Autor: Luis Arnaldo Barrios Castro.
Editorial Casa Municpal de la Cultura “Franz Tamayo”.
La Paz – 1978
Obra premiada en el XI Concurso Anual de Literatura 1978: Cuento.
PROLOGO.
Sin contradicciones ni paradojas, dejando de lado retóricos: rebuscamientos y amanerados academismos, Luis Arnaldo Barrios Castro, abre sin estridencias, las veladas puertas de su inspiración cuentística, con una sencillez que evoca la suprema magnitud de la belleza natural y la reciedumbre del hombre.
Así se tiene que en “Ruperto”, rápidas pinceladas delinean y enmarcan las veleidades de una naturaleza resentida y avara, Sin calor solar y frialdades de! piedra, como signo de una pobreza, agotamiento y hierática impotencia, que obliga a una comunidad al parecer ya famélica, a disciplinada inmigración dispuesta por sus mayores e impuesta por las circunstancias.
En ese paisaje campesino con sorpresas de aire diáfano, se perfila consubstanciada con el espíritu andino, la inigualable gracia musical que Ruperto arranca de su singular charango nativo. Pero el genial ejecutante, está señalado por la debilidad física y la invalidez de sus piernas torcidas que se pegan a la tierra, como las secas raíces de los viejos árboles, condenándolo de esa manera, al naufragio de replegarse a la sombra de su fortaleza, de inhibirse a descorrer los límpidos instantes en que su corazón flota dentro de su pecho, sino de obligarlo en todo caso, ha quebrarse para siempre, con el último dolor y la postrer angustia. Al morir su amor por la inalcanzable amada, enmudecen también las maravillosas cuerdas del charango.
“Romance Chicheño”, implica tácito compromiso matrimonial, sin romanticonas escenas melodramáticas., entre una joven lavandera y un voluntarioso campesino.
En efecto, el contenido de este segundo cuento, carece de frivolidades y de actitudes sentimentaloides en el comportamiento de los enamorados, para incidir con fuerza descriptiva sobre los efectos de la palabra comprometida, la indisoluble unidad de los lazos consanguíneos y su profunda raigambre de protección por los ancianos, como pervivencia precolombina.
Mientras el hombre esfuerza el contenido del tiempo disponible para el acondicionamiento del que será su nuevo hogar, la mujer mantiene necesaria perspectiva de certeza en su próxima unión. Sin embargo y por mutua decisión ennoblecedora, que no les permite abandonar a su suerte a la madre enferma, el acto matrimonial es postergado, hasta que la inevitable tragedia sobreviene, y la muerte de la anciana consolida la unión, que se verifica con naturalidad y sin urgencias.
Es obvio que sin pretenderlo, el autor plantea fáciles soluciones colaterales, al sugerir un trasfondo configurado por una especie de estado social platónico, donde se resuelven urgentes requerimientos económicos mediante mágicos préstamos del hacendado.
En “La Esquina”, el principal personaje es el tiempo, que ensambla taraceados esquemas ópticos y variaciones interpretativas, con un determinado espacio, cuyo movimiento en espirales armoniza con una mortal posesión de las evoluciones del estado de ánimo de los seres que atestiguan el transcurrir de diferentes épocas.
Por ello, la tormenta adquiere dimensiones permanentes de inmersión con el embrujo, las aventuras y ansiedades infantiles de los pantalones cortos; con el hastío del incomprendido pensador, el misterio, las poesías y tristezas propias de los pantalones largos; de la misma manera que, con la tragedia del primer llanto que convierte en hombre al jovenzuelo, sus frustraciones y sus prematuros recuerdos, los que otean la espantosa soledad y la agorera inmovilidad de una puerta, color verde desteñido, como el tiempo que olvida, muere y reaparece, cual etérea visión de ultratumba retornando a la cita de amor en postrer despedida.
Junto a esa esquina —que bien puede ser la nuestra— transcurrió el acelerado latir de un corazón, que atesoraba el amor como si se tratara de un gorrión entre las manos.
Finalmente, en “Un Hombre”, el último de los cuatro cuentos que componen la obra galardonada con el Segundo Premio del Xl Concurso Anual de literatura “Franz Tamayo”, el autor, Luis Arnaldo Barrios Castro, se identifica con su obra, cargada en este caso, de un tremendismo psicológico que hace tensos, no solamente los momentos precedentes o previos al reencuentro con su amada de ayer, perdida hoy, y con los habitantes de su pueblo natal, sino con el sobresaltado esposo, que lo busca “locamente por las calles... a disputarle el amor de su mujer, a punta de cualquier cosa. Incluso a punta de cuchillo”. Encontrando en el enfrentamiento decisivo y culminante, la entereza espantosa de un hombre en toda la extensión de la palabra.
Carlos Urquizo Soza.
RUPERTO
Las vacas, los caballos y los asnos pastaban en las faldas de los cerros, sintiendo el crudo invierno como si la naturaleza hubiérase resentido con la vida.
El sol ni siquiera daba asomo para brindar su esperado calor.
Las haciendas y las casas diseminadas se hallaban cubiertas por la densa niebla.
Los campesinos que abandonaban las rústicas casas de pajas y piedras, tiritaban en medio de sus atuendos húmedos.
Los rostros morenos tornábanse indiferentes a la frialdad de la piedra.
Para quienes se quedaban en las casas, la mañana constituía una bella sorpresa de aire diáfano, sentábanse alrededor de la hoguera para poder admirar el calor que poco a poco se consumía.
Ruperto, en su infancia, como casi todos los de su edad, fue un pastor, y así como era, quiso abrazarse a la vida.
En el afán de conducir el rebaño solía encontrarse con Gregoria y ambos veían que sus padres araban la tierra.
A lo lejos se divisaban estelas de humo de las chacras y chozas.
Gregoria, pequeña aún, soñaba en la tierra, la casa, el hijo que para ella era el futuro.
Y pensando en esas ideas Ruperto se decidió:
— Cuando sea mozo, aprenderé a arar y tendremos casa.
Había dicho todo, pero pasaron los años, no tuvo casa ni llegó a arar, ni siquiera pudo hacer lo que hacen los enfermos, los débiles y las mujeres, echar la semilla tras bestias que aran uncidas al yugo.
El don de la esteva le fue negado para siempre, para los hombres de la mancera y de la siembra, esto significa la negación de la vida misma.
Ocurrió que un día Ruperto cayó enfermo; mucho tiempo estuvo entre un revoltijo de mantas, quejándose en la penumbra de su humilde choza.
La vieja, le preparó todos los mates de las buenas yerbas y cuanto brebaje podía suministrarle.
No murió.
Pero era como quitarle la vida, sus piernas habían quedado secas y torcidas, como las raíces de los viejos árboles.
Se quedó paralítico, piernas abajo.
Pero ante sus ojos quedaban la tierra, las yuntas, los caminos.
Por el sendero que daba a las faldas del cerro, Gregoria guiaba el rebaño, a veces solía llamarlo, como antes, con un grito que retumbaba con el eco de los desfiladeros.
— ¡Ruperto!
Él, hecho un montón de “pilchas” y sentado frente a la choza, miraba a Gregoria desde su inerme quietud, quiso responder agitando los brazos, y rodó entremezclado con el poncho y su ropaje, y sintió que su condición era la del árbol pegado a la tierra. Pero dentro su corazón latían los viejos recuerdos y esperanzas.
Por el camino curvóse cerca de la choza, pasaban indios tocando zampoñas, para el tiempo de la fiesta de Cornaca, música de charangos y violines, camino abajo hasta perderse en la lejanía.
Ruperto quedó extasiado, con las melodías alborozadas y sollozantes de los peregrinos, hubiera querido retener para siempre esos sones y soñar con ellos, pero la música se alejó y fue perdiéndose en la distancia, él quedó otra vez sólo.
Un sentimiento nuevo surgió en su pecho, una melódica intención revelaba que algo oculto había en él.
En medio de sus emociones pidió:
— Mamita, quiero un charango...
Y por qué había que negarle.
En la feria de Santa Rosa compró el charango, éste era como todos de manufactura andina. El indio ha dado al instrumento su rural simplicidad, su matinal ternura y su hondo quebranto.
Las prodigiosas manos morenas de Ruperto crisparon los dedos, y poco a poco, brotó la música que no pudo ser para él y ahora era para todos a favor de su emoción y ese instrumento embrujado que palpitaba como un gran corazón.
Sentábase sobre un banco, el joven, casi un niño de rostro triste, encogía sus piernas tullidas bajo el poncho y pulsaba el instrumento bien templado, tocaba y tocaba; él y su instrumento formaban una sola cosa melodiosa a través de la cual articulaba sus secretas voces, la vida comunitaria. Los hombres, los pueblos se agrupaban para oírle. Era una maravilla, el charango se doblegaba entre sus dedos, se hacía elástico, gemía, lloraba, imitaba el ave y al sollozo.
El tiempo corre, Gregoria creció en edad y Ruperto en fama de charanguista. Ella ya no iba tras el rebaño y él iba a todas las fiestas de cosechas y casamientos.
Sobre un asno lo llevaban de un lado para otro, como al portador de la música y la alegría.
— Dicen que hay casamiento.
— Dicen también que va ha tocar el Ruperto.
— Y de seguro que va ha ser una buena fiesta.
Las gentes acudían a bailar y, a veces, simplemente a solazarse con los inacabables arpegios, nunca se había visto en el pueblo otro charanguista con aquellas manos tan prodigiosas.
La chicha encendía las caras y era requerido Ruperto para que tocara, las parejas alineábanse y él echaba al aire las ágiles notas de un kaluyo.
Ahí, estaba Gregoria, bailando, haciendo girar alegremente su cuerpo de anchas caderas y senos turgentes.
Ruperto, que antes se aplicaba al instrumento con todo su ser, miraba ahora a los bailarines, miraba a Gregoria, había crecido y bailaba con otro hombre. Desde entonces, Ruperto tomó conciencia de su propio destino.
Quedó huérfano, Rosaura y Lucas lo acogieron en su hogar y fue como un nuevo hijo. Estaba señalado por la debilidad física y la invalidez, pero era dueño de la suprema gracia de la música, el arte que prefiere el hombre andino.
En la comunidad vivió y entonó con todos la alegría de la vida agraria. Sufrió, también con todos, los padecimientos de la emigración, sin embargo, esos días le recordaron poco.
El mismo Lucas, como si la invalidez fuera una tara para considerar el problema, no tomó en cuenta su existencia. Sólo se encontró de nuevo Ruperto y el charango enmudecido aún de pena por su Gregoria. —Cuanto recordó el lisiado a su madre en ese tiempo; ella ya no podía consolarlo.
Desde un rincón del corredor de la casa de Lucas, asistió a la asamblea, percibiendo dolorosamente, las espaldas de los concurrentes, rostros congestionados, y tristes palabras dichas. El era uno de ellos, pero ni por eso le consideraban.
Ellos lo habían decidido todo, había que abandonar esas tierras.
Llegó el día de emigrar, lo hicieron subir a un asno, con su charango en las manos, fue de los primeros en partir.
Noches muy tristes pasó en la Palca, en compañía de los pocos que se quedaron para cuidar los trastos. Luego sintió que era uno demás en los días de arduo trabajo, mientras se labraba la tierra.
Ruperto creyó que recomenzaba la vida de antaño, poco pudo durar su sueño. Sobrevino la desgracia con mas saña, llegaron las riadas arrasando las siembras. El ganado comenzó a perderse y morir. Algunos comunarios se marcharon a la zafra. Sobre los que permanecían en la nueva tierra pesaba la amenaza del trabajo forzado.
La lluvia, el frío y la tristeza llegaban a los huesos.
Había que ser muy fuerte para sobrevivir, y Ruperto no lo era...
Llegó el tiempo del casamiento de Gregoria. Ruperto asistió al festejo sin recordar nada. Habían transcurrido muchos años y la música le colmaba la vida.
Volviendo de la iglesia, la pareja avanzó, radiante, seguida de los concurrentes. Él se hallaba en la casa acompañado de los que aguardaban la llegada de los novios.
Pasó a su lado Gregoria. Fue como si la aurora asomara en ese instante. Surgió desde el fondo mismo de sus esperanzas remotas. Más, todo ello era inútil para siempre.
Miraba a Gregoria crecida, mujer hecha, bailando con otro hombre que era su marido.
Fue requerido el virtuoso para que tocara un kaluyo. Las parejas alineáronse como en anteriores ocasiones.
Ruperto trepóse en un banco abrazando su charango. Las parejas, los más próximos, el viejo Lucas, Juanacha y Mateo esperaron la música.
¿Dónde estaba la melodía que brotaba de sus manos?
No había más que tristeza, llanto, silencio.
Necesitaba un desahogo, quería llorar, y el alma se le iba muriendo.
Le faltaban fuerzas para soportar aquél llanto tan borrascoso.
Acaso las notas no brotaban con la pureza esperada, tal vez los dedos no acertaban con el lugar preciso.
Ruperto, con la mirada clavada y el rostro moreno, nada decía, él, que antes se aplicaba al instrumento con todo su ser, miraba ahora a Gregoria y, de pronto, algo se le rompió en el pecho, con la violencia con que, a veces, estallan las cuerdas del charango.
Cayó de bruces y, al caer, las piernas torcidas rozaron el cordaje arrancándole un agudo y amargo lamento.
ROMANCE CHICHEÑO.
Santiago de Cotagaita, una pequeña población provinciana que aún conserva, dentro su sencillez, los encantos indescriptibles que nuestros antepasados dejaron como huellas imborrables.
Tierra de ensueño, tierra del amor. Tierra de primavera tornada como, ayer, como siempre, en sutil torbellino...
Cuando Margarita llegó al arroyo las aguas estaban demasiado bajas y entonces se inclinó sobre las toscas, para comenzar su tarea, abrió el gran atado de ropa sucia, eligió las primeras prendas y comenzó a lavar.
Su madre había sido lavandera, y ahora, ya vieja y con muchos achaques, no podía trabajar en tal faena. Ella la estaba sustituyendo, de modo que no había otro remedio que proseguir en el trabajo junto al arroyo.
Pensaba en Juan, ese peón de campo, al que conociera en un baile, ese Juan que le prometió:
— Dentro de unos meses me darán tierra, tendré mi casa. Me gustaría que estuviésemos juntos.
— ¿Es verdad?
— La pura verdad.
Desde entonces, Margarita soñaba. Juan no aparecía, pero creía en él como creía en Dios. Se decía:
— Volverá.
Lo veía corno lo vio partir, después del baile del año nuevo en un galpón, montando su hermoso caballo, bien aperado, sonriéndole una vez más. Para ella habían pasado siglos, aunque fuera un par de semanas lo que distanciaba la realidad y el recuerdo.
Margarita soñaba con Juan, mientras amontonaba atados de ropa, mientras tendía prendas al sol. ¿Qué sería de él en tanto?
Juan arreglaba las casas abandonadas. Después de rebocarIas y de darle una mano de cal, para defenderla de la humedad, introdujo una vieja cama, regalo del patrón. Un camastro de dos plazas, cuyo maderamen pesaba más que las casas. Consiguió hacer una mesa con un tablón y cuatro estacas, y unos bancos, con cajones viejos. Con otras tablas hizo una estantería. La cocinera le regaló una sartén y una cacerola.
Al turco vendedor del camino le compró unas telas floreadas, que se le antojaron hermosas para manteles y servilletas. En el pueblo compró unos platos enlozados, unos tenedores de estaño y dos cuchillos de cabo negro. ¿Qué más...?
La casa ya estaba puesta.
Juan era feliz, dueño de una felicidad tan inmensa que ya no le cabía en el cuerpo y se le derramaba en luz por los ojos.
Juan le contaba a doña Pancha, la cocinera.
— No he querido volver a verla. ¿Sabe? Hasta que todo esté listo.
— ¿Y si te ha olvidado?
Eso lo inquietaba un momento, pero enseguida se le alegraba el corazón:
— No, eso no puede ser. ¡ Si usted la viera en los ojos!
Al fin llegó la tarde señalada para llegar a la casa de Margarita, aperó el caballo y partió a galope corto, con el corazón más ligero que el andar del animal. Y al fin se encontró entrando al tranco al patio, en donde el amor lo esperaba en vestido blanco, porque Margarita, todos los atardeceres, vestía de blanco su angustia y su espera.
— He levantado la casa, prenda.
— ¿Ya? — sorprendida contestó Margarita.
— El corazón tiene sus apuros —agregó Juan.
— ¡Ah, Juan! — ¡Qué ganas de verla!
— Ya llegará la hora. Pronto estaremos donde el Notario Civil.
— ¡Estoy temblando, Juan! —pensó un momento.
— ¿Y mamá?
El también se quedó pensando. Después dijo:
— Haremos que no le falte nada.
De todos modos, los dos estaban viendo el mismo cuadro. El de una anciana solitaria en una casucha sin perros. Apenas sí unas gallinas estúpidas acompañaban tamaña soledad.
Fue Juan el que propuso entonces:
— Esperaremos un mes más, o dos.
— Pa’ qué?
— Pa’ levantar otra pieza en nuestro sitio, el patrón me dará algún adelanto...
A Margarita se le llenaron los ojos de lágrimas.
— Eres muy bueno, Juan...
Después de su trabajo en las huertas, y anochecido, Juan iba al pisadero a batir el barro para agrandar su vivienda.
Amasó los adobes de barro, los fue alineando con paciencia entre el esqueleto de cañas y alambre, hasta que finalmente, luego de secadas, permitieron el reboque. Una vez cumplida la faena, se quedó mirando su agrandada casa.
Después montó a caballo y se fue despacito a la huerta, mientras el corazón andaba ligero en busca del día siguiente.
Era la media mañana, cuando Juan llegó a galope corto hasta el patio de la vivienda de la lavandera
Frenó justo al lado del pozo de agua, para tirarse al suelo, desmontando sin tocar estribo, porque Margarita estaba allí:
— ¡Prenda mía! Ya tenemos nuestra casa, y doscientos pesos que vine ahorrando.
— ¡Juan!
Sólo entonces descubrió que en los ojos de ella había lágrimas de angustia, la miró con susto:
— ¿Qué te pasa, prenda?
— Mamá... — fue la respuesta y se echaron lágrimas.
— ¿Qué hay? ¿Qué pasa?
— Está muy mal, Juan.
— Pero, ¿qué tiene?
— No sé... buscá al doctor...
De un salto Juan estuvo sobre el caballo y se largó a galope largo, buscando el rumbo del pueblo.
Al atardecer llegó el médico. Examinó a la enferma que se ahogaba y diagnosticó.
— Bronconeumonía.
En seguida redactó una serie de recetas, advirtiendo que si bien no era un caso perdido, quedaban muy pocas esperanzas.
Juan pagó la visita, cambió de caballo y volvió a galopar hacia el pueblo para ir a la farmacia en busca de medicamentos.
Galopaba ya bajo la luna, cuando hizo su entrada por los del Sur, y poco después golpeaba la ventana de la botica cerrada, apareció el boticario, en mangas de camisa.
— Buenas noches, señor.
— Buenas noches, ¿qué te trae?
— Estos papeles del doctor...
El farmacéutico, muy serio, tomó las recetas, encendió una luz, se puso los anteojos y leyó. La ventana abierta era la única que lanzaba un chorro de luz hacia la calle.
Lentamente dijo.
— Está bien. Vuelve dentro de media hora.
Juan ató el caballo a un poste y se puso a caminar sin rumbo por las calles del pueblo. Iba pensando en Margarita, sola, con la viejita tan grave, allí tan alejada. Y se puso a pensar también en que si le cobraba mucho el boticario no le quedaría dinero para empezar a vivir. Se puso a pensar en la desdicha de ser pobre, de no contar con más auxilio que el propio coraje, la propia voluntad.
Por la quebrada pasó un camión lleno de carga. Cuando se perdieron las luces de los faros, Juan cobró noción de lo que es la lejanía.
Quedó endeudado esa noche. Dejó su resto, y aún le hacían falta noventa pesos mas. De todos modos, le hizo realizar un milagro, el patrón le había dado un préstamo, castigando todo, regresó con los remedios. Se apeó de un salto y voló, luego dejando a la cabalgadura riendas abajo, entró de golpe en un recinto miserable, iluminado por la luz de un candil, donde junto a un catre lloraba sin sollozos Margarita.
La madre ya había entrado para siempre en el silencio. Juan dejó caer los remedios sobre la mesa rústica y se quedó sin saber qué hacer. Después se acercó despacio hasta su novia, y le pasó la mano por la cabellera:
—. Margarita...
Un ligero sollozo fue la respuesta.
— Mi Margarita...
— Juan... —alcanzó a decir ella y se incorporó para echarse a llorar entre sus brazos.
— Margarita... Tengo que hablar con el patrón pa’ arreglar esto. Ya no tengo más plata, mi prenda.
— ¿Qué haremos Juan?
— Tendremos que esperar... le debo al boticario, pues.
— No, Juan... Yo no espero. A mamá tampoco le habría gustado que por ella...
Se abrazaron temblando junto a la muerta.
— Ella —dijo la muchacha. Ella nos ha casado ya.
Tres días más tarde; una muchachita vestida de negro, lavaba ropa en una batea, cerquita a la casa tenia una pieza demás.
Sus ojos se levantaban grandes y tristes, para buscar en la lejanía la presencia de un caballo avanzando hacia la casa.
En los sauces cantaban los pájaros y los rosales comenzaban a florecer.
LA ESQUINA.
Mientras apartaba con la punta del zapato las hojas arremolinadas por el viento, pensó en la tormenta que el sol se llevaba en la brisa. Pronto emergería la luz. Aunque había tormentas que duraban años.
La escuela quedaba delante del dique lleno de piedras, de cal y sombra, más allá, la calle hacia una curva caprichosa, llena de hueca alegría, de viejas casas pequeñas.
La casa de ella tenía, aún, la puerta verde.
De aquel verde desteñido que los años le daba a todas las cosas.
Cerquita, la lluvia había formado charcos traidores, donde se miraba alegre el sol. Pero el verde del árbol de la esquina tenía la luz opaca del llanto, bajo el farol negruzco de tiempo y agua. De chico, las casas parecían más grandes.
La esquina tenía su embrujo de aventuras, de conquista, y los pantalones cortos tenían a la ochava por mojón, por cúspide de sueños humildes, mojados de ansiedad.
Ahora eran pequeños el farol y el reparo de la huerta de los Rasguido.
Todavía crecían las romazas cerca de las espinas y era el único descampado que había sobrevivido. Tal vez como los sueños, que miraban al viajero con su altura insoportable.
Roberto tenía un mechón negro, entonces algunos decían que era su espíritu de inservible, de vagabundo, que asomaba en su cabeza siempre sucia, despeinada.
Que, salvo las raterías en la huerta de los Rasguido, no tenía otra actitud.
Después, corrieron los años...
Y la esquina se volvió pequeña. Ausente de muchos rostros que se fueron. Dos o tres para no volver nunca. Y la plaza y la cantina de don Silvestre. Estaba dormitando contra dos paraísos altos, desgajados por la lluvia y el hastío, tenía dos vidrie- ras sucias, de esa suciedad incierta de humo y misterio.
Allí conocí a Juan, rostro triste de pensador incomprendido.
Y a Fernando, el hombre que hacía versos dedicados a la chica de la puerta verde.
— La quiero sabes...? Así como si fuera algo que no podremos alcanzar...
No le dijo que él también sentía algo de eso, sólo que él no sabía hacer versos. El cariño lo llevaba escondido, como un gorrión en la palma de la mano. Tibio, tembloroso.
Fernando se fue una mañana azul rumbo a otras tierras. Dijo que tenía un hermano en Sucre, que allí se vivía mejor.
Después la esquina se enteró que estaba enfermo, que no podía volver.
No hubo más versos y Roberto cumplió los dieciocho años. Vinieron los años fáciles, esos en que uno no comprende que la vida llega con su secuela de sentimientos vencidos y fracasos, en que uno ríe sin motivo y mira todavía las estrellas...
Un día, alguien vino a ocupar el lugar de Roberto.
Era alto, apuesto y vestía bien, tampoco hacia versos, pero hablaba de lugares distantes y de emociones nuevas. También se fijó en la puerta; se fijó en la puerta verde. Y la puerta se abrió muchas tardes, para recibirlo.
El gorrión se estremeció en las manos de Roberto y escapó el primer gemido, de rabia. El primer llanto de hombre.
La cantina acogió su amargura entre su eterno humo y alcohol. Ahora miraba la esquina con ese rencor de hombre burlado. De quien es robado en lo más preciado y escondido. Otros hombres confraternizaron con él. Otros, de otros sitios.
Ya no fue su taberna, ni su esquina. La vida fue llevando a todos con empuje de fiera insaciable.
Quedó él.
Abrazado a recuerdo tontos, de una infancia que había pasado como una ráfaga, mirando con una mirada desesperada los rincones conocidos y las alegrías de otros años.
Y aquel día. Recuerdo que hacia temblar la sangre de coraje.
Fue en el camino al mercado. No reparó en los dieciocho años de ella. En que era una mujer.
— ¡Martha!
— Hace tiempo que no te veía, Roberto...
— Siempre vas apurada...
— Oh... compromisos... ¿Tú, acaso, no los tienes?
Tenía los ojos azules como el brillo de la lluvia y dos trenzas que habían madurado. Vestía como una mujer acostumbrada a vestidos cortos y zapatos empinados.
Y aquella naricita apuntando al cielo como un desafío.
— ¡No…! —adoptó un gesto de convencimiento. —Ninguna me parece lo suficientemente linda.
—iNi... yo?
No se dio cuenta de que era coquetería de muchacha buscando un cumplido, sólo supo que se estremeció como una hoja cuando gritó silenciosamente.
— Tú..., tú eres otra cosa. A ti te quiero.
— ¿Tú..., tú..., tú que me quieres?
— Y tanto...
Se fue con la cabeza a gachas, con el mechón bailando, amustiado sobre la frente, bañado de frío y congoja. Lentamente, dejó la escuela atrás. Aquella donde estiran los pantalones largos y cambian los trompos por una ilusión.
Calle. Luz. Cielo.
Que molía recuerdos en su música, pegajosa. Tan suya como el agua y el rocío.
Caballos que galopaban con sus ojos brillantes de pintura y luz.
Bueno, eso era todo.
No mucho, no tanto como para escribir una historia de amor, si para llenar dos compases de música.
Las hojas se le metieron entre las piernas como deteniéndolo. Como buscando frenar su impulso de gritar. De abrir una por una aquellas ventanas que hablaban del barrio, del olvido.
Hasta encontrar aquellos rostros. Su rostro...
El amor había sido un gorrión estremecido en sus manos rudas y había volado y muerto de frío en otras regiones, bajo otros cielos.
Ahora era un hombre. Con las penas y las escasas alegrías de un hombre.
Llegó a la esquina. La puerta verde lo miró con un dejo de soledad espantosa; tenía algo de agorero su inmovilidad descolorida.
La cantina seguía cerca. No tan sucia, como entonces... La acera estaba llena de hojas, de sombras. Nada más.
Se acercó.
— Me recuerdas a alguien... —dijo la voz.
— En cambio yo no...
— Yo hacia versos, Roberto. Yo soy Femando Sánchez...
El hombre sonrió. Le hizo mucho bien el hacerlo. Mostró un rostro que podía ser feliz, si no existiesen los recuerdos.
— Te hacía en Sucre...
— ¡Ah!... eso pasó. Sentí que el barrio me llamaba. Vivo allí a la vuelta de la escuela, en la casa que fue de los Villegas...
— ¿Podemos tomar una copa?
— No.., no es que desprecie. ¿Los pulmones, sabes...? Ven, hay unos muchachos que... —Quiso tenderle la mano, a pesar un poco pasado, en un intento muy suyo de demostrarse a sí mismo que las cosas no cambian tanto. Que hay cosas más fuertes que el olvido.
Quedó parado en medio de la calle, mirando fijamente las puertas, las aceras. Una pareja pasó junto a él, murmurando cosas dulces que le hicieron mucho daño. Un charco de agua lo miró opacamente desde un remolino de hojas secas.
— Fernando... No sabes que está más linda, que mis versos no alcanzan a pintar su hermosura.
— Ven.... —murmuró desesperado. Ven a tomar una copa...
Las sombras se difuminaron cuando entró en la cantina. Otro era el dueño; otras las caras.
Preguntó:
— Un tal Femando Sánchez... uno que hacía versos. Hace tiempo…
— No lo recuerdo... ¡Ah!... espere, alguien me dijo el otro día que murió en Sucre, cuestión de los pulmones, ¿sabe?
Cerróse el nudo en su garganta y el alcohol dolió al trasegar.
— Yo, una vez...
Se interrumpió, no lo conocían. A nadie importaba.
Pagó y salió apurado, caminó aplastando hojas hasta que llegó. La puerta estaba abierta y las ventanas derramaban luz.
Golpeó..., abrióse la puerta.
— Señor...
Un chiquillo de ojos negros y cabellos crespos.
— Vos..., la señorita Martha, Martha Linares… dile que un viejo amigo...
Quedó suspenso, ahogado ante los ojos asombrados del chico.
— Está a la vuelta señor, donde los columpios.
Corrió, estaba ahí, en el parque lleno de recuerdos. Había otras personas y otros niños.
La mujer había crecido. Era más hermosa, más plena. Ahora miraba ausente el fulgurante mecer de los columpios.
Había un niño de cabello crespo y ojos azules junto a ella. Sintió un golpe terrible en el pecho. Como si de repente se rompiera todo. Se perdiera todo en una vorágine de locura y llevaba razón Fernando Sánchez.
Era bella, como la noche estrellada y la luz peleando con las sombras.
— ¿Tuyo...? —la mujer lo miró de manera extraña, como miramos cuando esperamos algo, y de pronto nos damos cuenta de que estaba al alcance de nuestras manos.
— Eres tú... Fernando...
No cambié mucho, solamente algunas canas..., algunos no cambian nada.
— Tú... tú... sí eres más...
— Lo dicen todos, no quiero que tú también lo digas...
— El niño...
— Sobrino... —agregó Martha.
— ¿Te casaste...?
Un nudo de angustia, de dolor espeso. Eso que todos los hombres sienten una sola vez y por una sola mujer.
— No.
— Aquel hombre bien vestido, el que hablaba de cosas lejanas.
— Murió en un accidente, el camión en que viajaba se volcó. Estábamos comprometidos...
— ¿Hace años...?
— Cinco...
— Yo tampoco me he casado. Yo...
La mano de ella tocó al niño. Luego miró fijamente.
— Vamos para casa Mario... Fernando, si estas de paso!... puedes acompañarme...
Había tormentas que duraban años. Que helaban el alma toda una vida.
El columpio, aún se mecía, mientras el trío se alejaba…
UN HOMBRE.
Dos lirios rosados en las mejillas tersas, grávidas, como frutas en sazón, la brisa enredaba su susurro en las guedejas rubias y el coral brillante de su boca escondía el comienzo de una risa feliz.
Llegaba de mañana por la acerita que llevaba al mercado que se aplastaba, avergonzado de su miseria, entre los sauces llorosos y los álamos verdes.
Y en cada recodo, su vida despuntaba al aire dulzón de su alegría. De esa alegría que quedó suspensa, trunca, cuando aquella tarde llegó a la botica de don Miguel Michel.
— Quiero polvitos en sobre para mi mamá, don Miguel
—Había dicho ella. De esos para el estómago, debo apurarme, está sola...
Apurarse, pero no tanto como para no verlo. Para evitar la mirada lejana de sus ojos negros, distantes.
— Está primero el señor, Julia.
— Yo no tengo madre, Don Miguel —dijo con helado tono el hombre, junto al mostrador—, puede despacharla primero.
— Gracias señor...
Los nudillos del hombre se hicieron blancos. Su garganta se volvió morada de puro agarrotar las palabras que pugnaban por salir en tropel desenfrenado.
— Usted las merece señorita...
Julia cogió los sobres y se alejó. Y el hombre quedó dentro, mirando totalmente a la muchacha que se alejaba.
— Ahora dime qué quieres... —empezó Michel.
— Veneno... —Mordió el hombre. ¿Qué quiere que quiera, ahora, que la he visto después de tanto tiempo?
Después salió al sol calcinante de la calle, se caló el sombrero sobre los ojos. Y se alejó despacito, como buscando un rincón para terminar con todo. De una vez. Para siempre.
— Está de paso —dijo una.
Otra agregó.
— Vino a liquidar la hipoteca...
Y alguien aventuró:
— Dicen que irá a Sucre. Allá levantó un negocio y se ha vuelto rico. Ahora no tiene nada aquí. Será mejor para todos que se vaya.
En su botica, don Miguel dio cima al pensar de todos.
— Si al anochecer sigue en el pueblo, le diremos al comisario que lo visite. Ahora no tiene nada que hacer aquí. Julia no va a vivir sobresaltada porque un vagabundo como ese.
Corrió la voz. Y las madres atrancaron sus puertas. No fuera cosa que sus hijas quisieran calmar su curiosidad sobre lo que se avecinaba.
Sólo el hombre en cuestión estaba quieto, sentado en el tronco de un sauce a poca distancia de la casa de ella. Con un cigarrillo amargo entre los labios.
— Ninguna merece nada —dijo al empedrado. Ni siguiera el trabajo de cuatro años para volver y ofrecerle un porvenir. Ha buscado otro hombre. Y voy sobrando en el trío. Si al menos pudiese verla otra vez...
Vio luz y se metió en el senderito de piedras blancas.
— Germán...
Sintió un golpe en el pecho al oírla y volvieron a blanquear sus puños, bajo la brisa, blanda, caliente.
No volvió a llamar. Al rato salió de la casa. Lo vio.
— Me parece que te equivocaste de nombre —dijo roncamente él.
— Te lo habrá encontrado abajo...
— No, todavía no...
— No vendrás a...
Quedó silenciosa, hasta que el hombre habló.
— No, no vine a matar...
Tembló.
— Tampoco a vos —miró con detenimiento su rostro, sus ojos. Luego a ella, seguía igual.
Viento de sierra, fulgor de cumbres y sonrojo de auroras. Salvo el detalle insignificante de sus ojos tristes, lejanos.
— De nada te valdría... —musitó. Mi muerte no daría paz a tu alma...
— Hace tiempo que dejé de pensar en eso... Puedes invitarme a pasar, a tomar algo caliente, algo que me quite este gusto a roca, a desierto, a soledad.
Penetraron en la casa, sin decir palabra. Luego ella se encogió sobre un hornillo y rato después le tendía el café humeante.
— Sigues como siempre —dijo débilmente él.
— Vos estás más grande. Más... —calló.
—...viejo. Todos se vuelven viejos, hasta los recuerdos.
Bebió el café sin quitarle los ojos de encima.
— Te habrás casado enseguida.
— No... —Por vez primera ella lo mira a los ojos.— Tardé tres años en convencerme. Después me dije que era una locura esperar a un cobarde que nunca volvería.
Alguien tenía que decírselo. Ahora estaba hecho. La verdad lo golpeó en la cara como un latigazo del viento. Rió,
— He vuelto, ahora sé para qué. Me arrastraron tus ojos y tu nombre... Pero no... —hizo un gesto con las manos.
— No he venido a pedir, a rogar. Tampoco a matar, me iré después del café.
Hizo una pausa.
—¿Hijos...?
— Uno. Murió al nacer...
—Ah...
Se levantó. Había algo sucio quemándole la sangre.
— Lástima que no pueda quedarme —dijo. No importa.
— No importa, algún día...
— Eso —sonrió con una entereza espantosa. Algún día...
Le estrechó las manos como entonces.
— Suerte... —dijo roncamente—, mientras un brillo de lágrimas redrillaba en la mirada de la pieza.
Salió a la oscuridad, arrastrando los pies.
Germán Castro había temido siempre aquél regreso. Ahora lo sabía. En el pueblo se lo habían dicho.
Juan García corrió locamente por las calles a buscarlo, a disputarle el amor de su mujer, a punta de cualquier cosa. Incluso a punta de cuchillo.
Casi sufrió un estremecimiento al encontrarlo. De golpe.
Estaba sentado en el mismo sauce a la entrada del pueblo, con una botella de trago en las manos y la guitarra, muerta en sus piernas.
— Vos me recuerdas a alguien... —el hombre dudó. Claro, vos eres el muchachito de los García.
— Estás borracho Germán —susurró Juan. Y te equivocaste. Ya soy un hombre...
— Claro, hombre, claro. Los chicos crecen... pero no dejó de ser una canallada, aprovechar mi ausencia...
— Eras un vagabundo, Germán —dijo fuertemente, con muchos más ánimos. Ella necesitaba un hombre...
— Bueno, bueno... —el tono de Castro era festivo, pero Juan no se engañó.
— Te estas preguntando qué haré. Si te pelearé a cuchillo, o si me la llevaré en brazos.
— Antes estoy yo —dijo sencillamente García.
— Creo que es cierto lo que dijiste, que ya eres un hombre...
García lo vio alzarse sin dificultad alguna. No estaba ebrio aquél hombre, pero llevaba la muerte en los ojos y en el alma.
— La historia era linda muchachito... Hermosa como los ojos de ella. Pero fue como la flor del cardo, chico… La amustiaron los vientos y las dudas. Creyó en la gente. Esa gente que murmura de rabia, de envidia, de celos. Creyó que le hablaban del cielo cuando estaba pisando el pantano. Y cada uno le dijo lo suyo: Que yo no servía. Que nunca había servido para otra cosa que para viajar de un lado a otro, sin casa, sin plata, sin amigos, sin amor...
García, lo vio coger la guitarra y recostarse contra el sauce, que arrastraba su melena entristecida por el polvo del callejón.
— Dudó mucho. Dudó hasta que los otros pudieron más que su amor, y me dijo un día que me fuera. Que no servía para sostener mujer, hijos, hogar. Pero, aunque lloraba, me fui yendo por la senda, jurando no volver a este agujero de la tierra —sonrió.
Ya sin alcohol en los ojos. De hombre a hombre.
— Ahora voy para Sucre. Allá hay buena tierra. Junté unos pesos a pesar de todo. ¿Sabes?, a fuerza de trabajo y sudores. Ahora... bueno, no me sirven. Dicen que en Santa Cruz hay posibilidades con el arroz… Aquí tienes los pesos de que te hablé, me dijeron que tienen ganas de tener casa propia con hijos y prenda... Que no digan otras lenguas que el hijo del viejo Manuel no tiene pies ni manos, para hacer sus cosas por su cuenta.
Lo miró hondamente. Limpio. Sin rencor.
— Es poco, pero bastará para que te la lleves de aquí, sin pasar estrecheces.
García, tenía los ojos obsesivamente fijos en el hombre. En aquel hombre cuyo recuerdo y regreso había temido, odiado, Y súbitamente comprendió que, a su lado, todavía era el muchacho, que no había crecido.
Con la guitarra bajo el brazo y un silbo ronco en los labios, Germán, dio media vuelta.
Cuando las sombras lo cogieron de lleno, habló con voz seca.
— Ah... se me olvidaba, suerte, muchacho...
García, quedó quieto, con el viento pegándole en la cara como un látigo infernal de puntas heladas.
Editorial Casa Municpal de la Cultura “Franz Tamayo”.
La Paz – 1978
Obra premiada en el XI Concurso Anual de Literatura 1978: Cuento.
PROLOGO.
Sin contradicciones ni paradojas, dejando de lado retóricos: rebuscamientos y amanerados academismos, Luis Arnaldo Barrios Castro, abre sin estridencias, las veladas puertas de su inspiración cuentística, con una sencillez que evoca la suprema magnitud de la belleza natural y la reciedumbre del hombre.
Así se tiene que en “Ruperto”, rápidas pinceladas delinean y enmarcan las veleidades de una naturaleza resentida y avara, Sin calor solar y frialdades de! piedra, como signo de una pobreza, agotamiento y hierática impotencia, que obliga a una comunidad al parecer ya famélica, a disciplinada inmigración dispuesta por sus mayores e impuesta por las circunstancias.
En ese paisaje campesino con sorpresas de aire diáfano, se perfila consubstanciada con el espíritu andino, la inigualable gracia musical que Ruperto arranca de su singular charango nativo. Pero el genial ejecutante, está señalado por la debilidad física y la invalidez de sus piernas torcidas que se pegan a la tierra, como las secas raíces de los viejos árboles, condenándolo de esa manera, al naufragio de replegarse a la sombra de su fortaleza, de inhibirse a descorrer los límpidos instantes en que su corazón flota dentro de su pecho, sino de obligarlo en todo caso, ha quebrarse para siempre, con el último dolor y la postrer angustia. Al morir su amor por la inalcanzable amada, enmudecen también las maravillosas cuerdas del charango.
“Romance Chicheño”, implica tácito compromiso matrimonial, sin romanticonas escenas melodramáticas., entre una joven lavandera y un voluntarioso campesino.
En efecto, el contenido de este segundo cuento, carece de frivolidades y de actitudes sentimentaloides en el comportamiento de los enamorados, para incidir con fuerza descriptiva sobre los efectos de la palabra comprometida, la indisoluble unidad de los lazos consanguíneos y su profunda raigambre de protección por los ancianos, como pervivencia precolombina.
Mientras el hombre esfuerza el contenido del tiempo disponible para el acondicionamiento del que será su nuevo hogar, la mujer mantiene necesaria perspectiva de certeza en su próxima unión. Sin embargo y por mutua decisión ennoblecedora, que no les permite abandonar a su suerte a la madre enferma, el acto matrimonial es postergado, hasta que la inevitable tragedia sobreviene, y la muerte de la anciana consolida la unión, que se verifica con naturalidad y sin urgencias.
Es obvio que sin pretenderlo, el autor plantea fáciles soluciones colaterales, al sugerir un trasfondo configurado por una especie de estado social platónico, donde se resuelven urgentes requerimientos económicos mediante mágicos préstamos del hacendado.
En “La Esquina”, el principal personaje es el tiempo, que ensambla taraceados esquemas ópticos y variaciones interpretativas, con un determinado espacio, cuyo movimiento en espirales armoniza con una mortal posesión de las evoluciones del estado de ánimo de los seres que atestiguan el transcurrir de diferentes épocas.
Por ello, la tormenta adquiere dimensiones permanentes de inmersión con el embrujo, las aventuras y ansiedades infantiles de los pantalones cortos; con el hastío del incomprendido pensador, el misterio, las poesías y tristezas propias de los pantalones largos; de la misma manera que, con la tragedia del primer llanto que convierte en hombre al jovenzuelo, sus frustraciones y sus prematuros recuerdos, los que otean la espantosa soledad y la agorera inmovilidad de una puerta, color verde desteñido, como el tiempo que olvida, muere y reaparece, cual etérea visión de ultratumba retornando a la cita de amor en postrer despedida.
Junto a esa esquina —que bien puede ser la nuestra— transcurrió el acelerado latir de un corazón, que atesoraba el amor como si se tratara de un gorrión entre las manos.
Finalmente, en “Un Hombre”, el último de los cuatro cuentos que componen la obra galardonada con el Segundo Premio del Xl Concurso Anual de literatura “Franz Tamayo”, el autor, Luis Arnaldo Barrios Castro, se identifica con su obra, cargada en este caso, de un tremendismo psicológico que hace tensos, no solamente los momentos precedentes o previos al reencuentro con su amada de ayer, perdida hoy, y con los habitantes de su pueblo natal, sino con el sobresaltado esposo, que lo busca “locamente por las calles... a disputarle el amor de su mujer, a punta de cualquier cosa. Incluso a punta de cuchillo”. Encontrando en el enfrentamiento decisivo y culminante, la entereza espantosa de un hombre en toda la extensión de la palabra.
Carlos Urquizo Soza.
RUPERTO
Las vacas, los caballos y los asnos pastaban en las faldas de los cerros, sintiendo el crudo invierno como si la naturaleza hubiérase resentido con la vida.
El sol ni siquiera daba asomo para brindar su esperado calor.
Las haciendas y las casas diseminadas se hallaban cubiertas por la densa niebla.
Los campesinos que abandonaban las rústicas casas de pajas y piedras, tiritaban en medio de sus atuendos húmedos.
Los rostros morenos tornábanse indiferentes a la frialdad de la piedra.
Para quienes se quedaban en las casas, la mañana constituía una bella sorpresa de aire diáfano, sentábanse alrededor de la hoguera para poder admirar el calor que poco a poco se consumía.
Ruperto, en su infancia, como casi todos los de su edad, fue un pastor, y así como era, quiso abrazarse a la vida.
En el afán de conducir el rebaño solía encontrarse con Gregoria y ambos veían que sus padres araban la tierra.
A lo lejos se divisaban estelas de humo de las chacras y chozas.
Gregoria, pequeña aún, soñaba en la tierra, la casa, el hijo que para ella era el futuro.
Y pensando en esas ideas Ruperto se decidió:
— Cuando sea mozo, aprenderé a arar y tendremos casa.
Había dicho todo, pero pasaron los años, no tuvo casa ni llegó a arar, ni siquiera pudo hacer lo que hacen los enfermos, los débiles y las mujeres, echar la semilla tras bestias que aran uncidas al yugo.
El don de la esteva le fue negado para siempre, para los hombres de la mancera y de la siembra, esto significa la negación de la vida misma.
Ocurrió que un día Ruperto cayó enfermo; mucho tiempo estuvo entre un revoltijo de mantas, quejándose en la penumbra de su humilde choza.
La vieja, le preparó todos los mates de las buenas yerbas y cuanto brebaje podía suministrarle.
No murió.
Pero era como quitarle la vida, sus piernas habían quedado secas y torcidas, como las raíces de los viejos árboles.
Se quedó paralítico, piernas abajo.
Pero ante sus ojos quedaban la tierra, las yuntas, los caminos.
Por el sendero que daba a las faldas del cerro, Gregoria guiaba el rebaño, a veces solía llamarlo, como antes, con un grito que retumbaba con el eco de los desfiladeros.
— ¡Ruperto!
Él, hecho un montón de “pilchas” y sentado frente a la choza, miraba a Gregoria desde su inerme quietud, quiso responder agitando los brazos, y rodó entremezclado con el poncho y su ropaje, y sintió que su condición era la del árbol pegado a la tierra. Pero dentro su corazón latían los viejos recuerdos y esperanzas.
Por el camino curvóse cerca de la choza, pasaban indios tocando zampoñas, para el tiempo de la fiesta de Cornaca, música de charangos y violines, camino abajo hasta perderse en la lejanía.
Ruperto quedó extasiado, con las melodías alborozadas y sollozantes de los peregrinos, hubiera querido retener para siempre esos sones y soñar con ellos, pero la música se alejó y fue perdiéndose en la distancia, él quedó otra vez sólo.
Un sentimiento nuevo surgió en su pecho, una melódica intención revelaba que algo oculto había en él.
En medio de sus emociones pidió:
— Mamita, quiero un charango...
Y por qué había que negarle.
En la feria de Santa Rosa compró el charango, éste era como todos de manufactura andina. El indio ha dado al instrumento su rural simplicidad, su matinal ternura y su hondo quebranto.
Las prodigiosas manos morenas de Ruperto crisparon los dedos, y poco a poco, brotó la música que no pudo ser para él y ahora era para todos a favor de su emoción y ese instrumento embrujado que palpitaba como un gran corazón.
Sentábase sobre un banco, el joven, casi un niño de rostro triste, encogía sus piernas tullidas bajo el poncho y pulsaba el instrumento bien templado, tocaba y tocaba; él y su instrumento formaban una sola cosa melodiosa a través de la cual articulaba sus secretas voces, la vida comunitaria. Los hombres, los pueblos se agrupaban para oírle. Era una maravilla, el charango se doblegaba entre sus dedos, se hacía elástico, gemía, lloraba, imitaba el ave y al sollozo.
El tiempo corre, Gregoria creció en edad y Ruperto en fama de charanguista. Ella ya no iba tras el rebaño y él iba a todas las fiestas de cosechas y casamientos.
Sobre un asno lo llevaban de un lado para otro, como al portador de la música y la alegría.
— Dicen que hay casamiento.
— Dicen también que va ha tocar el Ruperto.
— Y de seguro que va ha ser una buena fiesta.
Las gentes acudían a bailar y, a veces, simplemente a solazarse con los inacabables arpegios, nunca se había visto en el pueblo otro charanguista con aquellas manos tan prodigiosas.
La chicha encendía las caras y era requerido Ruperto para que tocara, las parejas alineábanse y él echaba al aire las ágiles notas de un kaluyo.
Ahí, estaba Gregoria, bailando, haciendo girar alegremente su cuerpo de anchas caderas y senos turgentes.
Ruperto, que antes se aplicaba al instrumento con todo su ser, miraba ahora a los bailarines, miraba a Gregoria, había crecido y bailaba con otro hombre. Desde entonces, Ruperto tomó conciencia de su propio destino.
Quedó huérfano, Rosaura y Lucas lo acogieron en su hogar y fue como un nuevo hijo. Estaba señalado por la debilidad física y la invalidez, pero era dueño de la suprema gracia de la música, el arte que prefiere el hombre andino.
En la comunidad vivió y entonó con todos la alegría de la vida agraria. Sufrió, también con todos, los padecimientos de la emigración, sin embargo, esos días le recordaron poco.
El mismo Lucas, como si la invalidez fuera una tara para considerar el problema, no tomó en cuenta su existencia. Sólo se encontró de nuevo Ruperto y el charango enmudecido aún de pena por su Gregoria. —Cuanto recordó el lisiado a su madre en ese tiempo; ella ya no podía consolarlo.
Desde un rincón del corredor de la casa de Lucas, asistió a la asamblea, percibiendo dolorosamente, las espaldas de los concurrentes, rostros congestionados, y tristes palabras dichas. El era uno de ellos, pero ni por eso le consideraban.
Ellos lo habían decidido todo, había que abandonar esas tierras.
Llegó el día de emigrar, lo hicieron subir a un asno, con su charango en las manos, fue de los primeros en partir.
Noches muy tristes pasó en la Palca, en compañía de los pocos que se quedaron para cuidar los trastos. Luego sintió que era uno demás en los días de arduo trabajo, mientras se labraba la tierra.
Ruperto creyó que recomenzaba la vida de antaño, poco pudo durar su sueño. Sobrevino la desgracia con mas saña, llegaron las riadas arrasando las siembras. El ganado comenzó a perderse y morir. Algunos comunarios se marcharon a la zafra. Sobre los que permanecían en la nueva tierra pesaba la amenaza del trabajo forzado.
La lluvia, el frío y la tristeza llegaban a los huesos.
Había que ser muy fuerte para sobrevivir, y Ruperto no lo era...
Llegó el tiempo del casamiento de Gregoria. Ruperto asistió al festejo sin recordar nada. Habían transcurrido muchos años y la música le colmaba la vida.
Volviendo de la iglesia, la pareja avanzó, radiante, seguida de los concurrentes. Él se hallaba en la casa acompañado de los que aguardaban la llegada de los novios.
Pasó a su lado Gregoria. Fue como si la aurora asomara en ese instante. Surgió desde el fondo mismo de sus esperanzas remotas. Más, todo ello era inútil para siempre.
Miraba a Gregoria crecida, mujer hecha, bailando con otro hombre que era su marido.
Fue requerido el virtuoso para que tocara un kaluyo. Las parejas alineáronse como en anteriores ocasiones.
Ruperto trepóse en un banco abrazando su charango. Las parejas, los más próximos, el viejo Lucas, Juanacha y Mateo esperaron la música.
¿Dónde estaba la melodía que brotaba de sus manos?
No había más que tristeza, llanto, silencio.
Necesitaba un desahogo, quería llorar, y el alma se le iba muriendo.
Le faltaban fuerzas para soportar aquél llanto tan borrascoso.
Acaso las notas no brotaban con la pureza esperada, tal vez los dedos no acertaban con el lugar preciso.
Ruperto, con la mirada clavada y el rostro moreno, nada decía, él, que antes se aplicaba al instrumento con todo su ser, miraba ahora a Gregoria y, de pronto, algo se le rompió en el pecho, con la violencia con que, a veces, estallan las cuerdas del charango.
Cayó de bruces y, al caer, las piernas torcidas rozaron el cordaje arrancándole un agudo y amargo lamento.
ROMANCE CHICHEÑO.
Santiago de Cotagaita, una pequeña población provinciana que aún conserva, dentro su sencillez, los encantos indescriptibles que nuestros antepasados dejaron como huellas imborrables.
Tierra de ensueño, tierra del amor. Tierra de primavera tornada como, ayer, como siempre, en sutil torbellino...
Cuando Margarita llegó al arroyo las aguas estaban demasiado bajas y entonces se inclinó sobre las toscas, para comenzar su tarea, abrió el gran atado de ropa sucia, eligió las primeras prendas y comenzó a lavar.
Su madre había sido lavandera, y ahora, ya vieja y con muchos achaques, no podía trabajar en tal faena. Ella la estaba sustituyendo, de modo que no había otro remedio que proseguir en el trabajo junto al arroyo.
Pensaba en Juan, ese peón de campo, al que conociera en un baile, ese Juan que le prometió:
— Dentro de unos meses me darán tierra, tendré mi casa. Me gustaría que estuviésemos juntos.
— ¿Es verdad?
— La pura verdad.
Desde entonces, Margarita soñaba. Juan no aparecía, pero creía en él como creía en Dios. Se decía:
— Volverá.
Lo veía corno lo vio partir, después del baile del año nuevo en un galpón, montando su hermoso caballo, bien aperado, sonriéndole una vez más. Para ella habían pasado siglos, aunque fuera un par de semanas lo que distanciaba la realidad y el recuerdo.
Margarita soñaba con Juan, mientras amontonaba atados de ropa, mientras tendía prendas al sol. ¿Qué sería de él en tanto?
Juan arreglaba las casas abandonadas. Después de rebocarIas y de darle una mano de cal, para defenderla de la humedad, introdujo una vieja cama, regalo del patrón. Un camastro de dos plazas, cuyo maderamen pesaba más que las casas. Consiguió hacer una mesa con un tablón y cuatro estacas, y unos bancos, con cajones viejos. Con otras tablas hizo una estantería. La cocinera le regaló una sartén y una cacerola.
Al turco vendedor del camino le compró unas telas floreadas, que se le antojaron hermosas para manteles y servilletas. En el pueblo compró unos platos enlozados, unos tenedores de estaño y dos cuchillos de cabo negro. ¿Qué más...?
La casa ya estaba puesta.
Juan era feliz, dueño de una felicidad tan inmensa que ya no le cabía en el cuerpo y se le derramaba en luz por los ojos.
Juan le contaba a doña Pancha, la cocinera.
— No he querido volver a verla. ¿Sabe? Hasta que todo esté listo.
— ¿Y si te ha olvidado?
Eso lo inquietaba un momento, pero enseguida se le alegraba el corazón:
— No, eso no puede ser. ¡ Si usted la viera en los ojos!
Al fin llegó la tarde señalada para llegar a la casa de Margarita, aperó el caballo y partió a galope corto, con el corazón más ligero que el andar del animal. Y al fin se encontró entrando al tranco al patio, en donde el amor lo esperaba en vestido blanco, porque Margarita, todos los atardeceres, vestía de blanco su angustia y su espera.
— He levantado la casa, prenda.
— ¿Ya? — sorprendida contestó Margarita.
— El corazón tiene sus apuros —agregó Juan.
— ¡Ah, Juan! — ¡Qué ganas de verla!
— Ya llegará la hora. Pronto estaremos donde el Notario Civil.
— ¡Estoy temblando, Juan! —pensó un momento.
— ¿Y mamá?
El también se quedó pensando. Después dijo:
— Haremos que no le falte nada.
De todos modos, los dos estaban viendo el mismo cuadro. El de una anciana solitaria en una casucha sin perros. Apenas sí unas gallinas estúpidas acompañaban tamaña soledad.
Fue Juan el que propuso entonces:
— Esperaremos un mes más, o dos.
— Pa’ qué?
— Pa’ levantar otra pieza en nuestro sitio, el patrón me dará algún adelanto...
A Margarita se le llenaron los ojos de lágrimas.
— Eres muy bueno, Juan...
Después de su trabajo en las huertas, y anochecido, Juan iba al pisadero a batir el barro para agrandar su vivienda.
Amasó los adobes de barro, los fue alineando con paciencia entre el esqueleto de cañas y alambre, hasta que finalmente, luego de secadas, permitieron el reboque. Una vez cumplida la faena, se quedó mirando su agrandada casa.
Después montó a caballo y se fue despacito a la huerta, mientras el corazón andaba ligero en busca del día siguiente.
Era la media mañana, cuando Juan llegó a galope corto hasta el patio de la vivienda de la lavandera
Frenó justo al lado del pozo de agua, para tirarse al suelo, desmontando sin tocar estribo, porque Margarita estaba allí:
— ¡Prenda mía! Ya tenemos nuestra casa, y doscientos pesos que vine ahorrando.
— ¡Juan!
Sólo entonces descubrió que en los ojos de ella había lágrimas de angustia, la miró con susto:
— ¿Qué te pasa, prenda?
— Mamá... — fue la respuesta y se echaron lágrimas.
— ¿Qué hay? ¿Qué pasa?
— Está muy mal, Juan.
— Pero, ¿qué tiene?
— No sé... buscá al doctor...
De un salto Juan estuvo sobre el caballo y se largó a galope largo, buscando el rumbo del pueblo.
Al atardecer llegó el médico. Examinó a la enferma que se ahogaba y diagnosticó.
— Bronconeumonía.
En seguida redactó una serie de recetas, advirtiendo que si bien no era un caso perdido, quedaban muy pocas esperanzas.
Juan pagó la visita, cambió de caballo y volvió a galopar hacia el pueblo para ir a la farmacia en busca de medicamentos.
Galopaba ya bajo la luna, cuando hizo su entrada por los del Sur, y poco después golpeaba la ventana de la botica cerrada, apareció el boticario, en mangas de camisa.
— Buenas noches, señor.
— Buenas noches, ¿qué te trae?
— Estos papeles del doctor...
El farmacéutico, muy serio, tomó las recetas, encendió una luz, se puso los anteojos y leyó. La ventana abierta era la única que lanzaba un chorro de luz hacia la calle.
Lentamente dijo.
— Está bien. Vuelve dentro de media hora.
Juan ató el caballo a un poste y se puso a caminar sin rumbo por las calles del pueblo. Iba pensando en Margarita, sola, con la viejita tan grave, allí tan alejada. Y se puso a pensar también en que si le cobraba mucho el boticario no le quedaría dinero para empezar a vivir. Se puso a pensar en la desdicha de ser pobre, de no contar con más auxilio que el propio coraje, la propia voluntad.
Por la quebrada pasó un camión lleno de carga. Cuando se perdieron las luces de los faros, Juan cobró noción de lo que es la lejanía.
Quedó endeudado esa noche. Dejó su resto, y aún le hacían falta noventa pesos mas. De todos modos, le hizo realizar un milagro, el patrón le había dado un préstamo, castigando todo, regresó con los remedios. Se apeó de un salto y voló, luego dejando a la cabalgadura riendas abajo, entró de golpe en un recinto miserable, iluminado por la luz de un candil, donde junto a un catre lloraba sin sollozos Margarita.
La madre ya había entrado para siempre en el silencio. Juan dejó caer los remedios sobre la mesa rústica y se quedó sin saber qué hacer. Después se acercó despacio hasta su novia, y le pasó la mano por la cabellera:
—. Margarita...
Un ligero sollozo fue la respuesta.
— Mi Margarita...
— Juan... —alcanzó a decir ella y se incorporó para echarse a llorar entre sus brazos.
— Margarita... Tengo que hablar con el patrón pa’ arreglar esto. Ya no tengo más plata, mi prenda.
— ¿Qué haremos Juan?
— Tendremos que esperar... le debo al boticario, pues.
— No, Juan... Yo no espero. A mamá tampoco le habría gustado que por ella...
Se abrazaron temblando junto a la muerta.
— Ella —dijo la muchacha. Ella nos ha casado ya.
Tres días más tarde; una muchachita vestida de negro, lavaba ropa en una batea, cerquita a la casa tenia una pieza demás.
Sus ojos se levantaban grandes y tristes, para buscar en la lejanía la presencia de un caballo avanzando hacia la casa.
En los sauces cantaban los pájaros y los rosales comenzaban a florecer.
LA ESQUINA.
Mientras apartaba con la punta del zapato las hojas arremolinadas por el viento, pensó en la tormenta que el sol se llevaba en la brisa. Pronto emergería la luz. Aunque había tormentas que duraban años.
La escuela quedaba delante del dique lleno de piedras, de cal y sombra, más allá, la calle hacia una curva caprichosa, llena de hueca alegría, de viejas casas pequeñas.
La casa de ella tenía, aún, la puerta verde.
De aquel verde desteñido que los años le daba a todas las cosas.
Cerquita, la lluvia había formado charcos traidores, donde se miraba alegre el sol. Pero el verde del árbol de la esquina tenía la luz opaca del llanto, bajo el farol negruzco de tiempo y agua. De chico, las casas parecían más grandes.
La esquina tenía su embrujo de aventuras, de conquista, y los pantalones cortos tenían a la ochava por mojón, por cúspide de sueños humildes, mojados de ansiedad.
Ahora eran pequeños el farol y el reparo de la huerta de los Rasguido.
Todavía crecían las romazas cerca de las espinas y era el único descampado que había sobrevivido. Tal vez como los sueños, que miraban al viajero con su altura insoportable.
Roberto tenía un mechón negro, entonces algunos decían que era su espíritu de inservible, de vagabundo, que asomaba en su cabeza siempre sucia, despeinada.
Que, salvo las raterías en la huerta de los Rasguido, no tenía otra actitud.
Después, corrieron los años...
Y la esquina se volvió pequeña. Ausente de muchos rostros que se fueron. Dos o tres para no volver nunca. Y la plaza y la cantina de don Silvestre. Estaba dormitando contra dos paraísos altos, desgajados por la lluvia y el hastío, tenía dos vidrie- ras sucias, de esa suciedad incierta de humo y misterio.
Allí conocí a Juan, rostro triste de pensador incomprendido.
Y a Fernando, el hombre que hacía versos dedicados a la chica de la puerta verde.
— La quiero sabes...? Así como si fuera algo que no podremos alcanzar...
No le dijo que él también sentía algo de eso, sólo que él no sabía hacer versos. El cariño lo llevaba escondido, como un gorrión en la palma de la mano. Tibio, tembloroso.
Fernando se fue una mañana azul rumbo a otras tierras. Dijo que tenía un hermano en Sucre, que allí se vivía mejor.
Después la esquina se enteró que estaba enfermo, que no podía volver.
No hubo más versos y Roberto cumplió los dieciocho años. Vinieron los años fáciles, esos en que uno no comprende que la vida llega con su secuela de sentimientos vencidos y fracasos, en que uno ríe sin motivo y mira todavía las estrellas...
Un día, alguien vino a ocupar el lugar de Roberto.
Era alto, apuesto y vestía bien, tampoco hacia versos, pero hablaba de lugares distantes y de emociones nuevas. También se fijó en la puerta; se fijó en la puerta verde. Y la puerta se abrió muchas tardes, para recibirlo.
El gorrión se estremeció en las manos de Roberto y escapó el primer gemido, de rabia. El primer llanto de hombre.
La cantina acogió su amargura entre su eterno humo y alcohol. Ahora miraba la esquina con ese rencor de hombre burlado. De quien es robado en lo más preciado y escondido. Otros hombres confraternizaron con él. Otros, de otros sitios.
Ya no fue su taberna, ni su esquina. La vida fue llevando a todos con empuje de fiera insaciable.
Quedó él.
Abrazado a recuerdo tontos, de una infancia que había pasado como una ráfaga, mirando con una mirada desesperada los rincones conocidos y las alegrías de otros años.
Y aquel día. Recuerdo que hacia temblar la sangre de coraje.
Fue en el camino al mercado. No reparó en los dieciocho años de ella. En que era una mujer.
— ¡Martha!
— Hace tiempo que no te veía, Roberto...
— Siempre vas apurada...
— Oh... compromisos... ¿Tú, acaso, no los tienes?
Tenía los ojos azules como el brillo de la lluvia y dos trenzas que habían madurado. Vestía como una mujer acostumbrada a vestidos cortos y zapatos empinados.
Y aquella naricita apuntando al cielo como un desafío.
— ¡No…! —adoptó un gesto de convencimiento. —Ninguna me parece lo suficientemente linda.
—iNi... yo?
No se dio cuenta de que era coquetería de muchacha buscando un cumplido, sólo supo que se estremeció como una hoja cuando gritó silenciosamente.
— Tú..., tú eres otra cosa. A ti te quiero.
— ¿Tú..., tú..., tú que me quieres?
— Y tanto...
Se fue con la cabeza a gachas, con el mechón bailando, amustiado sobre la frente, bañado de frío y congoja. Lentamente, dejó la escuela atrás. Aquella donde estiran los pantalones largos y cambian los trompos por una ilusión.
Calle. Luz. Cielo.
Que molía recuerdos en su música, pegajosa. Tan suya como el agua y el rocío.
Caballos que galopaban con sus ojos brillantes de pintura y luz.
Bueno, eso era todo.
No mucho, no tanto como para escribir una historia de amor, si para llenar dos compases de música.
Las hojas se le metieron entre las piernas como deteniéndolo. Como buscando frenar su impulso de gritar. De abrir una por una aquellas ventanas que hablaban del barrio, del olvido.
Hasta encontrar aquellos rostros. Su rostro...
El amor había sido un gorrión estremecido en sus manos rudas y había volado y muerto de frío en otras regiones, bajo otros cielos.
Ahora era un hombre. Con las penas y las escasas alegrías de un hombre.
Llegó a la esquina. La puerta verde lo miró con un dejo de soledad espantosa; tenía algo de agorero su inmovilidad descolorida.
La cantina seguía cerca. No tan sucia, como entonces... La acera estaba llena de hojas, de sombras. Nada más.
Se acercó.
— Me recuerdas a alguien... —dijo la voz.
— En cambio yo no...
— Yo hacia versos, Roberto. Yo soy Femando Sánchez...
El hombre sonrió. Le hizo mucho bien el hacerlo. Mostró un rostro que podía ser feliz, si no existiesen los recuerdos.
— Te hacía en Sucre...
— ¡Ah!... eso pasó. Sentí que el barrio me llamaba. Vivo allí a la vuelta de la escuela, en la casa que fue de los Villegas...
— ¿Podemos tomar una copa?
— No.., no es que desprecie. ¿Los pulmones, sabes...? Ven, hay unos muchachos que... —Quiso tenderle la mano, a pesar un poco pasado, en un intento muy suyo de demostrarse a sí mismo que las cosas no cambian tanto. Que hay cosas más fuertes que el olvido.
Quedó parado en medio de la calle, mirando fijamente las puertas, las aceras. Una pareja pasó junto a él, murmurando cosas dulces que le hicieron mucho daño. Un charco de agua lo miró opacamente desde un remolino de hojas secas.
— Fernando... No sabes que está más linda, que mis versos no alcanzan a pintar su hermosura.
— Ven.... —murmuró desesperado. Ven a tomar una copa...
Las sombras se difuminaron cuando entró en la cantina. Otro era el dueño; otras las caras.
Preguntó:
— Un tal Femando Sánchez... uno que hacía versos. Hace tiempo…
— No lo recuerdo... ¡Ah!... espere, alguien me dijo el otro día que murió en Sucre, cuestión de los pulmones, ¿sabe?
Cerróse el nudo en su garganta y el alcohol dolió al trasegar.
— Yo, una vez...
Se interrumpió, no lo conocían. A nadie importaba.
Pagó y salió apurado, caminó aplastando hojas hasta que llegó. La puerta estaba abierta y las ventanas derramaban luz.
Golpeó..., abrióse la puerta.
— Señor...
Un chiquillo de ojos negros y cabellos crespos.
— Vos..., la señorita Martha, Martha Linares… dile que un viejo amigo...
Quedó suspenso, ahogado ante los ojos asombrados del chico.
— Está a la vuelta señor, donde los columpios.
Corrió, estaba ahí, en el parque lleno de recuerdos. Había otras personas y otros niños.
La mujer había crecido. Era más hermosa, más plena. Ahora miraba ausente el fulgurante mecer de los columpios.
Había un niño de cabello crespo y ojos azules junto a ella. Sintió un golpe terrible en el pecho. Como si de repente se rompiera todo. Se perdiera todo en una vorágine de locura y llevaba razón Fernando Sánchez.
Era bella, como la noche estrellada y la luz peleando con las sombras.
— ¿Tuyo...? —la mujer lo miró de manera extraña, como miramos cuando esperamos algo, y de pronto nos damos cuenta de que estaba al alcance de nuestras manos.
— Eres tú... Fernando...
No cambié mucho, solamente algunas canas..., algunos no cambian nada.
— Tú... tú... sí eres más...
— Lo dicen todos, no quiero que tú también lo digas...
— El niño...
— Sobrino... —agregó Martha.
— ¿Te casaste...?
Un nudo de angustia, de dolor espeso. Eso que todos los hombres sienten una sola vez y por una sola mujer.
— No.
— Aquel hombre bien vestido, el que hablaba de cosas lejanas.
— Murió en un accidente, el camión en que viajaba se volcó. Estábamos comprometidos...
— ¿Hace años...?
— Cinco...
— Yo tampoco me he casado. Yo...
La mano de ella tocó al niño. Luego miró fijamente.
— Vamos para casa Mario... Fernando, si estas de paso!... puedes acompañarme...
Había tormentas que duraban años. Que helaban el alma toda una vida.
El columpio, aún se mecía, mientras el trío se alejaba…
UN HOMBRE.
Dos lirios rosados en las mejillas tersas, grávidas, como frutas en sazón, la brisa enredaba su susurro en las guedejas rubias y el coral brillante de su boca escondía el comienzo de una risa feliz.
Llegaba de mañana por la acerita que llevaba al mercado que se aplastaba, avergonzado de su miseria, entre los sauces llorosos y los álamos verdes.
Y en cada recodo, su vida despuntaba al aire dulzón de su alegría. De esa alegría que quedó suspensa, trunca, cuando aquella tarde llegó a la botica de don Miguel Michel.
— Quiero polvitos en sobre para mi mamá, don Miguel
—Había dicho ella. De esos para el estómago, debo apurarme, está sola...
Apurarse, pero no tanto como para no verlo. Para evitar la mirada lejana de sus ojos negros, distantes.
— Está primero el señor, Julia.
— Yo no tengo madre, Don Miguel —dijo con helado tono el hombre, junto al mostrador—, puede despacharla primero.
— Gracias señor...
Los nudillos del hombre se hicieron blancos. Su garganta se volvió morada de puro agarrotar las palabras que pugnaban por salir en tropel desenfrenado.
— Usted las merece señorita...
Julia cogió los sobres y se alejó. Y el hombre quedó dentro, mirando totalmente a la muchacha que se alejaba.
— Ahora dime qué quieres... —empezó Michel.
— Veneno... —Mordió el hombre. ¿Qué quiere que quiera, ahora, que la he visto después de tanto tiempo?
Después salió al sol calcinante de la calle, se caló el sombrero sobre los ojos. Y se alejó despacito, como buscando un rincón para terminar con todo. De una vez. Para siempre.
— Está de paso —dijo una.
Otra agregó.
— Vino a liquidar la hipoteca...
Y alguien aventuró:
— Dicen que irá a Sucre. Allá levantó un negocio y se ha vuelto rico. Ahora no tiene nada aquí. Será mejor para todos que se vaya.
En su botica, don Miguel dio cima al pensar de todos.
— Si al anochecer sigue en el pueblo, le diremos al comisario que lo visite. Ahora no tiene nada que hacer aquí. Julia no va a vivir sobresaltada porque un vagabundo como ese.
Corrió la voz. Y las madres atrancaron sus puertas. No fuera cosa que sus hijas quisieran calmar su curiosidad sobre lo que se avecinaba.
Sólo el hombre en cuestión estaba quieto, sentado en el tronco de un sauce a poca distancia de la casa de ella. Con un cigarrillo amargo entre los labios.
— Ninguna merece nada —dijo al empedrado. Ni siguiera el trabajo de cuatro años para volver y ofrecerle un porvenir. Ha buscado otro hombre. Y voy sobrando en el trío. Si al menos pudiese verla otra vez...
Vio luz y se metió en el senderito de piedras blancas.
— Germán...
Sintió un golpe en el pecho al oírla y volvieron a blanquear sus puños, bajo la brisa, blanda, caliente.
No volvió a llamar. Al rato salió de la casa. Lo vio.
— Me parece que te equivocaste de nombre —dijo roncamente él.
— Te lo habrá encontrado abajo...
— No, todavía no...
— No vendrás a...
Quedó silenciosa, hasta que el hombre habló.
— No, no vine a matar...
Tembló.
— Tampoco a vos —miró con detenimiento su rostro, sus ojos. Luego a ella, seguía igual.
Viento de sierra, fulgor de cumbres y sonrojo de auroras. Salvo el detalle insignificante de sus ojos tristes, lejanos.
— De nada te valdría... —musitó. Mi muerte no daría paz a tu alma...
— Hace tiempo que dejé de pensar en eso... Puedes invitarme a pasar, a tomar algo caliente, algo que me quite este gusto a roca, a desierto, a soledad.
Penetraron en la casa, sin decir palabra. Luego ella se encogió sobre un hornillo y rato después le tendía el café humeante.
— Sigues como siempre —dijo débilmente él.
— Vos estás más grande. Más... —calló.
—...viejo. Todos se vuelven viejos, hasta los recuerdos.
Bebió el café sin quitarle los ojos de encima.
— Te habrás casado enseguida.
— No... —Por vez primera ella lo mira a los ojos.— Tardé tres años en convencerme. Después me dije que era una locura esperar a un cobarde que nunca volvería.
Alguien tenía que decírselo. Ahora estaba hecho. La verdad lo golpeó en la cara como un latigazo del viento. Rió,
— He vuelto, ahora sé para qué. Me arrastraron tus ojos y tu nombre... Pero no... —hizo un gesto con las manos.
— No he venido a pedir, a rogar. Tampoco a matar, me iré después del café.
Hizo una pausa.
—¿Hijos...?
— Uno. Murió al nacer...
—Ah...
Se levantó. Había algo sucio quemándole la sangre.
— Lástima que no pueda quedarme —dijo. No importa.
— No importa, algún día...
— Eso —sonrió con una entereza espantosa. Algún día...
Le estrechó las manos como entonces.
— Suerte... —dijo roncamente—, mientras un brillo de lágrimas redrillaba en la mirada de la pieza.
Salió a la oscuridad, arrastrando los pies.
Germán Castro había temido siempre aquél regreso. Ahora lo sabía. En el pueblo se lo habían dicho.
Juan García corrió locamente por las calles a buscarlo, a disputarle el amor de su mujer, a punta de cualquier cosa. Incluso a punta de cuchillo.
Casi sufrió un estremecimiento al encontrarlo. De golpe.
Estaba sentado en el mismo sauce a la entrada del pueblo, con una botella de trago en las manos y la guitarra, muerta en sus piernas.
— Vos me recuerdas a alguien... —el hombre dudó. Claro, vos eres el muchachito de los García.
— Estás borracho Germán —susurró Juan. Y te equivocaste. Ya soy un hombre...
— Claro, hombre, claro. Los chicos crecen... pero no dejó de ser una canallada, aprovechar mi ausencia...
— Eras un vagabundo, Germán —dijo fuertemente, con muchos más ánimos. Ella necesitaba un hombre...
— Bueno, bueno... —el tono de Castro era festivo, pero Juan no se engañó.
— Te estas preguntando qué haré. Si te pelearé a cuchillo, o si me la llevaré en brazos.
— Antes estoy yo —dijo sencillamente García.
— Creo que es cierto lo que dijiste, que ya eres un hombre...
García lo vio alzarse sin dificultad alguna. No estaba ebrio aquél hombre, pero llevaba la muerte en los ojos y en el alma.
— La historia era linda muchachito... Hermosa como los ojos de ella. Pero fue como la flor del cardo, chico… La amustiaron los vientos y las dudas. Creyó en la gente. Esa gente que murmura de rabia, de envidia, de celos. Creyó que le hablaban del cielo cuando estaba pisando el pantano. Y cada uno le dijo lo suyo: Que yo no servía. Que nunca había servido para otra cosa que para viajar de un lado a otro, sin casa, sin plata, sin amigos, sin amor...
García, lo vio coger la guitarra y recostarse contra el sauce, que arrastraba su melena entristecida por el polvo del callejón.
— Dudó mucho. Dudó hasta que los otros pudieron más que su amor, y me dijo un día que me fuera. Que no servía para sostener mujer, hijos, hogar. Pero, aunque lloraba, me fui yendo por la senda, jurando no volver a este agujero de la tierra —sonrió.
Ya sin alcohol en los ojos. De hombre a hombre.
— Ahora voy para Sucre. Allá hay buena tierra. Junté unos pesos a pesar de todo. ¿Sabes?, a fuerza de trabajo y sudores. Ahora... bueno, no me sirven. Dicen que en Santa Cruz hay posibilidades con el arroz… Aquí tienes los pesos de que te hablé, me dijeron que tienen ganas de tener casa propia con hijos y prenda... Que no digan otras lenguas que el hijo del viejo Manuel no tiene pies ni manos, para hacer sus cosas por su cuenta.
Lo miró hondamente. Limpio. Sin rencor.
— Es poco, pero bastará para que te la lleves de aquí, sin pasar estrecheces.
García, tenía los ojos obsesivamente fijos en el hombre. En aquel hombre cuyo recuerdo y regreso había temido, odiado, Y súbitamente comprendió que, a su lado, todavía era el muchacho, que no había crecido.
Con la guitarra bajo el brazo y un silbo ronco en los labios, Germán, dio media vuelta.
Cuando las sombras lo cogieron de lleno, habló con voz seca.
— Ah... se me olvidaba, suerte, muchacho...
García, quedó quieto, con el viento pegándole en la cara como un látigo infernal de puntas heladas.
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