miércoles, 20 de julio de 2011

Acerca de Sucre, el Mariscal y la ciudad – Parte 10

Autor: Varios.
Fuente: Suplemento del periódico La Razón, Bolivia, La Paz, marzo de 1995.

“EL CÓNDOR DE BOLIVIA”.
Autor: Alberto Crespo.

La mañana del 12 de noviembre de 1825, en la tienda que daba sobre la plaza de Chuquisaca, Agustín Ramos puso a la venta el primer número de un nuevo periódico. Era “El Cóndor de Bolivia” que declaraba no interpretar los intereses de ningún partido, sino los de la flamante República; su finalidad primordial era la defensa de las libertades, cuya conquista había costado “torrentes de sangre”. Anunciaba también su frecuencia semanal, que a pesar de las instalaciones precarias con que contaba, supo mantener sin falta hasta el 26 de junio de 1828, cuando el mariscal Sucre prácticamente había dejado el mando de la república.
La mayor parte de los números de “El Cóndor” se editó en la Imprenta de la Universidad, formada por los restos de la pequeña máquina impresora que trajera el general Andrés de Santa Cruz en su expedición de 1823 al Alto Perú y algún material que vino con el ejército libertador.
Gabriel René Moreno, que fue el propietario de la única colección completa de “El Cóndor de Bolivia” y que le fue obsequiada por su “noble amigo” –como él llama a don Tomás Frías– dice que el periódico fue “escrito bajo la inspiración y aún bajo el dictado del presidente Sucre”. Sin embargo, aunque nunca mostró la cara, quien ejerció su dirección de manera directa y personal fue el ministro Facundo Infante en medio de sus tareas de Ministro del Interior y Relaciones Exteriores. En períodos no muy precisos, participó también en su redacción Casimiro Olañeta.
Hay en sus redactores el propósito de cumplir una pedagogía cívica dirigida a los miembros de la nueva república, bajo el concepto de que el Estado era en ese momento el sostén de la nación. Para llegar a tal objetivo, había también que ilustrar a esa nueva ciudadanía en el conocimiento que le había sido vedado durante el régimen colonial. Hay en sus páginas un aire libertario, sustentado por las ideas liberales del enciclopedismo francés. Apoyó resueltamente las medidas del gobierno con respecto a las restricciones impuestas a la iglesia y el clero. Es inocultable su carácter anticlerical.
Como Bolivia era una pieza importante dentro del régimen boliviariano, el periódico apoya en todos los casos las concepciones integradoras del Libertador Bolívar. Las noticias referentes a Bolívar eran infaltablemente destacadas.
Sostuvo “El Cóndor” encendidas polémicas con los periódicos que desde Buenos Aires atacaban la formación de la nueva república. Para el periódico la presencia de los ejércitos auxiliares argentinos había sido perjudicial para los fines de la independencia y desde 1816 el Alto Perú había sido abandonado por las provincias Unidas del Plata. Por lo tanto, Bolivia no tenía nada que deberle y mucho menos acceder a sus demandas territoriales.
Con el Perú de Agustín Gamarra “El Cóndor” tenía sus columnas en estado de alerta. Para nadie era un secreto su pretensión de hegemonía sobre Bolivia y denunció cada vez que era necesario las amenazas y peligros que venían del otro lado del Lago Titicaca.
Denunció con firmeza la intervención peruana en el atentado y señaló que era un inmediato antecedente de la invasión. Cayó defendiendo la integridad nacional y la figura del mariscal, sabiendo que eso tenía un costo, que los redactores estaban dispuestos a asumir.
El historiador americano Charles W. Arnade, en un extenso estudio sobre el periódico dice que era un “periódico limpio”. Por algo su orientación venía del propio Mariscal.

EL 18 DE ABRIL DE 1828.
EL ATENTADO Y LA CAÍDA.
Autor: Alberto Crespo.

En su obra “El primer atentado del militarismo en Bolivia”, Gabriel René-Moreno escribe en 1875 que “...el crimen frustráneo del 18 de abril permanece todavía para la posteridad envuelto en sombras. En Bolivia mismo es apenas conocido de bulto...”
Actualmente, debido a las propias investigaciones de Moreno, así como a la bibliografía sobre el tema aparecida desde entonces, aquéllas no sólo han dado mayores luces sobre tan sombrío acontecimiento, sino que quienes se han ocupado de él, cada uno desde distintas vertientes, han llegado de manera unánime a idénticas conclusiones. Pueden ser resumidas de esta manera:
En la mañana del 18 de abril de 1828, en la ciudad de Chuquisaca, el cirujano del escuadrón colombiano Granaderos a Caballo, con toda presteza se acercó a la casa de gobierno para informar al Presidente que al pasar por el cuartel de San Francisco observó que de manera inusitada la tropa estaba concentrada en el patio en plan de subversión. No se trata de adjudicarle todas las virtudes, pero el Mariscal había probado su serena valentía en innumerables acciones de la guerra de la independencia, sin vacilar un momento, acompañado de pocos ayudantes, se dirigió a caballo hacia el cuartel. Al ingresar al patio, intentó con buenas razones reducir a la tropa, pero le contestó una descarga y él fue herido gravemente en el brazo derecho, y con el caballo desbocado, que dobló hacia Santa Mónica y luego hacia San Miguel se retiró a la casa de gobierno.
Jorge Mallo, testigo de los acontecimientos de esos días, informó a René-Moreno que cuando el Mariscal llegó al cuartel, la guardia ya estaba en la calle y que desde una ventana alguien le gritó “Retírese, mi Jeneral, le hacemos fuego”. El presidente no hizo caso de la advertencia e ingresó al patio. Los soldados le dispararon desde distintas direcciones.
Incapacitado como estaba para poder escribir, el mismo día 18, el presidente nombró al general José María Pérez de Urdininea —quien se hallaba en ese momento en Oruro— presidente del Consejo de Ministros. El Ministro Infante despachó avisos a los prefectos sobre la situación producida.
Pidiendo que se nombrara un consejo de gobierno y se desconociese la autoridad del presidente, un populacho que se nombró a sí mismo con el término equivoco de “corporaciones”, ocupó la plaza de Chuquisaca. El periódico “El Cóndor de Bolivia” refirió que el palacio (antigua residencia arzobispal) fue saqueado por una turba alcoholizada, “llevándose los revolucionarios todas las armas, monturas y caballos”. Los presos de la cárcel fueron puestos en libertad.
Comenzaba para el presidente Sucre una sucesión de días penosos. Los sublevados “pusieron a la cabeza de su cama tres asesinos (los tres soldados y naturales del Perú) con la orden de acabar con los días del Mariscal de Ayacucho y vencedor de Pichincha si es que se advertía algún asomo de peligro a los rebeldes” (El Cóndor de Bolivia).
Otro testigo, el canónigo Juan Crisóstomo Flores, relató a René-Moreno que, viendo que la vida del Mariscal corría peligro, un grupo de gente adicta lo sacó a través de los pasillos de la catedral y lo llevó al colegio seminario y después a la casa de un amigo, Manuel Antonio Tardío.
CUATRO FACCIOSOS.
René-Moreno describe la situación de ese momento en la siguiente forma:
“El movimiento de la capital, según el general Blanco [Pedro] era el voto de cuatro facciosos desnaturalizados, no el de la Nación; y esta era rigurosamente la verdad. Nadie ha podido hasta ahora probar lo contrario. La Nación amaba con entrañable respeto al Gran Mariscal de Ayacucho; le amaba como gobernante y como hombre. Tenía perfecta confianza en las promesas solemnes que, como gobernante y como hombre, había hecho de dejar en tres meses más ante el próximo congreso el mando y a Bolivia. La violenta reacción contra Bolívar y su política era movimiento puramente peruano. Fue menester un ejército invasor para conseguir que en Bolivia se comunicase por impulsión o continuidad ese movimiento entre gentes de mala ralea, y entre ambiciosos descontentos o sin empleo. La república representada por su parte más sana, los vecindarios todos, aguardaba tranquila el ya muy cercano 6 de agosto”.
Se identificó a dos peruanos y un argentino, un tal Cainzo, un asesino a sueldo, como los autores directos del motín, pero la instigación venía del exterior, del general peruano Agustín Gamarra, con quien el Mariscal había sostenido una conversación pocas semanas antes en el río Desaguadero. El motín de Chuquisaca era parte de una conspiración más vasta.
El Perú vivía bajo el constante recelo de un conflicto militar con Colombia y que, en ese caso, con el ejército colombiano estacionado en Bolivia se vería en medio de dos frentes de guerra. A eso se agregaba la animadversión personal de Gamarra hacia el mariscal Sucre. En cuanto tuvo noticia del motín de Chuquisaca, en un acto de típica invasión, Gamarra y su ejército el 1 de mayo cruzaron el río Desaguadero e ingresaron a Bolivia. El jefe peruano dijo hipócritamente que venía a “interponerse entre la víctima y sus asesinos”.
El historiador peruano Jorge Basadre, escribe: “...la tónica de la política peruana era un acentuado anticolombianismo. Creíase entonces en el Perú que, después de la emancipación de España, había venido la emancipación de Colombia; y deseábase extender esta última hasta Bolivia, donde seguía una división colombiana, no obstante los afanes de Sucre por lograr su salida. El Perú tenía en el norte una guerra inminente con Bolívar y con Colombia y recelaba un ataque combinado desde allí y desde Bolivia, si al frente de esta república seguía Sucre”. (Historia de la República del Perú t. 1).
En la misma página: “Si es que el Presidente [José de la Mar] y sus consejeros no quisieron precipitar un avance militar sobre el Alto Perú, tampoco osaron oponerse a él”. En el Perú se conocía sin lugar a equívocos la indeclinable voluntad del mariscal Sucre de abandonar el país en el mes de agosto. Eso demostraba que el propósito de sojuzgar a Bolivia estaba por encima del deseo de echar a Sucre.
LA LEALTAD DE FRANCISCO LÓPEZ.
En cuanto el coronel Francisco López, prefecto de Potosí, recibió el aviso de alarma enviado por el ministro Infante, organizó de inmediato una fuerza combatiente que ingresó a la ciudad de Chuquisaca el día 22 de abril, tomando posiciones en las alturas de La Recoleta. Desde allí avanzó hacia la ciudad, dispersó violentamente a los revoltosos, quienes tuvieron más de veinte muertos, ocupó el cuartel y llegó hasta el presidente Sucre. Una precaria normalidad fue restablecida en Chuquisaca. Los dos peruanos cabecillas de la subversión fueron ejecutados públicamente. Una partida, entre ellos Cainzo, huyó hacia la Argentina.
Infante, que había sido tomado preso por los sediciosos el día 18 de abril, en cuanto fue liberado a la llegada del coronel López, tomó la dirección de las débiles operaciones para detener el avance de Gamarra. Al prefecto de Oruro le instruyó destacar “montoneras” desde Carangas hacia Arica y Tacna, para amagar la retaguardia del ejército peruano. Pero los hechos demostraron que era imposible detener la invasión. Se produjeron defecciones en las fuerzas bolivianas; la más grave y aleve fue la del coronel Pedro Blanco que, a la cabeza de una división, se puso al servicio de los invasores, quienes con esa ayuda ocuparon fácilmente La Paz, Oruro y Potosí.
El Presidente ha encargado el gobierno a su Ministro de Guerra, Pérez de Urdininea, pero no deja de estar informado de los acontecimientos. A Bolívar le escribe el 27 de abril: “Mi herida impide que ejerza el gobierno. No desempeñaré otro acto de la Presidencia que instalar el Congreso y leerle mi Mensaje”.
El 10 de mayo dicta una carta dirigida a Gamarra: “El motín fue obra de cincuenta granaderos [...] luego tomaron parte unos cuantos tumultuarios [...] tan sin opinión y sin séquito que puede, en verdad, calificárseles como una ruin canalla, como gente perdida y hambrienta”. Le repite su propósito de irse de Bolivia: “Preferiría mil muertes antes que por mí se introdujese en América el ominoso derecho del más fuerte”.
El 1 de junio se retira a Nucchu. Sólo se conoce una carta escrita en la hacienda; es a León Galindo, a quien le dice “Mi herida anda muy lentamente”. Mientras tanto, va dictando y corrigiendo su mensaje al Congreso.
Pero un día terminó bruscamente su retiro apacible en Nucchu. Fue cuando Pedro Blanco, el jefe de la “quinta columna” gamarrista en Bolivia, con una compañía del ejército peruano, le conmina “violentamente” a dirigirse a Chuquisaca. Es el más humillante de los vejámenes de que fuera víctima el Mariscal durante esos días. El mismo Blanco le obliga a ir a Siporo, como para desde lejos asistiera a la firma del “Ajuste” de Piquiza, firmado entre Gamarra y Pérez de Urdininea, y que disponía la salida inmediata por el puerto de Arica de las tropas colombianas, la derogatoria de la Constitución y, como si fuera necesario, la renuncia de Sucre a la Presidencia. El historiador Agustín Iturricha hace notar que cuando se firmó el humillante “Ajuste” sólo quedaban en Bolivia 500 soldados colombianos, que no podían significar ningún peligro para el Perú, lo cual demostraba una vez más la falsedad de la política peruana.
Pérez de Urdininea finalmente ha entrado en acuerdo con el enemigo. Al nombrar el 2 de agosto, en uno de sus últimos decretos, a José Miguel de Velasco Presidente del Consejo de Ministros, Sucre deja claro que Pérez de Urdininea debe ser enjuiciado por su actuación en la campaña.
A pesar de todo se fue el Mariscal sin encono ni resentimientos, las últimas palabras de su Mensaje fueron: “Representantes del Pueblo, hijos de Bolívar, que los destinos os protejan; desde mi patria, desde el seno de mi familia mis votos constantes serán por la prosperidad de Bolivia”.

EL ÚLTIMO DE LOS LANZA.
Autor: Alberto Crespo.

Momentos antes de morir a consecuencia de una herida de bala en la espalda, José Miguel Lanza envió postreramente este mensaje al Mariscal: “Diga usted al Presidente de la República que muero contento porque sacrifico mi vida en defensa de las leyes de mi patria, de la Constitución y de las autoridades que ella establece. Que justifico mi amistad por el General Sucre con mi propia sangre; que a él y a mis amigos todos recomiendo mis hijos”.
Tenía que ser uno de los hermanos Lanza quien muriera diciendo tales palabras.
Era la despedida de un hombre que había afrontado la muerte incontables veces como jefe de la guerrilla patriota de Ayopaya e Inquisivi, en medio de triunfos, derrotas y fracasos, pero fue el único gran jefe patriota que sobrevivió a la guerra de la independencia y junto con sus soldados recibió al mariscal Sucre en La Paz, en los primeros días de febrero de 1825. Ahora, 30 de abril de 1828, después de un combate sostenido en las afueras de Chuquisaca contra los sediciosos, moría dando su último mensaje de lealtad. Era el último de los Lanza que moría por la patria, pero el único de los hermanos que vio la libertad.
Para hablar de los otros dos hermanos es preciso volver algunos años atrás, a la revolución del 16 de julio de 1809 en La Paz.
Bajo la presidencia de Pedro Domingo Murillo, como miembro de la Junta Representativa, el 24 de julio, Gregorio García Lanza juraba lealtad a la revolución. Abogado en la Universidad del Cuzco, dirigió los actos más radicales del movimiento, como la requisa de armas a los españoles, la destrucción de los papeles públicos y el allanamiento del Seminario. Reclutó hombres para hacer frente al ejército de Goyeneche que se acercaba a La Paz. Eran cargos de la más extrema gravedad y por ellos, junto a los otros jefes, fue ahorcado en la plaza de armas de La Paz el 29 de enero de 1810.
El otro hermano, Victorio, también letrado, producida la revolución de 1809 fue nombrado comandante general del partido de Yungas y destacado para neutralizar las fuerzas que en Irupana organizaba el obispo de La Paz, Remigio de La Santa y Ortega. Victorio Lanza decretó la libertad de los esclavos y reclutó partidarios para el combate. El 25 de octubre dispuso el ataque a Irupana, pero fue rechazado por las fuerzas de La Santa.
Obligado a retirarse, buscó refugio en las profundidades yungueñas, perseguido por una partida de indios dóciles al obispo, hasta ser alcanzado cerca del río Mosetenes y allí victimado a balazos. Su cabeza fue enviada a La Paz.
Tal el destino heroico de los tres hermanos.

EL ÚLTIMO MENSAJE DEL MARISCAL.
Autor: Gustavo Medeiros Querejazú.

Desde su retiro en la finca de Nucchu, a orillas del río Cachimayo, el Mariscal Sucre emitió su último Mensaje al Congreso de Bolivia, el 2 de agosto de 1828. Entre esa fecha y el 9 de febrero de 1825, fecha de convocatoria a los pueblos del Alto Perú, habían transcurrido tres años y medio, lapso marcado por el destino para recorrer la gama de las más variadas ilusiones y caer, irremediablemente, en la amargura de las infidencias y la derrota política.
Ya en carta dirigida al Libertador Bolívar desde Cochabamba, en mayo de 1827, Antonio José de Sucre había escrito: “Esta América es un caos. Pienso, a pesar de este mal estado de las cosas, insistir en la federación de Bolivia, Chile y la República Argentina. Voy a trabajar siempre sobre esto, porque lo considero un bien para la América contra los desórdenes y las facciones”.
Era realmente una federación del cono sur la solución adecuada para la joven Bolivia y el antídoto contra las facciones y los desórdenes? Un año antes, en 1826, se había concertado bajo el gobierno de Sucre con el plenipotenciario peruano Ortiz de Zevallos el tratado de federación entre Bolivia y Perú, subordinado a la adhesión de Colombia. De esta triple federación dependería también una recomposición territorial, en virtud de la cual Arica pasaría a soberanía boliviana, mientras que Apolobamba y Copacabana pasarían al Perú. Aunque el Mariscal confiesa en su último Mensaje que nunca estuvo de acuerdo con esa negociación diplomática, propicia en el mismo documento la alianza de Bolivia con Colombia y, al mismo tiempo, recomienda el envío de plenipotenciarios al Congreso anfictiónico que de Panamá se había trasladado a Tacubaya en México.
Por supuesto, el Mariscal de Ayacucho compartía los ideales de Bolívar en cuanto a crear, no una veintena de débiles repúblicas, sino compactas federaciones como era ya la Gran Colombia, coronadas por el anfictionado, a semejanza de la Grecia antigua, desde México hasta el Plata.
“...UN PUÑAL A SU PATRIA”.
Naturalmente, todo esto quedó en el plano teórico de las sabias intenciones; pero lo que Sucre resistió con vigoroso empeño fue la subyugación de la independencia de Bolivia por el ejército peruano, las ambiciones del general Gamarra y las veleidades de militares bolivianos como el general Pedro Blanco.
En una minuciosa explicación sobre el motín del 18 de abril y el tratado de 6 de julio de 1828, el Mariscal Sucre evidencia su invariable apego a la legalidad constitucional para concluir con esta admonición profética: “Si las bayonetas enemigas, contaminando el uso del derecho bárbaro de la fuerza, os obliga a traspasar vuestros deberes, apelo en nombre de la nación a los Estados de América por la venganza, porque está en los intereses de todos destruir este derecho de intervención que se ha arrogado el Perú y que envolvería nuestro continente en eternas guerras y calamidades espantosas”.
El Mensaje pasa revista, asimismo, a las relaciones con los países vecinos y, con excepción del Perú, las encuentra lisonjeras y satisfactorias. En lo tocante al orden interior, el documento pone de relieve los progresos logrados en la educación pública, que fue preocupación preferente de la administración del Mariscal Sucre. Otra inquietud, no menos vehemente, fue la habilitación del puerto de Cobija, “para que la República no sufra en las internaciones de efectos de ultramar las condiciones caprichosas de nuestros vecinos”.
Un punto poco conocido de la administración de aquel tiempo fue la elección de la capital de la República. Según el Mensaje, el Congreso pidió al Libertador Bolívar resolver este asunto y él señaló a Cochabamba como el lugar de su preferencia.
Temas tratados con algún detalle en el Mensaje son los relativos a la reforma eclesiástica, la agricultura, la minería, el comercio, las finanzas públicas y el ejército, con la circunstancia especial de que la organización castrense alcanzó en esa época un grado notable de disciplina y eficiencia. Lamentablemente, el ejército había sido minado después por la propaganda peruana y las facciones interiores. Vale la pena citar este párrafo del Mensaje:
“Para colmo de las maldades, el ejército boliviano que se formaba sobre las más sólidas bases de la moral y la disciplina, ha sido contaminado por un fatal ejemplo. Se ha premiado a los caudillos de una defección con que clavaron un puñal a su patria, y esto es un terrible obstáculo para que la fuerza armada de la república vuelva al mismo brillo con que empezaba su carrera”.
LA NOBLEZA DEL HÉROE.
Los últimos acápites del mensaje contienen, a la vez, la emoción de una despedida, que sería para siempre, y profundas enseñanzas para esta nación joven, envuelta, prematuramente, en discordias y ambiciones malsanas.
“Siguiendo los principios de un hombre recto -dice el Mariscal- he observado que en política no hay ni amistad ni odio, ni otros deberes que llenar, sino la dicha del pueblo que se gobierna, la conservación de sus leyes, su independencia y su libertad. Mis enemistades o mis afectos han sido, en mi administración, los enemigos o amigos de Bolivia”.
Confesión sincera que revela el alma noble de un héroe que supo, en su hora de triunfo, amnistiar a los vencidos y dar ejemplo de generosidad.
En el mismo tono y como quien recoge la cosecha de su grandeza, el Mariscal de Ayacucho juzga así su tránsito por Bolivia:
“Al pasar el Desaguadero encontré una porción de hombres divididos entre asesinos y víctimas, entre esclavos y tiranos, devorados por los enconos y sedientos de venganza. Concilié los ánimos, he formado un pueblo que tiene leyes propias, que van cambiando su educación y sus hábitos coloniales, que está reconocido de sus vecinos, que está exento de deudas exteriores, y que dirigido por un gobierno prudente será feliz”.
Y termina con esta reflexión que, al cabo de los años, es aún valedera.
“No he hecho gemir a ningún boliviano; ninguna viuda, ningún huérfano solloza por mi causa; he levantado del suplicio porción de infelices condenados por la ley, y he señalado mi gobierno por la clemencia, la tolerancia y la bondad... En el retiro de mi vida veré mis cicatrices y nunca me arrepentiré de llevarlas, cuando me recuerden que para formar Bolivia preferí el imperio de las leyes a ser el tirano o el verdugo que llevara siempre una espada pendiente sobre la cabeza de los ciudadanos”.

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