miércoles, 20 de julio de 2011

Acerca de Sucre, el Mariscal y la ciudad – Parte 11

Autor: Varios.
Fuente: Suplemento del periódico La Razón, Bolivia, La Paz, marzo de 1995.

EL ASESINATO DE SUCRE.
LA SANGRE DE ABEL.
Autor: Enrique Ayala Mora.

La muerte de Sucre pesa en la historia latinoamericana y especialmente ecuatoriana y colombiana, no sólo como un hecho que cambió el liderazgo de la fundación de la república, sino también porque tuvo ingentes implicaciones en la trayectoria de su actores.
Bajo el techo de la iglesia Catedral Metropolitana de Quito descansan los restos de Antonio José de Sucre, gran Mariscal de Ayacucho, Vencedor de Pichincha y de Tarqui. Primer Presidente de Bolivia, el soldado más notable de las luchas independentistas y el militar a quien el Libertador quiso y respetó más. La historia de cómo terminaron sus restos allí es larga, porque pasaron setenta años de ocultamiento, temores, dudas, agrias discusiones, antes de que al fin se les diera sepultura digna. Paradójicamente, a pocos metros, en preferente lugar del mismo templo, están también las cenizas del General Juan José Flores, Primer Presidente del Ecuador. Hay que decir “paradójicamente”, porque fue a Flores que un Congreso de incondicionales designó “Padre de la Patria”; título que nadie dudaría ahora en conferir a Sucre con mucha mayor razón.
Al fin y al cabo, la vida de las naciones es así, terminaron por descansar juntos los restos de quienes para algunos son el asesino y su víctima; pero para todos, sin duda, el sujeto de un crimen político, y el beneficiario principal de ese crimen. La muerte de Sucre consolidó el poder de Flores en lo que sólo días antes había comenzado a ser el Ecuador. Se abrió pues nuestra vida como país independiente sobre la “sangre de Abel”, para utilizar las palabras de Bolívar cuando supo el asesinato.
Pero, ¿quién mató a Sucre? Esta es una pregunta que ha venido formulándose desde cuando el hecho se dio. A su respuesta se han dedicado mayor cantidad de volúmenes y debates que a ningún evento similar en América Latina. Estos párrafos, en consecuencia, no pueden sino ofrecer algunas reflexiones sobre la variada literatura existente, apuntar los hechos más destacados y, si es posible, presentar a los lectores una respuesta a la pregunta, señalando a sus posibles asesinos. Pero también intentan formular algunos comentarios sobre las implicaciones sociales del hecho.
EL CAMINO HACIA LA MUERTE.
Muy poco después de clausurado el “Congreso Admirable”, que había presidido, y con el sentimiento de que Colombia caía en pedazos, Sucre había resuelto volver a Quito a reunirse con su familia.
Salió de Bogotá sin conocer aún la separación del Distrito del Sur, pero se enteró de ella en el camino. Lo acompañaba un grupo reducidísimo; el diputado por Cuenca, Andrés García Téllez, el sargento Ignacio Colmenares; su asistente, el Sargento Lorenzo Caicedo, el “negro” Francisco y dos arrieros, a cargo de las mulas. El Mariscal no había dado oídos a varias recomendaciones sobre el peligro que corría su vida, especialmente si tomando el camino más directo, cumplía con su objetivo de pasar por Pasto, una tierra en donde la gente lo odiaba de veras.
Frente a los peligros de la guerra y la vida pública, Sucre se había acostumbrado a vivir bajo amenazas y no parece que tomó las advertencias lo suficientemente en serio como para considerar medidas de seguridad. En realidad, había sobrevivido ya a intentos de asesinato, uno de ellos protagonizado ni más ni menos que en Quito por allegados a Flores. El hecho se había producido en 1828. Por lo demás, parecía tener urgencia de llegar a su destino, quizá con la esperanza de salvar de alguna manera la unidad de Colombia. Enterado de la separación del Sur, escribió su última carta a un amigo quiteño diciéndole: “Yo llegaré pronto allá y les diré todo lo que he visto y todo lo que sé, para que ustedes vean lo mejor; y también todo lo que el Libertador me dijo a su despedida, para que de cualquier modo conserve esta Colombia y sus glorias, su brillo y su nombre”.
Una vez más varios amigos intentaron disuadirlo de su paso por las montañas de Pasto, puesto que ya insistió y siguiendo la marcha, avanzó hacia el sur por el valle del Patía, llegando al pueblito de Mercaderes, desde donde el miércoles 2 de junio se dirigió a cruzar el río Mayo y arribar al fin a una casucha de José Erazo, el “Salto de Mayo”.
BERRUECOS.
A la mañana siguiente reanudaron la marcha. En su camino, Sucre encontró a José Erazo, antiguo comandante realista, aventurero y sanguinario, a quien había dejado en su casa y le comentó sobre la rapidez con la que lo había sobrepasado. Él le dijo que “traía una diligencia de mucha urgencia”. Luego de avanzar sobre una empinada cuesta, llegaron a la posada de La Venta. Allí, aunque el día no había terminado aún, ya fuera porque las acémilas necesitaban descanso, o porque Sucre sospechaba de un ataque al encontrar de nuevo allí a Erazo; resolvió pasar allí la noche y proseguir con la luz del día. A las tres de la tarde llegó a La Venta el coronel Gregorio Sarria que venía de Pasto con un comerciante cubano.
Sucre los invitó a un trago de aguardiente. Luego Sarria salió acompañado de Erazo.
El 4 de junio salió el grupo de Sucre de La Venta a eso de las siete de la mañana. El Mariscal sospechaba una agresión y pidió a los demás que estuviesen precavidos. Luego de un trecho se hallaron en la húmeda selva de Berruecos. Los arrieros junto con el “negro” Francisco y el sargento Colmenares avanzaban adelante, bastante lejos del Mariscal, del Diputado y del sargento Caicedo que, en un momento se había retrasado para arreglar la cabalgadura. En un momento se oyó un grito desde la espesura. Algunos autores dicen que fue: “General Sucre”. Siguió un balazo y tres más. Sucre gritó “Ay balazo!” y cayó al instante. Dos disparos le habían llegado a la cabeza y uno al pecho.
Sobrevino una gran confusión. García corrió sin volverse atrás. Caicedo se acercó al cuerpo de la víctima y logró luego distinguir a cuatro agresores “de color acholados, armados cada uno con su carabina, y al uno le pudo ver también que tenía un sable colgado de la cintura”. Luego, viendo también amenazada su vida, corrió hasta Pasto con la noticia.
EL CADÁVER Y LOS CULPABLES.
Desde la mañana del 4 de junio de 1830 en que cayó asesinado, el cuerpo del Mariscal de Ayacucho quedó abandonado e insepulto por un día. Caicedo, su asistente, trató de volver desde el sitio La Venta con gente para recogerlo a pocas horas del crimen; pero a pesar de que logró convencer a un militar que estaba de paso para que lo acompañara, cuando llegó con los soldados cerca del cadáver se apoderó de ellos el miedo y no llegaron siquiera a tocarlo, volviéndose a La Venta. En unas horas llegó allí un arriero, que contó que había visto el cuerpo del Mariscal tendido en el suelo, sin signos de haber sido robado. Tomó el reloj y se lo entregó luego a Caicedo. Este, volvió una vez más al sitio del asesinato acompañado de un par de vecinos y llevó al cadáver a un lugar del mismo bosque llamado “La Capilla”. Lo desvistieron parcialmente para evitar el robo y lo dejaron allí.
Sólo al día siguiente, Caicedo se atrevió a dar sepultura al cadáver, poniendo una simple cruz de madera sobre el improvisado túmulo. Después se fue a Pasto.
Al conocerse la noticia en Pasto, el General José María Obando dispuso la persecución de los asesinos, pero él mismo diría luego: “No se pudo adelantar nada, ni capturar siquiera a uno de ellos: sólo se hallaron las huellas que habían dejado”. Al mismo tiempo informó del hecho a Juan José Flores en Quito y a Hilario López, Prefecto del Cauca.
Las versiones que dio del hecho, sin embargo, fueron muy diversas. Al primero le dijo, luego de contarle el hecho, que temía los posibles comentarios. “Cuanto quiera decirse va a decirse y yo voy a cargar con la execración pública...” y al hablar de los responsables decía: “todos los indicios están en contra de esa facción de esa montaña...” Al segundo le dice en cambio: “los agresores fueron soldados del Ejército del Sur, que he sabido han pasado por esta ciudad”. Al General Isidoro Barriga, Comandante General de Quito, por otra parte, le indicó que el autor del crimen había sido el “inveterado malhechor Noguera”.
José María Obando cargó desde entonces a lo largo de su extensa y agitada vida pública con la acusación de haber sido el instigador del asesinato. Pero eso no le restó ni prestigio entre los liberales colombianos, ni simpatías muy grandes entre los grupos de poder regional que respaldaron su acción política. A poco del Asesinato de Sucre fue uno de los lideres de la insurrección que llevó al poder a los liberales, pasando a ser Ministro de Guerra, luego de haber ejercido por unos pocos meses la jefatura de Estado.
Tuvo un papel protagónico en los conflictos por la posesión de Pasto que se dieron entre Nueva Granada y Ecuador en tiempos de Flores. En 1839 se lo apresó acusándolo del crimen, pero a poco estaba liderando un nuevo levantamiento. En 1840 aceptó ser juzgado por el delito, pero fugó luego. Fuera del país en 1842, publicó en Lima sus “Apuntamientos para la Historia” en que se defendía de los ataques de sus adversarios. En 1849 volvió al país en el Gobierno de su amigo José Hilario López. Fue electo miembro del Congreso y Presidente de la Cámara de Diputados. En 1853 fue electo Presidente de la República, pero luego de un impase con el Congreso, sufrió destitución legal del cargo, que ejerció hasta 1854. En 1860, aliado con su viejo adversario el General Mosquera, se alzó en armas. En esa campaña sufrió una derrota y cuando trataba de huir cayó del caballo y fue asesinado a lanzadas en el sitio de “Cruz Verde”.
Obando fue el caudillo más popular de Nueva Granada en su tiempo. Con la sangre de Sucre en sus manos, Flores fue nombrado tres veces presidente del Ecuador y hasta encontró quien justificara y luego premiara sus actos de traición al país, como mercenario extranjero. Lo que es más, hasta hay quien ahora se ufana de llamarlo “Padre de la Patria”. La participación de Flores en el crimen, sin embargo, también fue usada como arma política. En este caso fueron los liberales quienes la esgrimieron. Primero fue Vicente Rocafuerte. Luego Eloy Alfaro y Roberto Andrade. Pero ya no para vencerlo en la contienda sino para desacreditar a sus herederos políticos, figuras descollantes del “terrorismo” y la “argolla”.
En fin, aunque los tortuosos caminos de la historia ecuatoriana hayan llevado a que las cenizas de la víctima y las del beneficiario de su muerte, cuando no su propio autor, descansen bajo el mismo techo, todavía suenan las palabras de Bolívar: “Se ha derramado la sangre del justo Abel”.

EL MARISCAL EN LA OBRA DE ALBERTO GUTIÉRREZ.
“LA MUERTE DE ABEL”.
Autor: Jorge Siles Salinas.

LAS EDICIONES.
En 1915 se publicó en La Paz el libro de Alberto Gutiérrez “La muerte de Abel”, pulcramente editado por la imprenta Velarde. En 1918 salió, también en La Paz, una segunda edición. En este año del Bicentenario de Sucre, la Carrera de Historia de la Universidad Mayor de San Andrés, ha tenido la feliz iniciativa de hacer una reedición enriquecida por un prólogo de Alberto Crespo Rodas.
Gutiérrez publicó su obra sobre el asesinato y el último tiempo de vida de Antonio José de Sucre un año después de haber dado a la estampa en Paris otro libro de gran calidad histórica y literaria, “Las capitales de la Gran Colombia”. Estos dos trabajos de Alberto Gutiérrez fueron escritos cuando desempeñaba la representación diplomática de Bolivia, en forma concurrente, ante los gobiernos de Ecuador, Colombia y Venezuela. Ambas obras constituyen una contribución en extremo valiosa a un mejor conocimiento del proceso histórico de los tres países que formaron la Gran Colombia; el autor quiso dar a conocer, principalmente a sus compatriotas, una visión global de esas tres naciones que tan vinculadas estuvieron a Bolivia en la época de la Independencia, tratando de superar de alguna manera el gran desconocimiento que existe, lamentablemente, en nuestros medios más cultivados respecto del desenvolvimiento social y cultural de esas naciones de tan rica trayectoria espiritual y humana.
EL AUTOR.
Alberto Gutiérrez nació en Sucre en 1862, realizando sus estudios en el colegio Junín de dicha ciudad. Cursó los primeros años de Derecho en la Universidad de San Francisco Javier; sin llegar a terminarlos, a los 20 años; se trasladó a La Paz para trabajar en el Ministerio de Relaciones Exteriores, comenzando así su carrera diplomática a la que dedicaría lo más fecundo de sus actividades en la función pública. Muy pronto fue enviado a París como adjunto civil de nuestra Legación. “En París -escribe Augusto Guzmán- recibió los primeros estímulos para la formación de su cultura literaria”. A lo largo de su vida le tocaría desempeñar variados cargos diplomáticos en Sudamérica, en Estados Unidos y en Inglaterra, así como ocupar puestos relevantes en el Ministerio. Fue canciller durante los gobiernos de Gutiérrez Guerra, Saavedra y Hernando Siles. Falleció en 1927 ocupando dicho cargo en el gobierno de este último presidente.
Aparte de los dos libros nombrados, escribió dicho autor otras contribuciones fundamentales a nuestra literatura histórica: “La Guerra de 1879” (París—México, 1912) y “El melgarejismo antes y después de Melgarejo” (La Paz, 1916). Son también importantes publicaciones suyas las que llevan por título “Hombres y cosas de ayer” (1918) y “Hombres representativos” (1920), debiendo agregarse el libro de 1920 “La guerra de 1879: nuevos esclarecimientos”.
No se ha hecho justicia en Bolivia a este eminente historiador. Se diría que se le tiene olvidado, sin que su nombre se destaque en los manuales de historia literaria o en las publicaciones periodísticas en que se repasa el proceso de nuestra vida cultural. Es incomprensible que no se reconozcan a Alberto Gutiérrez los méritos insignes de sus trabajos históricos, literarios y sociológicos. El autor de “La muerte de Abel” poseía una prosa elegantísima, en la que se notaba la influencia de Gabriel René Moreno, a quien dedicó uno de los análisis más justos y brillantes publicados en torno a esa figura egregia de nuestras letras. Pocos escritores en Bolivia le igualan en el vigor de la frase, en la concisión de sus conceptos, en la admirable riqueza de su estilo. Alberto Gutiérrez está a la altura de los grandes historiadores hispanoamericanos de su época, aunque no hubiera compuesto obras monumentales destinadas a analizar períodos completos o desenvolvimientos políticos descritos desde su comienzo hasta su final. Sin duda se lo impidió la discontinuidad de la vida diplomática. Pero el conjunto de sus libros forma una unidad, como una de las obras más logradas de la historiografía boliviana de las primeras décadas de este siglo.
EL LIBRO.
“La muerte de Abel” merece ser calificado como un clásico de la literatura hispanoamericana. El titulo arranca de la exclamación que se atribuye a Bolívar al conocer la noticia del asesinato cometido en Berruecos: “Santo Dios!, se ha derramado la sangre de Abel”. El hecho monstruoso ocurrió el 4 de junio de 1830, cuando la víctima contaba sólo 35 años, al viajar desde Bogotá a Quito para reintegrarse a su hogar; allí lo esperaba la esposa, Mariana Carcelén, marquesa de Solanda y la pequeña hija Teresa. El asesinato fue perpetrado en un lugar siniestro de una montaña de la provincia de Pasto, perteneciente al territorio de Nueva Granada, descrito por el historiador colombiano general Posada, a quien cita Gutiérrez, con palabras certeras que nos permiten evocar las circunstancias de aquel episodio afrentoso: “Allí cae el héroe, atravesado el corazón, sobre el hondo lodazal de aquel oscuro, tenebroso y solitario bosque, escogido por mano oculta con fría y premeditada traición”. El historiador boliviano contrajo su atención a estudiar los antecedentes y las repercusiones del crimen. Lo hizo con el arte del cronista que va despertando en el ánimo del lector un interés creciente hasta alcanzar el ápice del dramatismo y proseguir luego la confrontación de los aportes documentales que presenta el investigador al tratar de entender la trama del misterio que rodeó el trágico final de Antonio José de Sucre.
El libro del que nos ocupamos abarca el espacio que corre desde 1828 a 1830, después del gobierno ejercido por Sucre en Bolivia durante los tres años y cuatro meses que duró su mandato. El libro comprende seis capítulos, además de la Introducción, cuyos títulos son los siguientes: La presidencia de Bolivia; la batalla de Tarqui; el “Congreso Admirable”; el asesinato; el proceso; la polémica; los restos de Sucre.
La figura del Mariscal de Ayacucho guarda consonancia en esta obra con la que nos ofrecen los principales biógrafos que han dedicado sus esfuerzos a trazar su imagen y su trayectoria vital. Las virtudes que le caracterizan son las de la benignidad, la clemencia, la moderación; el héroe nacido en Cumaná es el hombre sin mancha, que gobierna con desinterés y cuya actitud contrasta siempre con la de los caudillos que actuaron en aquella época colmada de violencia, fraguada por las turbias influencias de la anarquía, en que predominó la fiebre de la ambición y del caudillismo.
La sombra de dos personajes que representan de un modo cabal el curso tempestuoso de aquel período de la desmembración de la Gran Colombia, el neogranadino José María de Obando y el ecuatoriano, nacido en Venezuela, Juan José Flores, ambos encumbrados al grado de generales en los contrastados sucesos de la Independencia, cubre, como un signo oprobioso, el desarrollo de los acontecimientos. Poco a poco se va desvelando la realidad de aquella intriga siniestra que condujo al asesinato de Sucre. Gutiérrez reúne los elementos que, aún sin alcanzar un pleno esclarecimiento, van dejando en el lector la persuasión de que los dos caudillos nombrados fueron los instigadores del alevoso crimen.
Perturba nuestro ánimo la visión del destino que estaba reservado a estos personajes que iban todavía a influir decisivamente en la historia de sus países, largo tiempo después del episodio de Berruecos. Sin duda, no carecían ellos de méritos y capacidades que les permitieron desempeñar papeles de primer orden en la vida pública de sus patrias respectivas, particularmente en el caso de Flores, cuya actuación dio origen a la República del Ecuador. Tanto Obando como Flores se defendieron apasionadamente de la acusación que lanzaron sobre ellos figuras representativas de la política y de la vida intelectual de sus países, inculpándoles de complicidad en la muerte de Sucre. Por otra parte, los dos referidos jefes militares levantaron uno en contra del otro juicios vehementes para atribuirse mutuamente aquella tremenda responsabilidad. Uno queda sorprendido al pensar que Obando fue vice-presidente de Colombia entre los años 31 y 32, pasando a ocupar la presidencia mucho después, entre el 53 y el 54, aún pesando sobre él la ominosa sospecha de su participación en la conjura que cortó la vida del vencedor de Ayacucho en plena juventud. Alberto Gutiérrez alude al final de su libro a la forma atroz en que acabó sus días el antiguo gobernador de Pasto, por muchos años oficial al servicio del ejército realista, al morir en una oscura acción de armas, el año 1861, atravesado a lanzadas, después de caído del caballo y rendido, concluyendo así su borrascosa existencia. En cuanto al General Juan José Flores, es sabido que fue el primer presidente del Ecuador, entre 1830 y 1834, volviendo a ocupar el mismo cargo desde el 39 al 45.
La tesis que Alberto Gutiérrez construye laboriosamente en su hermoso libro podría sintetizarse del modo siguiente. Sucre era, sin disputa, el sucesor natural de Bolívar. El año 1830 señala la fecha en que se hace irreprimible la fragmentación de la Gran Colombia para dar paso a la instauración de las repúblicas de Venezuela, Colombia y Ecuador. Bolívar había intentado mantener por todos los medios la admirable obra de su creación, la Gran Colombia, después de haber visto fracasada la ambición suprema de la unificación de todos los pueblos de la América Hispana de acuerdo a la convocatoria al Congreso de Panamá. Desgraciadamente, en todas partes prevalecían los movimientos segregacionistas, opuestos a las miras del Libertador.
En su bello relato sobre el ocaso de Simón Bolívar, Gabriel García Márquez coincide en gran manera con la visión de Alberto
Gutiérrez. “La muerte de Abel” y “El General en su laberinto” muestran cómo se fue deshaciendo a jirones la construcción política de la Gran Colombia. La narración de García Márquez traza la imagen de un Bolívar postrado, decepcionado hasta lo más profundo de su espíritu, que va siguiendo el curso descendente del río Magdalena para llegar finalmente a Santa Marta, en cuyas cercanías se apagará su existencia movida por un admirable ímpetu creador. El historiador boliviano, por su lado, puso su atención en el crimen que segó la existencia de Sucre, pocos meses antes de la muerte de Bolívar.
Ese mismo año de 1830 se produjeron los movimientos políticos que llevaron al poder a José Antonio Páez en Venezuela, a Francisco de Paula Santander en Colombia y a Juan José Flores en Ecuador. Según Alberto Gutiérrez, los caudillos que aspiraban a romper la unidad grancolombiana, veían en Sucre el principal obstáculo para el logro de sus propósitos. Esto fue lo que determinó la conspiración cuyo desenlace final tuvo por escenario la sombría encrucijada de Berruecos.

LA DESCENDENCIA DEL MARISCAL EN BOLIVIA.
LOS HIJOS DE SUCRE.
Autora: Esther Aillón S.

El biógrafo del Mariscal, William Lofstrom, dice que en territorio boliviano, como muchos otros soldados del Ejército Libertador, “Sucre encontró muy atractivas a las damas aristocráticas de Chuquisaca, Potosí y La Paz, y les dedicó mucha atención en su vida privada...”
El roce de los jefes militares de los ejércitos libertadores con la sociedad chuquisaqueña, potosina y paceña fue frecuente. Después de la Independencia, varios miles de tropas y oficiales colombianos y peruanos estaban acantonados en nuestro territorio. Este número disminuyó paulatinamente, ya que muchos se fueron en los años siguientes, pero otros permanecieron definitivamente en Bolivia y fundaron sus hogares.
Según Arturo Costa de la Torre, entre las relaciones que el Mariscal entabló con las damas bolivianas de su tiempo, dos llegaron a procrear fruto. La primera fue con la paceña Rosalía Cortés y Silva, de cuya unión nació José María Sucre en 1826; la segunda con la tarijeña Manuela Rojas, residente en Chuquisaca, de cuya unión nació Pedro César en 1828.
El Mariscal fascinó a las damas por su exquisita caballerosidad, causando diferentes sentimientos entre ellas, pero fue con Mariana Carcelén y Larrea, marquesa de Solanda, con quien se comprometió en 1822 y, a los dos días de ser herido en el motín de 1828, contrajo matrimonio por poder.
Destacamos apuntes sobre el nacimiento de Pedro César cuyo reconocimiento por parte del Mariscal está documentado. Un libro de bautizos de la parroquia Santo Domingo de Sucre asienta una partida del 10 de junio de 1828 correspondiente a Pedro César, hijo natural del Señor General Gran Mariscal de Ayacucho, Excelentísimo Señor Antonio José de Sucre y de la Señora Manuela Rojas, natural de Tarija”. Fue padrino el edecán del Mariscal, Don Ramón Molina, coronel retirado de nacionalidad colombiana.
Por su parte, la descendencia de Doña Manuela Rojas después de la partida de Sucre, aumentó en 1831 con el nacimiento de otro hijo: Jano Olañeta habido con Casimiro Olañeta, según consta en una partida de bautizo de la Parroquia de San Miguel.
Grande debió ser la ascendencia afectiva de Manuela Rojas, puesto que Gregorio Pacheco, vigésimo primer Presidente de Bolivia, se refería a ella como “mi muy querida madre”, con conceptos de un entrañable amor filial. El presidente conservó además lazos de gran cariño con Pedro César, el hijo de Manuela con el Mariscal y de quien fue padrino de bodas.
El Mariscal inició su entrega a la causa libertaria cuando no había llegado a la segunda década de su vida y quienes lo acompañaron cruzaban asimismo la tercera o cuarta década, cuando el fervor y el apasionamiento de su generación estaban en el punto más alto.
La ventura personal fue muy esquiva para el Guerrero, la cual buscó en los años de guerra y en los que ejerció con lucidez de estadista el gobierno de las nacientes repúblicas. Disfrutó de su matrimonio poco tiempo, pues dejó nuestro país a los 33 años y no pasaron más de dos cuando la incomprensión y la traición segaron su vida a los 35.
Abordar su vida privada y la de sus contemporáneos tiene el sentido de ver otro ángulo de la sociedad que actuó en el tiempo de su estancia en territorio boliviano. Configura además nuestra mirada sobre las mujeres que formaron el tejido social a través del matrimonio o la descendencia ilegítima, cuyos hijos sin embargo, lograron importantes posiciones dentro de su familia, la sociedad, la economía y la política de su tiempo.

SUCRE Y URDININEA.
Autora: Florencia Ballivián de Romero.

Durante los tres años que les tocó compartir, Antonio José de Sucre y José María Pérez de Urdininea tuvieron pocos contactos, pero que resultaron capitales en el establecimiento de la naciente República de Bolivia.
El Mariscal de Ayacucho desde Potosí, envió una carta el 3 de abril de 1825 con conceptos muy elogiosos hacia la persona de José María de Urdininea. Allí manifiesta que: “Medinacelli me ha participado que puso en conocimiento de usted su expedición a Escara y acabo de recibir el parte de la completa victoria que obtuvo en Tumusla. Este suceso importante ha terminado la guerra pues aunque queda por destruir al coronel Barbarucho, su fuerza no excede de 400 hombres. Tengo mucho gusto de manifestar a usted mi deseo de saludarlo como a un patriota constante que jamás olvidó haber nacido en el país de la libertad. La ciudad de La Paz tendrá una satisfacción al ver a uno de sus hijos predilectos y el Perú uno de sus más generosos defensores”.
A los pocos días José María Pérez de Urdininea responde a Antonio José de Sucre con fecha de 8 de abril de 1825 y le hace conocer que tuvo el privilegio de recibir el sometimiento del último contingente español en la América Meridional, la fuerza del coronel José María Valdez, más conocido como el “Barbarucho”, hecho que ocurrió el 7 de abril de 1825 en la quebrada de Vitichi.
La siguiente comunicación entre estos dos grandes personajes de la historia, luchadores por la Independencia, cada uno a su manera, tuvo lugar cuando Sucre organizó el Ejército Boliviano y lo incorporó como general de brigada. Tiempo después lo designó como Prefecto del Departamento de Potosí. También le cupo desempeñarse como ministro de guerra.
En las circunstancias del motín del 18 de abril de 1828 como consecuencia del cual el Mariscal resultó herido, Sucre recurrió a Pérez de Urdininea encargándole la Presidencia del Consejo de Ministros y responsable del Poder Ejecutivo.
En su calidad de Presidente de la República le tocó la ingrata tarea de convocar al Congreso para dar cumplimiento a una de las cláusulas del Tratado de Piquiza, que estipulaba la aceptación de la renuncia del Mariscal de Ayacucho.
La actuación de Pérez de Urdininea durante la invasión peruana había producido reacciones negativas, llegándose a pensar en la necesidad de iniciarle un proceso. Frente a las duras críticas de traición a la patria, decidió renunciar y asumió su defensa con vigor.
Quién era este general al cual Sucre acudió una y otra vez? El general Urdininea tuvo una larguísima actuación en la vida política y militar del país. Su figura es bastante controvertida. Historiadores como René-Moreno y Arguedas no “pintan” un cuadro muy halagador de su paso por la historia, pero mi propia investigación acerca de su participación en las diferentes etapas del proceso de emancipación me ha llevado a emitir un juicio más matizado.
José María Pérez de Urdininea nació en la hacienda de Anquioma cerca de Luribay el 31 de octubre de 1748. Estudió primero en el Seminario de La Paz y luego en el de Cochabamba. Cuando tenía 25 años estallaron los acontecimientos de mayo de 1809, llevándole a tomar partido por la causa patriota. Al año siguiente entró como capitán al regimiento de caballería organizado en Cochabamba por el coronel Pedro Zelaya. Participó en la batalla de Huaqui (1811) de donde fue evacuado herido a la Argentina. “Desde esa fecha hasta 1821 concurrió a más de 30 acciones de armas bajo las órdenes de Rondeau, Güemes, Belgrano y San Martín”.
Se distinguió muy especialmente en las luchas civiles argentinas. Lograda la pacificación se abocó intransigentemente a formar una fuerza militar para contribuir a la liberación de su patria, logrando penetrar con ella, en los últimos días de la dominación española, en el sur del territorio de Charcas. Pérez de Urdininea contribuyó así, con su pequeño contingente de hombres, no sólo a vencer al español, sino también a conjurar la posible anexión de las provincias altas al territorio del Río de la Plata.
Por cerca de 10 años vivió en una de sus haciendas, lleno de desencanto, de donde fue llamado por Santa Cruz (1838) para encomendarle el comando de la caballería del ejército confederado. En tal calidad, concurrió a Yungay. Con Ballivián desempeñó nuevamente el Ministerio de Guerra y gobernó el país durante tres meses. Finalmente, bajo el gobierno de Córdova, ocupó una vez más dicha cartera.
La personalidad de Urdininea, coronel de cuatro ejércitos, legislador y gobernante, puede ser evaluada en forma objetiva, a través de su actuación, en los momentos culminantes que se iniciaron con las guerras civiles argentinas encendidas por la constitución de 1819 y concluyeron con la rendición del último general español en el Alto Perú.
Sucre abandonó Bolivia en agosto de 1828, mientras José María Pérez de Urdininea prosiguió una larga carrera de militar al servicio de la República que con todos sus actos de coraje, debilidades y ambivalencias, constituye un ejemplo representativo de los bolivianos que colaboraron en el gobierno del mariscal Antonio José de Sucre.

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