Rasgos y semblanza de un estadista que con su genio tuvo influencia decisiva sobre el curso de un tiempo histórico trascendental a mediados del siglo XX.
CASABLANCA Y EL TERMINO “RENDICIÓN INCONDICIONAL”.
Tras los éxitos iniciales de los países del Eje, el final del año 1942 trajo las primeras victorias decisivas de los aliados. En el frente del Pacífico, los Estados Unidos derrotan a una escuadra japonesa en el mar del Coral, ganan la gran batalla aérea de las islas Midway y destrozan otra escuadra enemiga en las islas Salomón. Contra Alemania, se obtiene el gran triunfo de El Alamein frente al mítico Rommel y se efectúa el desembarco aliado del Norte de África. La ofensiva ha cambiado de sentido.
Para estudiar la marcha de la guerra y planear la futura estrategia bélica y diplomática, Churchill y Roosevelt se reúnen de nuevo. Esta vez el sitio elegido es Casablanca, unida ya a la causa aliada tras el victorioso desembarco.
En la conferencia participa el general De Gaulle, portaestandarte de los franceses libres, cuyas discusiones con el “premier” británico en demanda de más generosa ayuda para su causa, se han hecho famosas. Churchill llegó a comentar con humor ante unos amigos íntimos: “Este De Gaulle se cree Juana de Arco, y no vamos a tener más remedio un día que quemarle vivo a él también”.
Pero pese a estas salidas, una admiración recíproca une a los dos líderes, animados por un patriotismo similar y una misma decisión. Años después, ya jefe del Gobierno francés, Charles de Gaulle imponía en París, a un Winston Churchill visiblemente emocionado, la Cruz de la Campaña de Liberación. El estadista británico, recordando los tiempos de guerra llegaría a decir con humor: “De todas las cruces que me cupo la suerte llevar, la de Lorena —emblema de los franceses libres— fue desde luego la más pesada”.
Poco esperaban los periodistas destacados en la ciudad norteafricana de los comunicados oficiales. Pero al término de la conferencia, el 24 de enero de 1943, el Presidente Roosevelt reunió a los representantes de la prensa y les anunció que Churchill y él, de común acuerdo, habían decidido aceptar de Alemania, Italia y Japón únicamente una “rendición incondicional”.
El hijo del Presidente norteamericano, Elliot Roosevelt, contaría después en su libro “As he Saw it” cómo nació este término de “rendición incondicional” que tantas repercusiones tuvo:
“El 18 de enero, durante el almuerzo, estábamos sólo presentes Harry (Hopkins), el primer ministro (Churchill), mi padre y yo. Fue durante el curso de esta comida donde nació la frase ‘rendición incondicional’. Recuerdo —si esto tiene alguna importancia— que fue mi padre quien la pronunció. Churchill, mientras masticaba lentamente un bocado, reflexionó, arrugó el entrecejo, volvió a reflexionar, luego sonrió y, por fin, exclamó: ‘Perfecto. Me parece estar ya oyendo a Goebbels con toda su banda empezar a gritar’”.
Los ingleses, sin embargo, estimaron que esta fórmula era peligrosa y contraria a los principios tradicionales en las relaciones anglo-germanas. Churchill, a su regreso a Londres, salió al paso de algunas críticas diciendo que Roosevelt había sido el autor de aquella fórmula.
El primer ministro británico, respondiendo a una consulta de Robert Sherwood, confidente de Harry Hopkins, escribiría más tarde:
“Fue en la conferencia donde yo oí por vez primera, en la boca del Presidente, las palabras ‘rendición incondicional’. No hay que olvidar que en ese momento nadie tenía el derecho de proclamar que la victoria estaba asegurada. En consecuencia, la palabra clave era: audacia. Yo, personalmente, no habría empleado esa expresión, pero yo me alineé inmediatamente junto al Presidente y he defendido a menudo esa decisión. Es falso alegar que ella prolongara la guerra. Las negociaciones eran imposibles...”
TEHERÁN: LOS TRES GRANDES SE REÚNEN POR VEZ PRIMERA.
En el curso de ese mismo año, los anglo-norteamericanos liberan África de todas las fuerzas del Eje: desembarcan al Sur de Italia y, tras la eliminación de Mussolini, ven pasarse al Gobierno italiano al campo de los aliados. En el Pacífico, los norteamericanos han recuperado definitivamente la iniciativa de las operaciones. En Rusia, el Ejército soviético controla la situación, mientras la retirada de las fuerzas alemanas crece y sus contraataques pierden vigor.
En esta situación, en noviembre de 1943, los “tres grandes”, Estados Unidos, Rusia e Inglaterra, encarnados en sus líderes Roosevelt, Stalin y Churchill, deciden reunirse por vez primera en una conferencia de alto nivel. El lugar elegido para celebrarla es la capital iraní: Teherán.
Acerca de la dirección militar de la guerra, Roosevelt y Stalin se ponen pronto de acuerdo para rechazar la proposición que hace Churchill de abrir un nuevo frente anglo-norteamericano en los Balcanes, El “premier” británico quizá recuerda la ofensiva semejante que desde el mismo sitio precipitó el fin de la primera guerra mundial. El Estado Mayor norteamericano hace hincapié en las dificultades técnicas para realizarlo; Rusia, posiblemente, recelaría de unas fuerzas occidentales que después de instalarse en los Estrechos pudiera remontar el Danubio y llegar antes que las fuerzas soviéticas al corazón de Europa.
En Teherán hubo acuerdo, en cambio, en precisar los elementos de la “Operación Overlord”, el segundo frente que se abriría en Francia en mayo del año siguiente. En cuanto a los problemas de posguerra se convino que las Naciones Unidas, destinadas a reemplazar a la fracasada Sociedad de Naciones, deberían ser dotadas de una autoridad de intervención en poder de cuatro grandes potencias. Por último, también hubo acuerdo en dividir Alemania.
YALTA: LA GUERRA VA TOCANDO A SU FIN.
La ofensiva aliada prosigue victoriosa en todos los frentes. Pero la unidad de criterios amenaza con resquebrajarse. Surgen divergencias entre británicos y norteamericanos. Estos últimos apoyan en los países ya liberados los movimientos democráticos de izquierda, en los que, a menudo, la influencia comunista es muy activa. Churchill, mucho menos dado a la abstracción generosa, desconfía de los románticos de la liberación y de la resistencia, y otorga su confianza a las clásicas formaciones de Gobierno, a los hombres que ya han tenido la experiencia del poder.
Las profundas divergencias entre Winston Churchill y Franklin Roosevelt quedan en su mayor parte superadas durante una nueva conferencia de los “tres grandes”. Esta vez, el “premier” británico y el Presidente norteamericano son huéspedes de Stalin. La reunión se celebra en Yalta a mediados de febrero de 1945, cuando ya la terrible contienda va tocando a su fin.
Las Naciones Unidas, con la instauración del veto de las grandes potencias, y el desmembramiento de Alemania son los primeros temas acordados. Churchill logra imponer su iniciativa de conceder una zona de ocupación en Alemania a Francia. Stalin, en principio opuesto terminantemente a ello, cede bajo la condición de que esa nueva zona se creará a expensas de las zonas de ocupación de Inglaterra y Estados Unidos.
Churchill, que a juicio de algunos sólo se limitó en Yalta a sancionar los acuerdos bilaterales entre Roosevelt y Stalin, luchó encarnizadamente por conseguir, sin éxito, unas fronteras para Polonia, satisfactorias desde el punto de vista inglés.
Yalta sería la última conferencia que concluiría Winston Churchill. Sin saberlo, en medio de la embriaguez de la victoria, su fin como primer ministro estaba próximo.
EL DIA DE LA VICTORIA.
El 7 de mayo de 1945, un minuto después de medianoche, un lacónico comunicado de la BBC informó al país de la rendición incondicional de Alemania.
Largos años de cruentos combates tocaban así a su fin. La sangrienta lucha en Europa era ya sólo un mal recuerdo en la mente de todos. Inglaterra se echó a la calle para celebrar el tan esperado “V-day” que con inquebrantable fe en su destino les anunciara Winston Churchill en las tristes jornadas de 1940.
Para el Primer Ministro el día 8 fue también inolvidable. A las tres de la tarde, desde su residencia de Downing Street se dirigió al país por radio, anunciando en un mesurado discurso el fin de las hostilidades. Ante la casa, miles de personas se agolpaban vitoreando a su líder. Cuando éste, al término de la transmisión, salió para dirigirse al Parlamento donde se iba a celebrar una histórica sesión, la muchedumbre, a duras penas contenida por las fuerzas del orden, rompió en interminables vítores. Churchill, consciente del momento, un poco teatral como a él le gustaba ser, sonrió y lentamente levantó su brazo haciendo con sus dedos el signo de la victoria, el ademán que si en días más aciagos pareció un inútil desafío ante la irremediable derrota, ese 8 de mayo cobraba alturas de símbolo. Un bosque de brazos levantados con los dedos en V respondió unánime al gesto del viejo león.
La sesión del Parlamento, reunión sin mayor trascendencia para tratar asuntos de rutina, se transformó en un enfervorizado homenaje de los diputados al jefe del Gobierno. Una cerrada ovación, prolongada largos minutos, acogió la llegada de Churchill, quien con sencillez agradeció a todos su colaboración, olvidando partidismos políticos. Luego se celebró en la abadía de Westminster una función religiosa de acción de gracias. Como en cada minuto de la histórica jornada, el automóvil de Winston Churchill tardó en abrirse camino entre las multitudes que se congregaban a su paso. Más tarde,. el “premier” fue recibido por el Rey Jorge VI y toda la familia real, quienes le expresaron, como la mejor encarnación del espíritu nacional, el agradecimiento por la infatigable labor desplegada durante tantos años y por esa fe insobornable en el triunfo final que contagió a todo el país cuando todo parecía perdido.
La culminación del júbilo popular hacia el líder en su hora más gloriosa tuvo lugar ante el edificio del Ministerio de Sanidad, en cuyo balcón, rodeado de dirigentes políticos conservadores y laboristas, Churchill habló a las decenas de miles de personas que abarrotaban la plaza.
“¡Dios os bendiga a todos! —dijo—. Esta es vuestra victoria. Todos, hombres y mujeres, habéis cumplido con vuestro deber. Ni el peligro ni la furia de las armas del enemigo fueron capaces de debilitar un solo instante la independiente resolución de la nación inglesa”.
El día tocaba a su fin. A instancias de la multitud que coreaba su nombre, Winston Churchill volvió a asomarse al balcón una y otra vez. Por fin, regresó a Downing Street para tener el merecido descanso. Casi cinco años de sangre, fatigas, sudor y lágrimas, como él mismo había prometido, quedaron compensados en las horas intensas de este día feliz.
INGLATERRA LE VUELVE LA ESPALDA.
Ya bastante antes de la capitulación del Tercer Reich, las diferencias entre los aliados se habían agudizado. Los occidentales se veían cada vez más distanciados de los puntos de vista soviéticos y de la actitud de Rusia en los países de Europa Oriental por ella ocupados. Para intentar un principio de acuerdo, que ya parecía ofrecerse como imposible, los “tres grandes” decidieron reunirse nuevamente. El lugar elegido para ello fue la ciudad de Potsdam. Los interlocutores fueron los mismos que en Yalta por parte de Gran Bretaña, con Churchill, y la Unión Soviética, con Stalin. Representando a Estados Unidos había una cara nueva: tras la muerte de Franklin Roosevelt, ocurrida el 12 de abril, el vicepresidente Harry Truman había asumido la primera magistratura de su país.
Inaugurada el 17 de julio, la conferencia se prolongaría hasta el día 2 de agosto. En su clausura, ya no estaría presente Winston Churchill.
Efectivamente, tras el entusiasmo de los primeros días, la vida política inglesa había vuelto a su cauce y pronto se vio la conveniencia de no prolongar más la coalición nacional de tiempos de guerra. Eran obligadas unas nuevas elecciones.
Algún espectador, ajeno a la realidad política, quizá pensó en un arrollador triunfo de Churchill. Era el héroe que los había llevado a la victoria y era justo que el país se alineara junto a él.
Pero el pueblo británico, que había quedado exhausto con la guerra, se enfrentaba ahora con una difícil posguerra. Todos recordaban que al término de la primera guerra mundial, en una situación semejante, las urnas confirmaron a Lloyd George como primer ministro, y Lloyd George, que había sabido ganar la contienda, perdió la paz. El desempleo creció pavorosamente y pudieron verse a los antiguos combatientes cantar por unas monedas en las calles de Londres.
Las elecciones se celebraron el 5 de julio, pero los resultados definitivos no se conocieron hasta el día 26. El día anterior, Churchill había regresado de Potsdam para estar presente en la proclamación de los resultados. Recordando esta noche de vísperas, él mismo escribiría en sus memorias:
“Justo poco antes del amanecer, me desperté de improviso con una sensación de malestar, de casi dolor físico. Una subconsciente convicción de que íbamos a ser derrotados dominó poco a poco mi mente”.
La pesadilla de Winston Churchill se hizo realidad. Arrolladoramente, el partido laborista ganó estas elecciones llevando a su jefe, Clement Attlee, al cargo de Primer Ministro.
Cuando al día siguiente de ser conocida la derrota, Churchill abandona su residencia de Downing Street, en la que había vivido mil noventa y dos días consecutivos, los más trágicos de la historia de Inglaterra, el laborista Bevan le dice: “Vuestro enemigo no es el socialismo, sino el tiempo”. Quizá, queriéndole consolar, le acababa de decir la verdad más dolorosa.
Otra vez en la oposición a sus setenta y un años de edad, Churchill no pierde el ímpetu de otros tiempos. Aunque, naturalmente, sigue influyendo en la política nacional, su actividad se enfoca preferentemente al campo de las relaciones internacionales.
(Continuará…)
Fuente: Rafael de Góngora. “Churchill”. Revista “Los Protagonistas de la Historia”.
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