martes, 17 de julio de 2012

Churchill – parte 1 de 6

 
Rasgos y semblanza de un estadista que con su genio tuvo influencia decisiva sobre el curso de un tiempo histórico trascendental a mediados del siglo XX.

Al paso del cortejo fúnebre de Winston Churchill por las calles de Londres, escoltado por el respeto, la admiración y el dolor de miles de personas, una frase, repetida una y otra vez a lo largo del trayecto, era cifra y resumen de una de las más asombrosas personalidades de la Historia moderna; “Con él se va algo de la vieja Inglaterra...”
¿Quién era este hombre amado y al mismo tiempo discutido, que alcanzó los más grandes honores y fue blanco de los más duros ataques; militar, protagonista de azarosas aventuras bélicas; político hábil, que no titubeó en cambiar de partido cuantas veces se lo propuso; escritor infatigable, en una carrera fecunda que lo llevó al Premio Nobel; con geniales atisbos, incluso en su vejez, cuando acuñó el término “telón de acero” para denunciar la amenaza soviética, señalando con precisión los contornos de la guerra fría; orador incomparable, que confundía con su palabra a sus más peligrosos contradictores; impetuoso, inconformista, estadista genial hasta en sus errores? ¿Quién era aquel hombre por el que lloraba Inglaterra?
Sería impropio llamarle un hombre del pueblo, pues desde que nació marchó sobre una alfombra de púrpura. Y, sin embargo, se sintió hasta tal punto hermanado con el pueblo, que el pueblo lo aceptó como su jefe indiscutible. Individualista y egocéntrico se consideraba él mismo como un objeto de estudio interesantísimo. Esta exagerada curiosidad de sus propios procesos mentales se refleja en sus discursos, en sus libros, en todo su pensamiento. Winston Churchill, en una palabra, fue la personalidad más vivaz que conoció Winston Churchill.
Pero fue también un hombre de raras cualidades aunque muchos le reprocharon una desmesurada ambición. La acción y la tenacidad fueron las claves de su carácter. La dificultad de pronunciar la letra “S” —por ejemplo— no le impidió ser un magnífico tribuno, experimentado en todas las astucias de la retórica parlamentaria y demagógica. Parecía que improvisaba sus discursos y en realidad los preparaba cuidadosamente, dosificando sus frases de efectos con gran sagacidad. Tuvo la vanidad de pintar y nunca se sintió más feliz que cuando la Academia Británica de Bellas Artes hizo una exposición de sus obras. Amaba la buena mesa y le gustaba gozar con todos los placeres que ofrece la vida. Incluso físicamente fue siempre el hombre que quiso ser, mitad gran señor y mitad demagogo, con su cara de bulldog que ladraba pero no mordía, con sus ojos rientes, su comunicativa sonrisa y su infaltable cigarro puro entre los dedos.
Era un hombre de mente amplia, no un doctrinario. Siempre con la intuición de las reformas, mezclaba en sí la tradición y el modernismo. Constituía una curiosa síntesis de reformador y reaccionario; de deportista y sibarita; de patricio y de bohemio; de agente de publicidad norteamericano y de aquellos grandes aventureros ingleses que fundaron el Imperio. Imperioso y jovial; impulsivo y tenaz. Condujo la Segunda Guerra Mundial con pasión; hizo y deshizo generales y almirantes. Cometió errores colosales y secundó audaces iniciativas y estudios sin los cuales los aliados no habrían ganado la guerra. Tocó la gloria el día de la derrota de Alemania sólo para verse pocas semanas después arrojado del poder por el pueblo que había salvado.
Fue, mientras vivió, la historia de su patria. Y ésta es la historia de su vida.

EN EL HOGAR DE LOS DUQUES DE MARLBOROUGH.
En la crónica de sociedad del “Times”, de Londres, del 3 de diciembre de 1874, los ingleses pudieron leer entre otras noticias esta breve gacetilla: “El 30 de noviembre, en su residencia de Blenheim Palace, lady Randolph Churchill ha dado a luz, prematuramente, un niño”.
Como diría más tarde uno de sus biógrafos: “Ya desde su nacimiento Churchill tuvo prisa”.
Poco caso hicieron en los primeros momentos al recién nacido; todos los cuidados iban hacia la madre, debilitada por el prematuro alumbramiento. Para el padre del pequeño, lord Randolph Churchill, no hay duda que ese año contaría mucho en sus recuerdos: en menos de once meses había ganado las elecciones para entrar en la Cámara de los Comunes, se había casado con una riquísima heredera norteamericana y acababa de convertirse en feliz padre de familia.
Randolph Churchill, hijo tercero del séptimo duque de Marlborough, pertenecía por su familia a una de las más nobles estirpes de Inglaterra. Brillante político conservador, llegó a ser en su carrera canciller del Exchequer y estuvo a punto de convertirse en líder del partido “tory” y sustituir a lord Salisbury como Primer Ministro. Cuando sólo tenía veinticuatro años, conoció en un baile del Royal Yatch Squadron, celebrado en la isla de Wight, a una bellísima norteamericana: Jeanette Jerome. Ella tenía sólo diecinueve años. Fue, verdaderamente lo que se llama un amor a primera vista, consagrado por la boda pocos meses después.
¿Quién era Jennie Jerome, la desconocida que había conquistado en un abrir y cerrar de ojos al heredero de tan ilustre apellido como era el de los Churchill? Joven, rica, dueña de todo lo que una muchacha pueda desear, no hay duda que constituía una esposa ideal, a pesar de que en los primeros momentos fue necesario vencer cierta resistencia al matrimonio por parte de los familiares del novio. Jennie había nacido en Trieste y fue educada en el París de Napoleón III. Su padre, Leonard Jerome, propietario y director del “New York Times”, se hizo famoso en la guerra de Secesión norteamericana cuando defendió a tiros el edificio del diario del ataque de los revoltosos. Quizá Winston Churchill heredara de su abuelo materno ese amor a la aventura, ese valor a prueba de desfallecimientos de que hizo gala durante toda su vida.
Pasados los primeros instantes de revuelo, el recién nacido fue entregado al anónimo cuidado de institutrices y gobernantas. Su padre, absorbido por su carrera política, no tenía apenas tiempo para vigilar la educación de su hijo. Su madre, sumergida en una intensa vida de sociedad, tampoco hallaba momento para atender al pequeño. Fue su institutriz, Mrs. Everest, la que guió a Churchill en sus primeros pasos por el mundo, cariño y devoción que éste pagó años después, cuando ya se había convertido en una figura de talla internacional, teniendo siempre junto a sí, en la mesa de su despacho, su retrato.
Sin embargo, el niño guardó en todo momento a su madre una inmensa ternura. “Mi madre —son sus palabras— fue siempre para mí algo brillante y mágico. Lucía como una estrella del atardecer. Aunque alejado de ella, la quise mucho. Siempre me pareció una princesa de un cuento de hadas”.
El futuro estadista era entonces torpe, con un rostro poco agraciado, nariz corta y achatada y un deslavazado cabello pelirrojo. Si físicamente el retrato era poco favorecedor, intelectualmente no salía mejor parado; su padre, incluso, llegó a pensar que era retrasado mental.
A los siete años, Winston fue enviado a una escuela para pasar allí, según él mismo dijo, “una temporada gris y sombría en el camino de mi existencia; un interminable período de aburrimiento y el ciclo más desgraciado de mi vida”. Los métodos pedagógicos eran muy rudos por aquel entonces en Inglaterra, y el pequeño Churchill sufrió también en su cuerpo los crueles bastonazos de sus preceptores.
De regreso a casa por su mala salud, permanece allí hasta cumplir los trece años en que es matriculado en Harrow, el colegio tradicional de los Churchill, donde llegó a ser el último de la clase por su poca aplicación. Su gran memoria, en cambio, fue desde el principio el asombro de todos. Durante el primer curso en Harrow se aprendió de memoria 1.200 versos de Lays y los poemas épicos de Macaulay, hacia los que se sintió atraído por su amor a la Historia y a la Retórica.
Su padre soñaba hacer de él un hombre de leyes, pero el joven Winston acabó inclinándose por la milicia. Marcha a la Academia Militar de Sandhurst, se somete a examen de ingreso... y es suspendido dos veces. Por fin, a la tercera, logra ser admitido para la “cavalry class”, una especie de puerta falsa para los jóvenes aristócratas lo suficientemente ricos para proporcionarse sus propios caballos.
Pero la Academia Militar le cambia. En el joven cadete se produce una extraordinaria metamorfosis, una mejora día a día que le vale graduarse en el octavo puesto de una promoción de ciento cincuenta alumnos. Winston Churchill ha madurado. Corría el año 1894.

BAUTISMO DE FUEGO EN LA ISLA DE CUBA.
El hijo de lord Randolph ya es oficial. Destinado como subteniente al 4° Regimiento de Húsares, se inicia en los esplendores de la vida mundana, en cuyo firmamento brilla con luz propia su madre. Pero la atmósfera de etiqueta, pausada, ceremoniosa, agobiante y hasta aburrida cansó pronto al joven militar, ansioso de acción. ¿Adónde ir? Un mundo en paz parecía burlarse de sus ansias guerreras. Sólo en un pequeño rincón del planeta se luchaba: Cuba. Y hacia allí se dispuso a partir de inmediato. La insurrección contra España y los combates que se desarrollaban ya en la bella isla antillana, prometían llenar con exceso las aspiraciones de Winston Churchill.
Decidida la aventura, solicitó permiso para él y para su compañero Reginald Barnes, permiso que les fue concedido inmediatamente porque —fueron sus palabras— “la superioridad estimó que esa experiencia podía ser equivalente por sus riesgos a esas peligrosas cacerías que todo caballero ha de efectuar para que se comience a admitir que lleva una vida respetable”.
Después de conseguir, gracias a sir Henry Wolf, embajador británico en Madrid y amigo de lord Randolph, la necesaria autorización del Gobierno español para trasladarse a Cuba, hacia allí partieron Winston y su amigo a principios de 1895.
Con admirable previsión para un muchacho de su edad, antes de embarcarse había cerrado trato con el “Dailv Graphic” comprometiéndose a enviar crónicas de guerra a ese diario al precio de cinco libras esterlinas cada una. Fueron estos los primeros pasos literarios del que luego sería uno de los más leídos escritores de Inglaterra.
Después de ser recibidos en el cuartel general de Martínez Campos, a la sazón en la provincia de Santa Clara, los dos jóvenes fueron aconsejados para unirse a una columna móvil a fin de que ambos pudieran saciar sus deseos de “ver la guerra”. Y así se trasladaron a Sancti Spiritus para entrar a formar parte de la columna del general Suárez Valdés. Churchill narra así aquella su primera salida al campo de batalla:
“No conocíamos nada sobre las cualidades de nuestros amigos ni de los enemigos. No teníamos nada que ver con sus querellas. Excepto en caso de defensa propia, no podíamos tomar parte en sus combates. Pero sentíamos que aquel era un gran momento de nuestra vida; de hecho, uno de los mejores instantes que he vivido.
Fue precisamente el 30 de noviembre, el día que cumplía veintiún años, cuando Churchill recibió su bautismo de fuego. Durante todo el día, la columna fue hostilizada desde la manigua, e incluso por la noche la cabaña en la que dormían fue acribillada por las balas. Churchill confesó luego que sintió deseos de tirarse al suelo, máxime al ver caer herido a un soldado, pero al mirar en torno y ver que los demás españoles permanecían impertérritos en sus hamacas, no se atrevió a moverse.
En esta breve campaña, el flamante oficial británico recibió su primera lección práctica de un combate real, del manejo de la artillería y del empleo de la infantería. Fue una maravillosa experiencia en la que demostró sobradamente su valor, valor que más tarde, al regresar a su patria, recompensaría el general Martínez Campos con una medalla, la primera de las sesenta condecoraciones que Churchill recibiría a lo largo de su vida. Una medalla española ganada codo a codo con soldados españoles.

(Continuará…)

Fuente: Rafael de Góngora. “Churchill”. Revista “Los Protagonistas de la Historia”.

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