Esta teoría apoyada por evidencias reales dice que Adolf Hitler fue iniciado en magia y artes ocultas que le ayudaron a llevar a su pueblo hacia una dolorosa guerra contra el mundo.
This theory supported by real evidences says that Adolf Hitler was begun in magic and hidden arts that helped him to push his nation toward a painful war against the world.
Jamás otro hombre despertó tanto amor y tanto odio en tanta gente. Las masas se enfervorizaron con él como con nadie, dicen que gracias a los secretos de alta magia que el Führer conocía como pocos; sin embargo, ¿pudo llevarse su secreto a la tumba?
Muchas décadas después de su crepúsculo wagneriano todavía no han podido apagarse las llamas que provocó en los corazones de media Europa. Y ahora que el nazismo intenta resucitar de aquellas cenizas, el espectro de Adolf Hitler nos revela la naturaleza mística en que se basaba su inmenso poder y los medios de que podemos disponer para exorcizarlo.
“Nos comunicamos directamente con Dios a través de Adolf Hitler. No necesitamos clérigos ni sacerdotes”. Así se expresaba el alcalde de Hamburgo durante el congreso del partido nazi celebrado en Nüremberg en 1937, presidido por una enorme fotografía del Führer bajo la cual podía leerse: “En el principio fue el Verbo”.
El ministro de Asuntos Eclesiásticos del III Reich, por su parte, aseguraba a un periodista: “Ha surgido una nueva autoridad en lo que a Cristo y la Cristiandad se refiere. Esa autoridad es Adolf Hitler... Adolf Hitler es el verdadero Espíritu Santo”. Y, sin embargo, Hitler siempre afirmó: “No soy yo todavía el que ha de venir”. “Nuestro movimiento —comentaría también en privado a Leni Riefestal— no pretende inmiscuirse en ningún tipo de reforma religiosa”.
En cualquier caso, lo escalofriante es que millones y millones de alemanes sí creyeron que el Führer era una suerte de enviado. Y era una creencia que se extendía no sólo entre el pueblo, sino igualmente entre los intelectuales y científicos, entre los ministros y correligionarios del partido. Lo creyeron, incluso, hasta muchos de sus propios adversarios políticos. En Berlín, una prestigiosa galería de arte exponía un enorme retrato de Hitler totalmente rodeado, como por un halo, de copias de una pintura de Cristo.
En la prensa se podían leer comentarios como el siguiente: “Mientras hablaba (Hitler) se oía crujir el manto de Dios por el salón”. Y a principios del otoño de 1936 se pudieron ver en Munich cuadros en los que se retrataba a Hitler vestido con la armadura de plata de los Caballeros del Santo Grial.
Claro que demasiada fidelidad podía acercarse peligrosamente a la caricatura...
Lo cierto es que Hitler no se creía Dios, pero sí un predestinado suyo. Se veía como depositario de los secretos del Temple, llegados a sus manos por intercesión divina al haber sido elegido —tal era su firme convencimiento— para llevar a cabo una misión destinada a cambiar definitivamente el rumbo de la Humanidad.
E independientemente del rotundo y negativo veredicto que predomina en la Historia actual, la figura de Hitler ha sido objeto de una propaganda tan torpe, al menos, como la que él mismo difundió contra los judíos. Y es que, al limitarnos a ridiculizar al personaje, se nos ha escapado lo esencial de su personalidad y muchas cosas han quedado inexplicadas. Porque ¿cómo un tipo aparentemente insignificante y sin estudios superiores fue capaz, en pocos años, de introducirse en los más altos niveles políticos, burlar a los líderes experimentados de las grandes potencias, convertir a millones de personas altamente civilizadas en enfervorizados seguidores, y levantar el más poderoso aparato bélico del mundo consiguiendo ser obedecido hasta el final?
No cabe duda de que además de creerse un avatar, todo esto sólo se explica si Hitler fue un “mago negro”, conocedor de los resortes secretos que son capaces de modificar la realidad hasta convertirla en el delirio adecuado a sus más íntimos y poderosos deseos. Tras la fachada de los hechos históricos se esconden los hilos de una trama oculta que pocos de sus contemporáneos conocen. Y es preciso que el paso del tiempo y las sucesivas revelaciones ofrezcan una perspectiva desde cuya altura pueda verse con nitidez lo que ocultaba esa fachada.
Hoy, sin embargo, estamos en disposición de conocer todo aquello que de haber sabido el ingenuamente entusiasmado pueblo alemán lo hubiera sumido en el más gélido de los estupores: Adolf Hitler no era un semidiós, sino un personaje de tebeo que se había creído su propia historieta. Lo que sucede es que su creencia era tan inconmovible que la epopeya dibujada en las viñetas pudo llegar a hacerse realidad, sin duda por un acto de magia genuina. Y fue así como el mundo, este mundo nuestro, fue llevado hacia la más espantosa de las tragedias.
Mickey Mouse fabricando descontroladamente millones de escobas en la película Fantasía. Con la diferencia de que en la película del III Reich no hubo un mago verdadero con suficiente poder como para detener a tiempo la descontrolada mancia del aprendiz de brujo y de la secuela de millones de muertos que dejó a su paso.
CONSEJO CONTRA LA ESVÁSTICA.
El único contemporáneo de Hitler que advirtió en toda su monstruosidad la magia negra como fuente de los asombrosos poderes de Hitler fue otro mago, injustamente vilipendiado, llamado Aleister Crowley, miembro de la sociedad secreta Alba Dorada, quien cuando fue juzgado por un tribunal inglés de justicia llegó a ser declarado por el juez “el hombre más perverso de Inglaterra”.
Pero la verdad es que Aleister Crowley conocía de sobra el paño que se cortaba. Y así se lo hizo saber en 1940 al entonces inseguro y confuso Winston Churchill, en un momento en que la posible invasión nazi de Inglaterra gravitaba como una espada de Damocles sobre la cabeza de todos los británicos. Y Churchill le creyó; hasta un punto tal que llegó a aceptar y poner en marcha una sugerencia de Crowley: aquella, según la cual, era necesario adoptar, frente al poder místico de la esvástica, la famosa “uve” de la victoria, lo cual no era otra cosa que un antiguo signo satánico (los cuernos del demonio).
Con un emblema de tal magnitud —pensaba Crowley— se podría derrotar a Hitler. Y Churchill lo aceptó. El pragmatismo inglés del líder conservador británico le llevó a estar dispuesto a aliarse con el mismo diablo con tal de vencer al temible enemigo. Literalmente.
MONSTRUOS DE LA RAZÓN.
Es otra historia engarzada en la misma Historia: la de las oscuras influencias ocultas de que fue beneficiario —y a la vez víctima— Occidente desde principios de siglo XX y, en especial, desde 1918.
Finalizada la Primera Guerra Mundial, Europa despertaba de una pesadilla poblada por los monstruos de la Razón y abría las esclusas, indiscriminadamente, al misterioso río del inconsciente freudiano y a todas las corrientes irracionalistas, desde el refrescante surrealismo a los otros “ismos” del brazo en alto, mucho menos salutíferos. Una tormenta mística que se enreda con los últimos coletazos del romanticismo nacionalista del siglo XIX y que afecta por ello especialmente a los últimos países donde arraiga el sentimiento nacional: Rusia, Italia y, en particular, Alemania.
El “retorno” de los brujos no es cosa de hoy, sino de las primeras décadas del siglo XX. Y fue así como el destino quiso que Hitler fuera el catalizador de sus manifestaciones tenebrosas. Lo quiso hasta el punto de hacerlo nacer —un 20 de Abril de 1889— en el pueblo austriaco de Braunau-am-lnn, cercano a la frontera bávara, tradicionalmente considerado un centro de médiums y videntes.
Poca gente sabe que dos famosos médiums, los hermanos Schneider, nacieron en el mismo pueblo, y que uno de ellos tuvo la misma ama de cría que Hitler.
Los que creen, como Jung, que ciertas “casualidades” tienen sentido, no dejan de subrayar esta coincidencia, ni tampoco el hecho de que un niño de diez años llamado Adolf Hitler formara parte del alumnado de una peculiar abadía benedictina, la de Lanbach, cuya singularidad consistía precisamente en estar plagada de cruces gamadas.
El nacionalismo alemán se solidificaría, “manu militari”, bajo la férula del canciller Bismarck, pero necesitaba recurrir al mito para aglutinarse en la conciencia del pueblo. Las precoces cruces gamadas de la Abadía de Lanbach fueron fruto de esa afanosa búsqueda del mito que había emprendido, como algunos otros iluminados, el abad Théodorich Hagen. El catolicismo de éste no le impediría ser un profundo conocedor de la astrología y las ciencias ocultas, ni interpretar el Apocalipsis de San Juan en un sentido mesiánico y milenarista. De hecho, formaría parte de un número creciente, el de los que empezaron a preconizar la llegada de un “Mesías” que salvaría al pueblo alemán —depositario genuino del legado ario—, tanto de sus enemigos interiores como exteriores.
Las cruces gamadas de la abadía de Lanbach, donde al niño Adolf Hitler le nace la fervorosa vocación del sacerdocio, son consecuencia de un viaje “iniciático” que al parecer emprendió el abad Hagen en 1856 al Próximo Oriente. En su itinerario se incluiría una visita a Jerusalén, antigua ciudad-estado de los caballeros templarios, y a ciertas zonas del Cáucaso, presumible “cuna” de la raza aria y donde la esvástica, al igual que en la India, estaba considerada el estandarte solar de un pueblo emprendedor de conquistas por naturaleza.
La abadía de Lanbach fue, asimismo, un poderoso foco de atracción para los iniciados en los secretos del templarismo, esa mística del “mitad monje, mitad soldado”, cuyas reminiscencias, siquiera formales, tanto eco obtuvieron en la España franquista. No era extraño, por tanto, que otro peculiar monje, cisterciense en este caso, visitara allí a sus hermanos benedictinos. Hablamos de Adolf Joseph Lang, a quien el pequeño Adolf Hitler tendría ocasión de ver transitar muchas tardes paseando por el claustro de la abadía con un libro en las manos.
Lang, rubio y de ojos azules, era un ario frenético y fanático que había encontrado en la Orden del Cister —reformada en la Edad Media por Bernardo de Claraval, el autor de la regla templaria— un impensable abrigo místico para sus delirios racistas. En 1900, poco después de su paso por Lanbach, se trasladaría a Viena, donde fundaría la Orden del Nuevo Temple, de la que se proclamaría Gran Maestre, asegurando que había recibido la iniciación nada menos que de un sucesor clandestino de Jacques de Molay.
Como se sabe, el último Gran Maestre del Temple murió en 1314 en una hoguera levantada en París por Felipe IV el Hermoso. En todo caso, hay evidencias de que no por ello desapareció la mística templaria, lo que explicaría, por ejemplo, que al rodar en el cadalso la cabeza de Luis XVI, una voz anónima gritase entre la multitud revolucionaria: “¡Has sido vengado, Jacques de Molay!”.
Fuente: José León Cano, “Adolf Hitler, el templario negro”. Revista “Más allá de la ciencia”.
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This theory supported by real evidences says that Adolf Hitler was begun in magic and hidden arts that helped him to push his nation toward a painful war against the world.
Jamás otro hombre despertó tanto amor y tanto odio en tanta gente. Las masas se enfervorizaron con él como con nadie, dicen que gracias a los secretos de alta magia que el Führer conocía como pocos; sin embargo, ¿pudo llevarse su secreto a la tumba?
Muchas décadas después de su crepúsculo wagneriano todavía no han podido apagarse las llamas que provocó en los corazones de media Europa. Y ahora que el nazismo intenta resucitar de aquellas cenizas, el espectro de Adolf Hitler nos revela la naturaleza mística en que se basaba su inmenso poder y los medios de que podemos disponer para exorcizarlo.
“Nos comunicamos directamente con Dios a través de Adolf Hitler. No necesitamos clérigos ni sacerdotes”. Así se expresaba el alcalde de Hamburgo durante el congreso del partido nazi celebrado en Nüremberg en 1937, presidido por una enorme fotografía del Führer bajo la cual podía leerse: “En el principio fue el Verbo”.
El ministro de Asuntos Eclesiásticos del III Reich, por su parte, aseguraba a un periodista: “Ha surgido una nueva autoridad en lo que a Cristo y la Cristiandad se refiere. Esa autoridad es Adolf Hitler... Adolf Hitler es el verdadero Espíritu Santo”. Y, sin embargo, Hitler siempre afirmó: “No soy yo todavía el que ha de venir”. “Nuestro movimiento —comentaría también en privado a Leni Riefestal— no pretende inmiscuirse en ningún tipo de reforma religiosa”.
En cualquier caso, lo escalofriante es que millones y millones de alemanes sí creyeron que el Führer era una suerte de enviado. Y era una creencia que se extendía no sólo entre el pueblo, sino igualmente entre los intelectuales y científicos, entre los ministros y correligionarios del partido. Lo creyeron, incluso, hasta muchos de sus propios adversarios políticos. En Berlín, una prestigiosa galería de arte exponía un enorme retrato de Hitler totalmente rodeado, como por un halo, de copias de una pintura de Cristo.
En la prensa se podían leer comentarios como el siguiente: “Mientras hablaba (Hitler) se oía crujir el manto de Dios por el salón”. Y a principios del otoño de 1936 se pudieron ver en Munich cuadros en los que se retrataba a Hitler vestido con la armadura de plata de los Caballeros del Santo Grial.
Claro que demasiada fidelidad podía acercarse peligrosamente a la caricatura...
Lo cierto es que Hitler no se creía Dios, pero sí un predestinado suyo. Se veía como depositario de los secretos del Temple, llegados a sus manos por intercesión divina al haber sido elegido —tal era su firme convencimiento— para llevar a cabo una misión destinada a cambiar definitivamente el rumbo de la Humanidad.
E independientemente del rotundo y negativo veredicto que predomina en la Historia actual, la figura de Hitler ha sido objeto de una propaganda tan torpe, al menos, como la que él mismo difundió contra los judíos. Y es que, al limitarnos a ridiculizar al personaje, se nos ha escapado lo esencial de su personalidad y muchas cosas han quedado inexplicadas. Porque ¿cómo un tipo aparentemente insignificante y sin estudios superiores fue capaz, en pocos años, de introducirse en los más altos niveles políticos, burlar a los líderes experimentados de las grandes potencias, convertir a millones de personas altamente civilizadas en enfervorizados seguidores, y levantar el más poderoso aparato bélico del mundo consiguiendo ser obedecido hasta el final?
No cabe duda de que además de creerse un avatar, todo esto sólo se explica si Hitler fue un “mago negro”, conocedor de los resortes secretos que son capaces de modificar la realidad hasta convertirla en el delirio adecuado a sus más íntimos y poderosos deseos. Tras la fachada de los hechos históricos se esconden los hilos de una trama oculta que pocos de sus contemporáneos conocen. Y es preciso que el paso del tiempo y las sucesivas revelaciones ofrezcan una perspectiva desde cuya altura pueda verse con nitidez lo que ocultaba esa fachada.
Hoy, sin embargo, estamos en disposición de conocer todo aquello que de haber sabido el ingenuamente entusiasmado pueblo alemán lo hubiera sumido en el más gélido de los estupores: Adolf Hitler no era un semidiós, sino un personaje de tebeo que se había creído su propia historieta. Lo que sucede es que su creencia era tan inconmovible que la epopeya dibujada en las viñetas pudo llegar a hacerse realidad, sin duda por un acto de magia genuina. Y fue así como el mundo, este mundo nuestro, fue llevado hacia la más espantosa de las tragedias.
Mickey Mouse fabricando descontroladamente millones de escobas en la película Fantasía. Con la diferencia de que en la película del III Reich no hubo un mago verdadero con suficiente poder como para detener a tiempo la descontrolada mancia del aprendiz de brujo y de la secuela de millones de muertos que dejó a su paso.
CONSEJO CONTRA LA ESVÁSTICA.
El único contemporáneo de Hitler que advirtió en toda su monstruosidad la magia negra como fuente de los asombrosos poderes de Hitler fue otro mago, injustamente vilipendiado, llamado Aleister Crowley, miembro de la sociedad secreta Alba Dorada, quien cuando fue juzgado por un tribunal inglés de justicia llegó a ser declarado por el juez “el hombre más perverso de Inglaterra”.
Pero la verdad es que Aleister Crowley conocía de sobra el paño que se cortaba. Y así se lo hizo saber en 1940 al entonces inseguro y confuso Winston Churchill, en un momento en que la posible invasión nazi de Inglaterra gravitaba como una espada de Damocles sobre la cabeza de todos los británicos. Y Churchill le creyó; hasta un punto tal que llegó a aceptar y poner en marcha una sugerencia de Crowley: aquella, según la cual, era necesario adoptar, frente al poder místico de la esvástica, la famosa “uve” de la victoria, lo cual no era otra cosa que un antiguo signo satánico (los cuernos del demonio).
Con un emblema de tal magnitud —pensaba Crowley— se podría derrotar a Hitler. Y Churchill lo aceptó. El pragmatismo inglés del líder conservador británico le llevó a estar dispuesto a aliarse con el mismo diablo con tal de vencer al temible enemigo. Literalmente.
MONSTRUOS DE LA RAZÓN.
Es otra historia engarzada en la misma Historia: la de las oscuras influencias ocultas de que fue beneficiario —y a la vez víctima— Occidente desde principios de siglo XX y, en especial, desde 1918.
Finalizada la Primera Guerra Mundial, Europa despertaba de una pesadilla poblada por los monstruos de la Razón y abría las esclusas, indiscriminadamente, al misterioso río del inconsciente freudiano y a todas las corrientes irracionalistas, desde el refrescante surrealismo a los otros “ismos” del brazo en alto, mucho menos salutíferos. Una tormenta mística que se enreda con los últimos coletazos del romanticismo nacionalista del siglo XIX y que afecta por ello especialmente a los últimos países donde arraiga el sentimiento nacional: Rusia, Italia y, en particular, Alemania.
El “retorno” de los brujos no es cosa de hoy, sino de las primeras décadas del siglo XX. Y fue así como el destino quiso que Hitler fuera el catalizador de sus manifestaciones tenebrosas. Lo quiso hasta el punto de hacerlo nacer —un 20 de Abril de 1889— en el pueblo austriaco de Braunau-am-lnn, cercano a la frontera bávara, tradicionalmente considerado un centro de médiums y videntes.
Poca gente sabe que dos famosos médiums, los hermanos Schneider, nacieron en el mismo pueblo, y que uno de ellos tuvo la misma ama de cría que Hitler.
Los que creen, como Jung, que ciertas “casualidades” tienen sentido, no dejan de subrayar esta coincidencia, ni tampoco el hecho de que un niño de diez años llamado Adolf Hitler formara parte del alumnado de una peculiar abadía benedictina, la de Lanbach, cuya singularidad consistía precisamente en estar plagada de cruces gamadas.
El nacionalismo alemán se solidificaría, “manu militari”, bajo la férula del canciller Bismarck, pero necesitaba recurrir al mito para aglutinarse en la conciencia del pueblo. Las precoces cruces gamadas de la Abadía de Lanbach fueron fruto de esa afanosa búsqueda del mito que había emprendido, como algunos otros iluminados, el abad Théodorich Hagen. El catolicismo de éste no le impediría ser un profundo conocedor de la astrología y las ciencias ocultas, ni interpretar el Apocalipsis de San Juan en un sentido mesiánico y milenarista. De hecho, formaría parte de un número creciente, el de los que empezaron a preconizar la llegada de un “Mesías” que salvaría al pueblo alemán —depositario genuino del legado ario—, tanto de sus enemigos interiores como exteriores.
Las cruces gamadas de la abadía de Lanbach, donde al niño Adolf Hitler le nace la fervorosa vocación del sacerdocio, son consecuencia de un viaje “iniciático” que al parecer emprendió el abad Hagen en 1856 al Próximo Oriente. En su itinerario se incluiría una visita a Jerusalén, antigua ciudad-estado de los caballeros templarios, y a ciertas zonas del Cáucaso, presumible “cuna” de la raza aria y donde la esvástica, al igual que en la India, estaba considerada el estandarte solar de un pueblo emprendedor de conquistas por naturaleza.
La abadía de Lanbach fue, asimismo, un poderoso foco de atracción para los iniciados en los secretos del templarismo, esa mística del “mitad monje, mitad soldado”, cuyas reminiscencias, siquiera formales, tanto eco obtuvieron en la España franquista. No era extraño, por tanto, que otro peculiar monje, cisterciense en este caso, visitara allí a sus hermanos benedictinos. Hablamos de Adolf Joseph Lang, a quien el pequeño Adolf Hitler tendría ocasión de ver transitar muchas tardes paseando por el claustro de la abadía con un libro en las manos.
Lang, rubio y de ojos azules, era un ario frenético y fanático que había encontrado en la Orden del Cister —reformada en la Edad Media por Bernardo de Claraval, el autor de la regla templaria— un impensable abrigo místico para sus delirios racistas. En 1900, poco después de su paso por Lanbach, se trasladaría a Viena, donde fundaría la Orden del Nuevo Temple, de la que se proclamaría Gran Maestre, asegurando que había recibido la iniciación nada menos que de un sucesor clandestino de Jacques de Molay.
Como se sabe, el último Gran Maestre del Temple murió en 1314 en una hoguera levantada en París por Felipe IV el Hermoso. En todo caso, hay evidencias de que no por ello desapareció la mística templaria, lo que explicaría, por ejemplo, que al rodar en el cadalso la cabeza de Luis XVI, una voz anónima gritase entre la multitud revolucionaria: “¡Has sido vengado, Jacques de Molay!”.
Fuente: José León Cano, “Adolf Hitler, el templario negro”. Revista “Más allá de la ciencia”.
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