lunes, 30 de mayo de 2011

Estudio en Escarlata

Autor: Sir Arthur Conan Doyle

Índice
PRIMERA PARTE
(Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)
1. Mr. Sherlock Holmes
2. La ciencia de la deducción
3. El misterio de Lauriston Gardens
4. El informe de John Rance
5. Nuestro anuncio atrae a un visitante
6. Tobías Gregson en acción
7. Luz en la oscuridad
SEGUNDA PARTE
La tierra de los santos
1. En la gran llanura alcalina
2. La flor de Utah
3. John Ferrier habla con el profeta
4. La huida
5. Los ángeles vengadores
6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
7. Conclusión

Primera parte
(Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)

1. Mr. Sherlock Holmes
En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios, fui puntualmente destinado el 5.0 de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio.
La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.
Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un gobierno paternal, para probar a remediarla.
No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra –es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio–. Hallándome en semejante coyuntura gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio. Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso.
No había pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de caballos.
–Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? –me preguntó sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas calles de Londres–. Está delgado como un arenque y más negro que una nuez.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino.
–¡Pobre de usted! –dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades–. ¿Y qué proyectos tiene?
–Busco alojamiento –repuse–. Quiero ver si me las arreglo para vivir a un precio razonable.
–Cosa extraña –comentó mi compañero–, es usted la segunda persona que ha empleado esas palabras en el día de hoy.
–¿Y quién fue la primera? –pregunté.
–Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el hospital. Andaba quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.
–¡Demonio! –exclamé–, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.
El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto extraña.
–No conoce todavía a Sherlock Holmes –dijo–, podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino.
–¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?
–Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.
–Naturalmente sigue la carrera médica –inquirí.
–No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estudio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores.
–¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?
–No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede resultar comunicativo cuando está en vena.
–Me gustaría conocerle –dije–. Si he de partir la vivienda con alguien, prefiero que sea persona tranquila y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este amigo de usted?
–Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio –repuso mi compañero–. O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después del almuerzo.
–Desde luego –contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.
Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.
–Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él –dijo–, nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de toda responsabilidad.
–Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino –repuse–. Me da la sensación, Stamford –añadí mirando fijamente a mi compañero–, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.
–No es cosa sencilla expresar lo inexpresable –repuso riendo–. Holmes posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso.
–Encomiable actitud.
–Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.
–¡Aporrear los cadáveres!
–Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.
–¿Y dice usted que no estudia medicina?
–No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.
Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química.
Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.
–¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! –gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano–. He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.
El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en aquel rostro.
–Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes –anunció Stamford a modo de presentación.
–Encantado –dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía–. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.
–¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? –pregunté, lleno de asombro.
–No tiene importancia –repuso él riendo por lo bajo–. Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?
–Interesante desde un punto de vista químico –contesté–, pero, en cuanto a su aplicación práctica...
–Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!
Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus experimentos.
–Hagámonos con un poco de sangre fresca –dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de la herida.
–Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la reacción característica.
Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente. En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.
–¡Ajá! –exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos nuevos–. ¿Qué me dice ahora?
–Fino experimento –repuse.
–¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.
–Caramba... –murmuré.
–Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido éste; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el camino despejado en lo venidero.
Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.
–Merece usted que se le felicite –apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo.
–¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva.
–Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales –apuntó Stamford con una carcajada–. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo “Noticiario policiaco de tiempos pasados”.
–No sería ningún disparate –repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito de parche sobre el pinchazo–. He de andar con tiento –prosiguió mientras se volvía sonriente hacia mí–, porque manejo venenos con mucha frecuencia.
Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos fuertes.
–Hemos venido a tratar un negocio –dijo Stamford tomando asiento en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie–. Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena la idea de reunirlos a los dos.
A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo.
–Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street –dijo–, que nos vendrían de perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco fuerte.
–No gasto otro –repuse.
–Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo trastear con sustancias químicas y de vez en cuanto realizo algún experimento. ¿Le importa?
–En absoluto.
–Veamos..., cuáles son mis otros inconvenientes. De tarde en tarde me pongo melancólico y no despego los labios durante días. No lo atribuya usted nunca a mal humor o resentimiento. Déjeme sencillamente a mi aire y verá qué pronto me enderezo. En fin, ¿qué tiene usted a su vez que confesarme? Es aconsejable que dos individuos estén impuestos sobre sus peores aspectos antes de que se decidan a vivir juntos.
Me hizo reír semejante interrogatorio. –Soy dueño de un cachorrito –dije–, y desapruebo los estrépitos porque mis nervios están destrozados... y me levanto a las horas más inesperadas y me declaro, en fin, perezoso en extremo. Guardo otra serie de vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados ocupan a la sazón un lugar preeminente.
–¿Entra para usted el violín en la categoría de lo estrepitoso? –me preguntó muy alarmado.
–Según quién lo toque –repuse–. Un violín bien tratado es un regalo de los dioses, un violín en manos poco diestras...
–Magnífico –concluyó con una risa alegre–. Creo que puede considerarse el trato zanjado..., siempre y cuando dé usted el visto bueno a las habitaciones.
–¿Cuándo podemos visitarlas?
–Venga usted a recogerme mañana a mediodía; saldremos después juntos y quedará todo arreglado.
–De acuerdo, a las doce en punto –repuse estrechándole la mano.
Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el hotel.
–Por cierto –pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford–, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán?
Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.
–He ahí una peculiaridad de nuestro hombre –dijo–. Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas.
–¡Caramba! ¿Se trata de un misterio? –exclamé frotándome las manos–. Esto empieza a ponerse interesante. Realmente, le agradezco infinito su presentación... Como reza el dicho, “no hay objeto de estudio más digno del hombre que el hombre mismo”.
–Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo –dijo Stamford a modo de despedida–. Aunque no le arriendo la ganancia. Verá como acaba sabiendo él mucho más de usted, que usted de él ... Adiós.
–Adiós –repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco intrigado por el individuo que acababa de conocer.

2. La ciencia de la deducción
Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las habitaciones del 221B de Baker Street a que se había hecho alusión durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales por los que entraba la luz. Tan conveniente en todos los aspectos nos pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a mudar mis pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor posible. Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse al paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.
No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al levantarme yo por la mañana, había tomado ya el desayuno y enfilado la calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era capaz de desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días, permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover apenas un músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y limpieza de su vida toda, me habría atrevido a imputar al efecto de algún narcótico. Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez más patentes y profundos. Su misma apariencia y aspecto externos eran a propósito para llamar la atención del más casual observador. En altura andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en su dueño a un hombre de firmes resoluciones. Las manos aparecían siempre manchadas de tinta y distintos productos químicos, siendo, sin embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de física.
Acaso el lector me esté calificando ya de entrometido impenitente en vista de lo mucho que este hombre excitaba mi curiosidad y de la solicitud impertinente con que procuraba yo vencer la reserva en que se hallaba envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime sin embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido hasta qué punto sin objeto era entonces mi vida, y qué pocas cosas a la sazón podían animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de tiempo extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio exterior, faltándome, los demás, amigos con quienes endulzar la monotonía de mi rutina cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí casi con entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así como la oportunidad de matar el tiempo probando a desvelarlo.
No seguía la carrera médica. Él mismo, respondiendo a cierta pregunta, había confirmado el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco parecía empeñado en suerte alguna de estudio que pudiera auparle hasta un título científico, o abrirle otra cualquiera de las reconocidas puertas por donde se accede al mundo académico. Pese a todo, el celo puesto en determinadas labores era notable, y sus conocimientos, excéntricamente circunscritos a determinados campos, tan amplios y escrupulosos que daban lugar a observaciones sencillamente asombrosas. Imposible resultaba que un trabajo denodado y una información en tal grado exacta no persiguieran un fin concreto. El lector poco sistemático no se caracteriza por la precisión de los datos acumulados en el curso de sus lecturas. Nadie satura su inteligencia con asuntos menudos a menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo así.
Si sabía un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de todo el mundo conocidas. De literatura contemporánea, filosofía y política, estaba casi completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo a colación el nombre de Tomás Carlyle, me preguntó, con la mayor inocencia, quién era aquél y lo que había hecho. Mi estupefacción llegó sin embargo a su cenit cuando descubrí por casualidad que ignoraba la teoría copernicana y la composición del sistema solar. El que un hombre civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la tierra gira en torno al sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que apenas si podía darle crédito.
–Parece usted sorprendido –dijo sonriendo ante mi expresión de asombro–. Ahora que me ha puesto usted al corriente, haré lo posible por olvidarlo.
–¡Olvidarlo!
–Entiéndame –explicó–, considero que el cerebro de cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles.
–¡Sí, pero el sistema solar..! –protesté.
–¿Y qué se me da a mí el sistema solar? –interrumpió ya impacientado–: dice usted que giramos en torno al sol... Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago.
Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un no sé qué en su actitud me dio a entender que semejante pregunta no sería de su agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba. Había mencionado su propósito de no entrometerse en conocimiento alguno que no atañera a su trabajo. Por tanto, todos los datos que atesoraba le reportaban por fuerza cierta utilidad. Enumeraré mentalmente los distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente bien informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito. No pude contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su extensión. Decía así: “Sherlock Holmes; sus límites.
1. Conocimientos de Literatura: ninguno.
2. Conocimientos de Filosofía: ninguno.
3. Conocimientos de Astronomía: ninguno.
4. Conocimientos de Política: escasos.
5. Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día en lo atañadero a la belladona, el opio y los venenos en general. Nulos en lo referente a la jardinería.
6. Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada distingue un suelo geológico de otro. Después de un paseo me ha enseñado las manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decirme, por la consistencia y color de la tierra, a qué parte de Londres correspondía cada una.
7. Conocimientos de Química: profundos.
8. Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.
9. Conocimientos de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.
10. Toca bien el violín.
11. Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.
12. Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.”
Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. “Si para adivinar lo que este tipo se propone –me dije– he de buscar qué profesión corresponde al común denominador de sus talentos, puedo ya darme por vencido.”
Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Era ésta notable, aunque no menos peregrina que todas las restantes. Que podía ejecutar piezas musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra, ya que a petición mía había reproducido las notas de algunos lieder de Mendelssohn y otras composiciones de mi elección. Cuando se dejaba llevar de su gusto, rara vez arrancaba sin embargo a su instrumento música o aires reconocibles. Recostado en su butaca durante toda una tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las cuerdas del violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran las notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre. Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los ocultos pensamientos del músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no más que como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes la costumbre de rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas favoritas, ejecutadas en descargo de lo que antes de ellas había debido oír.

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