole la Presidencia del Consejo de Ministros y responsable del Poder Ejecutivo.
En su calidad de Presidente de la República le tocó la ingrata tarea de convocar al Congreso para dar cumplimiento a una de las cláusulas del Tratado de Piquiza, que estipulaba la aceptación de la renuncia del Mariscal de Ayacucho.
La actuación de Pérez de Urdininea durante la invasión peruana había producido reacciones negativas, llegándose a pensar en la necesidad de iniciarle un proceso. Frente a las duras críticas de traición a la patria, decidió renunciar y asumió su defensa con vigor.
Quién era este general al cual Sucre acudió una y otra vez? El general Urdininea tuvo una larguísima actuación en la vida política y militar del país. Su figura es bastante controvertida. Historiadores como René-Moreno y Arguedas no “pintan” un cuadro muy halagador de su paso por la historia, pero mi propia investigación acerca de su participación en las diferentes etapas del proceso de emancipación me ha llevado a emitir un juicio más matizado.
José María Pérez de Urdininea nació en la hacienda de Anquioma cerca de Luribay el 31 de octubre de 1748. Estudió primero en el Seminario de La Paz y luego en el de Cochabamba. Cuando tenía 25 años estallaron los acontecimientos de mayo de 1809, llevándole a tomar partido por la causa patriota. Al año siguiente entró como capitán al regimiento de caballería organizado en Cochabamba por el coronel Pedro Zelaya. Participó en la batalla de Huaqui (1811) de donde fue evacuado herido a la Argentina. “Desde esa fecha hasta 1821 concurrió a más de 30 acciones de armas bajo las órdenes de Rondeau, Güemes, Belgrano y San Martín”.
Se distinguió muy especialmente en las luchas civiles argentinas. Lograda la pacificación se abocó intransigentemente a formar una fuerza militar para contribuir a la liberación de su patria, logrando penetrar con ella, en los últimos días de la dominación española, en el sur del territorio de Charcas. Pérez de Urdininea contribuyó así, con su pequeño contingente de hombres, no sólo a vencer al español, sino también a conjurar la posible anexión de las provincias altas al territorio del Río de la Plata.
Por cerca de 10 años vivió en una de sus haciendas, lleno de desencanto, de donde fue llamado por Santa Cruz (1838) para encomendarle el comando de la caballería del ejército confederado. En tal calidad, concurrió a Yungay. Con Ballivián desempeñó nuevamente el Ministerio de Guerra y gobernó el país durante tres meses. Finalmente, bajo el gobierno de Córdova, ocupó una vez más dicha cartera.
La personalidad de Urdininea, coronel de cuatro ejércitos, legislador y gobernante, puede ser evaluada en forma objetiva, a través de su actuación, en los momentos culminantes que se iniciaron con las guerras civiles argentinas encendidas por la constitución de 1819 y concluyeron con la rendición del último general español en el Alto Perú.
Sucre abandonó Bolivia en agosto de 1828, mientras José María Pérez de Urdininea prosiguió una larga carrera de militar al servicio de la República que con todos sus actos de coraje, debilidades y ambivalencias, constituye un ejemplo representativo de los bolivianos que colaboraron en el gobierno del mariscal Antonio José de Sucre.

Acerca de Sucre, el Mariscal y la ciudad – Parte 10

Autor: Varios.
Fuente: Suplemento del periódico La Razón, Bolivia, La Paz, marzo de 1995.

“EL CÓNDOR DE BOLIVIA”.
Autor: Alberto Crespo.

La mañana del 12 de noviembre de 1825, en la tienda que daba sobre la plaza de Chuquisaca, Agustín Ramos puso a la venta el primer número de un nuevo periódico. Era “El Cóndor de Bolivia” que declaraba no interpretar los intereses de ningún partido, sino los de la flamante República; su finalidad primordial era la defensa de las libertades, cuya conquista había costado “torrentes de sangre”. Anunciaba también su frecuencia semanal, que a pesar de las instalaciones precarias con que contaba, supo mantener sin falta hasta el 26 de junio de 1828, cuando el mariscal Sucre prácticamente había dejado el mando de la república.
La mayor parte de los números de “El Cóndor” se editó en la Imprenta de la Universidad, formada por los restos de la pequeña máquina impresora que trajera el general Andrés de Santa Cruz en su expedición de 1823 al Alto Perú y algún material que vino con el ejército libertador.
Gabriel René Moreno, que fue el propietario de la única colección completa de “El Cóndor de Bolivia” y que le fue obsequiada por su “noble amigo” –como él llama a don Tomás Frías– dice que el periódico fue “escrito bajo la inspiración y aún bajo el dictado del presidente Sucre”. Sin embargo, aunque nunca mostró la cara, quien ejerció su dirección de manera directa y personal fue el ministro Facundo Infante en medio de sus tareas de Ministro del Interior y Relaciones Exteriores. En períodos no muy precisos, participó también en su redacción Casimiro Olañeta.
Hay en sus redactores el propósito de cumplir una pedagogía cívica dirigida a los miembros de la nueva república, bajo el concepto de que el Estado era en ese momento el sostén de la nación. Para llegar a tal objetivo, había también que ilustrar a esa nueva ciudadanía en el conocimiento que le había sido vedado durante el régimen colonial. Hay en sus páginas un aire libertario, sustentado por las ideas liberales del enciclopedismo francés. Apoyó resueltamente las medidas del gobierno con respecto a las restricciones impuestas a la iglesia y el clero. Es inocultable su carácter anticlerical.
Como Bolivia era una pieza importante dentro del régimen boliviariano, el periódico apoya en todos los casos las concepciones integradoras del Libertador Bolívar. Las noticias referentes a Bolívar eran infaltablemente destacadas.
Sostuvo “El Cóndor” encendidas polémicas con los periódicos que desde Buenos Aires atacaban la formación de la nueva república. Para el periódico la presencia de los ejércitos auxiliares argentinos había sido perjudicial para los fines de la independencia y desde 1816 el Alto Perú había sido abandonado por las provincias Unidas del Plata. Por lo tanto, Bolivia no tenía nada que deberle y mucho menos acceder a sus demandas territoriales.
Con el Perú de Agustín Gamarra “El Cóndor” tenía sus columnas en estado de alerta. Para nadie era un secreto su pretensión de hegemonía sobre Bolivia y denunció cada vez que era necesario las amenazas y peligros que venían del otro lado del Lago Titicaca.
Denunció con firmeza la intervención peruana en el atentado y señaló que era un inmediato antecedente de la invasión. Cayó defendiendo la integridad nacional y la figura del mariscal, sabiendo que eso tenía un costo, que los redactores estaban dispuestos a asumir.
El historiador americano Charles W. Arnade, en un extenso estudio sobre el periódico dice que era un “periódico limpio”. Por algo su orientación venía del propio Mariscal.

EL 18 DE ABRIL DE 1828.
EL ATENTADO Y LA CAÍDA.
Autor: Alberto Crespo.

En su obra “El primer atentado del militarismo en Bolivia”, Gabriel René-Moreno escribe en 1875 que “...el crimen frustráneo del 18 de abril permanece todavía para la posteridad envuelto en sombras. En Bolivia mismo es apenas conocido de bulto...”
Actualmente, debido a las propias investigaciones de Moreno, así como a la bibliografía sobre el tema aparecida desde entonces, aquéllas no sólo han dado mayores luces sobre tan sombrío acontecimiento, sino que quienes se han ocupado de él, cada uno desde distintas vertientes, han llegado de manera unánime a idénticas conclusiones. Pueden ser resumidas de esta manera:
En la mañana del 18 de abril de 1828, en la ciudad de Chuquisaca, el cirujano del escuadrón colombiano Granaderos a Caballo, con toda presteza se acercó a la casa de gobierno para informar al Presidente que al pasar por el cuartel de San Francisco observó que de manera inusitada la tropa estaba concentrada en el patio en plan de subversión. No se trata de adjudicarle todas las virtudes, pero el Mariscal había probado su serena valentía en innumerables acciones de la guerra de la independencia, sin vacilar un momento, acompañado de pocos ayudantes, se dirigió a caballo hacia el cuartel. Al ingresar al patio, intentó con buenas razones reducir a la tropa, pero le contestó una descarga y él fue herido gravemente en el brazo derecho, y con el caballo desbocado, que dobló hacia Santa Mónica y luego hacia San Miguel se retiró a la casa de gobierno.
Jorge Mallo, testigo de los acontecimientos de esos días, informó a René-Moreno que cuando el Mariscal llegó al cuartel, la guardia ya estaba en la calle y que desde una ventana alguien le gritó “Retírese, mi Jeneral, le hacemos fuego”. El presidente no hizo caso de la advertencia e ingresó al patio. Los soldados le dispararon desde distintas direcciones.
Incapacitado como estaba para poder escribir, el mismo día 18, el presidente nombró al general José María Pérez de Urdininea —quien se hallaba en ese momento en Oruro— presidente del Consejo de Ministros. El Ministro Infante despachó avisos a los prefectos sobre la situación producida.
Pidiendo que se nombrara un consejo de gobierno y se desconociese la autoridad del presidente, un populacho que se nombró a sí mismo con el término equivoco de “corporaciones”, ocupó la plaza de Chuquisaca. El periódico “El Cóndor de Bolivia” refirió que el palacio (antigua residencia arzobispal) fue saqueado por una turba alcoholizada, “llevándose los revolucionarios todas las armas, monturas y caballos”. Los presos de la cárcel fueron puestos en libertad.
Comenzaba para el presidente Sucre una sucesión de días penosos. Los sublevados “pusieron a la cabeza de su cama tres asesinos (los tres soldados y naturales del Perú) con la orden de acabar con los días del Mariscal de Ayacucho y vencedor de Pichincha si es que se advertía algún asomo de peligro a los rebeldes” (El Cóndor de Bolivia).
Otro testigo, el canónigo Juan Crisóstomo Flores, relató a René-Moreno que, viendo que la vida del Mariscal corría peligro, un grupo de gente adicta lo sacó a través de los pasillos de la catedral y lo llevó al colegio seminario y después a la casa de un amigo, Manuel Antonio Tardío.
CUATRO FACCIOSOS.
René-Moreno describe la situación de ese momento en la siguiente forma:
“El movimiento de la capital, según el general Blanco [Pedro] era el voto de cuatro facciosos desnaturalizados, no el de la Nación; y esta era rigurosamente la verdad. Nadie ha podido hasta ahora probar lo contrario. La Nación amaba con entrañable respeto al Gran Mariscal de Ayacucho; le amaba como gobernante y como hombre. Tenía perfecta confianza en las promesas solemnes que, como gobernante y como hombre, había hecho de dejar en tres meses más ante el próximo congreso el mando y a Bolivia. La violenta reacción contra Bolívar y su política era movimiento puramente peruano. Fue menester un ejército invasor para conseguir que en Bolivia se comunicase por impulsión o continuidad ese movimiento entre gentes de mala ralea, y entre ambiciosos descontentos o sin empleo. La república representada por su parte más sana, los vecindarios todos, aguardaba tranquila el ya muy cercano 6 de agosto”.
Se identificó a dos peruanos y un argentino, un tal Cainzo, un asesino a sueldo, como los autores directos del motín, pero la instigación venía del exterior, del general peruano Agustín Gamarra, con quien el Mariscal había sostenido una conversación pocas semanas antes en el río Desaguadero. El motín de Chuquisaca era parte de una conspiración más vasta.
El Perú vivía bajo el constante recelo de un conflicto militar con Colombia y que, en ese caso, con el ejército colombiano estacionado en Bolivia se vería en medio de dos frentes de guerra. A eso se agregaba la animadversión personal de Gamarra hacia el mariscal Sucre. En cuanto tuvo noticia del motín de Chuquisaca, en un acto de típica invasión, Gamarra y su ejército el 1 de mayo cruzaron el río Desaguadero e ingresaron a Bolivia. El jefe peruano dijo hipócritamente que venía a “interponerse entre la víctima y sus asesinos”.
El historiador peruano Jorge Basadre, escribe: “...la tónica de la política peruana era un acentuado anticolombianismo. Creíase entonces en el Perú que, después de la emancipación de España, había venido la emancipación de Colombia; y deseábase extender esta última hasta Bolivia, donde seguía una división colombiana, no obstante los afanes de Sucre por lograr su salida. El Perú tenía en el norte una guerra inminente con Bolívar y con Colombia y recelaba un ataque combinado desde allí y desde Bolivia, si al frente de esta república seguía Sucre”. (Historia de la República del Perú t. 1).
En la misma página: “Si es que el Presidente [José de la Mar] y sus consejeros no quisieron precipitar un avance militar sobre el Alto Perú, tampoco osaron oponerse a él”. En el Perú se conocía sin lugar a equívocos la indeclinable voluntad del mariscal Sucre de abandonar el país en el mes de agosto. Eso demostraba que el propósito de sojuzgar a Bolivia estaba por encima del deseo de echar a Sucre.
LA LEALTAD DE FRANCISCO LÓPEZ.
En cuanto el coronel Francisco López, prefecto de Potosí, recibió el aviso de alarma enviado por el ministro Infante, organizó de inmediato una fuerza combatiente que ingresó a la ciudad de Chuquisaca el día 22 de abril, tomando posiciones en las alturas de La Recoleta. Desde allí avanzó hacia la ciudad, dispersó violentamente a los revoltosos, quienes tuvieron más de veinte muertos, ocupó el cuartel y llegó hasta el presidente Sucre. Una precaria normalidad fue restablecida en Chuquisaca. Los dos peruanos cabecillas de la subversión fueron ejecutados públicamente. Una partida, entre ellos Cainzo, huyó hacia la Argentina.
Infante, que había sido tomado preso por los sediciosos el día 18 de abril, en cuanto fue liberado a la llegada del coronel López, tomó la dirección de las débiles operaciones para detener el avance de Gamarra. Al prefecto de Oruro le instruyó destacar “montoneras” desde Carangas hacia Arica y Tacna, para amagar la retaguardia del ejército peruano. Pero los hechos demostraron que era imposible detener la invasión. Se produjeron defecciones en las fuerzas bolivianas; la más grave y aleve fue la del coronel Pedro Blanco que, a la cabeza de una división, se puso al servicio de los invasores, quienes con esa ayuda ocuparon fácilmente La Paz, Oruro y Potosí.
El Presidente ha encargado el gobierno a su Ministro de Guerra, Pérez de Urdininea, pero no deja de estar informado de los acontecimientos. A Bolívar le escribe el 27 de abril: “Mi herida impide que ejerza el gobierno. No desempeñaré otro acto de la Presidencia que instalar el Congreso y leerle mi Mensaje”.
El 10 de mayo dicta una carta dirigida a Gamarra: “El motín fue obra de cincuenta granaderos [...] luego tomaron parte unos cuantos tumultuarios [...] tan sin opinión y sin séquito que puede, en verdad, calificárseles como una ruin canalla, como gente perdida y hambrienta”. Le repite su propósito de irse de Bolivia: “Preferiría mil muertes antes que por mí se introdujese en América el ominoso derecho del más fuerte”.
El 1 de junio se retira a Nucchu. Sólo se conoce una carta escrita en la hacienda; es a León Galindo, a quien le dice “Mi herida anda muy lentamente”. Mientras tanto, va dictando y corrigiendo su mensaje al Congreso.
Pero un día terminó bruscamente su retiro apacible en Nucchu. Fue cuando Pedro Blanco, el jefe de la “quinta columna” gamarrista en Bolivia, con una compañía del ejército peruano, le conmina “violentamente” a dirigirse a Chuquisaca. Es el más humillante de los vejámenes de que fuera víctima el Mariscal durante esos días. El mismo Blanco le obliga a ir a Siporo, como para desde lejos asistiera a la firma del “Ajuste” de Piquiza, firmado entre Gamarra y Pérez de Urdininea, y que disponía la salida inmediata por el puerto de Arica de las tropas colombianas, la derogatoria de la Constitución y, como si fuera necesario, la renuncia de Sucre a la Presidencia. El historiador Agustín Iturricha hace notar que cuando se firmó el humillante “Ajuste” sólo quedaban en Bolivia 500 soldados colombianos, que no podían significar ningún peligro para el Perú, lo cual demostraba una vez más la falsedad de la política peruana.
Pérez de Urdininea finalmente ha entrado en acuerdo con el enemigo. Al nombrar el 2 de agosto, en uno de sus últimos decretos, a José Miguel de Velasco Presidente del Consejo de Ministros, Sucre deja claro que Pérez de Urdininea debe ser enjuiciado por su actuación en la campaña.
A pesar de todo se fue el Mariscal sin encono ni resentimientos, las últimas palabras de su Mensaje fueron: “Representantes del Pueblo, hijos de Bolívar, que los destinos os protejan; desde mi patria, desde el seno de mi familia mis votos constantes serán por la prosperidad de Bolivia”.

EL ÚLTIMO DE LOS LANZA.
Autor: Alberto Crespo.

Momentos antes de morir a consecuencia de una herida de bala en la espalda, José Miguel Lanza envió postreramente este mensaje al Mariscal: “Diga usted al Presidente de la República que muero contento porque sacrifico mi vida en defensa de las leyes de mi patria, de la Constitución y de las autoridades que ella establece. Que justifico mi amistad por el General Sucre con mi propia sangre; que a él y a mis amigos todos recomiendo mis hijos”.
Tenía que ser uno de los hermanos Lanza quien muriera diciendo tales palabras.
Era la despedida de un hombre que había afrontado la muerte incontables veces como jefe de la guerrilla patriota de Ayopaya e Inquisivi, en medio de triunfos, derrotas y fracasos, pero fue el único gran jefe patriota que sobrevivió a la guerra de la independencia y junto con sus soldados recibió al mariscal Sucre en La Paz, en los primeros días de febrero de 1825. Ahora, 30 de abril de 1828, después de un combate sostenido en las afueras de Chuquisaca contra los sediciosos, moría dando su último mensaje de lealtad. Era el último de los Lanza que moría por la patria, pero el único de los hermanos que vio la libertad.
Para hablar de los otros dos hermanos es preciso volver algunos años atrás, a la revolución del 16 de julio de 1809 en La Paz.
Bajo la presidencia de Pedro Domingo Murillo, como miembro de la Junta Representativa, el 24 de julio, Gregorio García Lanza juraba lealtad a la revolución. Abogado en la Universidad del Cuzco, dirigió los actos más radicales del movimiento, como la requisa de armas a los españoles, la destrucción de los papeles públicos y el allanamiento del Seminario. Reclutó hombres para hacer frente al ejército de Goyeneche que se acercaba a La Paz. Eran cargos de la más extrema gravedad y por ellos, junto a los otros jefes, fue ahorcado en la plaza de armas de La Paz el 29 de enero de 1810.
El otro hermano, Victorio, también letrado, producida la revolución de 1809 fue nombrado comandante general del partido de Yungas y destacado para neutralizar las fuerzas que en Irupana organizaba el obispo de La Paz, Remigio de La Santa y Ortega. Victorio Lanza decretó la libertad de los esclavos y reclutó partidarios para el combate. El 25 de octubre dispuso el ataque a Irupana, pero fue rechazado por las fuerzas de La Santa.
Obligado a retirarse, buscó refugio en las profundidades yungueñas, perseguido por una partida de indios dóciles al obispo, hasta ser alcanzado cerca del río Mosetenes y allí victimado a balazos. Su cabeza fue enviada a La Paz.
Tal el destino heroico de los tres hermanos.

EL ÚLTIMO MENSAJE DEL MARISCAL.
Autor: Gustavo Medeiros Querejazú.

Desde su retiro en la finca de Nucchu, a orillas del río Cachimayo, el Mariscal Sucre emitió su último Mensaje al Congreso de Bolivia, el 2 de agosto de 1828. Entre esa fecha y el 9 de febrero de 1825, fecha de convocatoria a los pueblos del Alto Perú, habían transcurrido tres años y medio, lapso marcado por el destino para recorrer la gama de las más variadas ilusiones y caer, irremediablemente, en la amargura de las infidencias y la derrota política.
Ya en carta dirigida al Libertador Bolívar desde Cochabamba, en mayo de 1827, Antonio José de Sucre había escrito: “Esta América es un caos. Pienso, a pesar de este mal estado de las cosas, insistir en la federación de Bolivia, Chile y la República Argentina. Voy a trabajar siempre sobre esto, porque lo considero un bien para la América contra los desórdenes y las facciones”.
Era realmente una federación del cono sur la solución adecuada para la joven Bolivia y el antídoto contra las facciones y los desórdenes? Un año antes, en 1826, se había concertado bajo el gobierno de Sucre con el plenipotenciario peruano Ortiz de Zevallos el tratado de federación entre Bolivia y Perú, subordinado a la adhesión de Colombia. De esta triple federación dependería también una recomposición territorial, en virtud de la cual Arica pasaría a soberanía boliviana, mientras que Apolobamba y Copacabana pasarían al Perú. Aunque el Mariscal confiesa en su último Mensaje que nunca estuvo de acuerdo con esa negociación diplomática, propicia en el mismo documento la alianza de Bolivia con Colombia y, al mismo tiempo, recomienda el envío de plenipotenciarios al Congreso anfictiónico que de Panamá se había trasladado a Tacubaya en México.
Por supuesto, el Mariscal de Ayacucho compartía los ideales de Bolívar en cuanto a crear, no una veintena de débiles repúblicas, sino compactas federaciones como era ya la Gran Colombia, coronadas por el anfictionado, a semejanza de la Grecia antigua, desde México hasta el Plata.
“...UN PUÑAL A SU PATRIA”.
Naturalmente, todo esto quedó en el plano teórico de las sabias intenciones; pero lo que Sucre resistió con vigoroso empeño fue la subyugación de la independencia de Bolivia por el ejército peruano, las ambiciones del general Gamarra y las veleidades de militares bolivianos como el general Pedro Blanco.
En una minuciosa explicación sobre el motín del 18 de abril y el tratado de 6 de julio de 1828, el Mariscal Sucre evidencia su invariable apego a la legalidad constitucional para concluir con esta admonición profética: “Si las bayonetas enemigas, contaminando el uso del derecho bárbaro de la fuerza, os obliga a traspasar vuestros deberes, apelo en nombre de la nación a los Estados de América por la venganza, porque está en los intereses de todos destruir este derecho de intervención que se ha arrogado el Perú y que envolvería nuestro continente en eternas guerras y calamidades espantosas”.
El Mensaje pasa revista, asimismo, a las relaciones con los países vecinos y, con excepción del Perú, las encuentra lisonjeras y satisfactorias. En lo tocante al orden interior, el documento pone de relieve los progresos logrados en la educación pública, que fue preocupación preferente de la administración del Mariscal Sucre. Otra inquietud, no menos vehemente, fue la habilitación del puerto de Cobija, “para que la República no sufra en las internaciones de efectos de ultramar las condiciones caprichosas de nuestros vecinos”.
Un punto poco conocido de la administración de aquel tiempo fue la elección de la capital de la República. Según el Mensaje, el Congreso pidió al Libertador Bolívar resolver este asunto y él señaló a Cochabamba como el lugar de su preferencia.
Temas tratados con algún detalle en el Mensaje son los relativos a la reforma eclesiástica, la agricultura, la minería, el comercio, las finanzas públicas y el ejército, con la circunstancia especial de que la organización castrense alcanzó en esa época un grado notable de disciplina y eficiencia. Lamentablemente, el ejército había sido minado después por la propaganda peruana y las facciones interiores. Vale la pena citar este párrafo del Mensaje:
“Para colmo de las maldades, el ejército boliviano que se formaba sobre las más sólidas bases de la moral y la disciplina, ha sido contaminado por un fatal ejemplo. Se ha premiado a los caudillos de una defección con que clavaron un puñal a su patria, y esto es un terrible obstáculo para que la fuerza armada de la república vuelva al mismo brillo con que empezaba su carrera”.
LA NOBLEZA DEL HÉROE.
Los últimos acápites del mensaje contienen, a la vez, la emoción de una despedida, que sería para siempre, y profundas enseñanzas para esta nación joven, envuelta, prematuramente, en discordias y ambiciones malsanas.
“Siguiendo los principios de un hombre recto -dice el Mariscal- he observado que en política no hay ni amistad ni odio, ni otros deberes que llenar, sino la dicha del pueblo que se gobierna, la conservación de sus leyes, su independencia y su libertad. Mis enemistades o mis afectos han sido, en mi administración, los enemigos o amigos de Bolivia”.
Confesión sincera que revela el alma noble de un héroe que supo, en su hora de triunfo, amnistiar a los vencidos y dar ejemplo de generosidad.
En el mismo tono y como quien recoge la cosecha de su grandeza, el Mariscal de Ayacucho juzga así su tránsito por Bolivia:
“Al pasar el Desaguadero encontré una porción de hombres divididos entre asesinos y víctimas, entre esclavos y tiranos, devorados por los enconos y sedientos de venganza. Concilié los ánimos, he formado un pueblo que tiene leyes propias, que van cambiando su educación y sus hábitos coloniales, que está reconocido de sus vecinos, que está exento de deudas exteriores, y que dirigido por un gobierno prudente será feliz”.
Y termina con esta reflexión que, al cabo de los años, es aún valedera.
“No he hecho gemir a ningún boliviano; ninguna viuda, ningún huérfano solloza por mi causa; he levantado del suplicio porción de infelices condenados por la ley, y he señalado mi gobierno por la clemencia, la tolerancia y la bondad... En el retiro de mi vida veré mis cicatrices y nunca me arrepentiré de llevarlas, cuando me recuerden que para formar Bolivia preferí el imperio de las leyes a ser el tirano o el verdugo que llevara siempre una espada pendiente sobre la cabeza de los ciudadanos”.