Autor: Julio Verne
TEXTO CONDENSADO
Fuente: “Enciclopedia Popular”. Editores Asociados S. A. Buenos Aires. Abril. 1992.
El Santa Fe, un barco de la Marina de Guerra de la República Argentina, tenía como misión construir un faro en el estrecho de Lemaire, el último y más oriental fragmento del archipiélago magallánico. Cuando la tarea fue terminada el Santa Fe partió, dejando en la isla de los Estados a tres guardianes: Vázquez –el jefe–, Felipe y Moriz. No sin un poco de temor, los encargados de vigilar la zona, permanecieron en el Faro del fin del mundo a la espera de que pasados tres meses, el Santa Fe volviera a recogerlos y los trasladara sus casas. Pero no sabían que al otro lado de la isla los esperaba una banda de asaltantes que iban a cambiar sus planes por completo.
El Faro del fin del mundo es una de las novelas de aventuras más conocidas del prolífico escritor francés Julio Verne. Los sucesos producidos en las islas más australes del continente atraparon a tal punto la atención de los lectores, que fue llevada al cine en una producción que reunió a Kirk Douglas –como Vásquez– y Yul Brinner como Kongre.
Verne, nacido en 1828, es considerado además, el creador de la literatura de ciencia ficción.
INAUGURACIÓN
El sol se adormecía tras las colinas que daban al oeste. Hacia el otro lado, en ese imaginario confín que une cielo y mar a la distancia, algunas nubes reflejaban aún los últimos rayos que se diluían en las sombras del largo crepúsculo del hemisferio austral, a más de cincuenta grados de latitud.
En ese momento retumbó un cañonazo a bordo del aviso Santa Fe y el pabellón de la República Argentina, abriéndose hacia la brisa fue izado al tope de la nave.
De pronto resplandeció una viva luz en la cima del faro construido a un tiro de fusil junto a la bahía de Elgor, donde el Santa Fe había fondeado. Dos de sus guardianes, los obreros de la playa y la tripulación, reunidos en el puente del navío, saludaron estruendosamente esa primera luz encendida sobre esa lejana costa. Dos cañonazos más siguieron al primero, y el silencio retornó a la isla de los Estados, separados de Tierra del Fuego, por el estrecho de Lemaire.
Los obreros se embarcaron a bordo del Santa Fe y sólo los tres guardianes quedaron en tierra. Mientras uno de ellos se mantenía en su puesto de vigía, los otros dos se paseaban conversando en la orilla del mar.
—De modo, Vázquez —dijo el más joven de los dos— que el aviso parte mañana.
—Así es, Felipe —respondió Vázquez— y espero que tendrá buen tiempo para llegar hasta el puerto.
—Es un viaje largo, Vázquez.
—No es más largo cuando se viene que cuando se va, Felipe.
—Lo dudo —respondió sonriendo Felipe.
—Todo depende de los vientos. Las muchas millas no son un problema para una nave con buenas máquinas y mejor velamen.
—Además, Vázquez, el comandante es buen conocedor de la ruta.
—Que es recta, muchacho. Para venir, proa al sur. Para regresar lo hará hacia el norte y si la brisa continúa soplando de tierra, tendrá el abrigo de las costas y navegará como sobre un río.
—Un río con una sola orilla —replicó Felipe.
—Si la orilla es buena no importa, y siempre es buena con este viento. Espero que nada le suceda al Santa Fe. En quince días puede estar en la rada de Buenos Aires y dentro de tres meses lo tendremos aquí de regreso. Encontrará nuestra isla en el mismo lugar y aquí estaremos nosotros. La isla de los Estados es famosa por los naufragios y por los piratas que aprovechan para sus fechorías. Este faro guiará con su luz a los navegantes y evitará que aun en las noches más cerradas, los navíos caigan sobre las rocas del cabo San Juan, o sobre San Diego, o la punta Fellows. Estamos en el extremo del mundo. Nos corresponde cuidar este canal y lo haremos. ¡Es el Faro del Fin del Mundo!
La noche fue tranquila y en la mañana siguiente Vázquez apagó la luz que había estado prendida durante doce horas.
El aviso Santa Fe pertenecía a la Marina de Guerra de la República Argentina. Además de su capitán y segundo oficial tenía una tripulación de cincuenta hombres. Su misión consistía en vigilar las costas desde el Río de la Plata hasta el estrecho Lemaire en el océano Atlántico. No era demasiado veloz, pero bastaba para el control de rutas surcadas por barcos pesqueros.
Ese año el aviso tenía como misión construir un faro sobre la entrada del estrecho de Lemaire. Habían traído personal y materiales, y la tarea había sido cumplida. Las provisiones para cuatro meses habían sido desembarcadas y sólo se aguardaba el momento de partir.
Al salir el sol de un día radiante, el pabellón argentino fue izado en la nave y mientras la tripulación preparaba los últimos detalles para la partida, el capitán Lafayate y el segundo oficial Riegal, descendieron del aviso y se dirigieron al faro para constatar que todo estuviese en perfectas condiciones. Los tres hombres que quedarían en la soledad de la isla de los Estados, los preocupaban de algún modo.
—Es realmente duro —decía el capitán— pero se trata de marinos avezados y el cuidado del faro suena como un descanso.
—Es verdad —contestó Riegal—. Pero una cosa es ser guardafaro en costas frecuentadas, y otra cosa es serlo aquí, de donde pareciera que hasta los barcos huyen.
—De acuerdo. Por ese motivo el relevo se hará cada tres meses. Vázquez, Felipe y Moriz debutan en el período menos riesgoso. No van a soportar el terrible invierno del Cabo de Hornos. Nuestros tres hombres quedan con provisiones, ropas y carbón de sobra para quemar dos meses más de lo previsto. Los dejamos bien y los encontraremos bien cuando regresemos. El aire es frío, pero puro y se trata de hombres bien elegidos entre los muchos que se ofrecieron.
Al subir a la torre, el capitán saludó a Vázquez, el jefe, y preguntó cómo habían pasado la noche.
—Bien, mi comandante —respondió Vázquez—. El cielo estaba sin brumas y todo muy tranquilo.
—Las lámparas funcionaron bien?
—Sin extinguirse hasta la salida del sol.
—Pasó frío en la sala de guardia?
—No, comandante. Está todo muy protegido, sobre todo por el doble vidrio de las ventanas.
Inspeccionaron las habitaciones construidas en la base de la torre —muros gruesos capaces de soportar todas las borrascas— subieron por la escalera interior hacia la torre donde estaban las linternas y los aparatos lumínicos y salieron a la galería exterior del faro. Todo cuanto se veía en la isla hacia el oeste estaba tan desierto como el mar. Ni una humareda, ni una vela, nada, fuera de la inmensidad del océano.
El capitán y su segundo se despidieron de Vázquez y sus compañeros, y a las seis de la tarde, culminadas las tareas de levar anclas y poner en marcha el motor, el Santa Fe inició su partida saludado por los adioses de los tres guardafaros. La tripulación saludó con emoción contenida. El Santa Fe siguió la costa noroeste de la bahía Elgor y dos horas después se hallaba en mar abierto. Detrás suyo, cerraba la noche y la luz del Faro del Fin del Mundo se perfilaba como una estrella al borde del horizonte.
LA ISLA DE LOS ESTADOS.
Está emplazada en el extremo sudeste de América del Sur. Es el último y más oriental fragmento del archipiélago magallánico en el paralelo cincuenta y cinco, a menos de siete grados del círculo polar ártico. Bañada por el Atlántico, es buscada por los navíos que pasan al Pacífico, después de haber doblado el Cabo de Hornos. El estrecho de Lemaire, descubierto en 1615 por un navegante holandés del mismo nombre separa la Isla de los Estados de Tierra del Fuego, distante entre 25 y 30 kilómetros. El estrecho permite un paso más rápido y menos riesgoso por cuanto evita las fuertes oleadas que barren las costas de la isla.
El litoral de la isla es una sucesión de golfos, bahías y caletas cuyas entradas suelen estar cerradas por cordones de islas y arrecifes. Esto hace que abunden en la zona naufragios, de los cuales es imposible salvar ni naves ni personas. La isla está desploblada pero no es inhabitable por lo menos en meses del verano austral. En esa época hasta podrían criarse ovejas que se alimentarían con los pastos que afloran tras el deshielo. Parejas de guanacos integran la fauna autóctona. Su carne, bien asada, es comestible. La vegetación apenas si existe. En la planicie rocosa abundan el cuarzo, hondos desfiladeros y piedras erráticas, fruto de antiguos volcanes extinguidos. Hacia el oeste, frecuentes elevaciones, constituyen los últimos anillos de la gigantesca columna andina, vertebral de América.
La isla carece de cursos regulares de agua. Sólo la nieve permite la formación de lagunas en primavera que duran hasta la congelación invernal. Por eso, en los comienzos de esta historia, masas de agua caían de las alturas vecinas al faro e iban a perderse en la bahía de Elgor o en el abra de San Juan.
A partir del tratado firmado con Chile en 1881, la Isla de los Estados forma parte de la República Argentina, y este país tuvo la feliz idea de alzar en ella el Faro del Fin del Mundo, motivo de agradecimiento mundial. Ningún fuego existía antes para los navegantes sureños, y éste se inauguró el 9 de diciembre de 1859, precisamente cuando esta historia comienza. Un terraplén cercado por un muro de piedras sirvió de base para el emplazamiento del faro. La torre se alzaba en el centro por sobre el conjunto anexo de habitaciones y almacenes. Un complejo instrumental con largavistas, barómetros, termómetros, lámparas para el faro y un reloj de pie, constituía el elemento principal para las tareas. Las reservas de alimentos y combustibles completaban las necesidades de los guardianes durante el invierno antártico.
Las lámparas estaban diseñadas con toda la perfección técnica de aquellos tiempos. Las tareas de control y supervisión regulaban el encendido al caer la tarde y el apagado al salir el sol. La seguridad de los guardias estaba contemplada y parecía absoluta en aquellas soledades. Desde afuera era imposible entrar sin el consentimiento de sus moradores, armados, además, con carabinas, revólveres y municiones. La República Argentina había puesto en marcha una estupenda obra sobre la Isla de los Estados.
LOS TRES GUARDIANES.
A Vázquez y a sus dos compañeros, se les había asignado la tarea de vigilar las proximidades de la bahía de Elgor, llegarse algunas veces hasta el Cabo San Juan y observar la costa hasta punta Several. Además, tenían que acotar todos los incidentes en el “libro del Faro”, tales como el paso de algún navío, barco de vela o vapor, en lo posible su nombre y número, amén de la tabla de mareas, duración y dirección de los vientos, alzas y bajas barométricas, detalles éstos que permitirían establecer la carta meteorológica de esos parajes. La dotación que presidía Vázquez —fuerte y vigoroso, de cuarenta y siete años— estaba integrada además por Felipe y Moriz —de cuarenta y treinta y siete años de edad respectivamente— conformando un grupo de amigos, decididos y avezados. Una vez que pasaran tres meses serían devueltos a sus hogares para retornar tres meses después, ya en el invierno, debidamente aclimatados.
Desde el 10 de diciembre las tareas se efectuaban en forma regular. Cada noche las lámparas funcionaban bajo la custodia de uno de ellos, mientras los otros dos descansaban en sus habitaciones. Durante el día revisaban los aparatos para que nada obstaculizara los potentes rayos al caer el sol. Cada tanto, partían en una chalupa al recorrido impuesto, en tanto que uno de ellos, rotativamente, quedaba al frente del faro para su control. En una de las apacibles tardes con que la primavera austral empezaba a manifestarse con temperaturas de diez grados sobre cero, Vázquez, Felipe y Moriz conversaban sobre sus vidas en aquellas regiones.
—Y bien, muchachos —dijo Vázquez mientras llenaba su pipa— ¿comenzaron a adaptarse a esta nueva vida?
—Por supuesto —contestó Felipe— es que ha pasado tan poco tiempo que no hay nada para decir.
—Así es —confirmó Moriz— tres meses pasan rápido. Y pensar que hasta hoy no hemos visto ningún navío en el horizonte.
—También eso llegará —aseguró Vázquez—. Poco a poco los navegantes se enterarán de la existencia de este faro y se aproximarán a las costas. Y a propósito, Felipe, ¿cómo te fue hoy con la pesca?
—Bastante bien —contestó el interpelado— tiré una línea y saqué algunas decenas de gobios.
—Por suerte no despoblarás la bahía. Cuanto más se pesca, más se multiplican los peces, se suele decir. Esto nos permitirá economizar la carne seca y el tocino que trajimos. Y volviéndose hacia Moriz preguntó:
—Qué tal las legumbres?
—Bajé hasta los bosques y desenterré algunas raíces de hayas con las que preparé un rico plato.
—También eso es importante —comentó Vázquez— nada hay como lo recién pescado, lo recién cazado o lo recién cortado.
Hablaron después sobre la caza de guanacos, que tan bien les vendría por su cuota de carne fresca. Un instante más tarde en la noche del 16 y 17 de diciembre, Moriz que hacía la guardia avistó por primera vez, la luz de un navío. Comunicó a sus compañeros la novedad y los tres subieron a observar con largavistas. Un fuego blanco, en lo alto del trinquete significaba que habían visto el faro. El navío se aventuró hacia el estrecho. Por un instante se vio su luz y luego se perdió en la oscuridad.
A la mañana siguiente Felipe avistó un gran velero que aparecía en el horizonte. Se trataba de un navío grande y veloz, de los que comenzaban a construirse en los Estados Unidos. Poco antes de doblar el Several, el barco izó sus señales de banderas que Vázquez tradujo de inmediato al consultar el libro de la sala de guardia.
—Se trata de Montanck, del Puerto de Boston.
Los guardianes respondieron izando el pabellón argentino y permanecieron observándolo hasta que se perdió de vista detrás de las elevaciones del cabo Webster.
Los días siguientes fueron de rutina. Apenas a lo lejos divisaron dos o tres navíos, y no era de extrañar. La mayoría ignoraba la existencia del faro y no se aventuraba a las peligrosas costas. El “libro del faro” contenía datos normales.
En las primeras horas del día 21, Felipe se paseaba por el terraplén fumando su pipa, cuando creyó distinguir un animal cerca del bosque de hayas. Con su largavista empezó a observarlo. Se trataba de un guanaco grande. ¡Qué oportunidad para un buen tiro!
A su llamado concurrieron sus compañeros y todos estuvieron de acuerdo en que convenía cazarlo. Un guanaco sería un buen suplemento de carne fresca que variaría agradablemente la alimentación diaria. Convinieron en que Moriz con una carabina, lo rodearía por detrás empujándolo hacia la costa, donde Felipe esperaría para cazarlo.
—Mucho ojo, Moriz —recomendó Vázquez— estos bichos tienen unas orejas y un olfato finísimos. Procura pasar desapercibido, o nos habremos perdido un banquete.
Vázquez y Felipe desde el terraplén observaron que el guanaco estaba en el mismo sitio. Pasó cerca de media hora. Moriz debía estar ya cerca de él. Felipe esperaba el estruendo de un tiro, pero no se oyó ningún disparo. En lugar de huir vio el guanaco doblar las patas y desplomarse en el mismo sitio, Moriz corrió hacia donde estaba el animal y se agachó, levantándose de inmediato con señas presurosas a sus compañeros. En diez minutos estuvieron ambos a su lado.
—Qué pasó con el guanaco? —preguntaron.
—Aquí está muerto, a mis pies.
—Habría sido de puro viejo —comentó Vázquez.
—No. A consecuencia de una herida.
—Herida! ¿Cómo?
—Sí. Una bala en el costado.
—Una bala!... —susurró Vázquez.
Era así. Después de haber recibido una bala, el guanaco había llegado hasta allí para caer muerto.
—¿Quiere decir que hay cazadores en la isla? —preguntó Vázquez como para sí.
Inmóvil y pensativo lanzó una mirada de inquietud a su alrededor. Pero nada podía prever lo que el futuro les deparaba.
LA BANDA KONGRE.
Si Vázquez, Felipe y Moriz hubieran ido al extremo occidental de la Isla de los Estados podrían haber comprobado la diferencia de ese sector al por ellos habitado. Profusión de acantilados se levantaban hasta doscientos pies de altura, cortados a pico y prolongándose en la aguas profundas. Delante de los acantilados se extendían incontables arrecifes rasgados por estrechos canales por los cuales sólo podían arriesgarse pequeñas piraguas, jamás naves mayores.
Abundaban cavernas de difícil acceso, profundas grutas, casi cerradas, cuyo interior quedaba al abrigo de los vientos y las aguas. Si del lado del Atlántico era necesario levantar un faro como había hecho la Argentina, mucho más necesario habría sido uno del lado del Pacífico, por cuanto los peligros eran incontables. Si hubiera habido un faro en esas latitudes otra habría sido la suerte de una banda de ladrones refugiados cerca del cabo San Bartolomé.
Algunos años antes, estos malhechores habían desembarcado en la bahía de Elgor y descubierto una cueva disimulada entre los acantilados. Eran doce individuos capitaneados por un tal Kongre, secundado por Crocante. Todos eran sudamericanos hallándose entre ellos un par de argentinos, chilenos y pescadores de Tierra del Fuego que habían cruzado el estrecho de Lamaire para sumarse a la banda.
De Crocante se sabía que era chileno, perverso y cruel. Del jefe se ignoraba todo, salvo su nombre: Kongre. Se trataba de un asesino buscado por numerosos crímenes, al cual la isla daba refugio. Todos vivían gracias al botín que obtenían de los frecuentes naufragios ocurridos en la proximidad de la isla. Náufragos ellos mismos, desde que la nave que los llevaba desde Tierra del Fuego había sucumbido en una tempestad, eligieron la bahía de Elgor como asiento de sus fechorías. Habían encontrado restos de naufragios consistentes en muebles, joyas, armas, alimentos envasados, que les aseguraban subsistencia en la isla, hasta tanto pudieran secuestrar un navío que los llevara por el Pacífico a un lugar seguro donde disfrutar de sus ganancias.
Habían conseguido dos enormes cuevas donde vivían y almacenaban sus tesoros cada vez más apreciados. No sólo vivían de los naufragios, sino que a veces los provocaban. Mediante ramas y maderas hacían incendios en la costa para atraer embarcaciones hacia los mortales arrecifes. Allí mataban a todos los pasajeros y se apropiaban de todo cuanto encontraban. Su única esperanza era apoderarse de un barco en condiciones de navegar por todos los mares, pero la oportunidad no llegaba.
—Cueste lo que cueste —decía Kongre— debemos partir.
—Sí, ¿pero cómo? —replicaba Crocante—, y mientras tanto, ¿cuánto durarán nuestras provisiones? Ojalá no nos pesque el invierno porque lo pasaremos muy mal.
Kongre no respondía nada. En su interior rumiaba mucha rabia. Soñaba con conseguir una embarcación que posibilitara que algunos se embarcaran hacia Tierra del Fuego, y de allí marchar a Buenos Aires o Valparaíso y comprar una nave que volviera por los tesoros ocultos, y con ellos salir bien lejos del Pacífico. En octubre de 1858 avistaron una nave de bandera argentina enfilando hacia la bahía. Vieron que era una nave de guerra y contra ella ningún plan valía. Crocante había escuchado conversaciones: era el Santa Fe que venía para instalar un faro.
Kongre resolvió salir del lugar y, conocedor de la isla, trasladó hasta San Bartolomé la mayoría de los tesoros. Hubo que dejar gran parte de ellos porque días después reapareció el Santa Fe con obreros y técnicos para construir el faro. Decidieron esperar en sus nuevas cavernas, enviando espías para observar cómo andaba la construcción.
Finalmente, en la noche del 9 al 10 de diciembre, vieron encendida la luz. Poco después, alejado ya el Santa Fe, Kongre decidió el regreso a la bahía de Elgor dejando su botín en San Bartolomé. En las cuevas de Elgor tenían provisiones y contando ya con lo que había en el faro, dado que su intención era apoderarse de él, los malhechores se instalaron en sus viejas posesiones. No podían perder tiempo. La caminata de un extremo a otro de la isla llevaría una semana. El Santa Fe regresaría con el relevo dentro de tres meses. Ese era el plazo que se daba Kongre para estar a salvo en la lejanía de los mares.
Una tarde mientras paseaba con Crocante entre las piedras de San Bartolomé, observó la presencia de una nave a unas dos millas del cabo.
—Una goleta —dijo Crocante.
—Sí, una goleta de doscientas toneladas —confirmó Kongre.
Era en verdad una goleta que pensaba atravesar el cabo antes de la noche. No era la primera oportunidad que los forajidos habían tenido que improvisar una fogata para atraer una embarcación. Ante esta sugerencia de parte de Crocante, Kongre se impuso: necesitarían una nave entera para huir. Preferían la goleta entera.
Una hora después la nave se perdía en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente la encontraron encallada en los arrecifes del cabo San Bartolomé.
LA GOLETA “MAULE”.
La goleta encallada había caído sobre un banco de arena sembrado de rocas donde podría haberse hecho pedazos. Pero no parecía haber sufrido mucho. Inclinada sobre babor, su flanco de estribor estaba intacto. De la tripulación, ni vestigios. Posiblemente buscaron su salvación en los botes previendo la destrucción de la nave. Error fatal por cuanto en tales circunstancias los botes pequeños eran arrastrados por el oleaje y desaparecían.
Acercarse a la goleta en bajamar no ofrecía problemas. Kongre, Crocante y tres hombres saltando por sobre las piedras, comprobaron que el casco se hallaba completamente seco. Más tarde decidirían si las filtraciones de agua podrían ser reparadas. Kongre dio una vuelta a su alrededor. En popa leyó el nombre de Maule, Valparaíso y comprobó que era chilena.
—Aquí está nuestro negocio —comentó Crocante— las fisuras pueden repararse.
Kongre ordenó a sus hombres subir al navío, trepando por la parte más próxima a la arena. En el puente de mando leyeron los papeles. Era efectivamente un navío chileno que marchaba rumbo a las Malvinas y apenas si transportaba carga. Lo importante era ahora que Kongre disponía de una embarcación para salir de la isla, cargando todo su botín cuando consiguiera reflotarla.
Lo primero que hizo Kongre fue arrojar el ancla cuanto daba la cadena y clavarla fuera del barco. De este modo, al reflotar, la embarcación no corría el riesgo de ir a pique. Luego, costeando el cabo pensaban llevarla hasta la bahía Los Pingüinos, frente a las cavernas, sin los peligros de la bajamar.
Los hombres trabajaban sin descanso y la preocupación los acicateaba. El mar subiría sólo durante veinte minutos y era preciso que para ese entonces, la Maule estuviera reflotada. Los juramentos y las imprecaciones de los hombres se mezclaban con las órdenes impartidas, y el trabajo se hizo constante. Si uno se demoraba, Kongre con un hacha en la mano amenazaba con degollarlo. Todos sabían que podía ser verdad. Los esfuerzos se redoblaron. Chirriaban las cadenas, el timonel se esforzaba por abrir un surco sobre la base de arena y los escofones de cobre por donde pasaban sogas y cadenas, gemían a punto de romperse.
Finalmente se sintió un ruido. La goleta acababa de moverse un poco. La barra del timón se movió indicando que se iba librando de la arena.
—Hurra! ¡Hurra! —gritaron los hombres sintiendo que la Maule estaba libre. En pocos minutos, la goleta tironeada por el anda estaba fuera del banco.
Kongre empuñó la rueda del timonel. Había que conducir con destreza para evitar los arrecifes cercanos. Mandó izar el foque mayor y una hora después, luego de haber costeado las últimas rocas peligrosas, la goleta fondeaba en la caleta de Los Pingüinos, a dos millas del cabo San Bartolomé.
LA BAHÍA DE ELGOR.
Kongre ordenó una requisa a bordo de la goleta para verificar su estado para la navegación. Un chileno llamado Vargas, que había trabajado como carpintero en los astilleros de Valparaíso, encontró una avería consistente en una resquebrajadura de un metro y medio de largo en el fondo de la bovedilla y el codaste de la quilla. Se imponía una reparación, que llevaría por lo menos una semana, suponiendo que se contaran con los medios para realizarla. Kongre reunió a sus hombres y les planteó la necesidad de llevar la goleta a la bahía de Elgor, donde tenían acumuladas maderas y herramientas que podrían necesitarse. Llegar allí les demandaría cuarenta y ocho horas de navegación, cosa factible en el estado actual de la embarcación. Dos o tres semanas de reparaciones no importaban. Podrían trabajar tranquilos hasta la llegada del Santa Fe y en cuanto a los guardafaros no les importaba demasiado su suerte: con un ademán señalaban el triste fin que les aguardaba.
La tarde de ese día fue dedicada enteramente a los preparativos y a cargar las armas y demás provisiones que tenían en San Bartolomé. Lo hicieron con tal rapidez que hacia la noche podrían hacerse a la mar, pero Kongre determinó que fuera al día siguiente para esquivar los peligros que pudieran presentarse.
El amanecer fue espléndido, cosa poco frecuente en esas latitudes. Antes de partir revisaron todas las cavernas constatando que nada podía delatar su presencia en esos parajes. Levaron anclas después de las siete y la Maule comenzó a navegar serenamente. Quizá pudieran haberse acercado a la bahía Elgor hacia el atardecer, pero Kongre prefirió aguardar al día siguiente. Pasaron la noche al abrigo de la oscuridad y hacia las diez de la mañana siguiente cruzaron la bahía BIossom y enfilaron hacia la de Elgor.
A la distancia en que se hallaban toda la bahía estaba a la vista y por primera vez pudo Kongre ver el Faro del Fin del Mundo. La goleta no había pasado inadvertida para los guardianes del faro. Creyeron que se dirigía a las Malvinas en un principio, pero ahora ya no dudaban de que se acercaban al faro.
Nada parecía modificar los planes de Kongre. Todo salía como él lo había previsto y hasta el mar parecía estar de su lado. Un contratiempo se le creó a último momento. Un tripulante subió al puente azorado, gritando que la embarcación hacía agua por la fisura de una tabla que había golpeado con la roca antes de encallar. Vargas se encargó de taponarla con estopa y la emergencia se salvó. A las seis y media el barco fondeaba en la bahía en el mismo momento en que el faro acababa de encenderse, en tanto el sol caía débilmente hacia el ocaso.
—Va todo fantástico —comentó Crocante.
—Y va a ir mucho mejor dentro de poco —añadió Kongre.
Veinte minutos después, el Maule anclaba.
En ese mismo momento, Felipe y Moriz preparaban la chalupa para acercarse a la goleta y subir a ella. Vázquez permanecía en el faro haciendo guardia.
Los dos hombres se aproximaron a la Maule y comenzaron a subir felices de encontrar con un saludo a los recién llegados. Apenas tocaron el puente, Moriz recibió un hachazo en la cabeza en tanto que dos tiros abatían a Felipe. A través de una de las ventanas, Vázquez contempló horrorizado la muerte de sus dos amigos. La misma suerte le esperaba a él, si caía en manos de los malhechores.
Tras los primeros momentos de estupor recobró su sangre fría y analizó la situación. A toda costa debía escapar. Sin vacilar abandonó la guardia y bajó por la escalera interior hacia la planta baja. Ya se oía el ruido de una chalupa navegando hacia la costa. Vázquez tomó dos revólveres que aseguró en su cinturón, metió algunas provisiones en una bolsa que cargó a sus espaldas, y salió de la torre. Se deslizó rápidamente por el talud que la rodeaba sin ser visto y desapareció en medio de la oscuridad.
LA CAVERNA.
Toda clase de interrogantes sin respuestas atoraban a Vázquez. Por momentos ni siquiera pensaba en su propia seguridad. Los asaltantes debían saber que había tres hombres de guardia en el faro. ¿Saldrían en su busca? Esto se decía en el escondrijo donde se había refugiado a pocos metros. Vázquez podía observar los movimientos de los intrusos e incluso oír que hablaban su propia lengua. Hacia las diez se apagaron todas las luces y ningún ruido turbó el silencio de la noche. Vázquez no podía seguir donde estaba. Lo descubrirían con las primeras luces del día y decidió salir. Con su energía característica tomó el camino hacia el cabo San Juan. Allí pasaría la noche y al día siguiente resolvería sobre su futuro.
Con los primeros rayos del sol subió a una roca e inspeccionó los alrededores. El mar estaba tranquilo, no se veía una nave, ni un simple bote. En la bahía, la Maule, con dos chalupas no le serviría de nada. No podía quedarse esperando al Santa Fe porque faltaban aún dos meses para su llegada. Buscó un escondite. Encontró un estrecho orificio de unos diez pies de profundidad junto al ángulo que formaba el acantilado con la plaza del cabo San Juan. En esta cavidad se introdujo Vázquez y depositó todo cuanto llevaba. Agua dulce no le faltaría: un riacho de deshielos corría por el costado exterior del orificio rumbo al mar.
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TEXTO CONDENSADO
Fuente: “Enciclopedia Popular”. Editores Asociados S. A. Buenos Aires. Abril. 1992.
El Santa Fe, un barco de la Marina de Guerra de la República Argentina, tenía como misión construir un faro en el estrecho de Lemaire, el último y más oriental fragmento del archipiélago magallánico. Cuando la tarea fue terminada el Santa Fe partió, dejando en la isla de los Estados a tres guardianes: Vázquez –el jefe–, Felipe y Moriz. No sin un poco de temor, los encargados de vigilar la zona, permanecieron en el Faro del fin del mundo a la espera de que pasados tres meses, el Santa Fe volviera a recogerlos y los trasladara sus casas. Pero no sabían que al otro lado de la isla los esperaba una banda de asaltantes que iban a cambiar sus planes por completo.
El Faro del fin del mundo es una de las novelas de aventuras más conocidas del prolífico escritor francés Julio Verne. Los sucesos producidos en las islas más australes del continente atraparon a tal punto la atención de los lectores, que fue llevada al cine en una producción que reunió a Kirk Douglas –como Vásquez– y Yul Brinner como Kongre.
Verne, nacido en 1828, es considerado además, el creador de la literatura de ciencia ficción.
INAUGURACIÓN
El sol se adormecía tras las colinas que daban al oeste. Hacia el otro lado, en ese imaginario confín que une cielo y mar a la distancia, algunas nubes reflejaban aún los últimos rayos que se diluían en las sombras del largo crepúsculo del hemisferio austral, a más de cincuenta grados de latitud.
En ese momento retumbó un cañonazo a bordo del aviso Santa Fe y el pabellón de la República Argentina, abriéndose hacia la brisa fue izado al tope de la nave.
De pronto resplandeció una viva luz en la cima del faro construido a un tiro de fusil junto a la bahía de Elgor, donde el Santa Fe había fondeado. Dos de sus guardianes, los obreros de la playa y la tripulación, reunidos en el puente del navío, saludaron estruendosamente esa primera luz encendida sobre esa lejana costa. Dos cañonazos más siguieron al primero, y el silencio retornó a la isla de los Estados, separados de Tierra del Fuego, por el estrecho de Lemaire.
Los obreros se embarcaron a bordo del Santa Fe y sólo los tres guardianes quedaron en tierra. Mientras uno de ellos se mantenía en su puesto de vigía, los otros dos se paseaban conversando en la orilla del mar.
—De modo, Vázquez —dijo el más joven de los dos— que el aviso parte mañana.
—Así es, Felipe —respondió Vázquez— y espero que tendrá buen tiempo para llegar hasta el puerto.
—Es un viaje largo, Vázquez.
—No es más largo cuando se viene que cuando se va, Felipe.
—Lo dudo —respondió sonriendo Felipe.
—Todo depende de los vientos. Las muchas millas no son un problema para una nave con buenas máquinas y mejor velamen.
—Además, Vázquez, el comandante es buen conocedor de la ruta.
—Que es recta, muchacho. Para venir, proa al sur. Para regresar lo hará hacia el norte y si la brisa continúa soplando de tierra, tendrá el abrigo de las costas y navegará como sobre un río.
—Un río con una sola orilla —replicó Felipe.
—Si la orilla es buena no importa, y siempre es buena con este viento. Espero que nada le suceda al Santa Fe. En quince días puede estar en la rada de Buenos Aires y dentro de tres meses lo tendremos aquí de regreso. Encontrará nuestra isla en el mismo lugar y aquí estaremos nosotros. La isla de los Estados es famosa por los naufragios y por los piratas que aprovechan para sus fechorías. Este faro guiará con su luz a los navegantes y evitará que aun en las noches más cerradas, los navíos caigan sobre las rocas del cabo San Juan, o sobre San Diego, o la punta Fellows. Estamos en el extremo del mundo. Nos corresponde cuidar este canal y lo haremos. ¡Es el Faro del Fin del Mundo!
La noche fue tranquila y en la mañana siguiente Vázquez apagó la luz que había estado prendida durante doce horas.
El aviso Santa Fe pertenecía a la Marina de Guerra de la República Argentina. Además de su capitán y segundo oficial tenía una tripulación de cincuenta hombres. Su misión consistía en vigilar las costas desde el Río de la Plata hasta el estrecho Lemaire en el océano Atlántico. No era demasiado veloz, pero bastaba para el control de rutas surcadas por barcos pesqueros.
Ese año el aviso tenía como misión construir un faro sobre la entrada del estrecho de Lemaire. Habían traído personal y materiales, y la tarea había sido cumplida. Las provisiones para cuatro meses habían sido desembarcadas y sólo se aguardaba el momento de partir.
Al salir el sol de un día radiante, el pabellón argentino fue izado en la nave y mientras la tripulación preparaba los últimos detalles para la partida, el capitán Lafayate y el segundo oficial Riegal, descendieron del aviso y se dirigieron al faro para constatar que todo estuviese en perfectas condiciones. Los tres hombres que quedarían en la soledad de la isla de los Estados, los preocupaban de algún modo.
—Es realmente duro —decía el capitán— pero se trata de marinos avezados y el cuidado del faro suena como un descanso.
—Es verdad —contestó Riegal—. Pero una cosa es ser guardafaro en costas frecuentadas, y otra cosa es serlo aquí, de donde pareciera que hasta los barcos huyen.
—De acuerdo. Por ese motivo el relevo se hará cada tres meses. Vázquez, Felipe y Moriz debutan en el período menos riesgoso. No van a soportar el terrible invierno del Cabo de Hornos. Nuestros tres hombres quedan con provisiones, ropas y carbón de sobra para quemar dos meses más de lo previsto. Los dejamos bien y los encontraremos bien cuando regresemos. El aire es frío, pero puro y se trata de hombres bien elegidos entre los muchos que se ofrecieron.
Al subir a la torre, el capitán saludó a Vázquez, el jefe, y preguntó cómo habían pasado la noche.
—Bien, mi comandante —respondió Vázquez—. El cielo estaba sin brumas y todo muy tranquilo.
—Las lámparas funcionaron bien?
—Sin extinguirse hasta la salida del sol.
—Pasó frío en la sala de guardia?
—No, comandante. Está todo muy protegido, sobre todo por el doble vidrio de las ventanas.
Inspeccionaron las habitaciones construidas en la base de la torre —muros gruesos capaces de soportar todas las borrascas— subieron por la escalera interior hacia la torre donde estaban las linternas y los aparatos lumínicos y salieron a la galería exterior del faro. Todo cuanto se veía en la isla hacia el oeste estaba tan desierto como el mar. Ni una humareda, ni una vela, nada, fuera de la inmensidad del océano.
El capitán y su segundo se despidieron de Vázquez y sus compañeros, y a las seis de la tarde, culminadas las tareas de levar anclas y poner en marcha el motor, el Santa Fe inició su partida saludado por los adioses de los tres guardafaros. La tripulación saludó con emoción contenida. El Santa Fe siguió la costa noroeste de la bahía Elgor y dos horas después se hallaba en mar abierto. Detrás suyo, cerraba la noche y la luz del Faro del Fin del Mundo se perfilaba como una estrella al borde del horizonte.
LA ISLA DE LOS ESTADOS.
Está emplazada en el extremo sudeste de América del Sur. Es el último y más oriental fragmento del archipiélago magallánico en el paralelo cincuenta y cinco, a menos de siete grados del círculo polar ártico. Bañada por el Atlántico, es buscada por los navíos que pasan al Pacífico, después de haber doblado el Cabo de Hornos. El estrecho de Lemaire, descubierto en 1615 por un navegante holandés del mismo nombre separa la Isla de los Estados de Tierra del Fuego, distante entre 25 y 30 kilómetros. El estrecho permite un paso más rápido y menos riesgoso por cuanto evita las fuertes oleadas que barren las costas de la isla.
El litoral de la isla es una sucesión de golfos, bahías y caletas cuyas entradas suelen estar cerradas por cordones de islas y arrecifes. Esto hace que abunden en la zona naufragios, de los cuales es imposible salvar ni naves ni personas. La isla está desploblada pero no es inhabitable por lo menos en meses del verano austral. En esa época hasta podrían criarse ovejas que se alimentarían con los pastos que afloran tras el deshielo. Parejas de guanacos integran la fauna autóctona. Su carne, bien asada, es comestible. La vegetación apenas si existe. En la planicie rocosa abundan el cuarzo, hondos desfiladeros y piedras erráticas, fruto de antiguos volcanes extinguidos. Hacia el oeste, frecuentes elevaciones, constituyen los últimos anillos de la gigantesca columna andina, vertebral de América.
La isla carece de cursos regulares de agua. Sólo la nieve permite la formación de lagunas en primavera que duran hasta la congelación invernal. Por eso, en los comienzos de esta historia, masas de agua caían de las alturas vecinas al faro e iban a perderse en la bahía de Elgor o en el abra de San Juan.
A partir del tratado firmado con Chile en 1881, la Isla de los Estados forma parte de la República Argentina, y este país tuvo la feliz idea de alzar en ella el Faro del Fin del Mundo, motivo de agradecimiento mundial. Ningún fuego existía antes para los navegantes sureños, y éste se inauguró el 9 de diciembre de 1859, precisamente cuando esta historia comienza. Un terraplén cercado por un muro de piedras sirvió de base para el emplazamiento del faro. La torre se alzaba en el centro por sobre el conjunto anexo de habitaciones y almacenes. Un complejo instrumental con largavistas, barómetros, termómetros, lámparas para el faro y un reloj de pie, constituía el elemento principal para las tareas. Las reservas de alimentos y combustibles completaban las necesidades de los guardianes durante el invierno antártico.
Las lámparas estaban diseñadas con toda la perfección técnica de aquellos tiempos. Las tareas de control y supervisión regulaban el encendido al caer la tarde y el apagado al salir el sol. La seguridad de los guardias estaba contemplada y parecía absoluta en aquellas soledades. Desde afuera era imposible entrar sin el consentimiento de sus moradores, armados, además, con carabinas, revólveres y municiones. La República Argentina había puesto en marcha una estupenda obra sobre la Isla de los Estados.
LOS TRES GUARDIANES.
A Vázquez y a sus dos compañeros, se les había asignado la tarea de vigilar las proximidades de la bahía de Elgor, llegarse algunas veces hasta el Cabo San Juan y observar la costa hasta punta Several. Además, tenían que acotar todos los incidentes en el “libro del Faro”, tales como el paso de algún navío, barco de vela o vapor, en lo posible su nombre y número, amén de la tabla de mareas, duración y dirección de los vientos, alzas y bajas barométricas, detalles éstos que permitirían establecer la carta meteorológica de esos parajes. La dotación que presidía Vázquez —fuerte y vigoroso, de cuarenta y siete años— estaba integrada además por Felipe y Moriz —de cuarenta y treinta y siete años de edad respectivamente— conformando un grupo de amigos, decididos y avezados. Una vez que pasaran tres meses serían devueltos a sus hogares para retornar tres meses después, ya en el invierno, debidamente aclimatados.
Desde el 10 de diciembre las tareas se efectuaban en forma regular. Cada noche las lámparas funcionaban bajo la custodia de uno de ellos, mientras los otros dos descansaban en sus habitaciones. Durante el día revisaban los aparatos para que nada obstaculizara los potentes rayos al caer el sol. Cada tanto, partían en una chalupa al recorrido impuesto, en tanto que uno de ellos, rotativamente, quedaba al frente del faro para su control. En una de las apacibles tardes con que la primavera austral empezaba a manifestarse con temperaturas de diez grados sobre cero, Vázquez, Felipe y Moriz conversaban sobre sus vidas en aquellas regiones.
—Y bien, muchachos —dijo Vázquez mientras llenaba su pipa— ¿comenzaron a adaptarse a esta nueva vida?
—Por supuesto —contestó Felipe— es que ha pasado tan poco tiempo que no hay nada para decir.
—Así es —confirmó Moriz— tres meses pasan rápido. Y pensar que hasta hoy no hemos visto ningún navío en el horizonte.
—También eso llegará —aseguró Vázquez—. Poco a poco los navegantes se enterarán de la existencia de este faro y se aproximarán a las costas. Y a propósito, Felipe, ¿cómo te fue hoy con la pesca?
—Bastante bien —contestó el interpelado— tiré una línea y saqué algunas decenas de gobios.
—Por suerte no despoblarás la bahía. Cuanto más se pesca, más se multiplican los peces, se suele decir. Esto nos permitirá economizar la carne seca y el tocino que trajimos. Y volviéndose hacia Moriz preguntó:
—Qué tal las legumbres?
—Bajé hasta los bosques y desenterré algunas raíces de hayas con las que preparé un rico plato.
—También eso es importante —comentó Vázquez— nada hay como lo recién pescado, lo recién cazado o lo recién cortado.
Hablaron después sobre la caza de guanacos, que tan bien les vendría por su cuota de carne fresca. Un instante más tarde en la noche del 16 y 17 de diciembre, Moriz que hacía la guardia avistó por primera vez, la luz de un navío. Comunicó a sus compañeros la novedad y los tres subieron a observar con largavistas. Un fuego blanco, en lo alto del trinquete significaba que habían visto el faro. El navío se aventuró hacia el estrecho. Por un instante se vio su luz y luego se perdió en la oscuridad.
A la mañana siguiente Felipe avistó un gran velero que aparecía en el horizonte. Se trataba de un navío grande y veloz, de los que comenzaban a construirse en los Estados Unidos. Poco antes de doblar el Several, el barco izó sus señales de banderas que Vázquez tradujo de inmediato al consultar el libro de la sala de guardia.
—Se trata de Montanck, del Puerto de Boston.
Los guardianes respondieron izando el pabellón argentino y permanecieron observándolo hasta que se perdió de vista detrás de las elevaciones del cabo Webster.
Los días siguientes fueron de rutina. Apenas a lo lejos divisaron dos o tres navíos, y no era de extrañar. La mayoría ignoraba la existencia del faro y no se aventuraba a las peligrosas costas. El “libro del faro” contenía datos normales.
En las primeras horas del día 21, Felipe se paseaba por el terraplén fumando su pipa, cuando creyó distinguir un animal cerca del bosque de hayas. Con su largavista empezó a observarlo. Se trataba de un guanaco grande. ¡Qué oportunidad para un buen tiro!
A su llamado concurrieron sus compañeros y todos estuvieron de acuerdo en que convenía cazarlo. Un guanaco sería un buen suplemento de carne fresca que variaría agradablemente la alimentación diaria. Convinieron en que Moriz con una carabina, lo rodearía por detrás empujándolo hacia la costa, donde Felipe esperaría para cazarlo.
—Mucho ojo, Moriz —recomendó Vázquez— estos bichos tienen unas orejas y un olfato finísimos. Procura pasar desapercibido, o nos habremos perdido un banquete.
Vázquez y Felipe desde el terraplén observaron que el guanaco estaba en el mismo sitio. Pasó cerca de media hora. Moriz debía estar ya cerca de él. Felipe esperaba el estruendo de un tiro, pero no se oyó ningún disparo. En lugar de huir vio el guanaco doblar las patas y desplomarse en el mismo sitio, Moriz corrió hacia donde estaba el animal y se agachó, levantándose de inmediato con señas presurosas a sus compañeros. En diez minutos estuvieron ambos a su lado.
—Qué pasó con el guanaco? —preguntaron.
—Aquí está muerto, a mis pies.
—Habría sido de puro viejo —comentó Vázquez.
—No. A consecuencia de una herida.
—Herida! ¿Cómo?
—Sí. Una bala en el costado.
—Una bala!... —susurró Vázquez.
Era así. Después de haber recibido una bala, el guanaco había llegado hasta allí para caer muerto.
—¿Quiere decir que hay cazadores en la isla? —preguntó Vázquez como para sí.
Inmóvil y pensativo lanzó una mirada de inquietud a su alrededor. Pero nada podía prever lo que el futuro les deparaba.
LA BANDA KONGRE.
Si Vázquez, Felipe y Moriz hubieran ido al extremo occidental de la Isla de los Estados podrían haber comprobado la diferencia de ese sector al por ellos habitado. Profusión de acantilados se levantaban hasta doscientos pies de altura, cortados a pico y prolongándose en la aguas profundas. Delante de los acantilados se extendían incontables arrecifes rasgados por estrechos canales por los cuales sólo podían arriesgarse pequeñas piraguas, jamás naves mayores.
Abundaban cavernas de difícil acceso, profundas grutas, casi cerradas, cuyo interior quedaba al abrigo de los vientos y las aguas. Si del lado del Atlántico era necesario levantar un faro como había hecho la Argentina, mucho más necesario habría sido uno del lado del Pacífico, por cuanto los peligros eran incontables. Si hubiera habido un faro en esas latitudes otra habría sido la suerte de una banda de ladrones refugiados cerca del cabo San Bartolomé.
Algunos años antes, estos malhechores habían desembarcado en la bahía de Elgor y descubierto una cueva disimulada entre los acantilados. Eran doce individuos capitaneados por un tal Kongre, secundado por Crocante. Todos eran sudamericanos hallándose entre ellos un par de argentinos, chilenos y pescadores de Tierra del Fuego que habían cruzado el estrecho de Lamaire para sumarse a la banda.
De Crocante se sabía que era chileno, perverso y cruel. Del jefe se ignoraba todo, salvo su nombre: Kongre. Se trataba de un asesino buscado por numerosos crímenes, al cual la isla daba refugio. Todos vivían gracias al botín que obtenían de los frecuentes naufragios ocurridos en la proximidad de la isla. Náufragos ellos mismos, desde que la nave que los llevaba desde Tierra del Fuego había sucumbido en una tempestad, eligieron la bahía de Elgor como asiento de sus fechorías. Habían encontrado restos de naufragios consistentes en muebles, joyas, armas, alimentos envasados, que les aseguraban subsistencia en la isla, hasta tanto pudieran secuestrar un navío que los llevara por el Pacífico a un lugar seguro donde disfrutar de sus ganancias.
Habían conseguido dos enormes cuevas donde vivían y almacenaban sus tesoros cada vez más apreciados. No sólo vivían de los naufragios, sino que a veces los provocaban. Mediante ramas y maderas hacían incendios en la costa para atraer embarcaciones hacia los mortales arrecifes. Allí mataban a todos los pasajeros y se apropiaban de todo cuanto encontraban. Su única esperanza era apoderarse de un barco en condiciones de navegar por todos los mares, pero la oportunidad no llegaba.
—Cueste lo que cueste —decía Kongre— debemos partir.
—Sí, ¿pero cómo? —replicaba Crocante—, y mientras tanto, ¿cuánto durarán nuestras provisiones? Ojalá no nos pesque el invierno porque lo pasaremos muy mal.
Kongre no respondía nada. En su interior rumiaba mucha rabia. Soñaba con conseguir una embarcación que posibilitara que algunos se embarcaran hacia Tierra del Fuego, y de allí marchar a Buenos Aires o Valparaíso y comprar una nave que volviera por los tesoros ocultos, y con ellos salir bien lejos del Pacífico. En octubre de 1858 avistaron una nave de bandera argentina enfilando hacia la bahía. Vieron que era una nave de guerra y contra ella ningún plan valía. Crocante había escuchado conversaciones: era el Santa Fe que venía para instalar un faro.
Kongre resolvió salir del lugar y, conocedor de la isla, trasladó hasta San Bartolomé la mayoría de los tesoros. Hubo que dejar gran parte de ellos porque días después reapareció el Santa Fe con obreros y técnicos para construir el faro. Decidieron esperar en sus nuevas cavernas, enviando espías para observar cómo andaba la construcción.
Finalmente, en la noche del 9 al 10 de diciembre, vieron encendida la luz. Poco después, alejado ya el Santa Fe, Kongre decidió el regreso a la bahía de Elgor dejando su botín en San Bartolomé. En las cuevas de Elgor tenían provisiones y contando ya con lo que había en el faro, dado que su intención era apoderarse de él, los malhechores se instalaron en sus viejas posesiones. No podían perder tiempo. La caminata de un extremo a otro de la isla llevaría una semana. El Santa Fe regresaría con el relevo dentro de tres meses. Ese era el plazo que se daba Kongre para estar a salvo en la lejanía de los mares.
Una tarde mientras paseaba con Crocante entre las piedras de San Bartolomé, observó la presencia de una nave a unas dos millas del cabo.
—Una goleta —dijo Crocante.
—Sí, una goleta de doscientas toneladas —confirmó Kongre.
Era en verdad una goleta que pensaba atravesar el cabo antes de la noche. No era la primera oportunidad que los forajidos habían tenido que improvisar una fogata para atraer una embarcación. Ante esta sugerencia de parte de Crocante, Kongre se impuso: necesitarían una nave entera para huir. Preferían la goleta entera.
Una hora después la nave se perdía en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente la encontraron encallada en los arrecifes del cabo San Bartolomé.
LA GOLETA “MAULE”.
La goleta encallada había caído sobre un banco de arena sembrado de rocas donde podría haberse hecho pedazos. Pero no parecía haber sufrido mucho. Inclinada sobre babor, su flanco de estribor estaba intacto. De la tripulación, ni vestigios. Posiblemente buscaron su salvación en los botes previendo la destrucción de la nave. Error fatal por cuanto en tales circunstancias los botes pequeños eran arrastrados por el oleaje y desaparecían.
Acercarse a la goleta en bajamar no ofrecía problemas. Kongre, Crocante y tres hombres saltando por sobre las piedras, comprobaron que el casco se hallaba completamente seco. Más tarde decidirían si las filtraciones de agua podrían ser reparadas. Kongre dio una vuelta a su alrededor. En popa leyó el nombre de Maule, Valparaíso y comprobó que era chilena.
—Aquí está nuestro negocio —comentó Crocante— las fisuras pueden repararse.
Kongre ordenó a sus hombres subir al navío, trepando por la parte más próxima a la arena. En el puente de mando leyeron los papeles. Era efectivamente un navío chileno que marchaba rumbo a las Malvinas y apenas si transportaba carga. Lo importante era ahora que Kongre disponía de una embarcación para salir de la isla, cargando todo su botín cuando consiguiera reflotarla.
Lo primero que hizo Kongre fue arrojar el ancla cuanto daba la cadena y clavarla fuera del barco. De este modo, al reflotar, la embarcación no corría el riesgo de ir a pique. Luego, costeando el cabo pensaban llevarla hasta la bahía Los Pingüinos, frente a las cavernas, sin los peligros de la bajamar.
Los hombres trabajaban sin descanso y la preocupación los acicateaba. El mar subiría sólo durante veinte minutos y era preciso que para ese entonces, la Maule estuviera reflotada. Los juramentos y las imprecaciones de los hombres se mezclaban con las órdenes impartidas, y el trabajo se hizo constante. Si uno se demoraba, Kongre con un hacha en la mano amenazaba con degollarlo. Todos sabían que podía ser verdad. Los esfuerzos se redoblaron. Chirriaban las cadenas, el timonel se esforzaba por abrir un surco sobre la base de arena y los escofones de cobre por donde pasaban sogas y cadenas, gemían a punto de romperse.
Finalmente se sintió un ruido. La goleta acababa de moverse un poco. La barra del timón se movió indicando que se iba librando de la arena.
—Hurra! ¡Hurra! —gritaron los hombres sintiendo que la Maule estaba libre. En pocos minutos, la goleta tironeada por el anda estaba fuera del banco.
Kongre empuñó la rueda del timonel. Había que conducir con destreza para evitar los arrecifes cercanos. Mandó izar el foque mayor y una hora después, luego de haber costeado las últimas rocas peligrosas, la goleta fondeaba en la caleta de Los Pingüinos, a dos millas del cabo San Bartolomé.
LA BAHÍA DE ELGOR.
Kongre ordenó una requisa a bordo de la goleta para verificar su estado para la navegación. Un chileno llamado Vargas, que había trabajado como carpintero en los astilleros de Valparaíso, encontró una avería consistente en una resquebrajadura de un metro y medio de largo en el fondo de la bovedilla y el codaste de la quilla. Se imponía una reparación, que llevaría por lo menos una semana, suponiendo que se contaran con los medios para realizarla. Kongre reunió a sus hombres y les planteó la necesidad de llevar la goleta a la bahía de Elgor, donde tenían acumuladas maderas y herramientas que podrían necesitarse. Llegar allí les demandaría cuarenta y ocho horas de navegación, cosa factible en el estado actual de la embarcación. Dos o tres semanas de reparaciones no importaban. Podrían trabajar tranquilos hasta la llegada del Santa Fe y en cuanto a los guardafaros no les importaba demasiado su suerte: con un ademán señalaban el triste fin que les aguardaba.
La tarde de ese día fue dedicada enteramente a los preparativos y a cargar las armas y demás provisiones que tenían en San Bartolomé. Lo hicieron con tal rapidez que hacia la noche podrían hacerse a la mar, pero Kongre determinó que fuera al día siguiente para esquivar los peligros que pudieran presentarse.
El amanecer fue espléndido, cosa poco frecuente en esas latitudes. Antes de partir revisaron todas las cavernas constatando que nada podía delatar su presencia en esos parajes. Levaron anclas después de las siete y la Maule comenzó a navegar serenamente. Quizá pudieran haberse acercado a la bahía Elgor hacia el atardecer, pero Kongre prefirió aguardar al día siguiente. Pasaron la noche al abrigo de la oscuridad y hacia las diez de la mañana siguiente cruzaron la bahía BIossom y enfilaron hacia la de Elgor.
A la distancia en que se hallaban toda la bahía estaba a la vista y por primera vez pudo Kongre ver el Faro del Fin del Mundo. La goleta no había pasado inadvertida para los guardianes del faro. Creyeron que se dirigía a las Malvinas en un principio, pero ahora ya no dudaban de que se acercaban al faro.
Nada parecía modificar los planes de Kongre. Todo salía como él lo había previsto y hasta el mar parecía estar de su lado. Un contratiempo se le creó a último momento. Un tripulante subió al puente azorado, gritando que la embarcación hacía agua por la fisura de una tabla que había golpeado con la roca antes de encallar. Vargas se encargó de taponarla con estopa y la emergencia se salvó. A las seis y media el barco fondeaba en la bahía en el mismo momento en que el faro acababa de encenderse, en tanto el sol caía débilmente hacia el ocaso.
—Va todo fantástico —comentó Crocante.
—Y va a ir mucho mejor dentro de poco —añadió Kongre.
Veinte minutos después, el Maule anclaba.
En ese mismo momento, Felipe y Moriz preparaban la chalupa para acercarse a la goleta y subir a ella. Vázquez permanecía en el faro haciendo guardia.
Los dos hombres se aproximaron a la Maule y comenzaron a subir felices de encontrar con un saludo a los recién llegados. Apenas tocaron el puente, Moriz recibió un hachazo en la cabeza en tanto que dos tiros abatían a Felipe. A través de una de las ventanas, Vázquez contempló horrorizado la muerte de sus dos amigos. La misma suerte le esperaba a él, si caía en manos de los malhechores.
Tras los primeros momentos de estupor recobró su sangre fría y analizó la situación. A toda costa debía escapar. Sin vacilar abandonó la guardia y bajó por la escalera interior hacia la planta baja. Ya se oía el ruido de una chalupa navegando hacia la costa. Vázquez tomó dos revólveres que aseguró en su cinturón, metió algunas provisiones en una bolsa que cargó a sus espaldas, y salió de la torre. Se deslizó rápidamente por el talud que la rodeaba sin ser visto y desapareció en medio de la oscuridad.
LA CAVERNA.
Toda clase de interrogantes sin respuestas atoraban a Vázquez. Por momentos ni siquiera pensaba en su propia seguridad. Los asaltantes debían saber que había tres hombres de guardia en el faro. ¿Saldrían en su busca? Esto se decía en el escondrijo donde se había refugiado a pocos metros. Vázquez podía observar los movimientos de los intrusos e incluso oír que hablaban su propia lengua. Hacia las diez se apagaron todas las luces y ningún ruido turbó el silencio de la noche. Vázquez no podía seguir donde estaba. Lo descubrirían con las primeras luces del día y decidió salir. Con su energía característica tomó el camino hacia el cabo San Juan. Allí pasaría la noche y al día siguiente resolvería sobre su futuro.
Con los primeros rayos del sol subió a una roca e inspeccionó los alrededores. El mar estaba tranquilo, no se veía una nave, ni un simple bote. En la bahía, la Maule, con dos chalupas no le serviría de nada. No podía quedarse esperando al Santa Fe porque faltaban aún dos meses para su llegada. Buscó un escondite. Encontró un estrecho orificio de unos diez pies de profundidad junto al ángulo que formaba el acantilado con la plaza del cabo San Juan. En esta cavidad se introdujo Vázquez y depositó todo cuanto llevaba. Agua dulce no le faltaría: un riacho de deshielos corría por el costado exterior del orificio rumbo al mar.
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