Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.
Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
Partes anteriores de este libro: 01.
A mediados de 1936, hay otra escena vivificante: hasta entonces, los diversos grupos campesinos de Warisata habían sido enconados rivales. En cada fiesta religiosa se producían batallas y muertes.
Bajo la égida de la escuela, y presididos por Avelino Siñani, los campesinos formaron en dos filas, y ante la emoción que nublaba nuestros ojos, pudimos ver –con Bernabé Ledezma y Raúl Botelho– cómo se abrazaban y finalizaban sus luchas intestinas.
(En 1942, desaparecida toda emoción indigenista, renacieron los odios. Fueron los mismos calumniadores los que incitaron a los indios a pelear. El motivo era bien sencillo: se trataba de eliminar a los campesinos que recordaban y apoyaban a Elizardo Pérez; por cierto que la primera víctima fue Avelino Siñani, el Amauta, fundador de la escuela: contra todos ellos se desfogó la fobia de los malditos, y así se inició una etapa de vergonzosas persecuciones y espionaje: he ahí a lo que llamáis indigenismo, bandidos).
Recuerdo aquellas reuniones de campesinos en el Parlamento Amauta. Llegaban cada lunes y sábado, decenas de indios. El respeto que inspiraba su presencia acallaba un tanto el bullicio de la escuela. Los campesinos no hablaban doblados ni de rodillas: eran los que habían construido Warisata. Estaban en su propio hogar, en el hogar de sus hijos, y no hablaban ante sus verdugos, sino ante sus amigos, los maestros. El Parlamento Amauta controlaba toda la vida social de la región, lejos de jueces, gendarmes y explotadores (un asno indigenista se dio el gustazo de delatamos ante el presidente Quintanilla diciendo que al desconocer la jurisdicción de los corregidores, estábamos violando la Constitución: el infeliz decía “que nos metíamos en lo que no nos importaba”). Quizá muchos lectores puedan atestiguar esto que digo: el Parlamento Amauta era el fruto más notable de la obra de Warisata. Como que en él se reproducía la ancestral organización de la “ulaka”, el gobierno propio de la comunidad. Los campesinos empezaban a ser los constructores de su propio destino: íbamos más allá del mero intento económico; queríamos que los hombres fueran forjadores de su propia cultura. ¿Y acaso en aquellas reuniones no se atisbaba ya el vigor de una cultura renaciente? ¿Acaso no se estaba reconociendo la eficacia de una actividad solidaria y colectiva?
Porque he dicho que Warisata fue una escuela socialista.
Sí, lo era. Nuestro concepto del trabajo así lo demuestra: el trabajo de todos para el provecho de todos. Los niños de Kindergarten fabricando menudos adobes para el gallinero, estaban practicando una doctrina socialista: de cada uno según su capacidad. Y en el Internado se aplicaba la segunda premisa: el que no trabaja no tiene derecho a participar del beneficio colectivo.
Los niños de los cursos elementales haciendo la limpieza de un hogar campesino, estaban cumpliendo una finalidad social: la transformación del ambiente; lo mismo los niños de la sección profesional que controlaban el préstamo de sementales porcinos y lanares para mejorar el ganado de la región.
La Cooperativa enseñando a suprimir a los intermediarios y acaparadores cumplía su función en lo económico. Las ferias semanales organizadas por la escuela, junto con revelar un crecimiento productivo, tenían un ambiente casi de fiesta colectiva principalmente porque ya no asomaba la torva figura del explotador.
Nuestros talleres imponiendo la tarea de aprovechar los recursos del ambiente para mejorar las condiciones de vida, tenían un carácter eminentemente social. Nuestros campos de cultivo enseñando que la forma fundamental de la economía está en el trabajo agrícola con métodos modernos, representaba la culminación del sistema.
¿Y acaso la cuestión social no era comprendida por lo nativos? Los hijos de campesinos que convertimos en maestros, no aspiraban a ingresar a la clase superior: se sienten felices de poder luchar por los suyos y permanecer en su medio.
Entiéndase: la organización colectivista brotaba del seno mismo de la tierra, de la actividad misma del campesino. No había aquí agitación demagógica ni preparación para el bandidaje.
Warisata era la Escuela del Trabajo; pero no el trabajo como una caricatura de la realidad, sino el trabajo mismo, productivo, social por excelencia, motor de la comunidad. Estábamos un siglo más adelante que la “Escuela Boliviana”. Y quizá por eso, los inmensamente ridículos pedagogos que nos arrojaron, os figuráis, lectores, lo que fueron a pedir a Warisata? Pues bien: no fueron a comprobar cómo trabajábamos: ¡fueron a escandalizarse porque nuestros niños no subrayaban con tinta roja el margen de sus cuadernos!
¡Warisata mía!
No, no era una simple escuela. En muchos años no se podrá encontrar una conjunción tal de energía y calidad como la que se produjo en ella. Raúl Botelho es testigo de lo que digo. Quizá el lector no lo sabe: el joven y brillante escritor fue maestro de Warisata. Ahí bebió su emoción indigenista. Y conoció el rudo contacto de las herramientas. En varias obras warisateñas quedó el recuerdo de sus manos.
¿Y acaso él fue la excepción? También fue maestro el gran tallador y pintor Fausto Aoiz, tan fornido de cuerpo como delicado de espíritu. El poeta peruano Luis García fue compañero nuestro. No hace días publicó su primer libro de versos en Buenos Aires. Ya sabemos lo de Antonio Gonzáles Bravo y Alejandro Mario Illanes, titánicos ejemplos del arte boliviano, el uno en la música, el otro en la pintura, ambos ejerciendo el papel de profesores de indios con la humildad y llaneza que sólo se da en los espíritus superiores. Y puedo citar asimismo a Manuel Fuentes Lira, en su tiempo también un ejemplo de la Warisata redentora, creador de la talla directa en Bolivia.
Junto a ellos, hombres forjados en la recia escuela de Elizardo Pérez, jóvenes que adquirían la mística del trabajo y se hacían verdaderos héroes: el mecánico José de la Riva, el más admirable, de increíble capacidad de inventiva; el chofer David García, infatigable y desprendido; el carpintero Luis Cano, tan idealista como práctico. Muchachos como Anacleto Zeballos y Félix Zavaleta, caídos en la tarea... Profesoras como Gregoria de Ibáñez, cuya sabiduría para la enseñanza de la lectura iba pareja con una actitud maternal hacia todos; estudiantes como Carlos Álvarez, David Asturizaga, Arturo Jiménez, Raúl Taboada... Y el último, el caso quizá más grande, el de Carlos Garibaldi, que contratado como jefe del taller de alfombras, se convirtió en uno de los grandes pioneros de la educación campesina, uno de los pocos que siguió manteniendo el espíritu de Warisata después de su destrucción.
Núcleo de trabajadores que, empero, no hubiera podido realizar su obra si paralelamente, no hubiera habido en el seno mismo del “ayllu” de Warisata otro núcleo dotado de las mismas o superiores virtudes: indios como Avelino Siñani, Mariano Huanca, Marcelino Ramos... decenas de ellos, tan fuertes, tan ponderados, tan gentiles, que su compañía era para nosotros una permanente lección sobre las cualidades del indio boliviano. Y entre los alumnos, igual actitud, igual sentido de responsabilidad, de hermandad, como en Nicolás Ramos, Patricio Miranda, Luis Pajarito, Pascual Mamani... En las muchachas, similar encanto vital, sin complejos ni cursilerías, como en la dulce Tomasita, con las cualidades de líder de Avelino, su padre; o en Antonia, Maclovia, Fabiana, valerosas, sufridas como nadie...
¿En qué otra parte de la patria se ha llegado a polarizar tanta energía creadora, tanta emoción indigenista?
Warisata: Pakarina del Nuevo Indio, la bautizó uno de sus maestros.
Y eso bien lo sabían José Antonio Encinas, ex-Rector de San Marcos, que fue maestro de Warisata por treinta días. Y Jael Oropeza, una de las grandes poetisas bolivianas, que lo fue también varios meses,
No en cualquier escuela las canciones las hacen sus mismos maestros. Pues bueno será saberlo: Eufrasio Ibáñez no le iba en zaga a Gonzáles Bravo en cuanto a sentir tal emoción, y Sofía de Pérez tiene también sus bellas traducciones aymaras. Que conste que no se trata de los lamentables lloriqueos indianistas a que nos tienen acostumbrados tantos literatos...
No en cualquier escuela los mismos alumnos hacen canciones. Y ahí está Máximo Wañuyco, poeta aymara, autor de “La Pastorita”, “Illampu” y diez más. Y junto a él, Pedro Miranda, que dice: ¿Por qué sólo Wañuyco ha de hacer versos? yo también puedo hacerlos... (Tengo la prueba: poesías de su puño y letra, en su balbuceante lenguaje castellano). No en cualquier escuela los mismos alumnos hacen periodismo; tened en cuenta que se trata de indios. Y ahí está Eusebio Karlo, que redacta en el Boletín de Warisata. Y ahí está Juan Añawaya, que escribe la “Historia de la Escuela de Turrini". ¿Puede usted comprender, lector, lo que representa para la cultura un escritor indio, que sale de la gleba explotada y empieza a opinar sobre su destino? ¿Puede usted comprender la suma de perseverancia y abnegación que ha costado llegar al corazón mismo de la raza, para producir ejemplos tan bellos?
Los vándalos que asaltaron Warisata no lo podrán comprender nunca. Nunca surgirá un poeta en las aulas que ellos invaden.
Figuraos: como prueba de nuestro fracaso, nos pedían una lista de indios incorporados a la nacionalidad. ¡Como si el despertar de la raza se pudiera medir en términos de contabilidad!
Ya estamos a fines de 1937. Warisata tenía que morir algún día. Y por eso sentíamos la urgencia de ganar tiempo al tiempo. De Llica, Talina, Caiza, Caquiaviri y Jesús de Machaca llegaron niños indios para nuestro Internado. Quizá algún día volverían a su terruño llevando el ejemplo de nuestra vida heroica. Y Warisata crecía con ese concurso múltiple: muchas construcciones fueron hechas con el sudor de gentes venidas de remotos confines; en Warisata se estaba formando la médula del porvenir de Bolivia. ¿Acaso Bolivia no es un pueblo indio? ¿Acaso cuando el indio resurja no será Bolivia misma que resurge? Pues bien, es cierto que Warisata no fue una simple escuela: fue un punto de partida, casi la liquidación de un pasado vergonzoso y la iniciación de un porvenir cimentado en el trabajo y la justicia.
Por eso se polarizaban en Warisata multitud de fuerzas, multitud de planes. Mientras se pudiera, tenía que ser la Atenas india, faro perdurable que irradiaría su mensaje aún después de su ya pronosticada destrucción. Para lograrlo, para dar mayor amplitud a la Escuela del Trabajo, empezamos a construir el Pabellón México, para el cual el General Cárdenas había ofrecido enviar la dotación de talleres. Con el tiempo, habría de ser formidable palacio a medio hacer (la catástrofe nos sorprendió sin haber concluido la obra).
Para los gusanos que no pueden comprender la actividad de las hormigas, el Pabellón México representa un gasto inútil. Les espanta la grandeza de aquello que acometimos. Pero es que nosotros sabíamos que las obras del Inkario y del Coloniaje, si subsisten, es por su grandeza y por su empuje. Su resistencia de siglos es prueba del genio que las levantó. El genio de Warisata se empapó en sus edificios, grandes como nuestros anhelos. ¡Resistirán muchos años, estad seguros! Los parásitos han hecho cuanto han podido para derribar el Pabellón México. Quién sabe si lo convertirán en una ruina: pero sus muros gallardos de tres pisos, están firmemente empotrados en la Altipampa (últimamente, supe que han empezado a quitarle las vigas, para utilizarlas como combustible en la cocina. Recuerdo con lágrimas una escena de 1935: en plena cordillera, hacia el lado de Sorata, el camión de la escuela repta trabajosamente en medio de una terrible tempestad de nieve; lo conduce el chofer David García. A su lado está Elizardo Pérez. El vehículo se planta en medio camino. Pérez y su chofer empiezan a descargar el carro, totalmente solos. Salvado el obstáculo, la carga se sube nuevamente al camión. Pero otra vez se enfanga. Cinco horas después, una comisión de salvamento encuentra a dos hombres a punto de morir de frío: Pérez y García son dos témpanos. La carga era de vigas para el Pabellón México).
¡Ah, Warisata mía!
Noviembre de 1937. El Presidente (Lázaro) Cárdenas ofrece seis becas para maestros indigenistas. Las influencias se mueven, y el resultado es que sólo va un maestro indigenista. Los demás son enemigos mortales de Warisata (usted sabe que lo exceptúo, Leónidas Calvimontes). En México la actuación de la Misión fue desgraciadísima. Un hecho sugestivo: el jefe de la delegación, Rafael Reyeros, llevaba una película de Warisata, tomada por el Embajador de México, con el encargo expreso de hacer conocer objetivamente lo que era nuestra escuela; pues bien, la película no se exhibió ni una sola vez. ¡A tal punto llegaba el odio!
Al visitar las grandes escuelas mexicanas, construidas por el Gobierno de la Revolución y montadas con todos los adelantos modernos, no podía pensar sin tristeza, aunque con cierto amargo orgullo, en el sobrehumano esfuerzo que nos había costado edificar Warisata. Pero una cosa saqué en limpio: el espíritu de Warisata no tenía nada que envidiar a la mejor obra mexicana. Los adobes de mi escuela, fabricados con sangre, tenían más mérito que los mármoles que pisábamos en los palacios educacionales aztecas. La organización de nuestra escuela era superior a la de cualquier otra institución mexicana. Esto que digo no es invento mío: lo afirmó Franck Tannembaum, por entonces consejero del General Cárdenas, y que nos vio luchar y sufrir en Warisata.
Fui a México pensando en la miseria de mi pobre Warisata. Regresé a Bolivia sin haber hallado, en parte alguna, una escuela tan rica en vitalidad, tan llena de caudaloso coraje y tan maravillosamente organizada.
Llega 1939, año crítico. La reacción despliega sus banderas para atacarnos. En primera fila están los que viajaron con dinero de Educación Indigenal. Empieza entonces la época más dura y cruel. Una incesante campaña de prensa alimentaba odio contra nuestra obra.
Se nos acusaba, entre otras cosas, de la despoblación del campo.
Pues bien, es cierto que ya por entonces se presentaba tal fenómeno en el país. Pero es que las condiciones de producción feudales impiden al campesinado poder bastarse con los frutos de su tierra. El campesino tiene que ir a buscar trabajo en la ciudad. De suerte que la despoblación se producía, pero en Warisata menos que en parte alguna. Este era un fenómeno económico que sólo la imbecilidad de nuestros adversarios podía atribuir a la Escuela.
Acusaban a la escuela de “racista”. A su turno, nuestros enemigos desplegaron a todo trapo una campaña “antirracista” para realizar la “mestización” de Bolivia. ¿Pero cómo puede haber prédica antirracista, si los términos de “indio”, “mestizo” y “blanco” no representan grupos étnicos, sino categorías sociales? Ya que la economía del indio es inferior, distinta, a la del blanco y mestizo, sin considerar para nada el color de su piel o la sangre que circula en sus arterias. La negación simple y obstinada de estos términos, proviene de una interesada actitud de clase, pues decir que no existe diferencia alguna entre blancos, mestizos e indios, es justificar la situación de esclavitud de estos últimos. El “antirracismo” prueba precisamente el racismo de quienes lo predican, ya que, sin cambiar prácticamente en forma alguna la situación de las “razas" que pretende mestizar, en el fondo es un intento de estacionar nuestros actuales e injustos sistemas económicos, que devienen en un verdadero sistema de privilegios clasistas. ¡En los pedagogos antirracistas hay una manifiesta complicidad con terratenientes y gamonales!
Nuestros enemigos se burlaban de lo que llamábamos “tendencia terrígena”, pues para su ignorante criterio, la escuela debía ser simplemente alfabetizadora. No podían comprender que esa tendencia brotaba de lo profundo del espíritu indio, de sus tradiciones sociales, de sus instituciones seculares. ¿No era acaso el Parlamento Amauta, como ya se ha dicho, el Consejo de la Ulaka? En el Inkario, cada jatha enviaba su delegado al Consejo; eso ni más ni menos, se hacía en Warisata (cuando nos expulsaron, lo primero que hicieron los enemigos fue suprimir el Parlamento Amauta, conscientes de que aquí se iniciaba la verdadera rebelión india).
¿No era, la organización del Núcleo, con su escuela central y sus escuelas elementales, una reproducción de la marca ancestral? La marca era la unión de las jathas, y constituía unidad política, económica y social. Geográficamente, era la base del sistema inkaico. Eso, ni más ni menos, era el Núcleo Escolar Campesino.
¿No era, la colaboración de los indios, una reviviscencia del ayni y de la minkca? Con el ayni todas las familias levantaban la casa del reciente matrimonio; con la minkca todos los campesinos de la marca atendían los trabajos que demandaban grande esfuerzo y vasta proyección. En Warisata, los indios venían a trabajar en esa forma colectiva para ayudar a la Taika, o sea a la Escuela Madre, y ese cooperativismo brotaba de la entraña misma de la tierra, como la herencia de siglos de trabajo. En realidad, nada habíamos inventado. La denominación que yo pongo, de “escuela socialista”, puede inducir a una falsa apreciación de Warisata; lo cierto es que esa organización ya existía, y no hicimos más que actualizarla y revelarla.
Nos acusaban de que no nos sujetábamos a regla pedagógica alguna. Y bien: nuestra visión porvenirista había barrido con todos los tabúes de la educación boliviana, sea en horarios, exámenes, vacaciones, disciplina, jerarquías docentes, gobierno de la escuela, etc. En los planes que formulaban, decían: hay que preparar al niño “para la vida”. ¿Os figuráis? Para la vida, es decir, para las formas sociales del presente, para acomodar al indio, para encajarlo de la mejor manera posible en la sociedad feudal que lo esclaviza y humilla. Ciertamente, no queríamos tal cosa, por más que con eso faltáramos el respeto a su fosilizada pedagogía.
Y así en todo. Cuantas veces escribieron contra Warisata, se les contestó y refutó. Hubo un desafío: los creadores de Educación Indigenal retaron a una polémica pública a nuestros antagonistas (no era, por otra parte, la primera vez). Aceptado el reto, la polémica fracasó: nuestros adversarios no asistieron.
Elizardo Pérez empieza a ver el derrumbamiento de su obra. El ambiente preñado de amenazas indicaba que la tormenta estaba próxima. La fatiga se muestra en el rostro del esforzado maestro. ¿Para esto tuvo que recorrer el país de confín a confín, fundando sus escuelas indigenales? ¿Para esto puso en peligro su vida en las selvas del Beni, donde anduvo enfermo y solitario? ¿Para esto anduvo en los llanos de Santa Cruz, las junglas del Chapare, los yermos de Llica, las florestas de Moré, los valles de Tarija?
El morbo ya se había enquistado en nuestra misma escuela: cierto día descubrimos que un maestro era agente secreto de la Policía; el miserable era un enviado de los miserables.
La dureza de la lucha hacía desertar a muchos. La inutilidad de nuestra batalla no era lo mejor para nuestros nervios. ¡Cuántas veces escribí artículos donde los duros epítetos salen una y otra vez! Empezamos a sentir la amargura de la derrota. ¡Pero no! Aún trabajábamos inmunes al desaliento: los maestros mexicanos que llegaron ese año, se marcharon a su patria asombrados “por la prodigiosa actividad de Warisata” (textual) (Adolfo Velasco, “La Escuela Indigenal de Warisata, Bolivia”, México, 1940).
Aquí un paréntesis: Elizardo se marchó a México, invitado por Lázaro Cárdenas, a ver si, mediante el futuro Congreso Indigenista, podía defenderse la obra en escala continental. Para entonces, Warisata había despertado tantos enconos, tenía tantos enemigos, que no era difícil adivinar desastre que se venía encima.
La tormenta cayó sobre los hombros de Raúl Pérez quien, solo, resistió varios meses todos los ataques, afrontando con suprema energía a todo el régimen reaccionario de Quintanilla. Tenía encima a ministros, Consejo Nacional de Educación, Contraloría, subprefectos, intendentes, corregidores, prensa derechista. Sólo en “La Calle” nos defendieron (gran parte de nuestra lucha está en sus páginas: nuestra gratitud para Armando Arce, Nazario Pardo Valle y Gamaliel Churata). En Warisata, la insolencia gamonalista llegaba al máximo grado. Las exacciones y emboscadas menudeaban.
Aquí una escena de octubre: Alfonso Gutiérrez y un compañero, maestros de la Escuela Seccional de Patapatani, son perseguidos a balazos por enemigos de Warisata. En la oscuridad, caen a un precipicio de sesenta metros de profundidad. Sus cuerpos destrozados eran el símbolo de nuestra próxima destrucción.
¡Quién sabía, aquí en La Paz, de nuestro drama! ¡Quién podía figurarse la congoja que nos oprimía, viendo que nuestra obra iba a ser sorbida por la ambición desenfrenada de nuestros adversarios y luego demolida!
Llega 1940. El 12 de enero, un decreto de Quintanilla nos entrega en manos de Vicente Donoso Tórrez (el Estado feudal burgués cumplía su cometido: no podía tolerar por más tiempo que sus escuelas indigenales no estuvieran controladas por su máximo lacayo).
Empieza entonces la liquidación de Warisata, en manos de una comisión “investigadora” en la que nuestros enemigos eran jueces y parte. Lo primero que se hace es reducir nuestro presupuesto. Se nos quita maestros, se suprimen talleres, se niega fondos para construcciones, se rebaja haberes, no se envía ni una tiza, ni un cuaderno. Se hace cuanto se puede para destruir las escuelas privándolas de todo medio de desarrollo. Y entonces se envía a “investigar”.
¿Qué encuentra la comisión? Escuelas puestas de cabeza y anonadadas. Maestros que enmudecen de cólera o responden en forma violenta. Mas la vitalidad de Warisata es tal, que no obstante el desbarajuste económico que nos causó el Consejo Nacional de Educación, la comisión no encuentra nada que criticar. Estábamos en realidad, acostumbrados a las mezquindades del Estado; sus aportes fueron siempre menores al esfuerzo que realizábamos; por eso la Comisión recurrió a otros medios para sembrar el caos: la calumnia, la intriga, la delación, el soborno, el rumor solapado, la destitución inmotivada, la infiltración, la intimidación.., todo. Y como a pesar de ello, no encuentran una base real para acusarnos, alzan el grito al cielo porque nuestros niños no pueden repetir el apellido del señor Donoso y lo pronuncian siempre “Tunuso”. Chillan porque no hay horario (tal cosa la habíamos desterrado hacía muchos años). ¿Dónde estaban los recibos de la despensa? No había recibos, pero la despensa estaba llena hasta el techo. (Más tarde, cuando se apoderaron de Warisata, sí que había recibos, pero la despensa estaba vacía).
Y cosas por el estilo. La maldad y cinismo con que se llevó adelante la investigación, fueron la característica del más innoble complot que se ha cometido contra la indefensa entraña del pueblo boliviano.
Otra vez tengo que dejar Warisata: la escuela de Caiza, en Potosí, nobilísima creación de Raúl Pérez, había caído en manos de traidores. Era preciso luchar hasta lo último y por eso se me envió a defenderla. Fueron cinco meses de incesante campaña. También me llegó la célebre “Comisión”. Previamente, ya se sabe, habían pulverizado el presupuesto. Nuestra escuela se moría materialmente de hambre (ya los traidores habíanla saqueado en gran parte), los talleres sin un trozo de madera, el botiquín sin una droga, las aulas sin un lápiz, el internado desprovisto de todo recurso, los albañiles sin sueldo, los campos de cultivo yermos. Pero en nada de eso se fijó la comisión: lo que le interesaba era el horario, los cuadernos con bonito margen, las preparaciones. Un recuerdo pintoresco: cuando llegó la comisión, yo vestía de overol. Los mentecatos informaron que “el Director de Caiza los había recibido vestido de overol”, lo que les había ofendido gravemente.
De tal suerte, la comisión opinó que en Caiza “no había rastro de escuela”. Nuestro sobrehumano esfuerzo para sobrevivir les había pasado desapercibido.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
Partes anteriores de este libro: 01.
A mediados de 1936, hay otra escena vivificante: hasta entonces, los diversos grupos campesinos de Warisata habían sido enconados rivales. En cada fiesta religiosa se producían batallas y muertes.
Bajo la égida de la escuela, y presididos por Avelino Siñani, los campesinos formaron en dos filas, y ante la emoción que nublaba nuestros ojos, pudimos ver –con Bernabé Ledezma y Raúl Botelho– cómo se abrazaban y finalizaban sus luchas intestinas.
(En 1942, desaparecida toda emoción indigenista, renacieron los odios. Fueron los mismos calumniadores los que incitaron a los indios a pelear. El motivo era bien sencillo: se trataba de eliminar a los campesinos que recordaban y apoyaban a Elizardo Pérez; por cierto que la primera víctima fue Avelino Siñani, el Amauta, fundador de la escuela: contra todos ellos se desfogó la fobia de los malditos, y así se inició una etapa de vergonzosas persecuciones y espionaje: he ahí a lo que llamáis indigenismo, bandidos).
Recuerdo aquellas reuniones de campesinos en el Parlamento Amauta. Llegaban cada lunes y sábado, decenas de indios. El respeto que inspiraba su presencia acallaba un tanto el bullicio de la escuela. Los campesinos no hablaban doblados ni de rodillas: eran los que habían construido Warisata. Estaban en su propio hogar, en el hogar de sus hijos, y no hablaban ante sus verdugos, sino ante sus amigos, los maestros. El Parlamento Amauta controlaba toda la vida social de la región, lejos de jueces, gendarmes y explotadores (un asno indigenista se dio el gustazo de delatamos ante el presidente Quintanilla diciendo que al desconocer la jurisdicción de los corregidores, estábamos violando la Constitución: el infeliz decía “que nos metíamos en lo que no nos importaba”). Quizá muchos lectores puedan atestiguar esto que digo: el Parlamento Amauta era el fruto más notable de la obra de Warisata. Como que en él se reproducía la ancestral organización de la “ulaka”, el gobierno propio de la comunidad. Los campesinos empezaban a ser los constructores de su propio destino: íbamos más allá del mero intento económico; queríamos que los hombres fueran forjadores de su propia cultura. ¿Y acaso en aquellas reuniones no se atisbaba ya el vigor de una cultura renaciente? ¿Acaso no se estaba reconociendo la eficacia de una actividad solidaria y colectiva?
Porque he dicho que Warisata fue una escuela socialista.
Sí, lo era. Nuestro concepto del trabajo así lo demuestra: el trabajo de todos para el provecho de todos. Los niños de Kindergarten fabricando menudos adobes para el gallinero, estaban practicando una doctrina socialista: de cada uno según su capacidad. Y en el Internado se aplicaba la segunda premisa: el que no trabaja no tiene derecho a participar del beneficio colectivo.
Los niños de los cursos elementales haciendo la limpieza de un hogar campesino, estaban cumpliendo una finalidad social: la transformación del ambiente; lo mismo los niños de la sección profesional que controlaban el préstamo de sementales porcinos y lanares para mejorar el ganado de la región.
La Cooperativa enseñando a suprimir a los intermediarios y acaparadores cumplía su función en lo económico. Las ferias semanales organizadas por la escuela, junto con revelar un crecimiento productivo, tenían un ambiente casi de fiesta colectiva principalmente porque ya no asomaba la torva figura del explotador.
Nuestros talleres imponiendo la tarea de aprovechar los recursos del ambiente para mejorar las condiciones de vida, tenían un carácter eminentemente social. Nuestros campos de cultivo enseñando que la forma fundamental de la economía está en el trabajo agrícola con métodos modernos, representaba la culminación del sistema.
¿Y acaso la cuestión social no era comprendida por lo nativos? Los hijos de campesinos que convertimos en maestros, no aspiraban a ingresar a la clase superior: se sienten felices de poder luchar por los suyos y permanecer en su medio.
Entiéndase: la organización colectivista brotaba del seno mismo de la tierra, de la actividad misma del campesino. No había aquí agitación demagógica ni preparación para el bandidaje.
Warisata era la Escuela del Trabajo; pero no el trabajo como una caricatura de la realidad, sino el trabajo mismo, productivo, social por excelencia, motor de la comunidad. Estábamos un siglo más adelante que la “Escuela Boliviana”. Y quizá por eso, los inmensamente ridículos pedagogos que nos arrojaron, os figuráis, lectores, lo que fueron a pedir a Warisata? Pues bien: no fueron a comprobar cómo trabajábamos: ¡fueron a escandalizarse porque nuestros niños no subrayaban con tinta roja el margen de sus cuadernos!
¡Warisata mía!
No, no era una simple escuela. En muchos años no se podrá encontrar una conjunción tal de energía y calidad como la que se produjo en ella. Raúl Botelho es testigo de lo que digo. Quizá el lector no lo sabe: el joven y brillante escritor fue maestro de Warisata. Ahí bebió su emoción indigenista. Y conoció el rudo contacto de las herramientas. En varias obras warisateñas quedó el recuerdo de sus manos.
¿Y acaso él fue la excepción? También fue maestro el gran tallador y pintor Fausto Aoiz, tan fornido de cuerpo como delicado de espíritu. El poeta peruano Luis García fue compañero nuestro. No hace días publicó su primer libro de versos en Buenos Aires. Ya sabemos lo de Antonio Gonzáles Bravo y Alejandro Mario Illanes, titánicos ejemplos del arte boliviano, el uno en la música, el otro en la pintura, ambos ejerciendo el papel de profesores de indios con la humildad y llaneza que sólo se da en los espíritus superiores. Y puedo citar asimismo a Manuel Fuentes Lira, en su tiempo también un ejemplo de la Warisata redentora, creador de la talla directa en Bolivia.
Junto a ellos, hombres forjados en la recia escuela de Elizardo Pérez, jóvenes que adquirían la mística del trabajo y se hacían verdaderos héroes: el mecánico José de la Riva, el más admirable, de increíble capacidad de inventiva; el chofer David García, infatigable y desprendido; el carpintero Luis Cano, tan idealista como práctico. Muchachos como Anacleto Zeballos y Félix Zavaleta, caídos en la tarea... Profesoras como Gregoria de Ibáñez, cuya sabiduría para la enseñanza de la lectura iba pareja con una actitud maternal hacia todos; estudiantes como Carlos Álvarez, David Asturizaga, Arturo Jiménez, Raúl Taboada... Y el último, el caso quizá más grande, el de Carlos Garibaldi, que contratado como jefe del taller de alfombras, se convirtió en uno de los grandes pioneros de la educación campesina, uno de los pocos que siguió manteniendo el espíritu de Warisata después de su destrucción.
Núcleo de trabajadores que, empero, no hubiera podido realizar su obra si paralelamente, no hubiera habido en el seno mismo del “ayllu” de Warisata otro núcleo dotado de las mismas o superiores virtudes: indios como Avelino Siñani, Mariano Huanca, Marcelino Ramos... decenas de ellos, tan fuertes, tan ponderados, tan gentiles, que su compañía era para nosotros una permanente lección sobre las cualidades del indio boliviano. Y entre los alumnos, igual actitud, igual sentido de responsabilidad, de hermandad, como en Nicolás Ramos, Patricio Miranda, Luis Pajarito, Pascual Mamani... En las muchachas, similar encanto vital, sin complejos ni cursilerías, como en la dulce Tomasita, con las cualidades de líder de Avelino, su padre; o en Antonia, Maclovia, Fabiana, valerosas, sufridas como nadie...
¿En qué otra parte de la patria se ha llegado a polarizar tanta energía creadora, tanta emoción indigenista?
Warisata: Pakarina del Nuevo Indio, la bautizó uno de sus maestros.
Y eso bien lo sabían José Antonio Encinas, ex-Rector de San Marcos, que fue maestro de Warisata por treinta días. Y Jael Oropeza, una de las grandes poetisas bolivianas, que lo fue también varios meses,
No en cualquier escuela las canciones las hacen sus mismos maestros. Pues bueno será saberlo: Eufrasio Ibáñez no le iba en zaga a Gonzáles Bravo en cuanto a sentir tal emoción, y Sofía de Pérez tiene también sus bellas traducciones aymaras. Que conste que no se trata de los lamentables lloriqueos indianistas a que nos tienen acostumbrados tantos literatos...
No en cualquier escuela los mismos alumnos hacen canciones. Y ahí está Máximo Wañuyco, poeta aymara, autor de “La Pastorita”, “Illampu” y diez más. Y junto a él, Pedro Miranda, que dice: ¿Por qué sólo Wañuyco ha de hacer versos? yo también puedo hacerlos... (Tengo la prueba: poesías de su puño y letra, en su balbuceante lenguaje castellano). No en cualquier escuela los mismos alumnos hacen periodismo; tened en cuenta que se trata de indios. Y ahí está Eusebio Karlo, que redacta en el Boletín de Warisata. Y ahí está Juan Añawaya, que escribe la “Historia de la Escuela de Turrini". ¿Puede usted comprender, lector, lo que representa para la cultura un escritor indio, que sale de la gleba explotada y empieza a opinar sobre su destino? ¿Puede usted comprender la suma de perseverancia y abnegación que ha costado llegar al corazón mismo de la raza, para producir ejemplos tan bellos?
Los vándalos que asaltaron Warisata no lo podrán comprender nunca. Nunca surgirá un poeta en las aulas que ellos invaden.
Figuraos: como prueba de nuestro fracaso, nos pedían una lista de indios incorporados a la nacionalidad. ¡Como si el despertar de la raza se pudiera medir en términos de contabilidad!
Ya estamos a fines de 1937. Warisata tenía que morir algún día. Y por eso sentíamos la urgencia de ganar tiempo al tiempo. De Llica, Talina, Caiza, Caquiaviri y Jesús de Machaca llegaron niños indios para nuestro Internado. Quizá algún día volverían a su terruño llevando el ejemplo de nuestra vida heroica. Y Warisata crecía con ese concurso múltiple: muchas construcciones fueron hechas con el sudor de gentes venidas de remotos confines; en Warisata se estaba formando la médula del porvenir de Bolivia. ¿Acaso Bolivia no es un pueblo indio? ¿Acaso cuando el indio resurja no será Bolivia misma que resurge? Pues bien, es cierto que Warisata no fue una simple escuela: fue un punto de partida, casi la liquidación de un pasado vergonzoso y la iniciación de un porvenir cimentado en el trabajo y la justicia.
Por eso se polarizaban en Warisata multitud de fuerzas, multitud de planes. Mientras se pudiera, tenía que ser la Atenas india, faro perdurable que irradiaría su mensaje aún después de su ya pronosticada destrucción. Para lograrlo, para dar mayor amplitud a la Escuela del Trabajo, empezamos a construir el Pabellón México, para el cual el General Cárdenas había ofrecido enviar la dotación de talleres. Con el tiempo, habría de ser formidable palacio a medio hacer (la catástrofe nos sorprendió sin haber concluido la obra).
Para los gusanos que no pueden comprender la actividad de las hormigas, el Pabellón México representa un gasto inútil. Les espanta la grandeza de aquello que acometimos. Pero es que nosotros sabíamos que las obras del Inkario y del Coloniaje, si subsisten, es por su grandeza y por su empuje. Su resistencia de siglos es prueba del genio que las levantó. El genio de Warisata se empapó en sus edificios, grandes como nuestros anhelos. ¡Resistirán muchos años, estad seguros! Los parásitos han hecho cuanto han podido para derribar el Pabellón México. Quién sabe si lo convertirán en una ruina: pero sus muros gallardos de tres pisos, están firmemente empotrados en la Altipampa (últimamente, supe que han empezado a quitarle las vigas, para utilizarlas como combustible en la cocina. Recuerdo con lágrimas una escena de 1935: en plena cordillera, hacia el lado de Sorata, el camión de la escuela repta trabajosamente en medio de una terrible tempestad de nieve; lo conduce el chofer David García. A su lado está Elizardo Pérez. El vehículo se planta en medio camino. Pérez y su chofer empiezan a descargar el carro, totalmente solos. Salvado el obstáculo, la carga se sube nuevamente al camión. Pero otra vez se enfanga. Cinco horas después, una comisión de salvamento encuentra a dos hombres a punto de morir de frío: Pérez y García son dos témpanos. La carga era de vigas para el Pabellón México).
¡Ah, Warisata mía!
Noviembre de 1937. El Presidente (Lázaro) Cárdenas ofrece seis becas para maestros indigenistas. Las influencias se mueven, y el resultado es que sólo va un maestro indigenista. Los demás son enemigos mortales de Warisata (usted sabe que lo exceptúo, Leónidas Calvimontes). En México la actuación de la Misión fue desgraciadísima. Un hecho sugestivo: el jefe de la delegación, Rafael Reyeros, llevaba una película de Warisata, tomada por el Embajador de México, con el encargo expreso de hacer conocer objetivamente lo que era nuestra escuela; pues bien, la película no se exhibió ni una sola vez. ¡A tal punto llegaba el odio!
Al visitar las grandes escuelas mexicanas, construidas por el Gobierno de la Revolución y montadas con todos los adelantos modernos, no podía pensar sin tristeza, aunque con cierto amargo orgullo, en el sobrehumano esfuerzo que nos había costado edificar Warisata. Pero una cosa saqué en limpio: el espíritu de Warisata no tenía nada que envidiar a la mejor obra mexicana. Los adobes de mi escuela, fabricados con sangre, tenían más mérito que los mármoles que pisábamos en los palacios educacionales aztecas. La organización de nuestra escuela era superior a la de cualquier otra institución mexicana. Esto que digo no es invento mío: lo afirmó Franck Tannembaum, por entonces consejero del General Cárdenas, y que nos vio luchar y sufrir en Warisata.
Fui a México pensando en la miseria de mi pobre Warisata. Regresé a Bolivia sin haber hallado, en parte alguna, una escuela tan rica en vitalidad, tan llena de caudaloso coraje y tan maravillosamente organizada.
Llega 1939, año crítico. La reacción despliega sus banderas para atacarnos. En primera fila están los que viajaron con dinero de Educación Indigenal. Empieza entonces la época más dura y cruel. Una incesante campaña de prensa alimentaba odio contra nuestra obra.
Se nos acusaba, entre otras cosas, de la despoblación del campo.
Pues bien, es cierto que ya por entonces se presentaba tal fenómeno en el país. Pero es que las condiciones de producción feudales impiden al campesinado poder bastarse con los frutos de su tierra. El campesino tiene que ir a buscar trabajo en la ciudad. De suerte que la despoblación se producía, pero en Warisata menos que en parte alguna. Este era un fenómeno económico que sólo la imbecilidad de nuestros adversarios podía atribuir a la Escuela.
Acusaban a la escuela de “racista”. A su turno, nuestros enemigos desplegaron a todo trapo una campaña “antirracista” para realizar la “mestización” de Bolivia. ¿Pero cómo puede haber prédica antirracista, si los términos de “indio”, “mestizo” y “blanco” no representan grupos étnicos, sino categorías sociales? Ya que la economía del indio es inferior, distinta, a la del blanco y mestizo, sin considerar para nada el color de su piel o la sangre que circula en sus arterias. La negación simple y obstinada de estos términos, proviene de una interesada actitud de clase, pues decir que no existe diferencia alguna entre blancos, mestizos e indios, es justificar la situación de esclavitud de estos últimos. El “antirracismo” prueba precisamente el racismo de quienes lo predican, ya que, sin cambiar prácticamente en forma alguna la situación de las “razas" que pretende mestizar, en el fondo es un intento de estacionar nuestros actuales e injustos sistemas económicos, que devienen en un verdadero sistema de privilegios clasistas. ¡En los pedagogos antirracistas hay una manifiesta complicidad con terratenientes y gamonales!
Nuestros enemigos se burlaban de lo que llamábamos “tendencia terrígena”, pues para su ignorante criterio, la escuela debía ser simplemente alfabetizadora. No podían comprender que esa tendencia brotaba de lo profundo del espíritu indio, de sus tradiciones sociales, de sus instituciones seculares. ¿No era acaso el Parlamento Amauta, como ya se ha dicho, el Consejo de la Ulaka? En el Inkario, cada jatha enviaba su delegado al Consejo; eso ni más ni menos, se hacía en Warisata (cuando nos expulsaron, lo primero que hicieron los enemigos fue suprimir el Parlamento Amauta, conscientes de que aquí se iniciaba la verdadera rebelión india).
¿No era, la organización del Núcleo, con su escuela central y sus escuelas elementales, una reproducción de la marca ancestral? La marca era la unión de las jathas, y constituía unidad política, económica y social. Geográficamente, era la base del sistema inkaico. Eso, ni más ni menos, era el Núcleo Escolar Campesino.
¿No era, la colaboración de los indios, una reviviscencia del ayni y de la minkca? Con el ayni todas las familias levantaban la casa del reciente matrimonio; con la minkca todos los campesinos de la marca atendían los trabajos que demandaban grande esfuerzo y vasta proyección. En Warisata, los indios venían a trabajar en esa forma colectiva para ayudar a la Taika, o sea a la Escuela Madre, y ese cooperativismo brotaba de la entraña misma de la tierra, como la herencia de siglos de trabajo. En realidad, nada habíamos inventado. La denominación que yo pongo, de “escuela socialista”, puede inducir a una falsa apreciación de Warisata; lo cierto es que esa organización ya existía, y no hicimos más que actualizarla y revelarla.
Nos acusaban de que no nos sujetábamos a regla pedagógica alguna. Y bien: nuestra visión porvenirista había barrido con todos los tabúes de la educación boliviana, sea en horarios, exámenes, vacaciones, disciplina, jerarquías docentes, gobierno de la escuela, etc. En los planes que formulaban, decían: hay que preparar al niño “para la vida”. ¿Os figuráis? Para la vida, es decir, para las formas sociales del presente, para acomodar al indio, para encajarlo de la mejor manera posible en la sociedad feudal que lo esclaviza y humilla. Ciertamente, no queríamos tal cosa, por más que con eso faltáramos el respeto a su fosilizada pedagogía.
Y así en todo. Cuantas veces escribieron contra Warisata, se les contestó y refutó. Hubo un desafío: los creadores de Educación Indigenal retaron a una polémica pública a nuestros antagonistas (no era, por otra parte, la primera vez). Aceptado el reto, la polémica fracasó: nuestros adversarios no asistieron.
Elizardo Pérez empieza a ver el derrumbamiento de su obra. El ambiente preñado de amenazas indicaba que la tormenta estaba próxima. La fatiga se muestra en el rostro del esforzado maestro. ¿Para esto tuvo que recorrer el país de confín a confín, fundando sus escuelas indigenales? ¿Para esto puso en peligro su vida en las selvas del Beni, donde anduvo enfermo y solitario? ¿Para esto anduvo en los llanos de Santa Cruz, las junglas del Chapare, los yermos de Llica, las florestas de Moré, los valles de Tarija?
El morbo ya se había enquistado en nuestra misma escuela: cierto día descubrimos que un maestro era agente secreto de la Policía; el miserable era un enviado de los miserables.
La dureza de la lucha hacía desertar a muchos. La inutilidad de nuestra batalla no era lo mejor para nuestros nervios. ¡Cuántas veces escribí artículos donde los duros epítetos salen una y otra vez! Empezamos a sentir la amargura de la derrota. ¡Pero no! Aún trabajábamos inmunes al desaliento: los maestros mexicanos que llegaron ese año, se marcharon a su patria asombrados “por la prodigiosa actividad de Warisata” (textual) (Adolfo Velasco, “La Escuela Indigenal de Warisata, Bolivia”, México, 1940).
Aquí un paréntesis: Elizardo se marchó a México, invitado por Lázaro Cárdenas, a ver si, mediante el futuro Congreso Indigenista, podía defenderse la obra en escala continental. Para entonces, Warisata había despertado tantos enconos, tenía tantos enemigos, que no era difícil adivinar desastre que se venía encima.
La tormenta cayó sobre los hombros de Raúl Pérez quien, solo, resistió varios meses todos los ataques, afrontando con suprema energía a todo el régimen reaccionario de Quintanilla. Tenía encima a ministros, Consejo Nacional de Educación, Contraloría, subprefectos, intendentes, corregidores, prensa derechista. Sólo en “La Calle” nos defendieron (gran parte de nuestra lucha está en sus páginas: nuestra gratitud para Armando Arce, Nazario Pardo Valle y Gamaliel Churata). En Warisata, la insolencia gamonalista llegaba al máximo grado. Las exacciones y emboscadas menudeaban.
Aquí una escena de octubre: Alfonso Gutiérrez y un compañero, maestros de la Escuela Seccional de Patapatani, son perseguidos a balazos por enemigos de Warisata. En la oscuridad, caen a un precipicio de sesenta metros de profundidad. Sus cuerpos destrozados eran el símbolo de nuestra próxima destrucción.
¡Quién sabía, aquí en La Paz, de nuestro drama! ¡Quién podía figurarse la congoja que nos oprimía, viendo que nuestra obra iba a ser sorbida por la ambición desenfrenada de nuestros adversarios y luego demolida!
Llega 1940. El 12 de enero, un decreto de Quintanilla nos entrega en manos de Vicente Donoso Tórrez (el Estado feudal burgués cumplía su cometido: no podía tolerar por más tiempo que sus escuelas indigenales no estuvieran controladas por su máximo lacayo).
Empieza entonces la liquidación de Warisata, en manos de una comisión “investigadora” en la que nuestros enemigos eran jueces y parte. Lo primero que se hace es reducir nuestro presupuesto. Se nos quita maestros, se suprimen talleres, se niega fondos para construcciones, se rebaja haberes, no se envía ni una tiza, ni un cuaderno. Se hace cuanto se puede para destruir las escuelas privándolas de todo medio de desarrollo. Y entonces se envía a “investigar”.
¿Qué encuentra la comisión? Escuelas puestas de cabeza y anonadadas. Maestros que enmudecen de cólera o responden en forma violenta. Mas la vitalidad de Warisata es tal, que no obstante el desbarajuste económico que nos causó el Consejo Nacional de Educación, la comisión no encuentra nada que criticar. Estábamos en realidad, acostumbrados a las mezquindades del Estado; sus aportes fueron siempre menores al esfuerzo que realizábamos; por eso la Comisión recurrió a otros medios para sembrar el caos: la calumnia, la intriga, la delación, el soborno, el rumor solapado, la destitución inmotivada, la infiltración, la intimidación.., todo. Y como a pesar de ello, no encuentran una base real para acusarnos, alzan el grito al cielo porque nuestros niños no pueden repetir el apellido del señor Donoso y lo pronuncian siempre “Tunuso”. Chillan porque no hay horario (tal cosa la habíamos desterrado hacía muchos años). ¿Dónde estaban los recibos de la despensa? No había recibos, pero la despensa estaba llena hasta el techo. (Más tarde, cuando se apoderaron de Warisata, sí que había recibos, pero la despensa estaba vacía).
Y cosas por el estilo. La maldad y cinismo con que se llevó adelante la investigación, fueron la característica del más innoble complot que se ha cometido contra la indefensa entraña del pueblo boliviano.
Otra vez tengo que dejar Warisata: la escuela de Caiza, en Potosí, nobilísima creación de Raúl Pérez, había caído en manos de traidores. Era preciso luchar hasta lo último y por eso se me envió a defenderla. Fueron cinco meses de incesante campaña. También me llegó la célebre “Comisión”. Previamente, ya se sabe, habían pulverizado el presupuesto. Nuestra escuela se moría materialmente de hambre (ya los traidores habíanla saqueado en gran parte), los talleres sin un trozo de madera, el botiquín sin una droga, las aulas sin un lápiz, el internado desprovisto de todo recurso, los albañiles sin sueldo, los campos de cultivo yermos. Pero en nada de eso se fijó la comisión: lo que le interesaba era el horario, los cuadernos con bonito margen, las preparaciones. Un recuerdo pintoresco: cuando llegó la comisión, yo vestía de overol. Los mentecatos informaron que “el Director de Caiza los había recibido vestido de overol”, lo que les había ofendido gravemente.
De tal suerte, la comisión opinó que en Caiza “no había rastro de escuela”. Nuestro sobrehumano esfuerzo para sobrevivir les había pasado desapercibido.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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