miércoles, 20 de julio de 2011

Acerca de Sucre, el Mariscal y la ciudad – Parte 9

Autor: Varios.
Fuente: Suplemento del periódico La Razón, Bolivia, La Paz, marzo de 1995.

LAS LUNAS DEL GUERRERO
Autor: Juan Carlos Orihuela

“Sucre fue impenetrable, ermitaño y solitario, de un solo amor en su vida: un día le entró La Marquesa por los ojos y nunca más se la pudo sacar de encima”, se lee en las primeras páginas del estudio que Fernando Jurado Noboa dedica a Antonio José de Sucre en su libro Las noches de los libertadores (Quito, 1991).
Lo singular de esta obra radica en el paralelo que establece el autor entre la relación cronológica de los sucesos político-militares que protagonizara el Mariscal de Ayacucho, y las estrías de una vida interior a la que, a pesar de tanta voluntad, le fuera negada el dominio de las realizaciones: vivir en paz con la mujer que amaba, en la Casa Azul, el espacio que había reservado para los recuerdos y el ocio sereno de la vejez.
Atribuyo pues a esa orientación e inquietud que Jurado Novoa imprime a su obra (poco común en los estudios dedicados a un personaje histórico de la estatura del Mariscal), el haberme decidido a recrear esos recovecos que, por lo general, no llaman la atención de especialistas y que, sin embargo, digo yo, en muchos casos pueden haber sido vitales en la toma de decisiones, a la hora de dirigir una batalla, o firmar una capitulación.
Quiero decir que no pudo serme indiferente el hecho de que aquel guerrero, que gozaba con el campo, las macetas y el agua tibia, aprendiera desde temprano que no eran concebibles el relincho y la pólvora lejos de un lecho esclarecido por sábanas limpias y cuerpo de mujer fue en las inmediaciones de Guayaquil, Quito, La Paz y Bogotá donde Sucre libró, quizás, sus combates más ásperos, pero fue también allí donde conoció lo más generoso del amor.
II
Tenía 26 años cuando, recién llegado a Guayaquil, conoció a Pepita Gainza, La Leal, con la que bailó y en cuyo corpiño quedó enredada una de las medallas que llevaba en la chaqueta.
–Señorita, esto significa que mis glorias le pertenecen–, dijo El Guerrero, conmovido por el encuentro prematuro.
Sus relaciones con La Leal, sin embargo, sólo durarían unos pocos meses: había conocido a doña Tomasa Bravo, La Morena, e iniciado una turbulenta relación.
Eran los años de las marchas por Zapotal, Angamarca y los páramos del Chimborazo, del arduo trajín entre Samborondón y Babahoyo, de las intensas campañas de guerra interminable. En medio del humo y la balacera, La Morena quedó embarazada, dando a luz a Simona el 22 de julio de 1822.
Pocos días después del nacimiento de su hija, El Guerrero entró en Ambato y, posteriormente, en Latacunga, donde se le recibió con regocijo. Fue allí, según se dice, que entre suntuosas casas esquineras y el desvelo de las familias latacungueñas por atenderlo conoció a doña Mariana Carcelén, La Marquesa de Solanda, La Sigilosa, la que quedaría por siempre en el alma de laberinto del Mariscal.
La Leal, entretanto, guardaría su ausencia en medio de una resignación pertinaz, casándose recién un año después de que El Guerrero fuera asesinado, y acariciando aquella medalla hasta el día de su muerte, a los 76 años de edad.
III
Sucre entró en Quito en mayo de 1822, y poco después comenzó a frecuentar la casa de los Carcelén. Según se sabe, en junio de ese mismo año don Felipe Carcelén, padre de La Sigilosa, ofreció al Mariscal la mano de su hija.
A medida que transcurría el tiempo, el corazón de El Guerrero se hizo más vulnerable a los embates del amor, y no tuvo que pasar mucho antes de que confesara estar hondamente enamorado de La Marquesa. No así ella, que aún no terminaba de resolver en su interior la naturaleza de sus sentimientos hacia Sucre.
A la indecisión, a su espíritu coqueto y a la falta de calidez del Mariscal se debió, probablemente, el hecho de que La Sigilosa se dejara cortejar por Sandes, El Intruso, quien había arribado a Quito al mando del Batallón Rifles, escoltando a Bolívar. Este batallón se había hecho famoso por su gran temperamento en el combate, pero, al mismo tiempo, por su indisciplina y alevosía: sus miembros –venezolanos e irlandeses– eran desordenados y disipados, les gustaba comer y beber en abundancia, raptar mujeres y batirse a cuchillo ante la menor provocación.
A pocos días de su llegada a Quito, El Intruso también quedaría deslumbrado por La Sigilosa, quien no tuvo inconveniente en dar pábulo a sus miradas de lisonja y a sus acechos insistentes.
lV
Hacia fines de marzo de 1823, Sucre y Sandes salieron de Quito por órdenes de Bolívar para dar inicio a la crucial campaña del Perú. Llevaba El Guerrero un retrato de La Sigilosa a la mano, y ambos partían con la sensación de no haber hecho lo suficiente para ser merecedores de su amor. Pero ante todo cargaban con una susceptibilidad mutua que sólo se resolvería quince meses después, en Huamachuco, en el Perú. Aquella noche helada de junio de 1824, el Mariscal se acercó a El Intruso y le propuso que sea el azar el que elija al compañero de La Sigilosa.
–Fiemos a la suerte y brindemos el ponche por la ventura del afortunado–, había dicho El Guerrero. Después de la incertidumbre, Sucre escogió cara, y Sandes corona: salió cara.
Desde ese momento, El Intruso se retiró dignamente de la contienda amorosa, y siguió combatiendo enfermo de amor al lado del Mariscal. Por su parte, el Guerrero continuaba a la espera de noticias de que en quince meses de campaña tan sólo le había enviado tres cartas.
En febrero de 1825, el Mariscal llegó a La Paz, donde convocó a una Asamblea en el Alto Perú para que los pueblos decidieran sus destinos, procedimiento que Bolívar reprobó desde Lima. Poco después conocería a doña Rosalía Cortés y Silva, La Esbelta, con quien iniciaría romance. Tenía 21 años, y vivía con sus padres en el barrio de San Agustín, en la calle de San Juan de Dios.
Para abril de 1825, La Esbelta estaba embarazada, y en enero del año siguiente, mientras el Mariscal vivía en Chuquisaca como Presidente de Bolivia, daría a luz a un varón, a José María Sucre Cortés, a quien atendió con solicitud pero nunca reconoció.
V
Mientras tanto, La Sigilosa no había alterado su silencio, habiendo transcurrido ya más de dos años desde que El Guerrero recibiera su última carta. A mediados de 1827, otra mujer apareció en la vida del Mariscal: doña Manuela Rojas, La Altiva, natural de Tarija, aunque vecina de la parroquia de Santo Domingo en Chuquisaca. Corría el mes de noviembre de 1827 cuando La Altiva quedó embarazada en medio de la alta tensión política que vivía el país.
A todo esto iban a cumplirse cinco años desde que El Guerrero saliera de Quito. Amartelado, fastidiado y encanecido a los 31 años de edad, Sucre decidió efectuar de una vez su matrimonio con La Marquesa, enviando un poder para casarse a distancia. Entusiasmado por aquella iniciativa, compró la Casa Azul para que la pareja viviera en Quito.
El matrimonio por poder había quedado fijado para el día 20 de abril de 1828 en la ciudad de Quito. En la madrugada del 18 de abril estalló una revuelta en contra de El Guerrero, en la que un disparo le fracturó el húmero. Algunos días más tarde, sofocada la insurrección, se llevaría a cabo el matrimonio.
Los meses siguientes los pasó en Nucchu bajo el cuidado de La Altiva, quien el 7 de junio de 1828 dio a luz a un varón, César Sucre, quien fuera reconocido por el Mariscal ante la tenaz insistencia de la madre. Poco después El Guerrero envió un mensaje de despedida a los bolivianos y abandonó Bolivia para siempre, dirigiéndose luego a Quito, adonde llegó el domingo 28 de septiembre de 1828. Allí durmió por primera vez con su esposa, Mariana, La Sigilosa, a quien volvía a ver después de cinco años y medio de ausencia.
VI
A pesar de la gran frustración por lo sucedido en Bolivia, El Guerrero había iniciado una nueva vida al lado de La Sigilosa, siempre atento a las órdenes de Bolívar, aunque prácticamente desde el servicio pasivo.
Entretanto, la Casa Azul se había convertido casi en una obsesión para el Mariscal. Los adornos de la azotea, el color de la casa, las dimensiones de los zaguanes, la ubicación de los maceteros estaban permanentemente en su pensamiento, y hasta había fijado fecha para habitarla: 30 de junio de 1830.
Pese a la merma de su salud y su fortuna, el Mariscal había encontrado cierta serenidad después de tantos años de guerra, amores furtivos y soledad. Mariana, por su parte, daría a luz a una niña, Teresa, La Esperada, el 10 de julio de 1829, nacimiento que llevaría algún sosiego al deterioro que ya se dejaba sentir en las relaciones entre La Sigilosa y El Guerrero.
Hacia los primeros meses de 1830, y ante la inminente desintegración de la Gran Colombia, fue convocado un Congreso Extraordinario en Bogotá al que El Guerrero asistió como representante ecuatoriano. El Congreso resultó un fracaso. En medio de esa desazón, el Mariscal tomó su caballo y emprendió el retorno a Quito, desoyendo los consejos que le dieran de viajar por barco hacia Guayaquil.
Y un viernes 4 de junio de 1830, en las inmediaciones de Berruecos, tras duras jornadas de camino, los disparos de cuatro tunantes interrumpían una vida de apenas 35 años, 20 de los cuales habían sido dedicados a las guerras por la independencia americana. Pero además le negaban el cumplimiento de sus últimos y más íntimos deseos: habitar la Casa Azul junto a Mariana, La Sigilosa, viendo crecer a Teresa, La Esperada, entre los helechos y las buganvillas de la tarde.


EL DIÁFANO SUCRE Y LOS OTROS…
Autor: Jacobo Libermann Z.

La transparente política y la índole moral de Antonio José de Sucre, artífice de la finalización del imperio peninsular en el Perú en la llanura de Ayacucho, no requiere profundas indagaciones históricas ni consultas en fuentes primarias de investigación. Todo lo que se conoce de él es suficiente. Su carrera militar, la lealtad en la conducta, la correspondencia que dejó como indeleble rastro, la capacidad para sobreponerse a los infortunios y los actos administrativos en la naciente república boliviana, a la cual le dio el impulso decisivo con el documento del 9 de febrero de 1825, hacen de este hijo de Cumaná, Venezuela, un privilegiado General de Bolívar comprometido con la autonomía de los países andinos en la América Meridional.
Esa claridad lo eleva, ennoblece y decide que sea calificado como un excepcional arquetipo militar y civil en un período de cambios revolucionarios en el Nuevo Mundo a comienzos del siglo XIX. Si, como es evidente, los conspicuos protagonistas de las campañas independentistas, desde Caracas a Buenos Aires, fueron motivados por la descolonización de sus patrias y luego proclamarían su derecho, apoyados en el poder armado, para heredar el gobierno de las flamantes repúblicas; Sucre, al contrario, experimentaba fastidio y desgano por el predominio político sobre los pueblos liberados. Es pertinente anotar una paradoja que despertará resistencia en admitirla: Sucre, aún con su demostrada destreza militar en dos estelares fechas de su trayectoria, el 24 de mayo de 1822 en Pichincha y el 9 de diciembre de 1824 en Ayacucho, por los rasgos de su psicología se inclinaba notoriamente más por una organización de la sociedad civil que por una estructura de poder con hombres apuntalados por tercerolas y lanzas. Toda su gestión de gobernante tuvo esa notable característica democrática. El derecho y el libre albedrío y no la imposición autocrática.
Quien se empeñe en emprender un análisis del pensamiento y el alma de Sucre se encontrará frente al reto de separar al conductor de intrépidas batallas con el organizador del Estado. Si básicamente se lo califica entre los estrategas militares su ánima, en la antípoda, posee la inconfundible fisonomía de un hombre de paz y guerra; de armonía y no de conflicto.
Fue bizarro en los actos del vivir pacífico y circunstancialmente un valeroso cid en las confrontaciones en las que triunfó sobre los realistas del sistema colonial.
No caben titubeos: Sucre fue un militar por necesidad histórica y ciudadano civil por intrínseca vocación de sus principios. ¿Esta definición constituye un erróneo boceto de su personalidad? No lo es, a la luz de la imagen que trasciende de él, luego de estudiar sus huellas desde Cumaná hasta Berruecos. Sus méritos van más allá del campo castrense iluminando con igual o mayor intensidad los logros de estadista. La historiografía sólo ha demostrado una faz de su característica humana. Hay otra más trascendente cuando la guerra concluye.
Los galones y charreteras de su meteórica carrera militar le sirvieron a Sucre para dirigir la contienda libertadora de los mestizos y de las huestes indias enroladas, en muchos casos a viva fuerza, resignadas a la servidumbre tricentenaria de las encomiendas y los últimos estertores de una sumisión política y social. Con aquél material humano e ideológico elaboró la urdimbre de la emancipación contra la tenaz resistencia de los realistas atrapados por un engranaje de giro histórico.
Antonio José de Sucre, más proclive en resolver los dilemas socio-políticos e institucionales de los pueblos que a su destrucción física en el combate, después de vencer a los soldados del Rey en el Rincón de los Muertos –Ayacucho– tenía la instrucción de Bolívar de ingresar al Alto Perú para someter al general Pedro Antonio de Olañeta que seguía fiel al modelo absolutista de Fernando VII y soñaba con reemplazar al virrey José de La Serna, un liberal en desgracia. El testarudo y leal Olañeta seguía hipnotizado con la idea de conservar, por lo menos, a la ex-Audiencia de Charcas bajo la hegemonía española. Este comportamiento ilusorio ha sido interpretado por algunos como si el último realista en armas, distante de los peruanos y argentinos, fuera un meritorio precursor de la independencia de Bolivia y como tal indirectamente patriota, poco menos que al mismo nivel del guerrillero de Ayopaya José Miguel Lanza de admirable actuación.
Debemos juzgar que escribir los episodios de la historia constituye una tarea algo más compleja que atenernos exclusivamente a los documentos e investigación de papeles; también es importante escudriñar los recovecos del espíritu de sus principales actores. Dirán, con alarde historiográfico, que ese enfoque interpretativo pertenece al ámbito literario y nada al rigor de los estrictos hechos. Esta historia horizontal revela la superficie visible de los acontecimientos y deja sin respuesta la faz interior de sus personajes.
Pues, ahí va el mariscal Antonio José de Sucre trepando el altiplano de un inmenso país que a corto plazo se llamaría Bolivia en homenaje a Bolívar. Sucre contempla fascinado un territorio escasamente poblado, silente y de grandes cordilleras nevadas. Indios, vicuñas y llamas pasan a la vera del Ejército Unido que en escuadrones de caballería y tropa de línea bordea el lago Titicaca en dirección al río Desaguadero, limite natural entre los dos perúes. A partir de esa frontera fluvial le espera todo un pueblo que sólo aspiraba “a ser de sí mismo” sin tutelaje ni dependencia de Madrid, Lima o Buenos Aires. Poco antes del cruce del Desaguadero, Sucre se encuentra con el sobrino y ex secretario del general Pedro Antonio de Olañeta. ¿A qué viene D. Casimiro agotando su cabalgadura después de salir corriendo desde Chuquisaca? ¿Qué angustia le estrangula la garganta y lo sofoca? Convertido en patriota independentista, gracias al resultado de la batalla de Ayacucho, se empeña con toda el alma en no quedar al margen del nuevo orden que está por dar a luz en el Alto Perú. No puede ser excluido, sería su ruina política, de ese presentido nacimiento luego de haber servido a la monarquía absolutista de los borbones en el corazón de América.
Sucre se entrevista con el Dr. Casimiro Olañeta en la localidad de Acora y desde ese instante comienza una relación de comunes propósitos que hará grave crisis en el año 1828.
Mientras tanto, todo marcha en perfecta armonía y el mariscal de Ayacucho acepta y agradece la colaboración de Olañeta, quien demostrará con el tiempo los entresijos de su alma como lo hizo con su tío realista a quien traiciona sin el menor escrúpulo. Según ciertos pragmáticos estudiosos esto no importa; lo que vale es la meta de parir una República sobre las cenizas de la colonia. Cada cual en lo suyo: Sucre con todas sus luces y lealtades para las ambiciones del pueblo altoperuano y Olañeta con su conducta oblicua e interesada. Una reflexión necesaria: sin el Dr. Olañeta, no cabe la menor duda, Bolivia de todos modos hubiera logrado establecer su completa autonomía. Era una pieza de consejo pero no la clave sin la cual se corría el riesgo de abortar la emancipación.
Para D. Casimiro y su grupo la presencia de Sucre en Bolivia y la vigencia de la Constitución Vitalicia como instrumento de gobierno, entusiasmadamente aceptada con alabanzas por él en el Congreso Constituyente —“. . puede llamarse el mejor documento de la experiencia y de las luces, y el fruto de la más profunda meditación”— excitaba una clandestina oposición creando una atmósfera de malestar que por fin encontró aliados internos y otros del exterior, como el general Agustín Gamarra, de vigía en la frontera, presto a movilizar el ejército peruano para invadir la nueva república. Así sucedió en efecto.
El semanario El Cóndor de Bolivia en su número 125 del 24 de abril de 1828, —transcurridos seis días del intento de eliminar al mariscal de Ayacucho— publica una larga carta de un “Chuquisaqueño” en la que se informa de una reunión de corporaciones cívicas que analizan los episodios de la conspiración para derrocar al gobierno. En uso de la palabra el Dr. Olañeta no expresó el más mínimo repudio por el estallido revolucionario del 18 de abril y por el contrario, según la crónica de El Cóndor, “trató de manifestar en un largo discurso, que eran necesarias muchas reformas y sobre todo desobedecer al gobierno, apoyando siempre sus razones en la voluntad de los sublevados... “Más adelante el relato apunta: “Disolvióse la reunión sin convertir en nada que mereciese la pena, pero como estaban de acuerdo con Olañeta una docena de díscolos, alzaron el grito y dijeron que era preciso arrestar al Presidente [Sucre] y a los Ministros”.
El 27 de abril de 1828 Sucre —imposibilitado de escribir por su grave herida en el brazo derecho—, le dicta a su amanuense J. E. Andrade una carta al Libertador Bolívar refiriéndole algunos episodios de la insurrección en Chuquisaca y le comunica: “Se admirará Ud. de saber que el doctor Olañeta era el consejero y el director de los malvados”. Esta denuncia se encuentra registrada en el libro “Documentos Referentes a la creación de Bolivia” de Vicente Lecuna, Tomo II, página 537-539. Edición publicada por el gobierno de Venezuela, Caracas, 1975.
El historiógrafo R. P. Nicanor Aranzaes (1846-1927) en su libro “Las Revoluciones en Bolivia” —con base en estudiados fondos documentales— vincula la irrupción militar peruana con los infaustos acontecimientos en Chuquisaca y afirma: ”El presidente del Perú don José Lamar situó un ejército en la frontera boliviana al mando del general Gamarra, el que en convivencia con el coronel Pedro Blanco, Casimiro Olañeta y otros malos bolivianos, promovió el motín del 18 de abril para consumar su inmoral invasión”.
La disparidad que se advierte entre la personalidad de Sucre y el Dr. Olañeta sólo se puede explicar en los opuestos valores morales que ambos cultivaron en su vida pública. Claridad en la conducta en contraposición a la duplicidad caracterizaron, de comienzo a fin, su protagonismo histórico antes y después de la independencia de Bolivia. Sucre practicó la virtud de la lealtad desde Cumaná a Berruecos cuando los asesinos ponen fin a su existencia. El Dr. Olañeta fue un obsesionado de la intriga, el transfugio profesional y especializado en disimulo.
Ante esa compleja naturaleza, se confiaría en el Dr. Olañeta, su fuego en el verbo y el amor al sistema republicano y democrático, como poco antes demostró la misma vehemencia y pasión por el vasallaje colonial de la Audiencia de Charcas. La suerte inicial de la República de Bolivia estuvo en la voluntad de Antonio José de Sucre y su Ejército Unido y él no defraudó en ningún momento el recóndito anhelo de los altoperuanos que combatieron 15 años en las localidades insurgentes de Ayopaya, Tapacarí, Larecaja, Yungas, Inquisivi, etc., para arrancarle a la clase social del Dr. Olañeta el último baluarte de la Colonia en América.
Sucre fue más lejos —en pasajera divergencia con Bolívar— de las precisas instrucciones cuando se decidió suscribir, con toda premura, la primera carta autonómica de los bolivianos en el alba de su efectiva y real independencia. En aquel instante estelar el Mariscal de Ayacucho no contaba con otros ayudantes más diestros en derecho, legislación y dialéctica que el núcleo de letrados de Charcas al que pertenecía el Dr. Olañeta. Ellos aprovecharon a su favor, con el rotulo de novicios patriotas, la fractura histórica de una situación irreversible que conducía al nacimiento de la República.
Sucre, con la experiencia acumulada en el trato de los hombres, desde Venezuela hasta el Alto Perú, no sería tan ingenuo como para no advertir la calidad e historial de sus colaboradores en la magna empresa boliviana, equidistante en sus intereses de Lima y Buenos Aires. El desafío consistía en crear un Estado independiente con los interlocutores más destacados que se disponía en ese momento. Sucre, “in pectore”, sabía de sobra que una obra de esa dimensión se construye con diversos instrumentos y substancias de la naturaleza del ser humano.
Bolivia quiso ser y fue, y aquella aspiración colectiva encontró en Sucre al supremo arquitecto con la colaboración de una mano de obra que al concluir su trabajo conspiró para desalojar a su autor, humillarlo con la expulsión y posesionarse del dominio de la República en una ficción de cambio que reinstaló el sistema político colonial con otros personajes y otro nombre.


DESDE EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO, EL HIMNO A SUCRE
Autor: Luis Ríos Quiroga

EL CENTENARIO DE SUCRE
(Letra de Jacobo Ramallo, música de Marcelino Hidalgo)

Al Gran Sucre la gloria de un mundo
recordemos con himnos de paz,
Él nos dio libertad con su sangre
y su nombre, su nombre inmortal.

De Ayacucho en el campo su espada
como rayo del cielo brilló,
Y a su luz se mostraron gloriosos
libres, libres los hijos del sol.

El altar de la patria es hermoso
cual la imagen del Gran Mariscal,
Vengador de los incas sublime,
que nos dio libertad, libertad.

Bendigamos el nombre querido
de Bolivia; su nombre y blasón;
Que venciendo al olvido y al tiempo
viva siempre en recuerdos de amor.

Entre las leyes y supremas disposiciones de 1894, está la relativa a un concurso literario en verso y prosa, con motivo de conmemorar el centenario de nacimiento de Antonio José de Sucre en febrero de 1895. Mariano Baptista Caserta, Presidente Constitucional de la República de Bolivia (1892-1896), cumpliendo la disposición suprema, emite el decreto correspondiente de 8 de diciembre de 1894, convocando a un certamen literario nacional con los temas siguientes:
VERSO: Ayacucho --- 1795-1825-1895 épocas históricas que encierran estas fechas --- Sucre, leyenda para el monumento que se erigirá y cuya medida será del soneto.
PROSA: Documentos inéditos sobre la historia del Gran Mariscal --- Perfiles y Paralelos del Héroe --- Estudios con relación a las instituciones fundadas por el Mariscal.
Otro decreto del 29 de enero del año 1895, prorroga el certamen hasta el 3 de febrero de 1896.
Las instituciones de la ciudad de Sucre, por su parte, el mismo año de 1894, convocan a un estudio histórico en prosa sobre el General Antonio José de Sucre y un canto heroico en verso con el tema “La Batalla de Ayacucho”. Se establecen tres premios: medalla de oro, medalla de plata y diploma de honor. Jacobo Ramallo, poeta, es posible que enviara su trabajo a este concurso en verso, porque su composición es un canto heroico que habla de la libertad del Alto Perú como consecuencia de la batalla de Ayacucho que recuerda a Sucre, el héroe, y eterniza su memoria.
“El Centenario de Sucre”, título verdadero de la composición de Jacobo Ramallo, tiene 4 estrofas y 16 versos. (Ver el poema en sus versos originales en esta misma página)
“El Centenario de Sucre” como oda heroica, no solamente tiene pensamientos enérgicos, atrevidos, llenos de nobleza, sino versos sonoros, cadenciosos y combinaciones estróficas que están ligadas al ritmo y melodía de la música, porque “El Centenario de Sucre” de Jacobo Ramallo fue oficialmente convertido en el conocido “Himno a Sucre” que en la actualidad cantan escuelas, colegios, institutos militares y pueblo boliviano en general.

ALGUNOS VERSOS CAMBIADOS
Motivos que desconocemos han cambiado algunos versos originales por otros que modifican el significado del poema. Así que en el primer verso de la primera estrofa, en la actualidad cantamos:
“Al Gran Sucre la gloria del mundo”
Los versos originales dicen:
“Al Gran Sucre la gloria de UN MUNDO”
Versos más lógicos porque se refieren al mundo liberado por la espada de Sucre. El tercer verso de la misma estrofa, cantamos con una conjunción inútil:
“Que nos dió libertad con su sangre”
Jacobo Ramallo escribe con el pronombre correspondiente:
“ÉL nos dio libertad con su sangre”
El segundo verso de la tercera estrofa cantamos:
“El altar de la patria es hermoso / con la imagen del Gran Mariscal”
El verso de Ramallo emplea una figura de comparación quizás teniendo en cuenta aquello que la patria “es pan pero no sólo pan”
“El altar de la patria es hermoso / CUAL la imagen del Gran Mariscal”
Finalmente, los versos de la cuarta estrofa están enteramente cambiados:
“Bendigamos su nombre querido / De Bolivia su noble blasón / que venciendo al olvido y al tiempo / viva siempre en recuerdos de amor”
Debiéramos cantar:
“Bendiqamos EL nombre querido / de Bolivia SU NOMBRE Y BLASÓN / que venciendo al olvido y al tiempo / viva siempre en recuerdos de amor”
Por otra parte, el Cancionero Patriótico Escolar de Bolivia (La Paz, sin pie de imprenta, p. 13) y con la advertencia: “versión corregida y aumentada”. El álbum “Canciones Escolares” para las escuelas de Bolivia (Establecimiento Gráfico de R. De Stéfano e Hijos y Cía., Bs.Aires, 1956, p. 8, con partituras) y El Cancionero Escolar (Producciones Aries, La Paz, 1991, p. 4), presentan versiones con los errores anotados anteriormente.

LOS AUTORES DEL HIMNO A SUCRE
Respecto de los autores: Marcelino Hidalgo, autor de la música, fue director de banda militar y profesor de música en el colegio nacional “Junín”. Jacobo Ramallo, autor de la letra, nació el 2 de octubre de 1852 y murió en 1907. Fue licenciado en Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, profesor de literatura en el colegio Junín reabierto por el Mariscal Antonio José de Sucre, el 6 de agosto de 1826, con el nombre “Colegio Nacional de Junín”, en recuerdo glorioso de la batalla ganada por Bolívar. Jacobo Ramallo, de su copiosa producción en verso difundida en periódicos y revistas de la ciudad de Sucre, publicó el poemario titulado “Mis Versos” editado en Buenos Aires, con prólogo de Tomás O’Connor D’Arlach y en cuya página marcada con el número 122, está la composición “El Centenario de Sucre” o “Himno a Sucre”. Jacobo Ramallo, poeta afiliado a la corriente romántica, como tal, exaltó en verso los temas de la Patria, el Hogar, la Religión, con la incurable melancolía del siglo XIX.
Mereció el premio de “La Pluma de Oro, en un certamen para conmemorar el Centenario del Libertador Bolívar, el 24 de julio de 1853. Perteneció a numerosas sociedades literarias como La Floresta, La Colmena Literaria, El Centro de Lectura. Fue fundador y redactor de los principales periódicos sucrenses: La Floresta, La Colmena Literaria, El Álbum Literario, El Murciélago, El Deber, Bolivia Literaria y otros.
Carlos Morales y Ugarte, prestigiado literato, en sus recuerdos, dice que conoció a Jacobo Ramallo en una casa de la calle Abaroa, marcada con el número 219. Dando al zaguán estaban las habitaciones de Jacobo Ramallo. Nunca olvidaré que miraba medrosamente la estampa del poeta: alto, pálido, de faz demacrada, con la cara huesuda y unos cabellos blancos, largos, siempre desgreñados.
Algunos versos de Ramallo son cantados por la doliente alma popular. Quién no recuerda aquella de:
“Cuando los padres se van / los hijos con sus congojas, / se esparcen como las hojas / que arrebata el huracán”
Este inspirado bardo, fue el autor del Himno a Sucre, que como himno, es el segundo después del Himno Nacional de Bolivia. La presente nota informativa tiene el propósito de lograr que el Himno a Sucre sea entonado y ejecutado tal como nació originalmente.

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