lunes, 16 de mayo de 2011

Diamantes y caballos

Autor: Marcelo de Urioste.
Fuente: Revista “Perspectiva” – Bolivia.

LA COMUNICACIÓN TEXTIL EN LOS ANDES BOLIVIANOS.
Aunque se han excavado utensilios de hueso que delatan 49 siglos de edad —utilizados antiguamente para urdir redes y trenzar el algodón—, los primeros textiles de camélidos andinos no pasan de los 3.300 años. Los rústicos telares de aquella era creativa son idénticos a los que, hoy en día, otorgan vida a halcones y peces, en las alforjas de ciertos brujos andariegos de Charazani. Los antepasados remotos de estos peritos en hierbas secretas, apreciaron —sin duda— los primeros unkus de Paracas y la rígida geometría (rosada, verde y lila) de la trama imperial tiawanacota. Novecientos años húmedos carcomieron, sin tregua, tapices y túnicas marcadas por el signo escalonado; pero el intenso colorido se mantuvo —vibrante— en las texturas legadas por canchis, lupaqas, canas, kollas y pacajes.

EL TELAR DE MAMA OCLLO.
Los incas no dejaron de aprovechar los nítidos estilos de cada región sometida, para estratificar —incluso textilmente— su imperio teocrático. Decretaron, además, bajo pena de garrote, que la suavidad indócil de la vicuña fuera el distintivo exclusivo de los hijos del Sol. Con esa fibra hermana de la seda, se diseñaron tal vez los primeros Diamantes que simbolizan al Inti, dador de vida.
Los tejidos, entonces, no fueron únicamente baluartes contra el frío: en ellos aleteaban mil símbolos vivientes. En su diseño y color, cristalizaba: el prestigio de curacas y guerreros; la jerarquía de yawaricus y amautas; la emoción de cada nacimiento; el advenimiento de la pubertad; la marca de color que separa a la doncella de la mujer que sabe bien lo que es un hombre; el ciclo —en fin— de la siembra y de la muerte. Los más bellos textiles eran sacrificados frente al lago o en la raíz de las montañas: ellos comunicaban a los dioses los más íntimos anhelos de los ayllus. Otros acompañaron a sus muertos en el peregrinaje hacia lo ignoto. Se han descubierto momias de mujer que sostienen, aún, el huso en el que no ha dejado de embellecer —en más de 30 siglos— el acontecer melancólico del hombre de los Andes.

EL ADVENIMIENTO DE LAS ÁGUILAS BICÉFALAS.
Adolph Cavallo, en su texto “Tapestries of Europe and Colonial Peru...”, ha resaltado la profusión de águilas bicéfalas, en aksus y llicllas. El emblema real de los Habsburgo (al igual que la borbónica flor de Lis) testimonia los 292 años en los que Charcas fue un eslabón vital del imperio español. El proceso cultural, abierto entonces, no concluye con ese posarse de águilas y flores remotas entre cóndores y diamantes de alpaca: a partir de 1533, los tejidos se convirtieron en la resultante más elocuente del mestizaje cultural. Allí empieza a gestarse el arte genuinamente boliviano.
La fusión fue contradictoria y violenta. Recordemos que España acaudillaba tradiciones textiles milenarias, todas ellas signadas por el refinamiento: los paños de Holanda; las sedas nacidas en la China; el delicado diseño legado por los moros de Granada; los chambergos alones y capas de Castilla; la tapicería renacentista napolitana. Su desarrollo manufacturero en el siglo 16 implicaba, además, una ventaja tecnológica apreciable. El entrecruzamiento de estas cosmovisiones textiles tuvo que ser, estéticamente hablando, estremecedor. En efecto, los paños andinos lograban densidades superiores a las de los “kilims” persas; el ingenio y la creatividad de sus artífices competían —como lo hacen aún hoy— con los mejores diseñadores gráficos del mundo. La mezcla inverosímil de colores y el delirio formal, que aún nos puebla el alma de serpientes y pájaros insólitos, no fueron derrotados —sino enriquecidos— por la apertura de los Andes al viento universal.

LOS TEJIDOS TAMBIÉN MUEREN.
Sin embargo, muchas prendas precolombinas (descritas por cronistas como Huamán Poma de Ayala o excavadas recientemente) han dejado de utilizarse. El unku (una túnica simple cosida a los costados) fue reemplazado por pantalones de bayeta, chaquetas cortas y camisas de paño. George Kluber ha demostrado, con respecto al poncho, su origen araucano; la caballería hispana lo adoptó —difundiéndolo— a partir del siglo XVII. El llautu (cinta multicolor que envolvía la cabeza a manera de turbante) dio paso al sombrero de lana prensada y a la montera de cuero. Las capas de piel de murciélago, que según Garcilazo vestían los monarcas, desaparecieron. Otras prendas perduran, en cambio, casi intactas: la chuspa, las llicllas (mantas femeninas), los aksus (túnicas largas), las winchas y los ch’ulus.

LA ELOCUENCIA SILENTE DE LA TRAMA.
Desde el punto de vista comunicacional, importa más la historia de los símbolos textiles. Además de su evidente valor de uso, cada pieza acoge un código capaz de revelarnos estructuras sociales.
La colonia —y en esto actuó en forma idéntica al incario— utilizó la ropa como un distintivo más de estratificación. Los caciques y curacas, que hasta 1780 desempeñaron un estratégico rol intermediario, adoptaron rápidamente modas españolas. El balandrán (poncho largo que cubre brazos y piernas, con canefa ricamente ornamentada) se convirtió en un privilegio más para la élite. En el siglo XVIII, ciertas regiones de Potosí adaptaron el tricornio napoleónico. Esta transculturización se origina en las prohibiciones reales, acordadas a fines del siglo XVI, con respecto al vestuario de los incas (y se consolida —definitivamente— tras la insurrección fallida de Túpac Amaru II). A partir de entonces, la ropa “típica” del campesino boliviano tiene mucho más que ver con el plebeyo español del siglo XVIII) que con su ancestro incaico o tiawanacota.

TEJIDOS Y CASTAS.
Los españoles se reservaron el suave privilegio de ostentar ponchos de vicuña, frecuentemente ornamentados con hilos de seda y plata. Los primeros obrajes, organizados por jesuitas, aprovecharon la sorprendente capacidad del hombre andino para aprender. Introduciendo el telar a pedal (que se utiliza todavía en el área rural) y renovando su técnica, fabricaron al por mayor bayetas y telas destinadas a la Iglesia, a la población urbana y a los refinados condes recién llegados de Europa.
La identidad entre clase social y vestimenta se convierte en arquetípica, cuando la hallamos en el artesanado mestizo urbano. Su aspiración de ascenso social se plasma en el anhelo de imitar la ropa del colonizador. Así aparece el traje de la chola, que combina la manta de Castilla con el siempre británico sombrero de fieltro, en forma de hongo. (Según Thomas Weil, este atuendo fue introducido, a principios del siglo XX, por mercaderes ingleses). Ponchos magnos de plata y de vicuña; blusas de seda y polleras decoradas; aksus y llicllas bordadas a mano; remiendos de bayeta... ¡Las diferencias sociales, penetran en la lana!

EL SIGNIFICADO Y EL SIGNO.
Si el diseño del vestuario nos revela, socialmente, “quién es quien”, el territorio íntimo de la textura desnuda otro mundo apasionante: el universo de la significación. Carl Jung, al investigar las representaciones arquetípicas humanas, descubrió que todo símbolo puede materializarse en un signo cualquiera. De esta manera, los diamantes y caballos de lana dejan de ser tales (para convertirse en metáforas sugerentes, polisemánticas, complejas, de la realidad). Pese a esto, su codificación mecánica (desligada del contexto comunicacional que nutrió su origen) puede reconvertir el signo en una estructura vacía de contenido. El mito se transforma, así, en su detalle ornamental. El proceso es dialéctico, y parece haber acaecido en las comunidades bolivianas del siglo XX. Estas, en su gran mayoría, no acceden a la interpretación de sus imaginativos emblemas gráficos. Algunas los consideran simples modelos enseñados por las madres; otras atribuyen su origen al estilo regional; los más, admiten estar situados ante un idioma familiar, cuyas claves se han perdido en la noche de los siglos.

UN ARTE TESTIMONIAL.
Lo expuesto no impide que los tejidos nos relaten, visualmente, historias jamás narradas. Ellos siguen transparentando esquemas políticos y religiosos; la estructuración clasista de las sociedades incaica, colonial y republicana; la mentalidad totémica, animista y mágica que todavía nos impregna y el dominio tecnológico del entorno. Una mirada alerta descubre, además, la amalgama de símbolos que provienen de mundos que se mezclan: llamas, cóndores, sapos y serpientes —andinas— comparten sus franjas vitales con toros, caballos, águilas y guitarras —europeas—. Por si esto fuera poco, las tejedoras han incorporado a la urdiembre visitantes modernos: aviones, fusiles, tractores y helicópteros. El arte sensible, en vez de adulterarse, se vuelve universal. La resultante es única: los tejidos bolivianos se han convertido en un espejo mítico, de todo lo que acontece en los estratos íntimos de nuestra sensibilidad.

TECNOLOGÍAS APROPIADAS.
La historia del tejido altoperuano accedió a su segunda edad de oro entre 1800 y 1890. Esto se debió, posiblemente, a la declinación relativa de nuestros rubros de exportación (que obstaculizó la importación masiva de paños ingleses, preservando así alguna producción artesanal). La victoria ideológica del libre cambio; la vertebración vial; la incorporación del campesinado a la sociedad capitalista y el proceso de industrialización textil: ¡he aquí los factores que determinaron la agonía inexorable de nuestro Arte Mayor! (Tamara Wasserman y Jonathan Hill afirman que los mejores textiles provienen del siglo que corre entre 1825 y 1925; hoy en día, resulta difícil hallar una pieza con más de cien años de antigüedad).
Los complejos procedimientos de selección de fibras, hilado, teñido, diseño y tejido final, resultan ser ejemplos de aquello que los expertos denominan “tecnologías apropiadas”. El intrincado aprendizaje se efectúa en el seno familiar. Los niños —desde los 2 años— pastorean ovejas y alpacas (aprendiendo luego, a trasquilarlas). Las niñas hilan con husos de juguete. Los varones colaboran en el tratamiento de las hebras y en el ritual de teñirlas. Las madres transmiten a sus hijas los secretos del awanacuna (telar) y les regalan sus primeras winchuñas (utensilio de hueso de llama, para tramar). A veces, se utilizan fundamentos arcaicos como modelos. Toda una infinidad de esquemas, combinaciones, estilos y recursos técnicos, son preservados en la memoria —puesto que las tejedoras son, generalmente, analfabetas—. En la región de Potolo, se han descubierto sakas (o muestras pedagógicas) utilizadas para enseñar a recrear los pájaros vibrantes que caracterizan a la comunidad.
La aventura creativa de tejer (y recordemos que estas artistas no repiten, jamás, la misma pieza) está vinculada al ciclo de la naturaleza. Su hora propicia es el invierno (entre el fin de la cosecha y la próxima siembra). Entre junio y octubre, se contemplan innumerables mujeres —jóvenes y viejas— que ajustan sus telares bajo el sol. A la mujer madura, su habilidad le reportará prestigio; a la muchacha, le multiplicará el número de pretendientes. Gran parte de los tejidos —los más deslumbrantes— se reservan para el día luctuoso; para la ceremonia del amor; para la fiesta del Santo del pueblo —o para abrigar a las tejedoras que viajan, sin retorno, hacia la muerte—.

UN UNIVERSO DE FIBRAS.
La fibra de llama, aceitosa y pesada, es utilizada en la fabricación de costales bicolores y sogas (la de vicuña es, en cambio, sedosa y resistente).La de alpaca, brillante y larga, es la más requerida por su diversidad de tonos naturales. En los últimos 30 años, su costo la ha convertido en un lujo. Los españoles trajeron un material invalorable: la lana de oveja (e incluyeron además hilos de seda, metal y lino). El algodón —originario de América— no se utiliza sólo. Actualmente, fibras sintéticas como el rayón y el orlón, sustituyen a las tradicionales.
La densidad, dureza y trama fina de los tejidos bolivianos se explican por el cuidado de su hilado. Para cardar, se utiliza el karkinchu. Las fibras seleccionadas pasan por varios tipos de husos: la puchka (huso ligero) y el k’anti. El hilo se retuerce varias veces en direcciones contrapuestas: de allí su resistencia y suavidad. Comúnmente, se enroscan las hebras en el sentido del reloj; cuando se hila al revés (lo que en quechua se conoce por “llo’qe”) se accede a un tejido que puede poseer propiedades mágicas, utilizado como un talismán para repeler el mal. En la cekarpayaña (rito aymara para exorcizar espíritus— se procede así, a fin de balancear los dos principios contrapuestos de la naturaleza.

EL IDIOMA DEL COLOR.
Pero la gran conquista de nuestros telares es su escala cromática, estudiada por Louis Guirault. Esta ciencia tiene entre 3.400 y 3.900 años, en lo que a la utilización de sustancias vegetales y minerales se refiere. El arte de teñir andino incluye conocimientos precisos acerca del ciclo de las plantas y del lugar en el que se hallan los distintos materiales; de la forma de aislar los colorantes; de las temperaturas y tiempos de cocción; de las mezclas posibles y del uso de fijadores químicos (como molientes se emplean el sulfato de aluminio, el zumo de limón, la lima y el orín). Wasserman & Hill afirman que los dorados y marrones se extraen del nogal (Junglans Neotropica). Los negros, del carbón vegetal y del hollín. Innumerables rosados brotan del ayrampu (Opuntia Soehrensii); los rojos, del mismo cactus —y de un minúsculo insecto llamado la cochinilla. Los amarillos nacen de la yareta, como los marrones de la urak-awa (un liquen altiplánico). Los violetas emergen de la papa capina (Solanum Tuberosum) y los azules de la hoja de platanillo (Indigo Suffruticosa). El púrpura, finalmente, es el alma de alguna baya silvestre: la Sambucus Nigra. Todos los tonos del sentimiento caben en esta paleta silvestre.

LOS DIALECTOS REGIONALES DEL TEJIDO.
Existen siete zonas principales de producción textil: Charazani, Pacajes, Bolívar, Macha, Calcha, Potolo y Tarabuco. Cada uno de estos epicentros posee un dialecto textil diferente.
CHARAZANI.- Es la patria de los kallawayas, cuya denominación proviene de las voces “q’olla” (medicina) y “wayu” (bolsa). Joseph Bastien ha sugerido que los estratos coloridos de sus ponchos se relacionan con el dominio ejercido sobre distintos pisos ecológicos. El verde representaría, así, al trigo y el maíz vallunos; el rojo evocaría la región de la papa y la cebada; la familia de los marrones, en cambio, estaría vinculada a la escarchada puna. Sus “pallay” (fajas anchas) están atiborradas de motivos zoomorfos naturalistas (en contraposición a la abstracción colorida de sus aksus y llicllas). Allí conviven monos y guirnaldas; peces y lagartos; muchachas y diamantes. El “wajrapallay” (un motivo abstracto de punta arponada) es un elemento clave, vinculado a fuerzas protectoras. Los adivinos utilizan otro símbolo estriado (que significa “Los ojos que saben mirar”) en sus capachos ornados con borlas, cuentas de vidrio, conchas y monedas de plata. Interesa destacar que las winchas son atavíos exclusivos de la mujer de esta región: los motivos ornamentales que ostentan, protegen su fertilidad.
PACAJES.- Toda la región textil que bordea el Lago Titicaca, asume un estilo caracterizado por el uso de franjas monocromas anchas (negras, marrones y grises) separadas por delgados espacios decorados con figuras geométricas. La severidad de los challapatas (ponchos largos) que llevan los jilakatas de la región, nos hablan de su austero hábitat. La vitalidad de todas las formas vivientes de la puna, empero, se trasluce en los cinturones; en ellos, el aymara desencadena toda su inventiva. Los urkus femeninos (camisas de alpaca lustrosa, oscura) son parecidos a los que se usaban en tiempos de Túpac Catari. Llama la atención la tendencia kolla a utilizar colores definidos (verdes, azules púrpuras) en un medio ecológico aparentemente monocromo. Alberto Villalpando sostuvo alguna vez la tesis de que el poderío musical aymara, proviene de la necesidad de ahuyentar el espanto ante el silencio. Posiblemente, el tono encendido de estos textiles anhele controlar el terror de ser tragado por la inmensidad.
BOLÍVAR.- En el noroeste de Potosí, existe un caserío rodeado de montañas inaccesibles. Lleva el nombre del Libertador, porque éste acampó alguna vez en las cercanías. Tintas naturales y esquemas gráficos variados, singularizan a una región enamorada del rosado magenta y del púrpura. Diamantes, triángulos cóndores volando y serpientes, habitan el diseño de esta zona. Dos motivos florales son, empero, propios del contorno: la “lymi-linku” y la “lymi-tika”. Bolívar, un pueblo de cosmovisión ciertamente barroca, está sufriendo mutaciones artísticas importantes a partir de 1940. Actualmente, el uso de anilinas (que ya se adoptaron desde el siglo XIX) se ha generalizado. El espectro tonal se dirige, hoy, hacia una mezcla estridente de marrones, rosados, anaranjados y verdes. Bolívar mantiene, de todas maneras, su estilizado dibujo y el ribete ornamentado con el famoso motivo “ojo de gato”.
MACHA.- Los ornamentos textiles de la región de Chayanta (que desde remotas edades fue patria de guerreros) son siempre geométricos. Sus tejedoras consiguen, frecuentemente, un efecto de mosaico árabe. El colorido sombrío de su vestimenta (en especial, el de sus mujeres, que son las emperatrices del negro) cobra inusual vida por el delicado uso de tonos cálidos: rojos, amarillos, naranjas y dorados. En Macha y sus regiones aledañas, adquiere su máxima intensidad el dramatismo textil andino.
CALCHA.- Lo que en Macha es dramatismo, es en Calcha el deslumbramiento. Las almillas (vestidos largos y negros, de mujer) ostentan bordados exquisitos en las mangas. Los diseños de los aksus son compactos y geométricos. Pero esta región guarda un encanto único: se trata —sin duda— de la capital del poncho. Así tenemos: el “pante-poncho” (que mezcla franjas decoradas, con el famoso “ikat”); el “luto” (poncho negro, cruzado por temblorosas rayas rojas y que tiene la virtud de evocar la presencia de la muerte) y los alegres ponchos multicolores que se denominan “banderas”, —aunque muchos los llaman, simplemente, “bolivianos”. La técnica del “ikat”, que produce unos dibujos en forma de punta de lanza aparentemente húmedos, es muy propia de la región. Los calcheños llevan su indumentaria cruzada sobre el hombro, de suerte tal que la multitud de franjas horizontales vibran frente al viento luminoso.
TARABUCO Y CANDELARIA.- Los tarabuqueños descienden, probablemente, de la enigmática cultura Yampara (que floreciera en la región de Chuquisaca hace 2.900 años). Otros investigadores los relacionan con mitimaes incásicos. Lo cierto es que estamos ante la etnia que más rápidamente españolizó su vestimenta. Lo vemos en la montera de cuero, que imita el casco de los conquistadores; en el sombrero de mujer, tan propio de las campesinas europeas; en el uso de ponchos multicolores, pantalones y camisas —y en su preferencia marcada por el caballo, como principal motivo ornamental—. Son particularmente bellas las chuspas masculinas (y las “incuñas” femeninas), en las que proliferan llamas, banderas, bailarines y toros. La utilización de una urdiembre blanca, de algodón, consigue resaltar nítidamente las imágenes materializadas en lanas rojas y moradas. De esta manera, las tejedoras acceden a la tridimensionalidad en la trama. Aquí también —como en la región de Calcha— se acostumbra llevar un luto riguroso ante lo inevitable. De esta manera, el alegre colorido tarabuqueño (preñado de amarillos, naranjas, rojos y marrones violentos) se transforma en vestimenta negra, ricamente engalanada.
POTOLO.- Al mencionar este nombre, mil pájaros de distintos tamaños y formas aletean —desordenadamente— en nuestra imaginación. Potolo es el delirio de la decoración; su sola presencia rompe con todo lo que en las demás regiones es ornamentación abstracta, formalismo, aspiración hacia la simetría. Hablar de los aksus y llicllas enarbolados por sus artífices, es mencionar el límite de la pintura. Los tejidos de Potolo responden a un esquema básico muy simple: las franjas superior e inferior repiten una ornamentación idéntica. El espacio central, en cambio —mucho más ancho— se abre a la delirante creatividad de quienes se solazan en ver latir venados y conejos; hombres que lloran; felinos bicéfalos; dragones y vizcachas, pájaros que vuelan —libremente— en el interior de otros pájaros. Resulta insólito lo que logran las tejedoras de esta región inhóspita, acudiendo sin trabas a una gama restringida de color. Los fondos son, invariablemente, marrones y negros. Los motivos se tejen, exclusivamente, en carmines y marrones tenues. Ocasionalmente, una fibra azul o verde acentúa suavemente algún contorno (últimamente, se han desbocado rosados intensos). La costumbre de enterrar a los muertos vistiendo sus más preciadas prendas, ha imposibilitado la investigación puntual del desarrollo estilístico de Potolo. Sin embargo, algunas características de sus modelos arcaicos serían: (a) La presencia de pequeños animales para llenar vacíos (vizcachas, ciervos, búhos y conejos); (b) La profusión de docenas —e inclusive cientos— de motivos zoomorfos, dentro y fuera de los pájaros de todo tamaño; (c) Existían, antiguamente, tejidos en los que el único motivo era el diamante —símbolo del Sol; (d) El trazo del dibujo no es absolutamente nítido, y los animales tienden a temblar con vida propia. En Potolo, las tejedoras lindan con zonas tenebrosas cuando traen a sus telares leones rampantes, dragones con lengua de serpiente y diablos fantasmagóricos.

DIAMANTES Y CABALLOS.
El empobrecimiento continuo (o habría de decir “saqueo”?) del arte textil boliviano, parece ser un hecho inevitable. Todas las regiones han sufrido el colapso y cientos de diseños se han perdido para siempre. El avance de la sociedad capitalista impele a las tejedoras a producir, para el mercado, una mercancía adulterada. La dificultad de seguir creando de acuerdo con los complejos patrones arcaicos se agiganta, puesto que luce incompatible con el ritmo de los tiempos modernos. Hablando desde el punto de vista de la comunicación textil humana, estamos —posiblemente— ante un idioma que se muere. Un rico universo mitológico —irrepetible— agoniza, mientras la bibliografía sobre el tema se acrecienta. Pronto será más fácil encontrar un libro ilustrado sobre Macha, que un poncho Magno. Quizás ya sea tarde, cuando los bolivianos descubramos que se está dejando morir nuestra contribución artística más genuina a la cultura universal. Por un mandato de amor, jamás permitiremos que se pierdan la majestad austera de Pacajes, los dorados de Bolívar, las texturas de Tarabuco, la magnificencia de Calcha, la línea sobria de Macha y los halcones embrujados de Chayanta y Charazani.
¡Caballos y diamantes! Los pájaros rojos de Potolo seguirán volando, desde siempre y para siempre, en el cielo traslúcido de nuestra patria espiritual.

MARCELO DE URIOSTE

(NOTA: La información básica de este artículo proviene de “Bolivian Indian Textiles”, de Tamara Wasserman y Jonathan Hill, New York, 1987).

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