Autor: Varios.
Fuente: Suplemento del periódico La Razón, Bolivia, La Paz, marzo de 1995.
UN INGLÉS INFORMA SOBRE BOLIVIA.
Autor: Alberto Crespo.
Joseph B. Pentland, un agente consular británico que en 1826 tuvo la inteligencia de recoger información muy significativa sobre el país que estaba en trance de formación política, señala que ese año, en un cálculo demográfico llevado a cabo por el gobierno, se estimaba la población total de Bolivia entre 1.100.000 y 1.200.000 habitantes. Indica que de ese número, unas 200.000 personas eran de ascendencia española, sobre todo de las provincias de Asturias, Vizcaya y Galicia, y que eran las que formaban la clase que comenzaba a dirigir los destinos políticos, administrativos, industriales o comerciales del país.
Las tres cuartas partes de la población, unos 800.000 indios, tenían ocupación en las minas y en la agricultura, mientras “las razas mezcladas, denominadas cholos o mestizos”, llegaban a unos 100.000 individuos. Pentland consideraba gente de “mucha energía, de carácter y vivacidad natural”. Los pobladores de raza negra llegaban a 7.000, de los cuales 4.700 continuaban en la categoría de esclavos.
El cuadro de exportaciones de ese año de 1826 estaba constituido por un reducido número de artículos, entre los que se destacaba la preponderancia que seguían teniendo los minerales de plata.
Una indagación tan acuciosa y precisa como podía ser emprendida en ese período en que el Estado comenzaba, casi desde cero, a organizarse y establecer su funcionamiento, permitió a Pentland señalar que en 1826 existía un aproximado equilibrio entre las importaciones y exportaciones, puesto que mientras las primeras llegaban, con el agregado de los impuestos, a 3.630.784 dólares, las exportaciones, como se ha visto anteriormente, representaron 3.615.750 dólares con una diferencia a favor de las primeras de 15.034 dólares.
Los principales artículos de importación podían ser colocados bajo los siguientes rubros: manufacturas de algodón (madapolanes, generalmente de procedencia inglesa y que habían desplazado del mercado a los algodones norteamericanos aunque se iba registrando el comienzo de la importación de telas de algodón holandesas, alemanas y francesas); manufacturas de lana (incluían “bayetas de los mares del sur”); estameñas, telas, casimires y alfombras (de origen compartido por Inglaterra y Francia); sedas (de manufactura francesa); calcetería (británica y alemana); linos (de consumo limitado por radicar la mayor parte de la población en tierras altas y frías); cuchillería y ferretería (británicas); vidrios (ingleses); hierro y acero (cuya importancia iba en aumento para cubrir las necesidades de explotación de las minas); azogue (con una demanda creciente, ahora que se iba restableciendo el trabajo minero, después de la guerra).
PRIMERO LOS MILITARES.
Las finanzas de la república mantenían en esos primeros años aproximadamente los mismos niveles que en las postrimerías del régimen español. Entre 1820 y 1825, los ingresos fiscales tenían un monto de 2.023.000 dólares (404.601 libras esterlinas), mientras que para los dos primeros de la independencia (1825-1826) eran casi iguales, 2.000.000 de dólares (400.000 libras esterlinas). Tales ingresos procedían principalmente de los impuestos sobre las importaciones, la explotación de metales preciosos (oro y plata), el rendimiento por acuñación de moneda, el tributo indígena (imposición que durante el gobierno español consistía en el pago de 5 a 12 pesos anuales y al cual estaban obligados todos los naturales entre los 18 y los 50 años de edad) y los diezmos.
Existía un equilibrio entre los ingresos y egresos fiscales. Estos últimos llegaban también, según su cálculo para 1827 y 1828, a 2.000.000 de dólares, aunque su distribución era irregular.
La diferencia favorable sería aplicada a la habilitación del puerto de Cobija sobre el Océano Pacífico, a fin de hacer posible la llegada de barcos a muelles que deberían ser construidos.
La considerable cantidad destinada a la “fuerza militar” se explica por la necesidad de mantener un ejército de 4.000 hombres, que el presidente Sucre consideraba indispensable para la seguridad de Bolivia. De esos, una mitad estaba todavía formada por las tropas del ejército libertador colombiano, cuyo regreso al país de origen estaba previsto para una fecha próxima, y la otra por los oficiales nativos que comenzaban a hacer carrera y los soldados que eran reclutados. Eran oficiales que habían adquirido una reducida experiencia militar en las guerrillas levantadas contra el ejército español en las campañas de la independencia. La mayor parte de tales grupos guerrilleros habían sido extinguidos en época relativamente temprana y sólo quedó en pie hasta el final el que escogió como escenario de su acción las tierras de Ayopaya e Inquisivi, entre Cochabamba y La Paz. La desproporcionada cantidad destinada en el presupuesto para la “fuerza militar” da una idea de la preponderancia castrense en ese momento.
También existía un criterio optimista en cuanto a las perspectivas en la recaudación de las deudas al Estado y que si eran recobradas permitirían pagar los compromisos adquiridos para las indemnizaciones al Perú y al ejército colombiano por su contribución a la independencia. Se pensaba ese año de 1826 que por la venta de tierras e inmuebles, los ingresos llegarían a 2.000.000 de dólares, por la venta de las minas abandonadas, 500.000, y por otros conceptos, 3.793.568.
UNA MINERÍA DESTRUIDA.
El comisionado Pentland confirma que si en una época existía en el cerro de Potosí gran cantidad de minas -aunque aclara que no tenían semejanza con las de Europa, porque se trataba de “pozos estrechos y tortuosas galerías trabajadas sin ningún sistema siguiendo los minerales donde se los puede encontrar”- en 1826 estaban en trabajo apenas seis. “Muchas se han derrumbado, otras han sido abandonadas mientras varias permanecen inundadas sin que sus propietarios tengan los medios de extraer el agua; en enero de 1827 sólo seis minas, hablando en propiedad, estaban en estado activo, proporcionando minerales que contienen entre tres a cuatro onzas por 100 libras, mientras que la gran masa de plata que Potosí ahora produce se obtiene de dos clases de minerales llamados Pacos y Rodados, recolectados en la superficie de la montaña y que fueron rechazados como muy pobres en tiempos de la gran prosperidad de las minas”.
En la llamada “Ribera” de Potosí existían 15 ingenios, cada uno de los cuales producía de 80 a 100 marcos por semana. En 1826, los mencionados 15 ingenios dieron una producción de 53.130 marcos (cada marco equivalía a media libra española, es decir, 233 gramos), mediante el trabajo de 2.000 personas. Se calcula que la explotación clandestina de la plata hacía subir esa cantidad de 100.000 marcos, con un valor de 900.000 dólares. Había esperanzados y fundados cálculos de que la producción en el año siguiente de 1827 ascendería a 1.300.000 dólares. Por estos datos se ve que la proporción de la plata no registrada y que, por tanto, no pagaba impuestos, era la misma que en la época de la administración peninsular, es decir, una mitad de la producción total.
En todo caso, la producción no era ni remotamente cercana a la que alcanzó durante las épocas de auge. Ese hecho se debía principalmente a dos factores: la rudimentaria tecnología empleada en la explotación que impedía un mayor rendimiento y ocasionaba un considerable desperdicio de los minerales, y la coyuntura de la guerra de la Independencia. Esta última significó un gran quebranto en la economía general del país. Desaparecidos muchos de los empresarios españoles, eran muy pocas las personas que disponían de los capitales necesarios para la explotación. La guerra también había desorganizado el comercio y la provisión de azogue, sin cuyo empleo no era posible la refinación de los minerales de plata.
Todas esas circunstancias negativas hacían bastante ilusorias las esperanzas de que aparecieran personas interesadas en la compra de las minas abandonadas que el Estado se proponía vender. Según el parecer contemporáneo (1827) de otro observador inglés, C. M. Rickets, cónsul de Inglaterra en Arequipa, el único procedimiento viable y práctico habría consistido en la entrega gratuita de las minas, con la condición de que sus nuevos propietarios se comprometiesen a no transferirlas y a pagar unas regalías al Estado. El mismo Rickets preveía que grandes dificultades se opondrían al desarrollo del comercio, porque el gobierno de Bolivia carecía de reconocimiento formal y definitivo de las provincias argentinas. Por otro lado, las relaciones con el Perú no eran armónicas y mientras Bolivia careciera de un puerto adecuado sobre el Océano Pacífico, estaría sometida a pagar los elevados impuestos establecidos para las mercaderías que se importaban por el de Arica.
Mientras tanto, el comercio interno era insignificante y su rendimiento al Erario no podía ser tomado en consideración. Provenía sobre todo de las ventas de la coca y de una no importante cantidad de tejidos de algodón y lana, cuyos precios resultaban superiores a los de los paños ingleses o norteamericanos.
De cualquier manera, a pesar de que el país salía del desbarajuste causado por la guerra, sus disponibilidades financieras podían dar pie a una situación fiscal bonancible, puesto que los gastos del Estado eran inferiores a sus ingresos.
LA LOGIA QUE INDEPENDIZÓ A BOLIVIA.
Autor: José Crespo Fernández.
Está comprobado documentalmente que las logias masónicas actuaron en la guerra de la independencia americana desde sus inicios. Desde Venezuela hasta la Argentina los masones fueron parte de los ejércitos, en varios casos los comandaron; Miranda, Bolívar y San Martín son buenos ejemplos. Sin embargo, hasta ahora no está comprobado que en el Alto Perú hubiera una logia masónica durante la guerra independentista.
El escritor boliviano Marcos Beltrán Ávila, en su libro “La Pequeña Gran Logia que Independizó a Bolivia” (1948), afirma que existió una Logia Patriótica, aunque no masónica, que definió el curso de los hechos entre 1823 y 1825. Esta Logia, según él, tenía el único objetivo de la emancipación del territorio del Alto Perú y la creación de una república independiente.
Beltrán Ávila dice que la Logia se organizó después de “la desastrosa retirada del General Santa Cruz” y que “la cuna de tal idea luminosa fue la batalla de Falzuri (1823)”.
QUIÉNES ERAN Y QUÉ HICIERON.
“Los promotores fueron, de entre los conocidos, el subdelegado de Parco Leandro Usín, José María Urcullo, Casimiro Olañeta, N. Antequera, José Arenales, y posteriormente el sacerdote Emilio Rodríguez, auxiliados por el Coronel Rudecindo Alvarado desde el sur del Perú, y por José Mariano Serrano desde Salta, en conexión con el General Juan Antonio Álvarez de Arenales,...”
Beltrán muestra el eje de sus acciones: “Se dispuso por los de la Logia, …sembrar recelos y ambiciones entre realistas que originó la guerra civil durante un año y medio ... (porque) Esta única forma de intriga que nació de la desesperanza de alcanzar la libertad por los organizados métodos militares...”. Se trataba de que el General Pedro Antonio de Olañeta se insubordinara al Virrey La Serna y de esta manera boycoteara las acciones del ejército realista del Perú que iba a entrar en combate con el ejército de Bolívar en 1824, para esto entraron en la intriga el coronel Urdininea y el guerrillero Francisco Uriondo, desde Salta, quienes escribieron al general Olañeta cartas anunciando una falsa ofensiva de los patriotas salteños contra las provincias altoperuanas, las que utilizó el general como pretexto para no moverse del Alto Perú hacia el norte en auxilio de las tropas de La Serna, según Marcos Beltrán Ávila.
A mediados de 1824, Casimiro Olañeta, entonces Secretario de su tío el general español, viajó a Buenos Aires y Montevideo y no fue molestado pese a su cargo realista, por contar con un “pasaporte en forma otorgado por el general Arenales … que certificó que Olañeta era patriota.”
LOGIA O TENDENCIA.
No encontramos en el libro de Beltrán otras acciones coordinadas entre los miembros de la Logia Patriótica que permitan asegurar su existencia, tampoco se encuentra documentación que demuestre la presencia de la Logia Patriótica. No es suficiente pensar que por ser una organización secreta no existan documentos; la historiografía venezolana ha demostrado, con las logias masónicas, que sí quedan rastros y pruebas de su existencia.
Parece, más bien, que de 1824 a 1825 existió una tendencia muy fuerte por la independencia del Alto Perú, y que en esta corriente se inscribieron las acciones coordinadas ya señaladas y otras de los patriotas altoperuanos.
BOLÍVAR Y LA FUNDACIÓN DE BOLIVIA.
Autor: Roberto Prudencio R.
Bolívar, que poseía una profunda mirada para comprender a los hombres y a los pueblos, que estaba dotado, como todo genio, de esa intuición que hace captar de inmediato lo que para otros es objeto de larga aplicación y estudio, tan pronto como llegó al Alto Perú se dio cuenta de esa realidad. Vio que el nuevo Estado que surgía por obra de sus victorias, era ya una nación de vieja historia, de grandes riquezas naturales y que, pese a la diversidad de sus paisajes, de sus climas y de sus tierras, constituía una unidad geográfica, cuyo núcleo es el macizo boliviano, del que, como la verde falda de una montaña, desciende la línea de su perfil hasta los llanos, pasando por las quebradas y los valles. Y vislumbró un futuro provisor, advirtió que esa nación que llevaría su nombre, y que era la hija de su gloria, estaba llamada a grandes destinos, pues debía ser el centro de unión y relación de las demás nociones sudamericanas, el camino de la comprensión y la cooperación entre ellas. Su proyecto ensoñado de la unificación de las naciones de Hispanoamérica cobraba ahora, vista desde el corazón del continente, una nueva faz, sin duda más moderna y más realista. No era ya la unidad política lo importante, sino la unidad espiritual de estos pueblos, la necesidad de vincular su economía y su cultura, de cooperarse en sus trabajos, de ayudar a la realización de sus ideales, de impulsar su desarrollo y su progreso, en una palabra, de comprenderse y de hermanarse.
Por eso Bolívar no insiste ya en la unión de Charcas con la Argentina o con el Perú. Acepta el deseo de aquel pueblo de mantenerse autónomo y le confiere plenos poderes para su Independencia. Y no insiste ya en su viejo proyecto, porque ha concebido otra unión, más permanente y hacedera, y es la hermandad de pueblos que, sin perder su carácter nacional, marchen unidos hacia un futuro que hará de la América Latina un gran continente donde el hombre pueda vivir, pensar y crear con plena libertad.
Pero quizás, este era siempre, en el fondo, el ideal de Bolívar, ya que vemos que en 1815 había pensado que Latinoamérica podía dividirse en muchas repúblicas, mas lo que había que esperar era que estuviesen unidas por sus ideales democráticos y por su mutua cooperación en el camino del progreso. Así en una de las cartas de Jamaica había escrito: “N. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince a diez y siete estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en lo primero, pues la América comporta la creación de diez y siete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirlo es menos útil, y así no soy de opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones: el interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal, Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia, el de las grandes es vario; pero siempre se inclinó al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes”.
En esta misma carta, Bolívar expone su gran proyecto de una organización de naciones americanas que sólo más de un siglo después se ha hecho posible con la OEA. Pero las ideas de Bolívar van mucho más allá que lo logrado hasta ahora por esa organización. En esa carta dice que sería “idea grandiosa formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo, ya que tiene un sólo origen, una lengua, unas costumbres y una religión”.
Mas comprende que este ideal es imposible “porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América”, y concibe entonces la posibilidad de un organismo internacional formado por representantes de las diversas naciones para que ellas pudieran tratar de sus altos intereses y pudieran defenderlos, en libre diálogo, de las ambiciones de países más poderosos y más ricos, “iQué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!” -exclama-. “Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de las otras tres partes del mundo”.
Acá se esbozo ya el proyecto, que bullía en su espíritu, de lo que iba a ser el Congreso de Panamá, y cuyas nobles finalidades se expresan en la nota que, en diciembre de 1824, pasó Bolívar desde Lima a los gobiernos de las repúblicas de Colombia, México, Río de La Plata, Chile, y Guatemala.
En ella les dice: “Después de quince años de sacrificios consagrados a la Libertad de América por obtener el sistema de garantías que, en paz y guerra, sea el escudo de nuestro nuevo destino, es tiempo ya que los intereses y las relaciones que unen entre sí a las repúblicas americanas, antes colonias españolas, tengan una base fundamental que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos”, para lo cual invita a la reunión “en el istmo de Panamá u otro punto elegible a pluralidad” de una Asamblea de Plenipotenciarios de cada Estado que nos sirva de Consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades, y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias”. Acá se manifiestan las metas ideales a las que debiera aspirar América Latina para mantener un verdadero espíritu de unión y de mutua cooperación. Creemos que la OEA para cumplir sus altos fines no podría hacer nada mejor que inspirarse en el pensamiento de Bolívar.
ANTONIO JOSÉ DE SUCRE Y LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA.
EL PADRE Y LA MADRE DE BOLIVAI.
Autor: Roberto Querejazú Calvo.
Antonio José de Sucre era tataranieto de Carlos Adrián de Sucre, el primer miembro de una ilustre familia de Flandes (entonces dominio de España y hoy Reino de Bélgica), que llegó a América en 1680, como Gobernador y Capitán General de la Provincia de Cartagena de Indias, con nombramiento del Rey Carlos II.
Es verdad reconocida que el carácter de las personas se moldea con la experiencia de la infancia. Con ocho hermanos del primer matrimonio de su padre, entre los cuales él era el cuarto, y seis hermanastros del segundo matrimonio de don Vicente de Sucre y Urbaneja, o sea, con catorce compañeros consanguíneos reunidos en una gran familia, con todo lo que esto significa en mutua colaboración, emulaciones, rivalidades y competencias, Antonio José de Sucre debió adquirir desde niño el gran sentido de ecuanimidad para el trato humano que lo distinguió en sus relaciones con superiores e inferiores, con amigos y enemigos, a lo largo de su corta existencia.
Aparte de la tragedia de perder a su madre en edad temprana, una sucesión de dramas familiares ocurridos durante los años de la cruenta revolución independentista de su patria, debieron contribuir a templar su personalidad dándole la fortaleza de ánimo que requirió para salir siempre airoso de las importantes empresas militares y políticas con las que lo enfrentó el destino. Asesinato de su padre en un hospital de Cumaná; muerte de terror de su hermana María Magdalena, por los vandálicos hechos cometidos por un militar asturiano; fusilamiento de su hermano Pedro, ordenado por el mismo jefe; despiadada persecución a su hermana Agua Santa y a su hermanastra María Josefa, la primera deportada a Cuba y la segunda martirizada; y fusilamiento injustificado de su hermano Francisco por órdenes del general español Morillo.
Con esa fortaleza de ánimo, guiada por una inteligencia clarividente, hizo una carrera militar excepcional. Alistado a los 15 años en las filas patriotas de Venezuela contra el dominio colonial de España, fue ganando grados en las campañas del Oriente y el Centro. Antes de 20 años tenía ya el grado de Coronel. A los 24 fue ascendido a General. A los 27, el ejército que comandaba ganó la batalla de Pichincha que liberó al Ecuador y le valió ser General de División. A los 29, con su trascendental victoria en Ayacucho, que puso término al dominio español en la América del Sur, se hizo acreedor al título de Mariscal.
En Ayacucho mostró la magnanimidad de su espíritu. Concedió a todos los vencidos, desde el virrey y el general en jefe del ejército enemigo hasta el último soldado, una generosa capitulación.
Por entonces, su carácter debió tener ya plena madurez. No obstante que había hecho su carrera militar en la sombra de la poderosa figura del Libertador Simón Bolívar, supo contradecirle cuando creyó que lo que le ordenada estaba reñido con la justicia. A ese gesto debe Bolivia su existencia. Simón Bolívar quería repúblicas grandes en Sud América, constituidas sobre la base territorial de los ex virreinatos, y por lo tanto que el Alto Perú formase parte del Bajo Perú o de la República Argentina.
Antonio José de Sucre, que había recibido la orden de cruzar el río Desaguadero y arreglar en ese sentido los asuntos del Alto Perú, informó a Bolívar que este país “no quería ser sino de sí mismo”. Le dijo en otra carta: “Yo estoy, mientras reciba órdenes de usted, por una asamblea que resuelva lo que guste de estos pueblos”. Y consecuente con esta idea, convocó a la Asamblea que decidió que el Alto Perú sería independiente del Perú, de la Argentina y del resto de los países del mundo, con el nombre de República Bolívar (cambiando a poco por el de República de Bolivia), ejerciendo el derecho de todo pueblo de elegir su propio destino.
Bolívar le llamó la atención: “Usted está a mis órdenes con el ejército que manda y no tiene que hacer más que lo que yo le mando.. No podemos romper y violar la base del derecho público que tenemos reconocido en América. Esta base es que los países republicanos se fundan sobre los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales o presidencias como la de Chile”. Le respondió Sucre: “Su carta me ha dado un gran disgusto... El día que pasé el Desaguadero dije a usted que el emprender nuevos compromisos me iba a costar mil disgustos y ya empiezo a sentirlos. Por amistad a usted y por amor a la patria vine a estas provincias contra mi voluntad. Usted dice que la convocatoria a la Asamblea es reconocer de hecho la soberanía de las provincias, y ¿no es así el sistema de la Argentina en la que cada provincia es soberana?... ¿Por qué (allí) una provincia de 50.000 personas ha de ser gobernada independientemente y federada y (aquí) cinco departamentos, con más de un millón de habitantes no han de congregarse y tener un gobierno provisorio hasta ver si se concentra un gobierno general?” El gran espíritu de justicia de Sucre primó sobre su obligación de obediencia a un superior jerárquico a quien mucho admiraba y en cuya representación estaba actuando.
Cuando Bolívar llegó al Alto Perú aceptó la decisión de su subalterno, y aún más, la aprobó con declaraciones como estas consignadas en cartas a diferentes destinatarios: “He recibido un acta de la asamblea del Alto Perú, que se declara independiente y toma el nombre de Bolívar y la capital el de Sucre... El día de Junín se ha declarado esta república independiente. ¡Qué hermoso nacimiento entre Junín y Boyacá!... No puede usted imaginar la gratitud que tengo a estos señores por haber ligado un nombre perecedero a una cosa inmortal. Yo moriré pronto, pero la República Bolívar quedará viva hasta el fin de los siglos... Yo me intereso por este país por gratitud y por orgullo, y por consiguiente, me esforzaré siempre en favorecerlo... El Alto Perú ha tomado mi nombre y mi corazón le pertenece... Cuanto más medito sobre la suerte de este país tanto más me parece una pequeña maravilla”.
Bolívar redactó una Constitución Política para la flamante República y pidió a Sucre que fuese su primer Presidente Constitucional, con carácter vitalicio. Sucre, que estaba enamorado de la Marquesa de Solanda, a quien había conocido a su paso por Quito y a cuyo lado ansiaba volver para unirse a ella en matrimonio, no pudo contradecir por segunda vez a su ilustre jefe. Aceptó la Presidencia Constitucional de la República de Bolivia, pero sólo por dos años, que calculó el tiempo indispensable para que consolidase su existencia interna e internacional.
Y cumplió con ello, sin quedarse un día más del plazo que se había señalado, ejerciendo un gobierno notable por su ecuanimidad y logros institucionales. Razón tuvo don Jaime Mendoza al expresar en las páginas de un Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre: “Fue un presidente modelo. No ha habido otro mejor, ni entre los buenos, que se le iguale”.
Antonio José de Sucre, el bueno, el magnánimo, el modesto, a sus 30 años, fue, pues, el progenitor de Bolivia en su enlace con una heroica dama quinceañera, la Guerra de la Independencia Altoperuana.
Fuente: Suplemento del periódico La Razón, Bolivia, La Paz, marzo de 1995.
UN INGLÉS INFORMA SOBRE BOLIVIA.
Autor: Alberto Crespo.
Joseph B. Pentland, un agente consular británico que en 1826 tuvo la inteligencia de recoger información muy significativa sobre el país que estaba en trance de formación política, señala que ese año, en un cálculo demográfico llevado a cabo por el gobierno, se estimaba la población total de Bolivia entre 1.100.000 y 1.200.000 habitantes. Indica que de ese número, unas 200.000 personas eran de ascendencia española, sobre todo de las provincias de Asturias, Vizcaya y Galicia, y que eran las que formaban la clase que comenzaba a dirigir los destinos políticos, administrativos, industriales o comerciales del país.
Las tres cuartas partes de la población, unos 800.000 indios, tenían ocupación en las minas y en la agricultura, mientras “las razas mezcladas, denominadas cholos o mestizos”, llegaban a unos 100.000 individuos. Pentland consideraba gente de “mucha energía, de carácter y vivacidad natural”. Los pobladores de raza negra llegaban a 7.000, de los cuales 4.700 continuaban en la categoría de esclavos.
El cuadro de exportaciones de ese año de 1826 estaba constituido por un reducido número de artículos, entre los que se destacaba la preponderancia que seguían teniendo los minerales de plata.
Una indagación tan acuciosa y precisa como podía ser emprendida en ese período en que el Estado comenzaba, casi desde cero, a organizarse y establecer su funcionamiento, permitió a Pentland señalar que en 1826 existía un aproximado equilibrio entre las importaciones y exportaciones, puesto que mientras las primeras llegaban, con el agregado de los impuestos, a 3.630.784 dólares, las exportaciones, como se ha visto anteriormente, representaron 3.615.750 dólares con una diferencia a favor de las primeras de 15.034 dólares.
Los principales artículos de importación podían ser colocados bajo los siguientes rubros: manufacturas de algodón (madapolanes, generalmente de procedencia inglesa y que habían desplazado del mercado a los algodones norteamericanos aunque se iba registrando el comienzo de la importación de telas de algodón holandesas, alemanas y francesas); manufacturas de lana (incluían “bayetas de los mares del sur”); estameñas, telas, casimires y alfombras (de origen compartido por Inglaterra y Francia); sedas (de manufactura francesa); calcetería (británica y alemana); linos (de consumo limitado por radicar la mayor parte de la población en tierras altas y frías); cuchillería y ferretería (británicas); vidrios (ingleses); hierro y acero (cuya importancia iba en aumento para cubrir las necesidades de explotación de las minas); azogue (con una demanda creciente, ahora que se iba restableciendo el trabajo minero, después de la guerra).
PRIMERO LOS MILITARES.
Las finanzas de la república mantenían en esos primeros años aproximadamente los mismos niveles que en las postrimerías del régimen español. Entre 1820 y 1825, los ingresos fiscales tenían un monto de 2.023.000 dólares (404.601 libras esterlinas), mientras que para los dos primeros de la independencia (1825-1826) eran casi iguales, 2.000.000 de dólares (400.000 libras esterlinas). Tales ingresos procedían principalmente de los impuestos sobre las importaciones, la explotación de metales preciosos (oro y plata), el rendimiento por acuñación de moneda, el tributo indígena (imposición que durante el gobierno español consistía en el pago de 5 a 12 pesos anuales y al cual estaban obligados todos los naturales entre los 18 y los 50 años de edad) y los diezmos.
Existía un equilibrio entre los ingresos y egresos fiscales. Estos últimos llegaban también, según su cálculo para 1827 y 1828, a 2.000.000 de dólares, aunque su distribución era irregular.
La diferencia favorable sería aplicada a la habilitación del puerto de Cobija sobre el Océano Pacífico, a fin de hacer posible la llegada de barcos a muelles que deberían ser construidos.
La considerable cantidad destinada a la “fuerza militar” se explica por la necesidad de mantener un ejército de 4.000 hombres, que el presidente Sucre consideraba indispensable para la seguridad de Bolivia. De esos, una mitad estaba todavía formada por las tropas del ejército libertador colombiano, cuyo regreso al país de origen estaba previsto para una fecha próxima, y la otra por los oficiales nativos que comenzaban a hacer carrera y los soldados que eran reclutados. Eran oficiales que habían adquirido una reducida experiencia militar en las guerrillas levantadas contra el ejército español en las campañas de la independencia. La mayor parte de tales grupos guerrilleros habían sido extinguidos en época relativamente temprana y sólo quedó en pie hasta el final el que escogió como escenario de su acción las tierras de Ayopaya e Inquisivi, entre Cochabamba y La Paz. La desproporcionada cantidad destinada en el presupuesto para la “fuerza militar” da una idea de la preponderancia castrense en ese momento.
También existía un criterio optimista en cuanto a las perspectivas en la recaudación de las deudas al Estado y que si eran recobradas permitirían pagar los compromisos adquiridos para las indemnizaciones al Perú y al ejército colombiano por su contribución a la independencia. Se pensaba ese año de 1826 que por la venta de tierras e inmuebles, los ingresos llegarían a 2.000.000 de dólares, por la venta de las minas abandonadas, 500.000, y por otros conceptos, 3.793.568.
UNA MINERÍA DESTRUIDA.
El comisionado Pentland confirma que si en una época existía en el cerro de Potosí gran cantidad de minas -aunque aclara que no tenían semejanza con las de Europa, porque se trataba de “pozos estrechos y tortuosas galerías trabajadas sin ningún sistema siguiendo los minerales donde se los puede encontrar”- en 1826 estaban en trabajo apenas seis. “Muchas se han derrumbado, otras han sido abandonadas mientras varias permanecen inundadas sin que sus propietarios tengan los medios de extraer el agua; en enero de 1827 sólo seis minas, hablando en propiedad, estaban en estado activo, proporcionando minerales que contienen entre tres a cuatro onzas por 100 libras, mientras que la gran masa de plata que Potosí ahora produce se obtiene de dos clases de minerales llamados Pacos y Rodados, recolectados en la superficie de la montaña y que fueron rechazados como muy pobres en tiempos de la gran prosperidad de las minas”.
En la llamada “Ribera” de Potosí existían 15 ingenios, cada uno de los cuales producía de 80 a 100 marcos por semana. En 1826, los mencionados 15 ingenios dieron una producción de 53.130 marcos (cada marco equivalía a media libra española, es decir, 233 gramos), mediante el trabajo de 2.000 personas. Se calcula que la explotación clandestina de la plata hacía subir esa cantidad de 100.000 marcos, con un valor de 900.000 dólares. Había esperanzados y fundados cálculos de que la producción en el año siguiente de 1827 ascendería a 1.300.000 dólares. Por estos datos se ve que la proporción de la plata no registrada y que, por tanto, no pagaba impuestos, era la misma que en la época de la administración peninsular, es decir, una mitad de la producción total.
En todo caso, la producción no era ni remotamente cercana a la que alcanzó durante las épocas de auge. Ese hecho se debía principalmente a dos factores: la rudimentaria tecnología empleada en la explotación que impedía un mayor rendimiento y ocasionaba un considerable desperdicio de los minerales, y la coyuntura de la guerra de la Independencia. Esta última significó un gran quebranto en la economía general del país. Desaparecidos muchos de los empresarios españoles, eran muy pocas las personas que disponían de los capitales necesarios para la explotación. La guerra también había desorganizado el comercio y la provisión de azogue, sin cuyo empleo no era posible la refinación de los minerales de plata.
Todas esas circunstancias negativas hacían bastante ilusorias las esperanzas de que aparecieran personas interesadas en la compra de las minas abandonadas que el Estado se proponía vender. Según el parecer contemporáneo (1827) de otro observador inglés, C. M. Rickets, cónsul de Inglaterra en Arequipa, el único procedimiento viable y práctico habría consistido en la entrega gratuita de las minas, con la condición de que sus nuevos propietarios se comprometiesen a no transferirlas y a pagar unas regalías al Estado. El mismo Rickets preveía que grandes dificultades se opondrían al desarrollo del comercio, porque el gobierno de Bolivia carecía de reconocimiento formal y definitivo de las provincias argentinas. Por otro lado, las relaciones con el Perú no eran armónicas y mientras Bolivia careciera de un puerto adecuado sobre el Océano Pacífico, estaría sometida a pagar los elevados impuestos establecidos para las mercaderías que se importaban por el de Arica.
Mientras tanto, el comercio interno era insignificante y su rendimiento al Erario no podía ser tomado en consideración. Provenía sobre todo de las ventas de la coca y de una no importante cantidad de tejidos de algodón y lana, cuyos precios resultaban superiores a los de los paños ingleses o norteamericanos.
De cualquier manera, a pesar de que el país salía del desbarajuste causado por la guerra, sus disponibilidades financieras podían dar pie a una situación fiscal bonancible, puesto que los gastos del Estado eran inferiores a sus ingresos.
LA LOGIA QUE INDEPENDIZÓ A BOLIVIA.
Autor: José Crespo Fernández.
Está comprobado documentalmente que las logias masónicas actuaron en la guerra de la independencia americana desde sus inicios. Desde Venezuela hasta la Argentina los masones fueron parte de los ejércitos, en varios casos los comandaron; Miranda, Bolívar y San Martín son buenos ejemplos. Sin embargo, hasta ahora no está comprobado que en el Alto Perú hubiera una logia masónica durante la guerra independentista.
El escritor boliviano Marcos Beltrán Ávila, en su libro “La Pequeña Gran Logia que Independizó a Bolivia” (1948), afirma que existió una Logia Patriótica, aunque no masónica, que definió el curso de los hechos entre 1823 y 1825. Esta Logia, según él, tenía el único objetivo de la emancipación del territorio del Alto Perú y la creación de una república independiente.
Beltrán Ávila dice que la Logia se organizó después de “la desastrosa retirada del General Santa Cruz” y que “la cuna de tal idea luminosa fue la batalla de Falzuri (1823)”.
QUIÉNES ERAN Y QUÉ HICIERON.
“Los promotores fueron, de entre los conocidos, el subdelegado de Parco Leandro Usín, José María Urcullo, Casimiro Olañeta, N. Antequera, José Arenales, y posteriormente el sacerdote Emilio Rodríguez, auxiliados por el Coronel Rudecindo Alvarado desde el sur del Perú, y por José Mariano Serrano desde Salta, en conexión con el General Juan Antonio Álvarez de Arenales,...”
Beltrán muestra el eje de sus acciones: “Se dispuso por los de la Logia, …sembrar recelos y ambiciones entre realistas que originó la guerra civil durante un año y medio ... (porque) Esta única forma de intriga que nació de la desesperanza de alcanzar la libertad por los organizados métodos militares...”. Se trataba de que el General Pedro Antonio de Olañeta se insubordinara al Virrey La Serna y de esta manera boycoteara las acciones del ejército realista del Perú que iba a entrar en combate con el ejército de Bolívar en 1824, para esto entraron en la intriga el coronel Urdininea y el guerrillero Francisco Uriondo, desde Salta, quienes escribieron al general Olañeta cartas anunciando una falsa ofensiva de los patriotas salteños contra las provincias altoperuanas, las que utilizó el general como pretexto para no moverse del Alto Perú hacia el norte en auxilio de las tropas de La Serna, según Marcos Beltrán Ávila.
A mediados de 1824, Casimiro Olañeta, entonces Secretario de su tío el general español, viajó a Buenos Aires y Montevideo y no fue molestado pese a su cargo realista, por contar con un “pasaporte en forma otorgado por el general Arenales … que certificó que Olañeta era patriota.”
LOGIA O TENDENCIA.
No encontramos en el libro de Beltrán otras acciones coordinadas entre los miembros de la Logia Patriótica que permitan asegurar su existencia, tampoco se encuentra documentación que demuestre la presencia de la Logia Patriótica. No es suficiente pensar que por ser una organización secreta no existan documentos; la historiografía venezolana ha demostrado, con las logias masónicas, que sí quedan rastros y pruebas de su existencia.
Parece, más bien, que de 1824 a 1825 existió una tendencia muy fuerte por la independencia del Alto Perú, y que en esta corriente se inscribieron las acciones coordinadas ya señaladas y otras de los patriotas altoperuanos.
BOLÍVAR Y LA FUNDACIÓN DE BOLIVIA.
Autor: Roberto Prudencio R.
Bolívar, que poseía una profunda mirada para comprender a los hombres y a los pueblos, que estaba dotado, como todo genio, de esa intuición que hace captar de inmediato lo que para otros es objeto de larga aplicación y estudio, tan pronto como llegó al Alto Perú se dio cuenta de esa realidad. Vio que el nuevo Estado que surgía por obra de sus victorias, era ya una nación de vieja historia, de grandes riquezas naturales y que, pese a la diversidad de sus paisajes, de sus climas y de sus tierras, constituía una unidad geográfica, cuyo núcleo es el macizo boliviano, del que, como la verde falda de una montaña, desciende la línea de su perfil hasta los llanos, pasando por las quebradas y los valles. Y vislumbró un futuro provisor, advirtió que esa nación que llevaría su nombre, y que era la hija de su gloria, estaba llamada a grandes destinos, pues debía ser el centro de unión y relación de las demás nociones sudamericanas, el camino de la comprensión y la cooperación entre ellas. Su proyecto ensoñado de la unificación de las naciones de Hispanoamérica cobraba ahora, vista desde el corazón del continente, una nueva faz, sin duda más moderna y más realista. No era ya la unidad política lo importante, sino la unidad espiritual de estos pueblos, la necesidad de vincular su economía y su cultura, de cooperarse en sus trabajos, de ayudar a la realización de sus ideales, de impulsar su desarrollo y su progreso, en una palabra, de comprenderse y de hermanarse.
Por eso Bolívar no insiste ya en la unión de Charcas con la Argentina o con el Perú. Acepta el deseo de aquel pueblo de mantenerse autónomo y le confiere plenos poderes para su Independencia. Y no insiste ya en su viejo proyecto, porque ha concebido otra unión, más permanente y hacedera, y es la hermandad de pueblos que, sin perder su carácter nacional, marchen unidos hacia un futuro que hará de la América Latina un gran continente donde el hombre pueda vivir, pensar y crear con plena libertad.
Pero quizás, este era siempre, en el fondo, el ideal de Bolívar, ya que vemos que en 1815 había pensado que Latinoamérica podía dividirse en muchas repúblicas, mas lo que había que esperar era que estuviesen unidas por sus ideales democráticos y por su mutua cooperación en el camino del progreso. Así en una de las cartas de Jamaica había escrito: “N. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince a diez y siete estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en lo primero, pues la América comporta la creación de diez y siete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirlo es menos útil, y así no soy de opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones: el interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal, Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia, el de las grandes es vario; pero siempre se inclinó al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes”.
En esta misma carta, Bolívar expone su gran proyecto de una organización de naciones americanas que sólo más de un siglo después se ha hecho posible con la OEA. Pero las ideas de Bolívar van mucho más allá que lo logrado hasta ahora por esa organización. En esa carta dice que sería “idea grandiosa formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo, ya que tiene un sólo origen, una lengua, unas costumbres y una religión”.
Mas comprende que este ideal es imposible “porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América”, y concibe entonces la posibilidad de un organismo internacional formado por representantes de las diversas naciones para que ellas pudieran tratar de sus altos intereses y pudieran defenderlos, en libre diálogo, de las ambiciones de países más poderosos y más ricos, “iQué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!” -exclama-. “Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de las otras tres partes del mundo”.
Acá se esbozo ya el proyecto, que bullía en su espíritu, de lo que iba a ser el Congreso de Panamá, y cuyas nobles finalidades se expresan en la nota que, en diciembre de 1824, pasó Bolívar desde Lima a los gobiernos de las repúblicas de Colombia, México, Río de La Plata, Chile, y Guatemala.
En ella les dice: “Después de quince años de sacrificios consagrados a la Libertad de América por obtener el sistema de garantías que, en paz y guerra, sea el escudo de nuestro nuevo destino, es tiempo ya que los intereses y las relaciones que unen entre sí a las repúblicas americanas, antes colonias españolas, tengan una base fundamental que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos”, para lo cual invita a la reunión “en el istmo de Panamá u otro punto elegible a pluralidad” de una Asamblea de Plenipotenciarios de cada Estado que nos sirva de Consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades, y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias”. Acá se manifiestan las metas ideales a las que debiera aspirar América Latina para mantener un verdadero espíritu de unión y de mutua cooperación. Creemos que la OEA para cumplir sus altos fines no podría hacer nada mejor que inspirarse en el pensamiento de Bolívar.
ANTONIO JOSÉ DE SUCRE Y LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA.
EL PADRE Y LA MADRE DE BOLIVAI.
Autor: Roberto Querejazú Calvo.
Antonio José de Sucre era tataranieto de Carlos Adrián de Sucre, el primer miembro de una ilustre familia de Flandes (entonces dominio de España y hoy Reino de Bélgica), que llegó a América en 1680, como Gobernador y Capitán General de la Provincia de Cartagena de Indias, con nombramiento del Rey Carlos II.
Es verdad reconocida que el carácter de las personas se moldea con la experiencia de la infancia. Con ocho hermanos del primer matrimonio de su padre, entre los cuales él era el cuarto, y seis hermanastros del segundo matrimonio de don Vicente de Sucre y Urbaneja, o sea, con catorce compañeros consanguíneos reunidos en una gran familia, con todo lo que esto significa en mutua colaboración, emulaciones, rivalidades y competencias, Antonio José de Sucre debió adquirir desde niño el gran sentido de ecuanimidad para el trato humano que lo distinguió en sus relaciones con superiores e inferiores, con amigos y enemigos, a lo largo de su corta existencia.
Aparte de la tragedia de perder a su madre en edad temprana, una sucesión de dramas familiares ocurridos durante los años de la cruenta revolución independentista de su patria, debieron contribuir a templar su personalidad dándole la fortaleza de ánimo que requirió para salir siempre airoso de las importantes empresas militares y políticas con las que lo enfrentó el destino. Asesinato de su padre en un hospital de Cumaná; muerte de terror de su hermana María Magdalena, por los vandálicos hechos cometidos por un militar asturiano; fusilamiento de su hermano Pedro, ordenado por el mismo jefe; despiadada persecución a su hermana Agua Santa y a su hermanastra María Josefa, la primera deportada a Cuba y la segunda martirizada; y fusilamiento injustificado de su hermano Francisco por órdenes del general español Morillo.
Con esa fortaleza de ánimo, guiada por una inteligencia clarividente, hizo una carrera militar excepcional. Alistado a los 15 años en las filas patriotas de Venezuela contra el dominio colonial de España, fue ganando grados en las campañas del Oriente y el Centro. Antes de 20 años tenía ya el grado de Coronel. A los 24 fue ascendido a General. A los 27, el ejército que comandaba ganó la batalla de Pichincha que liberó al Ecuador y le valió ser General de División. A los 29, con su trascendental victoria en Ayacucho, que puso término al dominio español en la América del Sur, se hizo acreedor al título de Mariscal.
En Ayacucho mostró la magnanimidad de su espíritu. Concedió a todos los vencidos, desde el virrey y el general en jefe del ejército enemigo hasta el último soldado, una generosa capitulación.
Por entonces, su carácter debió tener ya plena madurez. No obstante que había hecho su carrera militar en la sombra de la poderosa figura del Libertador Simón Bolívar, supo contradecirle cuando creyó que lo que le ordenada estaba reñido con la justicia. A ese gesto debe Bolivia su existencia. Simón Bolívar quería repúblicas grandes en Sud América, constituidas sobre la base territorial de los ex virreinatos, y por lo tanto que el Alto Perú formase parte del Bajo Perú o de la República Argentina.
Antonio José de Sucre, que había recibido la orden de cruzar el río Desaguadero y arreglar en ese sentido los asuntos del Alto Perú, informó a Bolívar que este país “no quería ser sino de sí mismo”. Le dijo en otra carta: “Yo estoy, mientras reciba órdenes de usted, por una asamblea que resuelva lo que guste de estos pueblos”. Y consecuente con esta idea, convocó a la Asamblea que decidió que el Alto Perú sería independiente del Perú, de la Argentina y del resto de los países del mundo, con el nombre de República Bolívar (cambiando a poco por el de República de Bolivia), ejerciendo el derecho de todo pueblo de elegir su propio destino.
Bolívar le llamó la atención: “Usted está a mis órdenes con el ejército que manda y no tiene que hacer más que lo que yo le mando.. No podemos romper y violar la base del derecho público que tenemos reconocido en América. Esta base es que los países republicanos se fundan sobre los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales o presidencias como la de Chile”. Le respondió Sucre: “Su carta me ha dado un gran disgusto... El día que pasé el Desaguadero dije a usted que el emprender nuevos compromisos me iba a costar mil disgustos y ya empiezo a sentirlos. Por amistad a usted y por amor a la patria vine a estas provincias contra mi voluntad. Usted dice que la convocatoria a la Asamblea es reconocer de hecho la soberanía de las provincias, y ¿no es así el sistema de la Argentina en la que cada provincia es soberana?... ¿Por qué (allí) una provincia de 50.000 personas ha de ser gobernada independientemente y federada y (aquí) cinco departamentos, con más de un millón de habitantes no han de congregarse y tener un gobierno provisorio hasta ver si se concentra un gobierno general?” El gran espíritu de justicia de Sucre primó sobre su obligación de obediencia a un superior jerárquico a quien mucho admiraba y en cuya representación estaba actuando.
Cuando Bolívar llegó al Alto Perú aceptó la decisión de su subalterno, y aún más, la aprobó con declaraciones como estas consignadas en cartas a diferentes destinatarios: “He recibido un acta de la asamblea del Alto Perú, que se declara independiente y toma el nombre de Bolívar y la capital el de Sucre... El día de Junín se ha declarado esta república independiente. ¡Qué hermoso nacimiento entre Junín y Boyacá!... No puede usted imaginar la gratitud que tengo a estos señores por haber ligado un nombre perecedero a una cosa inmortal. Yo moriré pronto, pero la República Bolívar quedará viva hasta el fin de los siglos... Yo me intereso por este país por gratitud y por orgullo, y por consiguiente, me esforzaré siempre en favorecerlo... El Alto Perú ha tomado mi nombre y mi corazón le pertenece... Cuanto más medito sobre la suerte de este país tanto más me parece una pequeña maravilla”.
Bolívar redactó una Constitución Política para la flamante República y pidió a Sucre que fuese su primer Presidente Constitucional, con carácter vitalicio. Sucre, que estaba enamorado de la Marquesa de Solanda, a quien había conocido a su paso por Quito y a cuyo lado ansiaba volver para unirse a ella en matrimonio, no pudo contradecir por segunda vez a su ilustre jefe. Aceptó la Presidencia Constitucional de la República de Bolivia, pero sólo por dos años, que calculó el tiempo indispensable para que consolidase su existencia interna e internacional.
Y cumplió con ello, sin quedarse un día más del plazo que se había señalado, ejerciendo un gobierno notable por su ecuanimidad y logros institucionales. Razón tuvo don Jaime Mendoza al expresar en las páginas de un Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre: “Fue un presidente modelo. No ha habido otro mejor, ni entre los buenos, que se le iguale”.
Antonio José de Sucre, el bueno, el magnánimo, el modesto, a sus 30 años, fue, pues, el progenitor de Bolivia en su enlace con una heroica dama quinceañera, la Guerra de la Independencia Altoperuana.
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