Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.
Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
Partes anteriores de este libro: 01 - 02 - 03 - 04 - 05.
SEGUNDA PARTE.
CONSTRUCCIÓN.
CAPITULO I.
PRIMEROS ENSAYOS DE EDUCACIÓN CAMPESINA.
1.- LAS ESCUELAS AMBULANTES.
Junto a las grandes enseñanzas recogidas de la sociología inkaica, hubimos de estudiar la experiencia, relativamente reciente, de la época republicana. Vale la pena referirse al criterio con que gobiernos de comienzos de este siglo enfocaban el problema de la educación del indio; criterio que nos dará una imagen asaz curiosa que, por pasiva, nos enseñaba qué es lo que NO debíamos hacer.
El año 1905, Juan Misael Saracho, Ministro de Instrucción en el gobierno de Montes, fundó las primeras escuelas indigenales, con el nombre de escuelas ambulantes, cuya misión se limitaba a la enseñanza del alfabeto y un poco de la doctrina cristiana. El nombre les venía del hecho de que un mismo maestro tenía que desempeñar el cargo en dos comunidades separadas por distancias de cinco o seis kilómetros, alternando su labor por períodos de quince días en cada una.
Es significativo que Bolivia hubiera sido el primer país latinoamericano que abrió escuelas para indios; escuelas de simple alfabetización, es verdad, pero escuelas al fin y al cabo, y creadas sin ningún afán de simulación, como que estaban provistas de todo el mobiliario, material didáctico y de consumo para que la labor fuera eficiente. Además, los maestros se reclutaban con mucho cuidado entre los profesionales jóvenes, sus haberes eran superiores a los que percibían maestros de ciudades, y en fin, el trabajo en el campo no era, como en épocas posteriores, un signo de degradación e ineptitud; al contrario: varios de los primeros maestros indigenales, reintegrados a sus actividades propias, alcanzaron elevadas posiciones públicas.
Con todo, la escuela era pasiva y de simple alfabetización; no podía exigirse más de las concepciones de aquella época; lo singular es que este tipo de escuela haya sobrevivido con tenacidad tanto en el campo como en la ciudad, donde se multiplican los establecimientos carentes de dinámica escolar y ausentes por completo de toda función económica y social.
No cabe duda de que en este aspecto se ha producido una verdadera estratificación, y a pesar de haber sido Bolivia el país que dio los primeros pasos para llevar el alfabeto al indio, han sido otros países los que han realizado progresos evidentes en este aspecto, aprovechando nuestras propias experiencias.
En 1910 se fundó en la ciudad de La Paz, en el barrio residencial de Sopocachi y por iniciativa del doctor Daniel Sánchez Bustamante, Ministro de Instrucción, una escuela normal para indígenas, a cargo del pedagogo chileno Zote y siendo Inspector de Instrucción el doctor Felipe Guzmán. Los alumnos eran en su totalidad nativos analfabetos trasplantados de diferentes regiones altiplánicas.
El establecimiento tuvo muy poca duración, y de su breve existencia da cuenta un informe de risueño contenido que, con la mayor gravedad, dio el doctor Guzmán en 1922, al Congreso, siendo ya Ministro de Instrucción; es un documento que no tiene desperdicio y vale la pena transcribir algunos de sus párrafos. Dice así: La Educación de la Raza Indígena Boliviana. “Desde luego debo hacer notar que las actuales escuelas normales rurales de Sacaba, trasladadas últimamente a Tarata y que se las fundó al parecer con el fin de formar preceptores de la raza indígena, descansan en un grave error que ha pesado en sus iniciadores: el de creer que los blancos sean los mejores maestros para los indios”.
Refiriéndose a la escuela normal de Sopocachi, continúa: “Tuve también ocasión de realizar por mí mismo un pequeño ensayo o experiencia en este género de educación. Cuando fundé en la región de Sopocachi una pequeña escuela normal para maestros de indios, quise proporcionar a los alumnos traídos de varios centros indígenas, las mejores comodidades para evitar que se aburran; así fue cómo les mandé instalar un amplio dormitorio con catres y colchones, un baño en uno de los patios del local y un comedor confortable. Lo que sucedió, HH. Representantes, fue que los indiecitos se bajaban en las noches después de la hora del silencio, de los catres, y se echaban en el suelo pelado, cubriéndose con sus ponchos y durmiendo así mejor que en los colchones. El ingreso al comedor les disgustaba marcadamente; ellos preferían comer en la cocina, puestos de cuclillas y sin servirse del cubierto ni de la cuchara. El baño les causaba horror. En mi afán de pretender cambiarles las costumbres, no hice otra cosa que aburrir a los niños indígenas, quienes aprovecharon de una noche en que se descuidó el inspector para marcharse de huída a sus respectivas estancias”.
2.- PEREGRINACIÓN DE UNA ESCUELA Y SU UBICACIÓN EN EL CAMPO.
Este fracaso era una demostración de que la escuela del indio no podía funcionar fuera de su ambiente natural. Sin embargo, el remedio consistió en trasladar el plantel a Guaqui, aldea situada a orillas del Lago Titicaca, con todo su equipo de profesores, mobiliario, etc., menos los alumnos, ya que éstos habían fugado a sus ayllus.
En su nueva ubicación aldeana, que tampoco constituye el medio natural del indio, se le dio una orientación agropecuaria, por lo menos en lo que se refiere a su nombre, pues se llamó entonces Escuela de Agricultura, con la misión de preparar maestros para las escuelas de indios. ¡Pero no tenía un palmo de tierra!
Un poeta, dilecto amigo mío, fue nombrado profesor de castellano en tal instituto. Algún amigo juguetón -dicen que fue don Juan Francisco Bedregal- publicó en un periodiquillo de “Alasitas”, la tradicional feria de las miniaturas bolivianas, un poema que titulaba “Primera lección dictada por Raúl Jaimes Freyre en la Escuela de Agricultura de Guaqui”, y del cual me quedan en la memoria los siguientes versos:
Con la punta de una espada
se cosecha la cebada.
Es mera cuestión de meollo
el cultivo del repollo.
A la orilla de un remanso
crece muy bien el garbanzo...
La falta de tierras imponía una enseñanza libresca y verbalista. ¡No se podía dudar de los resultados! Alcanzaron a titularse no más de seis maestros, que no eran por cierto un modelo de eficiencia. Algunos tuvieron que complementar sus estudios en la Normal de Sucre, con lo que acabaron por desvincularse del campo.
La escuela siguió su odisea al ser nuevamente trasladada, en esta ocasión a una hacienda denominada Kullta, magníficamente ubicada, a cerca de medio kilómetro de Patacamaya, estación del ferrocarril La Paz-Oruro; estaba dotada de un equipo completo de maquinaria agrícola, semillas, sementales, etc. La escuela mantuvo su carácter de normal con orientación agrícola y ganadera, aprovechando los extensos terrenos de la hacienda, de primera calidad en su mayor parte y provistos de riego.
Todo parecía promisorio aquí. Sin embargo, cuando conocí Kullta, el año 1916, hacía tiempo que su primer Director, el Ingeniero Zeballos Tovar, había sido sustituido por otro profesional de la misma categoría, el cual, empero, descuidó del todo sus obligaciones al extremo de proscribir toda acción educacional o de trabajo. La hacienda, que con sus propios recursos hubiera podido sostener a los treinta alumnos de su internado -muchachos procedentes de ciudades y aldeas- no producía ni el forraje para la alimentación de las doce mulas que tenía a su servicio.
El fracaso era inevitable y así concluyó el único ensayo efectivo realizado para revalorizar al indio. Kullta, con una dirección dinámica e inteligente pudo haber sido el punto de partida para cimentar las bases de un instituto socio-económico de gran trascendencia, y conste que tenía, excepcionalmente, el decidido apoyo gubernamental. Para realizar su obra en el campo social, agrario, industrial, pedagógico, etc., tenía no menos de cien familias de colonos indígenas; disponía de dinero y de vastos recursos, y ante todo, estaba ubicada en el mismo medio indígena.
¿Qué le faltó, pues, para obtener éxito? La voluntad creadora, el hombre que formado en el ambiente indio fuera capaz de cumplir un programa y un destino.
En Kullta se instaló la burocracia y sobrevino su ruina. No es el burócrata educado en ciudades o aldeas el llamado a conducir las escuelas indigenales, porque el problema no es de ciudad o de aldea -así lo hemos repetido muchísimas veces- sino un problema agrario, eminentemente campesino. Tal convicción la mantengo para referirme a otro tipo de escuelas: las normales rurales de Umala -1915-, Puna -1917-, Sacaba -1919-, y otras (todas ellas clausuradas por el Presidente Saavedra).
3.- AVELINO SIÑANI Y LA PRIMERA ESCUELA DE WARISATA.
Corría el año 1917. En mi carácter de Inspector del Departamento de La Paz visitaba las escuelas del distrito, incluyendo las indigenales de Saracho -que se habían convertido en fijas porque su funcionamiento se hizo permanente en una sola comunidad, probada como estaba la ineficacia de su atención por períodos espaciados-. Entonces conocí la región de Warisata, donde funcionaba una de estas humildes escuelas fiscales, y en la cual, como es de suponer, nada había de particular.
Mi visita no hubiera tenido, pues, ninguna trascendencia, si no hubiera encontrado, en la misma zona, otra escuelita, particular, dirigida por un indio llamado Avelino Siñani.
Al referirme a este hombre, lo hago con una emoción contenida. Carezco de una pluma como para poder transmitir al lector los sentimientos que me embargan al recordar a este preclaro varón de la estirpe aymara. Intentaré, al menos, señalarlo como un ejemplo de las más altas virtudes humanas.
En otro medio, o en otra época, Avelino Siñani hubiera sido honrado por la sociedad; pero hubo de nacer y vivir en el sórdido ambiente feudal del Altiplano, degradante y oscurantista, adverso a esta clase de espíritus. Y hubo de ser un indio, esto es, un individuo de la más baja condición social en el concepto general. Sin embargo, bajo su exterior adusto, enteramente kolla, se ocultaba un alma tan pura como la de un niño y tan esforzada como la de un gigante. No importa que apenas dominara el alfabeto y su castellano fuera del todo elemental: su cultura no residía en los ámbitos de Occidente; era la cultura de los viejos amautas del Inkario, de los sabios indígenas de antaño, capaces de penetrar tanto en el misterio de la naturaleza como en el de los espíritus humanos.
Avelino Siñani era la encarnación de la doctrina contenida en el ama súa, ama llulla, ama kella, y en dimensión insuperable. Obligado a gravitar en su pequeño mundo, abrió una escuelita, pobrísima como él, pero de grandiosas miras, como que se proponía nada menos que la liberación del indio por medio de la cultura. No es que Siñani no fuera solidario con los campesinos que solían alzarse: comprendía perfectamente la cólera que enceguecía al sublevado, en la cual se manifestaban siglos de opresión y miseria; pero, hombre moderno, de exacta visión, comprendía también que ese sacrificio era estéril e insensato, por lo menos en esa época. Había que elegir otra senda, había que capacitar a la masa, iluminarla con el fuego sagrado, prepararla para futuros días. Tal el sentido de su escuela, en cuya humildad contemplé, en silencio, las más radiantes auroras para Bolivia.
¿Cómo no ayudar y estimular a este hombre? Sin perder tiempo le dije que aparejara dos mulas para encaminarnos en seguida a Copacabana, a cien kilómetros de distancia, donde le proporcionaría todo el material escolar que precisaba. ¡Bien sabía yo que aquella ayuda era mínima! Sin embargo, era todo lo que en ese instante podía hacer por él. En Copacabana, donde tenía a mi disposición un depósito de material de enseñanza, equipé a Siñani con todo aquello que le era menester; recuerdo que hasta se llevó un reloj de pared.
¡Qué tiempos aquellos!
Dicen que todo tiempo pasado fue mejor... Pudiera ser así en lo que a educación boliviana se refiere. La verdad es que, antes del advenimiento del llamado “normalismo”, habían autoridades que, sin títulos rimbombantes ni estudios de especialización, tenían verdadera responsabilidad y previsión, y las escuelas fiscales de provincia, en todo el país, eran dotadas, antes de que se iniciara el año escolar, de todo el material necesario para que pudieran trabajar. Excusado es decir que no me estoy refiriendo a las finalidades mismas que se proponían los gobiernos de entonces. Pero no cabe duda de que el maestro era mejor tratado, más apreciado y más atendido que el maestro de ahora.
Quede, pues, señalado mi encuentro con Avelino Siñani como uno de los antecedentes que contribuyeron decisivamente a encaminarme a la fundación de Warisata.
4.- DANIEL SÁNCHEZ BUSTAMANTE Y SU POLÍTICA INDIGENISTA.
Daniel Sánchez Bustamante fue el galardón de los regímenes liberales del pasado. Intuyó como pocos el problema de la educación del indio y, sin embargo, en la práctica no pudo o no quiso aplicar sus postulados. Limitación frecuente en los educadores que se proponen transformar culturalmente a los pueblos y tropiezan con el cerrado ambiente de los privilegios y los intereses de clase.
En 1919, siendo Ministro de Instrucción, el “maestro de la juventud” dictó su decreto de 21 de febrero, encaminado a dar normas a la educación indigenal. Consta de 57 artículos, de los cuales los dos primeros son los más importantes. Dicen así:
Art. 1ro.- La educación de la raza indígena en Bolivia, se efectuará desde la fecha en tres clases de institutos, sostenidos por el Estado:
a) Escuelas elementales;
b) Escuelas de trabajo;
c) Escuelas Normales Rurales.
A la primera clase corresponderán las escuelas fundadas con el objeto de inculcar en el alumno el idioma castellano, con aptitudes manuales, como preparación de oficios, y las nociones indispensables para la vida civilizada; a la segunda los institutos cuyo objeto es despertar sólidas aptitudes de trabajo y dar al indígena boliviano la capacidad de desenvolverse con éxito en el medio en que vive, constituyéndolo en factor de avance y de riqueza colectivos; y la tercera los institutos cuyo fin es graduar maestros eficientemente preparados para la enseñanza en las escuelas elementales de indígenas.
Art. 2do.- Las escuelas elementales funcionarán en centros de población indígenas (comunidades, caseríos, ayllus, cantones) (subrayado mío, E.P.); serán distribuidas conforme a las partidas del Presupuesto Nacional y puestas siempre bajo la dirección de maestros titulados en escuelas normales.
Las escuetas de trabajo serán constituidas paulatinamente, en los puntos centrales de los distritos más densos de población indígena, sobre la base cardinal de aprovechar y utilizar los elementos naturales característicos de la zona, a fin de situar sobre ellos la subsistencia, la industria y el perfeccionamiento del hijo de la región, en consonancia con la riqueza y el bienestar de Bolivia.
Las escuelas normales rurales serán situadas con proximidad a capitales de provincia, que se presten por sus medios de comunicación y peculiares recursos, al desarrollo de este género de institutos cuyo objeto exclusivo tenderá a preparar individuos capaces de aplicar sus dotes de carácter e inteligencia, al sacerdocio de civilizar al indio.
Como se ve, Sánchez Bustamante enfocaba el asunto con criterio realista y moderno, tratando de hacer de las escuelas indigenales instrumentos de mejoramiento económico nacional.
Por desgracia, Sánchez Bustamante dejó el Ministerio de Educación poco tiempo después, y como es de suponer, nadie volvió a acordarse de su Decreto, el cual quedó sin efecto alguno.
Anotemos al respecto una coincidencia que se presta a reflexiones: en 1921, cuando se gestaba en México la escuela que revalorizaría al indio, se cerraban en Bolivia las pocas escuelas normales rurales que habían venido funcionando. Como hemos dicho, fue el Presidente Saavedra quien dispuso tal medida, y no porque las escuelas tuvieran deficiencias o carecieran de orientación doctrinal; sino porque su clausura correspondía a una definida línea de conducta gubernamental respecto al problema indio.
5.- JESÚS DE MACHACA: LA MASACRE COMO SISTEMA.
En efecto, la actitud de los regímenes políticos del pasado, con las pocas excepciones que hemos mencionado, era uniforme en lo que se refiere a menospreciar los valores culturales, sociales y económicos de la masa campesina; se prefería, en todo caso, una actitud de fuerza como sistema de educación; no se apreciaba al indio: se le temía; no trataba de educárselo: se lo reprimía. Y cuando el indio, colmada su paciencia, se alzaba, entonces se usaba el instrumento preferido: la masacre en gran escala. Los historiadores generalmente soslayan este asunto, y a veces ni lo mencionan, aunque en toda nuestra vida republicana el gran fondo en que se mueve la nacionalidad está salpicado con el rojo resplandor de las sublevaciones y su correspondiente apaciguamiento con la metralla.
A mí se me refirió de primera mano uno de estos casos, quizá el más trágico y violento: el de Jesús de Machaca, ocurrido en 1921. Se me permitirá relatarlo, porque corresponde también a una política gubernamental respecto al indio y es, en su sangrienta evidencia, una prueba de la mentalidad altoperuana que veía en el exterminio de los indios la salvación de la Patria...
Jesús de Machaca era una de las marcas más puramente conservadas del altiplano, a pesar de haberse fundado en su seno un pueblo mestizo que representaba todo el sistema de opresión feudal en contra del indio. En Jesús de Machaca el indio era el paria sin derechos, el esclavo, la “bestia parlante” desprovista de toda condición humana. El látigo y la escopeta eran la ley ante la cual debía inclinar la cerviz y callar, aunque en su fuero interno acumulase cólera en volumen siempre creciente. Corregidores, jueces parroquiales, alcaldes, curas y vecinos, todos se complacían en hacer del indio juguete de escarnio y humillación, y como es lógico, el fundamento de su propio bienestar como “servidores del orden”, en cuya cúspide se hallaban los grandes poderes del Estado.
¿Cuánto tiempo padecieron los indios en silencio? ¿Cuántas veces complotaron para poner en ejecución los proyectos de venganza? ¿Cuántas veces postergaron para mejor oportunidad el estallido de la acción? El indio es paciente y sabe esperar, pero cuando llega su hora, nada lo detiene. Un caso como cualquier otro fue la gota que colmó la copa en Jesús de Machaca: un corregidor había apresado a dos indios, por motivos insignificantes, imponiéndoles una multa que, por elevada, era imposible que pudiera ser cancelada. Pues bien, la autoridad dispuso que, en tanto no se reuniera el monto requerido, los dos presos no recibieran alimento alguno.
Pasaron un día y otros días, ante la tensa expectativa de las indiadas que todavía esperaban un rasgo de piedad. A esto, los opresores celebraron algún acontecimiento familiar con festejos que, como siempre, se prolongaron mucho tiempo en medio de libaciones sin cuento, hasta que todos cayeron en la inconsciencia alcohólica. ¿Cómo podían escuchar, en tales condiciones, los ruegos angustiosos de los parientes de ambas víctimas? Otros días más transcurrieron, y cuando pasada la borrachera y el jolgorio, la autoridad se acordó de los prisioneros, no para verificar el estado de su salud sino para hacer nuevo cobro de la multa, se encontró ante el espectáculo de la agonía y de la muerte de los desdichados.
La pampa se conmovió ante la vibración cruel de la noticia. Los indios deliberaron en silencio, sin que se produjera reclamo alguno ni se implorara justicia. Se reunió la ulaka, el Cabildo, representado por los ancianos de las comunidades, y calladamente, se resolvió hacer justicia por sus propias manos.
El corregidor intuyó lo que había de ocurrirle. El miedo lo arrojó de la aldea y huyó a La Paz, llevando consigo a toda su familia.
Presa tan importante no debía perderse. Había que buscar su retorno al lugar, y para lograrlo, una comisión de indios se constituyó en la capital, llevándole saludos de toda la indiada, con algunos regalos y el encargo especial de que volviese prontamente. El corregidor, engreído como todos los de su laya, creyó en la humillación de sus víctimas y aceptó, aunque con reservas. Transcurrido algún tiempo, una segunda comisión, más numerosa que la anterior, le llevó como presente una kjumunta (cargamento de víveres), reiterándole el petitorio y haciéndole constar el profundo afecto que sentían por su autoridad, a la que extrañaban sinceramente. Ante tales manifestaciones, el corregidor se convenció de que sus temores eran infundados y señaló fecha para su retorno, para que fuera recibido como merecía un individuo de tal calidad. Y así fue.
Tras de lo cual, y sin que nadie lo esperara, una madrugada se escuchó el ulular funerario de los pututus (cuernos de guerra) a cuyo son las doce comunidades de indios atacaron Jesús de Machaca. No hubo defensa posible. Los sublevados incendiaron el pueblo, salvándose únicamente la iglesia y dos viviendas cuyos propietarios dieron el santo y seña, que era “Viva Republicanos”, lo que quería decir que pertenecían al Partido Republicano, cuyo jefe, Bautista Saavedra, era entonces Presidente de la República.
Empero, las víctimas no pasaron de seis o siete. Jesús de Machaca, en aquella época, era un centro del cual ya se había producido el éxodo de su población mestiza, debido a la construcción del ferrocarril Arica-La Paz, que eliminó el comercio entre las poblaciones intermedias; por eso, la mayoría de las viviendas pertenecía a las comunidades indígenas. Se desmiente así la creencia de que los vecinos muertos se contaban por varias decenas. Del cura de la aldea dicen que se salvó por milagro. En cuanto al corregidor, conducido a la trampa de manera tan astuta, pereció en su casa incendiada.
El Presidente Saavedra, sabedor del alzamiento, ordenó la inmediata movilización del Regimiento Abaroa, 1ro. de Caballería, que se hallaba acantonado en Guaqui, a sólo 15 kilómetros del teatro de los sucesos. Este cuerpo, de 1.200 hombres perfectamente armados, acudió sin tardanza, lanzándose al ataque con furia irresistible, iniciando así la represión más salvaje de que se tenga memoria en Bolivia. Los soldados se dedicaron durante varios días a una feroz carnicería, complementada por el pillaje y el saqueo. No se respetó a nadie: en la orgía dantesca sucumbieron mujeres, niños y ancianos. ¿Cuántos campesinos cayeron? Nadie ha podido dar una cifra, ni siquiera aproximada. Los indios que huían eran cazados a lanzada limpia, como fieras... Las comunidades fueron asoladas, despojadas de su ganado y de sus bienes, los sembríos fueron destrozados, las poblaciones incendiadas. El ganado que no pudieron llevarse fue exterminado a bala...
Todo lo que tengo relatado me lo refirieron los mismos indios de Jesús de Machaca, cuando fui a fundar su escuela. Pude darme cuenta, además, del terror y del odio con que se recuerda en toda la región al Presidente Bautista Saavedra, responsable directo de la masacre. ¿Qué habrán dicho esas gentes al saber que tórpidos funcionarios del Ministerio de Educación bautizaron con ese nombre, de sangrientas evocaciones, a la Escuela Normal Rural de Santiago de Huata?
¡Humillantes cosas de nuestra psicología altoperuana!
Quizá por estas mismas paradojas, el Presidente que ordenó la masacre de Jesús de Machaca, fue el mismo abogado que en su juventud, defendiera con hábil alegato a los indios sublevados de Mohoza, en 1898, durante la llamada “revolución federal”. En esa ocasión, los indios habían pasado a degüello a no menos de cien soldados del ejército federal, a quienes se había atraído, con la complicidad del cura y otros vecinos, a una misa en el templo de la población. Los soldados habían asistido desarmados al santo oficio, de acuerdo al expreso y malvado pedido del cura. Y cuando éste alzaba la hostia, señal esperada, los conjurados acometieron, cuchillo en mano, a la indefensa hueste. Sólo uno sobrevivió, oculto en el vigámen que sostenía el techo.
Saavedra, al asumir la defensa de los indios, produjo una notable pieza que sentó jurisprudencia y tuvo mucha resonancia (12 de octubre de 1901); hay que suponer que no lo guiaba ningún sentimiento de solidaridad para con la indiada: debió ser el cálculo político el que lo indujo, a adoptar tal posición. El caso es que en su alegato sostenía el principio jurídico de que los delitos de Mohoza constituían lo que el derecho llama delitos colectivos, según lo cual, y basado en antecedentes étnicos y sociales, dice:
“Creo haber demostrado que la sugestión colectiva produce en el hombre civilizado, y con mucha más razón en el indio aymara, un verdadero delirio mental; por tanto, falta de elemento de la inteligencia.., los delitos colectivos no están sujetos sino a una semirresponsabilidad....”
En otro párrafo de su defensa se expresa de esta manera:
“La hecatombe de Mohoza es un hecho de carácter social; pertenece a esos fenómenos naturales que se producen de una manera casi espontánea. Debe ser considerado sólo como un delito colectivo, para el que la justicia común no establece penas. Se deben combatir estos estallidos como se combaten aquellas turbulencias populares: las huelgas de los obreros, el anarquismo y el socialismo modernos. Se les combate indirectamente, removiendo las causas y evitando las ocasiones. Lo que debemos hacer con la raza indígena, es organizar una colonización civilizadora y humana, sometiéndola a una legislación autóctona, como lo han hecho los ingleses en la India...”
Era, sin duda, una hábil defensa, que atrajo la atención sobre el joven y brillante abogado, el cual comenzó así su carrera política, la que, con el favor de las masas campesinas, culminó con la revolución de 1920.
Pero una vez en el poder, el eminente hombre público, el sociólogo de “El Ayllu”, olvida por completo sus antiguos razonamientos en torno a los delitos colectivos, y cuando las masas indígenas exacerbadas hasta el “delirio mental” se insurreccionan y matan, entonces no halla más respuesta que la metralla para los sublevados... En tal ocasión ya no considera ningún atenuante, ningún antecedente étnico o social: el antiguo defensor del indio se convirtió, por ironía del destino, en su peor verdugo.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
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SEGUNDA PARTE.
CONSTRUCCIÓN.
CAPITULO I.
PRIMEROS ENSAYOS DE EDUCACIÓN CAMPESINA.
1.- LAS ESCUELAS AMBULANTES.
Junto a las grandes enseñanzas recogidas de la sociología inkaica, hubimos de estudiar la experiencia, relativamente reciente, de la época republicana. Vale la pena referirse al criterio con que gobiernos de comienzos de este siglo enfocaban el problema de la educación del indio; criterio que nos dará una imagen asaz curiosa que, por pasiva, nos enseñaba qué es lo que NO debíamos hacer.
El año 1905, Juan Misael Saracho, Ministro de Instrucción en el gobierno de Montes, fundó las primeras escuelas indigenales, con el nombre de escuelas ambulantes, cuya misión se limitaba a la enseñanza del alfabeto y un poco de la doctrina cristiana. El nombre les venía del hecho de que un mismo maestro tenía que desempeñar el cargo en dos comunidades separadas por distancias de cinco o seis kilómetros, alternando su labor por períodos de quince días en cada una.
Es significativo que Bolivia hubiera sido el primer país latinoamericano que abrió escuelas para indios; escuelas de simple alfabetización, es verdad, pero escuelas al fin y al cabo, y creadas sin ningún afán de simulación, como que estaban provistas de todo el mobiliario, material didáctico y de consumo para que la labor fuera eficiente. Además, los maestros se reclutaban con mucho cuidado entre los profesionales jóvenes, sus haberes eran superiores a los que percibían maestros de ciudades, y en fin, el trabajo en el campo no era, como en épocas posteriores, un signo de degradación e ineptitud; al contrario: varios de los primeros maestros indigenales, reintegrados a sus actividades propias, alcanzaron elevadas posiciones públicas.
Con todo, la escuela era pasiva y de simple alfabetización; no podía exigirse más de las concepciones de aquella época; lo singular es que este tipo de escuela haya sobrevivido con tenacidad tanto en el campo como en la ciudad, donde se multiplican los establecimientos carentes de dinámica escolar y ausentes por completo de toda función económica y social.
No cabe duda de que en este aspecto se ha producido una verdadera estratificación, y a pesar de haber sido Bolivia el país que dio los primeros pasos para llevar el alfabeto al indio, han sido otros países los que han realizado progresos evidentes en este aspecto, aprovechando nuestras propias experiencias.
En 1910 se fundó en la ciudad de La Paz, en el barrio residencial de Sopocachi y por iniciativa del doctor Daniel Sánchez Bustamante, Ministro de Instrucción, una escuela normal para indígenas, a cargo del pedagogo chileno Zote y siendo Inspector de Instrucción el doctor Felipe Guzmán. Los alumnos eran en su totalidad nativos analfabetos trasplantados de diferentes regiones altiplánicas.
El establecimiento tuvo muy poca duración, y de su breve existencia da cuenta un informe de risueño contenido que, con la mayor gravedad, dio el doctor Guzmán en 1922, al Congreso, siendo ya Ministro de Instrucción; es un documento que no tiene desperdicio y vale la pena transcribir algunos de sus párrafos. Dice así: La Educación de la Raza Indígena Boliviana. “Desde luego debo hacer notar que las actuales escuelas normales rurales de Sacaba, trasladadas últimamente a Tarata y que se las fundó al parecer con el fin de formar preceptores de la raza indígena, descansan en un grave error que ha pesado en sus iniciadores: el de creer que los blancos sean los mejores maestros para los indios”.
Refiriéndose a la escuela normal de Sopocachi, continúa: “Tuve también ocasión de realizar por mí mismo un pequeño ensayo o experiencia en este género de educación. Cuando fundé en la región de Sopocachi una pequeña escuela normal para maestros de indios, quise proporcionar a los alumnos traídos de varios centros indígenas, las mejores comodidades para evitar que se aburran; así fue cómo les mandé instalar un amplio dormitorio con catres y colchones, un baño en uno de los patios del local y un comedor confortable. Lo que sucedió, HH. Representantes, fue que los indiecitos se bajaban en las noches después de la hora del silencio, de los catres, y se echaban en el suelo pelado, cubriéndose con sus ponchos y durmiendo así mejor que en los colchones. El ingreso al comedor les disgustaba marcadamente; ellos preferían comer en la cocina, puestos de cuclillas y sin servirse del cubierto ni de la cuchara. El baño les causaba horror. En mi afán de pretender cambiarles las costumbres, no hice otra cosa que aburrir a los niños indígenas, quienes aprovecharon de una noche en que se descuidó el inspector para marcharse de huída a sus respectivas estancias”.
2.- PEREGRINACIÓN DE UNA ESCUELA Y SU UBICACIÓN EN EL CAMPO.
Este fracaso era una demostración de que la escuela del indio no podía funcionar fuera de su ambiente natural. Sin embargo, el remedio consistió en trasladar el plantel a Guaqui, aldea situada a orillas del Lago Titicaca, con todo su equipo de profesores, mobiliario, etc., menos los alumnos, ya que éstos habían fugado a sus ayllus.
En su nueva ubicación aldeana, que tampoco constituye el medio natural del indio, se le dio una orientación agropecuaria, por lo menos en lo que se refiere a su nombre, pues se llamó entonces Escuela de Agricultura, con la misión de preparar maestros para las escuelas de indios. ¡Pero no tenía un palmo de tierra!
Un poeta, dilecto amigo mío, fue nombrado profesor de castellano en tal instituto. Algún amigo juguetón -dicen que fue don Juan Francisco Bedregal- publicó en un periodiquillo de “Alasitas”, la tradicional feria de las miniaturas bolivianas, un poema que titulaba “Primera lección dictada por Raúl Jaimes Freyre en la Escuela de Agricultura de Guaqui”, y del cual me quedan en la memoria los siguientes versos:
Con la punta de una espada
se cosecha la cebada.
Es mera cuestión de meollo
el cultivo del repollo.
A la orilla de un remanso
crece muy bien el garbanzo...
La falta de tierras imponía una enseñanza libresca y verbalista. ¡No se podía dudar de los resultados! Alcanzaron a titularse no más de seis maestros, que no eran por cierto un modelo de eficiencia. Algunos tuvieron que complementar sus estudios en la Normal de Sucre, con lo que acabaron por desvincularse del campo.
La escuela siguió su odisea al ser nuevamente trasladada, en esta ocasión a una hacienda denominada Kullta, magníficamente ubicada, a cerca de medio kilómetro de Patacamaya, estación del ferrocarril La Paz-Oruro; estaba dotada de un equipo completo de maquinaria agrícola, semillas, sementales, etc. La escuela mantuvo su carácter de normal con orientación agrícola y ganadera, aprovechando los extensos terrenos de la hacienda, de primera calidad en su mayor parte y provistos de riego.
Todo parecía promisorio aquí. Sin embargo, cuando conocí Kullta, el año 1916, hacía tiempo que su primer Director, el Ingeniero Zeballos Tovar, había sido sustituido por otro profesional de la misma categoría, el cual, empero, descuidó del todo sus obligaciones al extremo de proscribir toda acción educacional o de trabajo. La hacienda, que con sus propios recursos hubiera podido sostener a los treinta alumnos de su internado -muchachos procedentes de ciudades y aldeas- no producía ni el forraje para la alimentación de las doce mulas que tenía a su servicio.
El fracaso era inevitable y así concluyó el único ensayo efectivo realizado para revalorizar al indio. Kullta, con una dirección dinámica e inteligente pudo haber sido el punto de partida para cimentar las bases de un instituto socio-económico de gran trascendencia, y conste que tenía, excepcionalmente, el decidido apoyo gubernamental. Para realizar su obra en el campo social, agrario, industrial, pedagógico, etc., tenía no menos de cien familias de colonos indígenas; disponía de dinero y de vastos recursos, y ante todo, estaba ubicada en el mismo medio indígena.
¿Qué le faltó, pues, para obtener éxito? La voluntad creadora, el hombre que formado en el ambiente indio fuera capaz de cumplir un programa y un destino.
En Kullta se instaló la burocracia y sobrevino su ruina. No es el burócrata educado en ciudades o aldeas el llamado a conducir las escuelas indigenales, porque el problema no es de ciudad o de aldea -así lo hemos repetido muchísimas veces- sino un problema agrario, eminentemente campesino. Tal convicción la mantengo para referirme a otro tipo de escuelas: las normales rurales de Umala -1915-, Puna -1917-, Sacaba -1919-, y otras (todas ellas clausuradas por el Presidente Saavedra).
3.- AVELINO SIÑANI Y LA PRIMERA ESCUELA DE WARISATA.
Corría el año 1917. En mi carácter de Inspector del Departamento de La Paz visitaba las escuelas del distrito, incluyendo las indigenales de Saracho -que se habían convertido en fijas porque su funcionamiento se hizo permanente en una sola comunidad, probada como estaba la ineficacia de su atención por períodos espaciados-. Entonces conocí la región de Warisata, donde funcionaba una de estas humildes escuelas fiscales, y en la cual, como es de suponer, nada había de particular.
Mi visita no hubiera tenido, pues, ninguna trascendencia, si no hubiera encontrado, en la misma zona, otra escuelita, particular, dirigida por un indio llamado Avelino Siñani.
Al referirme a este hombre, lo hago con una emoción contenida. Carezco de una pluma como para poder transmitir al lector los sentimientos que me embargan al recordar a este preclaro varón de la estirpe aymara. Intentaré, al menos, señalarlo como un ejemplo de las más altas virtudes humanas.
En otro medio, o en otra época, Avelino Siñani hubiera sido honrado por la sociedad; pero hubo de nacer y vivir en el sórdido ambiente feudal del Altiplano, degradante y oscurantista, adverso a esta clase de espíritus. Y hubo de ser un indio, esto es, un individuo de la más baja condición social en el concepto general. Sin embargo, bajo su exterior adusto, enteramente kolla, se ocultaba un alma tan pura como la de un niño y tan esforzada como la de un gigante. No importa que apenas dominara el alfabeto y su castellano fuera del todo elemental: su cultura no residía en los ámbitos de Occidente; era la cultura de los viejos amautas del Inkario, de los sabios indígenas de antaño, capaces de penetrar tanto en el misterio de la naturaleza como en el de los espíritus humanos.
Avelino Siñani era la encarnación de la doctrina contenida en el ama súa, ama llulla, ama kella, y en dimensión insuperable. Obligado a gravitar en su pequeño mundo, abrió una escuelita, pobrísima como él, pero de grandiosas miras, como que se proponía nada menos que la liberación del indio por medio de la cultura. No es que Siñani no fuera solidario con los campesinos que solían alzarse: comprendía perfectamente la cólera que enceguecía al sublevado, en la cual se manifestaban siglos de opresión y miseria; pero, hombre moderno, de exacta visión, comprendía también que ese sacrificio era estéril e insensato, por lo menos en esa época. Había que elegir otra senda, había que capacitar a la masa, iluminarla con el fuego sagrado, prepararla para futuros días. Tal el sentido de su escuela, en cuya humildad contemplé, en silencio, las más radiantes auroras para Bolivia.
¿Cómo no ayudar y estimular a este hombre? Sin perder tiempo le dije que aparejara dos mulas para encaminarnos en seguida a Copacabana, a cien kilómetros de distancia, donde le proporcionaría todo el material escolar que precisaba. ¡Bien sabía yo que aquella ayuda era mínima! Sin embargo, era todo lo que en ese instante podía hacer por él. En Copacabana, donde tenía a mi disposición un depósito de material de enseñanza, equipé a Siñani con todo aquello que le era menester; recuerdo que hasta se llevó un reloj de pared.
¡Qué tiempos aquellos!
Dicen que todo tiempo pasado fue mejor... Pudiera ser así en lo que a educación boliviana se refiere. La verdad es que, antes del advenimiento del llamado “normalismo”, habían autoridades que, sin títulos rimbombantes ni estudios de especialización, tenían verdadera responsabilidad y previsión, y las escuelas fiscales de provincia, en todo el país, eran dotadas, antes de que se iniciara el año escolar, de todo el material necesario para que pudieran trabajar. Excusado es decir que no me estoy refiriendo a las finalidades mismas que se proponían los gobiernos de entonces. Pero no cabe duda de que el maestro era mejor tratado, más apreciado y más atendido que el maestro de ahora.
Quede, pues, señalado mi encuentro con Avelino Siñani como uno de los antecedentes que contribuyeron decisivamente a encaminarme a la fundación de Warisata.
4.- DANIEL SÁNCHEZ BUSTAMANTE Y SU POLÍTICA INDIGENISTA.
Daniel Sánchez Bustamante fue el galardón de los regímenes liberales del pasado. Intuyó como pocos el problema de la educación del indio y, sin embargo, en la práctica no pudo o no quiso aplicar sus postulados. Limitación frecuente en los educadores que se proponen transformar culturalmente a los pueblos y tropiezan con el cerrado ambiente de los privilegios y los intereses de clase.
En 1919, siendo Ministro de Instrucción, el “maestro de la juventud” dictó su decreto de 21 de febrero, encaminado a dar normas a la educación indigenal. Consta de 57 artículos, de los cuales los dos primeros son los más importantes. Dicen así:
Art. 1ro.- La educación de la raza indígena en Bolivia, se efectuará desde la fecha en tres clases de institutos, sostenidos por el Estado:
a) Escuelas elementales;
b) Escuelas de trabajo;
c) Escuelas Normales Rurales.
A la primera clase corresponderán las escuelas fundadas con el objeto de inculcar en el alumno el idioma castellano, con aptitudes manuales, como preparación de oficios, y las nociones indispensables para la vida civilizada; a la segunda los institutos cuyo objeto es despertar sólidas aptitudes de trabajo y dar al indígena boliviano la capacidad de desenvolverse con éxito en el medio en que vive, constituyéndolo en factor de avance y de riqueza colectivos; y la tercera los institutos cuyo fin es graduar maestros eficientemente preparados para la enseñanza en las escuelas elementales de indígenas.
Art. 2do.- Las escuelas elementales funcionarán en centros de población indígenas (comunidades, caseríos, ayllus, cantones) (subrayado mío, E.P.); serán distribuidas conforme a las partidas del Presupuesto Nacional y puestas siempre bajo la dirección de maestros titulados en escuelas normales.
Las escuetas de trabajo serán constituidas paulatinamente, en los puntos centrales de los distritos más densos de población indígena, sobre la base cardinal de aprovechar y utilizar los elementos naturales característicos de la zona, a fin de situar sobre ellos la subsistencia, la industria y el perfeccionamiento del hijo de la región, en consonancia con la riqueza y el bienestar de Bolivia.
Las escuelas normales rurales serán situadas con proximidad a capitales de provincia, que se presten por sus medios de comunicación y peculiares recursos, al desarrollo de este género de institutos cuyo objeto exclusivo tenderá a preparar individuos capaces de aplicar sus dotes de carácter e inteligencia, al sacerdocio de civilizar al indio.
Como se ve, Sánchez Bustamante enfocaba el asunto con criterio realista y moderno, tratando de hacer de las escuelas indigenales instrumentos de mejoramiento económico nacional.
Por desgracia, Sánchez Bustamante dejó el Ministerio de Educación poco tiempo después, y como es de suponer, nadie volvió a acordarse de su Decreto, el cual quedó sin efecto alguno.
Anotemos al respecto una coincidencia que se presta a reflexiones: en 1921, cuando se gestaba en México la escuela que revalorizaría al indio, se cerraban en Bolivia las pocas escuelas normales rurales que habían venido funcionando. Como hemos dicho, fue el Presidente Saavedra quien dispuso tal medida, y no porque las escuelas tuvieran deficiencias o carecieran de orientación doctrinal; sino porque su clausura correspondía a una definida línea de conducta gubernamental respecto al problema indio.
5.- JESÚS DE MACHACA: LA MASACRE COMO SISTEMA.
En efecto, la actitud de los regímenes políticos del pasado, con las pocas excepciones que hemos mencionado, era uniforme en lo que se refiere a menospreciar los valores culturales, sociales y económicos de la masa campesina; se prefería, en todo caso, una actitud de fuerza como sistema de educación; no se apreciaba al indio: se le temía; no trataba de educárselo: se lo reprimía. Y cuando el indio, colmada su paciencia, se alzaba, entonces se usaba el instrumento preferido: la masacre en gran escala. Los historiadores generalmente soslayan este asunto, y a veces ni lo mencionan, aunque en toda nuestra vida republicana el gran fondo en que se mueve la nacionalidad está salpicado con el rojo resplandor de las sublevaciones y su correspondiente apaciguamiento con la metralla.
A mí se me refirió de primera mano uno de estos casos, quizá el más trágico y violento: el de Jesús de Machaca, ocurrido en 1921. Se me permitirá relatarlo, porque corresponde también a una política gubernamental respecto al indio y es, en su sangrienta evidencia, una prueba de la mentalidad altoperuana que veía en el exterminio de los indios la salvación de la Patria...
Jesús de Machaca era una de las marcas más puramente conservadas del altiplano, a pesar de haberse fundado en su seno un pueblo mestizo que representaba todo el sistema de opresión feudal en contra del indio. En Jesús de Machaca el indio era el paria sin derechos, el esclavo, la “bestia parlante” desprovista de toda condición humana. El látigo y la escopeta eran la ley ante la cual debía inclinar la cerviz y callar, aunque en su fuero interno acumulase cólera en volumen siempre creciente. Corregidores, jueces parroquiales, alcaldes, curas y vecinos, todos se complacían en hacer del indio juguete de escarnio y humillación, y como es lógico, el fundamento de su propio bienestar como “servidores del orden”, en cuya cúspide se hallaban los grandes poderes del Estado.
¿Cuánto tiempo padecieron los indios en silencio? ¿Cuántas veces complotaron para poner en ejecución los proyectos de venganza? ¿Cuántas veces postergaron para mejor oportunidad el estallido de la acción? El indio es paciente y sabe esperar, pero cuando llega su hora, nada lo detiene. Un caso como cualquier otro fue la gota que colmó la copa en Jesús de Machaca: un corregidor había apresado a dos indios, por motivos insignificantes, imponiéndoles una multa que, por elevada, era imposible que pudiera ser cancelada. Pues bien, la autoridad dispuso que, en tanto no se reuniera el monto requerido, los dos presos no recibieran alimento alguno.
Pasaron un día y otros días, ante la tensa expectativa de las indiadas que todavía esperaban un rasgo de piedad. A esto, los opresores celebraron algún acontecimiento familiar con festejos que, como siempre, se prolongaron mucho tiempo en medio de libaciones sin cuento, hasta que todos cayeron en la inconsciencia alcohólica. ¿Cómo podían escuchar, en tales condiciones, los ruegos angustiosos de los parientes de ambas víctimas? Otros días más transcurrieron, y cuando pasada la borrachera y el jolgorio, la autoridad se acordó de los prisioneros, no para verificar el estado de su salud sino para hacer nuevo cobro de la multa, se encontró ante el espectáculo de la agonía y de la muerte de los desdichados.
La pampa se conmovió ante la vibración cruel de la noticia. Los indios deliberaron en silencio, sin que se produjera reclamo alguno ni se implorara justicia. Se reunió la ulaka, el Cabildo, representado por los ancianos de las comunidades, y calladamente, se resolvió hacer justicia por sus propias manos.
El corregidor intuyó lo que había de ocurrirle. El miedo lo arrojó de la aldea y huyó a La Paz, llevando consigo a toda su familia.
Presa tan importante no debía perderse. Había que buscar su retorno al lugar, y para lograrlo, una comisión de indios se constituyó en la capital, llevándole saludos de toda la indiada, con algunos regalos y el encargo especial de que volviese prontamente. El corregidor, engreído como todos los de su laya, creyó en la humillación de sus víctimas y aceptó, aunque con reservas. Transcurrido algún tiempo, una segunda comisión, más numerosa que la anterior, le llevó como presente una kjumunta (cargamento de víveres), reiterándole el petitorio y haciéndole constar el profundo afecto que sentían por su autoridad, a la que extrañaban sinceramente. Ante tales manifestaciones, el corregidor se convenció de que sus temores eran infundados y señaló fecha para su retorno, para que fuera recibido como merecía un individuo de tal calidad. Y así fue.
Tras de lo cual, y sin que nadie lo esperara, una madrugada se escuchó el ulular funerario de los pututus (cuernos de guerra) a cuyo son las doce comunidades de indios atacaron Jesús de Machaca. No hubo defensa posible. Los sublevados incendiaron el pueblo, salvándose únicamente la iglesia y dos viviendas cuyos propietarios dieron el santo y seña, que era “Viva Republicanos”, lo que quería decir que pertenecían al Partido Republicano, cuyo jefe, Bautista Saavedra, era entonces Presidente de la República.
Empero, las víctimas no pasaron de seis o siete. Jesús de Machaca, en aquella época, era un centro del cual ya se había producido el éxodo de su población mestiza, debido a la construcción del ferrocarril Arica-La Paz, que eliminó el comercio entre las poblaciones intermedias; por eso, la mayoría de las viviendas pertenecía a las comunidades indígenas. Se desmiente así la creencia de que los vecinos muertos se contaban por varias decenas. Del cura de la aldea dicen que se salvó por milagro. En cuanto al corregidor, conducido a la trampa de manera tan astuta, pereció en su casa incendiada.
El Presidente Saavedra, sabedor del alzamiento, ordenó la inmediata movilización del Regimiento Abaroa, 1ro. de Caballería, que se hallaba acantonado en Guaqui, a sólo 15 kilómetros del teatro de los sucesos. Este cuerpo, de 1.200 hombres perfectamente armados, acudió sin tardanza, lanzándose al ataque con furia irresistible, iniciando así la represión más salvaje de que se tenga memoria en Bolivia. Los soldados se dedicaron durante varios días a una feroz carnicería, complementada por el pillaje y el saqueo. No se respetó a nadie: en la orgía dantesca sucumbieron mujeres, niños y ancianos. ¿Cuántos campesinos cayeron? Nadie ha podido dar una cifra, ni siquiera aproximada. Los indios que huían eran cazados a lanzada limpia, como fieras... Las comunidades fueron asoladas, despojadas de su ganado y de sus bienes, los sembríos fueron destrozados, las poblaciones incendiadas. El ganado que no pudieron llevarse fue exterminado a bala...
Todo lo que tengo relatado me lo refirieron los mismos indios de Jesús de Machaca, cuando fui a fundar su escuela. Pude darme cuenta, además, del terror y del odio con que se recuerda en toda la región al Presidente Bautista Saavedra, responsable directo de la masacre. ¿Qué habrán dicho esas gentes al saber que tórpidos funcionarios del Ministerio de Educación bautizaron con ese nombre, de sangrientas evocaciones, a la Escuela Normal Rural de Santiago de Huata?
¡Humillantes cosas de nuestra psicología altoperuana!
Quizá por estas mismas paradojas, el Presidente que ordenó la masacre de Jesús de Machaca, fue el mismo abogado que en su juventud, defendiera con hábil alegato a los indios sublevados de Mohoza, en 1898, durante la llamada “revolución federal”. En esa ocasión, los indios habían pasado a degüello a no menos de cien soldados del ejército federal, a quienes se había atraído, con la complicidad del cura y otros vecinos, a una misa en el templo de la población. Los soldados habían asistido desarmados al santo oficio, de acuerdo al expreso y malvado pedido del cura. Y cuando éste alzaba la hostia, señal esperada, los conjurados acometieron, cuchillo en mano, a la indefensa hueste. Sólo uno sobrevivió, oculto en el vigámen que sostenía el techo.
Saavedra, al asumir la defensa de los indios, produjo una notable pieza que sentó jurisprudencia y tuvo mucha resonancia (12 de octubre de 1901); hay que suponer que no lo guiaba ningún sentimiento de solidaridad para con la indiada: debió ser el cálculo político el que lo indujo, a adoptar tal posición. El caso es que en su alegato sostenía el principio jurídico de que los delitos de Mohoza constituían lo que el derecho llama delitos colectivos, según lo cual, y basado en antecedentes étnicos y sociales, dice:
“Creo haber demostrado que la sugestión colectiva produce en el hombre civilizado, y con mucha más razón en el indio aymara, un verdadero delirio mental; por tanto, falta de elemento de la inteligencia.., los delitos colectivos no están sujetos sino a una semirresponsabilidad....”
En otro párrafo de su defensa se expresa de esta manera:
“La hecatombe de Mohoza es un hecho de carácter social; pertenece a esos fenómenos naturales que se producen de una manera casi espontánea. Debe ser considerado sólo como un delito colectivo, para el que la justicia común no establece penas. Se deben combatir estos estallidos como se combaten aquellas turbulencias populares: las huelgas de los obreros, el anarquismo y el socialismo modernos. Se les combate indirectamente, removiendo las causas y evitando las ocasiones. Lo que debemos hacer con la raza indígena, es organizar una colonización civilizadora y humana, sometiéndola a una legislación autóctona, como lo han hecho los ingleses en la India...”
Era, sin duda, una hábil defensa, que atrajo la atención sobre el joven y brillante abogado, el cual comenzó así su carrera política, la que, con el favor de las masas campesinas, culminó con la revolución de 1920.
Pero una vez en el poder, el eminente hombre público, el sociólogo de “El Ayllu”, olvida por completo sus antiguos razonamientos en torno a los delitos colectivos, y cuando las masas indígenas exacerbadas hasta el “delirio mental” se insurreccionan y matan, entonces no halla más respuesta que la metralla para los sublevados... En tal ocasión ya no considera ningún atenuante, ningún antecedente étnico o social: el antiguo defensor del indio se convirtió, por ironía del destino, en su peor verdugo.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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