El cóndor, amenazado por el hombre, su número decrece en toda América.
Una expedición a Talampaya, en Argentina, consiguió fotografiarlo en su escarpado hábitat. Este es un informe sobre las costumbres de la más grande de las aves rapaces.
El cañón del río Talampaya, ubicado en el Noroeste de la República Argentina, en La Rioja, a 214 kilómetros de la ciudad capital de esa provincia andina, reúne motivos de atracción para geólogos, paleontólogos, arqueólogos, antropólogos, botánicos y zoólogos. Y también para contempladores de paisajes, entre los que podríamos incluir turistas, siempre y cuando no sean muy exigentes en comodidades. El lugar —bellísimo pero desolado y salvaje— no tiene en sus proximidades alojamiento confortable, ni restaurantes, ni provisión de combustible.
Talampaya muestra al visitante transformaciones de la corteza terrestre y curiosas formas labradas por la erosión eólica, pluvial y fluvial; es también lugar pródigo en fósiles de fauna y flora; exhibe manifestaciones de arte rupestre, como sus famosos petroglifos o los morteros colectivos, y otros testimonios de pobladores precolombinos; es rico en especies de fauna y flora, y en ganado salvaje; también fue escenario en el siglo XIX de cruentos enfrentamientos entre bandidos e integrantes de caravanas que transitaban entre Jáchal en San Juan, y Chilecito en La Rioja; finalmente, la singular belleza del paisaje otorga al cañón y sus aledaños un atractivo turístico incomparable.
Esa belleza, difícil de describir, radica especialmente en la variedad de formas y colores de los acantilados y farallones que rodean el cauce seco del río. Un río que sólo “resucita” dos o tres veces por verano, cuando llueve copiosamente en las sierras de Sañogasta y Vilgo. Entonces, repentinamente cobra vida, se agita y se retuerce embravecido, arranca de su modorra a millares de piedras calcinadas y con ellas —en feroz torbellino— se precipita y arrasa cuanto halla a su paso. Espectáculo estremecedor y peligroso que dura unas cuatro horas.
Después, este Lázaro fluvial se extiende y adormece en la llanura, y en las arenas ardientes se evapora. Retorna el silencio y la soledad en la garganta amurallada. Se suceden amaneceres, mediodías, prolongados crepúsculos, que encienden o desvanecen luces y sombras, renovando el espectáculo de paredones rojizos, ocres, violetas, grises. Y algunos días, si dirigimos la mirada hacia la cima pedregosa, podemos advertir algo que no figura en los folletos turísticos ni en el relato del guía que nos acompaña: las nubes de Talampaya, fugaces, volanderas, con formas aun más caprichosas que los farallones.
SU VUELO, UN ESPECTÁCULO.
Ciertamente, hay mucho para recorrer y observar en Talampaya, pero el objetivo principal de nuestro viaje fue el cóndor andino. Sabíamos que sobrevuela el cañón y que suele posar, dormir y anidar en oquedades de las empinadas paredes. Y allí fuimos.
Por la serenidad y majestuosidad de su vuelo, por la altura a que suele remontarse durante sus exploraciones aéreas, por su gran tamaño —es la mayor entre las aves vivientes capaces de volar—, y por haber sido escogido frecuentemente como símbolo de señorío sobre la naturaleza montañosa, el cóndor (Vultur gryphus) es sin duda una de las especies más atrayentes de la fauna sudamericana y una de las más admiradas del mundo.
Los que tuvimos la fortuna de observar el vuelo de esta rapaz coincidimos en que es un espectáculo cautivante. Viéndolo volar uno descubre la perfecta armonía que existe entre el peso de su cuerpo y el tamaño de sus alas. A diferencia de otras aves, no tiene grandes músculos pectorales, y es por esta razón que sólo mueve sus alas cuando le resulta imprescindible, es decir, al remontarse, al posarse, o en caso de emergencia. Normalmente vuela como un planeador, aprovechando las comentes de aire con destreza extraordinaria; rara vez se le ve dar más de cinco aletadas seguidas.
Las plumas de sus alas producen al volar un ruido muy característico. En el silencio de Talampaya volvimos a escucharlo: es un fuerte zumbido originado por el viento al pasar entre las grandes plumas primarias, mientras las alas permanecen inmóviles.
No obstante estos bellos atributos, el hombre parece empeñado en hacerlo desaparecer de la Tierra y hoy es una especie amenazada de extinción en buena parte de su área de distribución.
CARACTERÍSTICAS FÍSICAS.
Ave exclusiva de la América del Sur, se la encuentra en la Cordillera de los Andes, desde Venezuela y Colombia hasta el sur de Tierra del Fuego. En Chile, es parte del escudo nacional, así como en el escudo nacional de Bolivia... aún.
Según estimaciones recientes, el cóndor ya no existe en Venezuela y es muy raro en Colombia; también Ecuador, Perú y Bolivia han informado que ha disminuido la cantidad de estas aves de gran tamaño. El cóndor es, en general, de color negro azulado, con un collar de plumón blanco y una gran mancha blanca en las alas. El macho se diferencia fácilmente de la hembra por la carúncula (excrecencia carnosa) que tiene sobre la frente y parte del pico, por su mayor tamaño y, observándolo desde muy cerca, por el iris del ojo marrón amarillento (el de la hembra es rojizo). Los ejemplares jóvenes son de color pardo ocráceo.
Un macho adulto puede llegar a pesar unos 12 kilos y medir, desde el extremo del pico al extremo de la cola, 1,30 metro y unos 3 metros de envergadura.
Puede volar hasta una altura de 4.500 metros aproximadamente y, en condiciones climáticas favorables, mantener el vuelo durante cierto tiempo a unos 55 kilómetros por hora. Las patas, provistas de fuertes dedos y uñas romas, le sirven para posarse, caminar y sostener su comida mientras la tironea con el pico; contrariamente a lo que muchos suponen, no puede con ellas atrapar ni retener presas vivas, y mucho menos sostenerlas mientras remonta vuelo, como relatan algunas fábulas andinas. Una famosa novela de Julio Verne, “Los hijos del capitán Grant”, ha contribuido mucho a divulgar este error; encontrándose los protagonistas en la Patagonia, un cóndor de más de 5 metros de envergadura (sic) remonta vuelo llevándose a un niño de 12 años de edad: “De las garras del cóndor pendía, zarandeándose, un cuerpo inanimado: el de Roberto Grant. El ave lo llevaba asido por las ropas, dice Veme, y se balanceaba en el aire a menos de 150 pies de altura, sobre el campamento”.
El nido de estas aves es difícil de hallar: eligen lugares prácticamente inaccesibles para quien no tenga alas o la destreza de un andinista. La hembra incuba una sola vez por año uno o dos huevos de color blanco, que deposita en alguna depresión sobre la roca casi desnuda; luego se turna con el macho para empollarlo durante unos 55 días. El polluelo tarda bastante en desarrollarse, permaneciendo en el nido unos seis meses; después de ese lapso depende todavía de sus padres durante un tiempo bastante prolongado, pues éstos deben procurarle alimento y ayudarle a comer.
En los paredones del cañón de Talampaya, a unos 100 metros de altura, se descubren fácilmente las oquedades utilizadas por los cóndores como dormidero, pues resultan muy visibles las manchas blancas de sus excrementos. Nunca se hallaron nidos en ese lugar, pero hace unos años fue capturado en el cauce del río un pichón, lo que permite suponer que estas aves anidan en los acantilados. Nosotros observamos individuos juveniles.
Los cóndores se alimentan especialmente con carroña: si se les presenta la oportunidad, en forma esporádica pueden atacar y matar animales heridos, enfermos o exhaustos, hembras parturientas, corderos o terneros recién nacidos, o bien crías de otras aves. Al parecer, prefieren cadáveres de mamíferos de gran tamaño. Pero de ninguna manera es el cóndor un depredador feroz y agresivo, como muchos imaginan al observar en los parques zoológicos su corpulencia, sus robustas patas y uñas, su pico amenazante y su torvo iris rojizo.
Es proverbial la resistencia de estas aves al hambre y a la sed. Darwin observó en 1837, en Valparaíso, Chile, veinte cóndores en cautiverio que sólo comían una vez por semana y se hallaban en buen estado de salud; campesinos chilenos le informaron que el cóndor era capaz de permanecer hasta cinco o seis semanas sin comer, conservando su vigor.
Respecto de su resistencia a la sed se conoce una anécdota que resulta ilustrativa: cuando el doctor Eduardo L. Holmberg se hizo cargo de la dirección del Jardín Zoológico de Buenos Aires, a fines del siglo XIX, advirtió que a los cóndores que se hallaban en cautiverio no se les suministraba agua. Consultados los guardianes, informaron a Holmberg que “el cóndor es animal que no toma agua”.
Obvio es decir que el director ordenó inmediatamente que se les trajera agua y todos vieron entonces cómo los cóndores se precipitaban sobre el recipiente y bebían con la mayor avidez. Habían transcurrido más de diez años sin que se les diera agua, sustentándose estas aves con el líquido que pudiera contener la carne cruda que se les proporcionaba diariamente, o con el agua que consumían cuando llovía.
RUTINA Y FESTINES.
Los cóndores pasan la noche en alguna grieta u oquedad de inaccesibles paredones. Su actividad no comienza temprano; suelen permanecer en su dormidero arreglando el plumaje o tomando sol hasta bien entrada la mañana. En Talampaya recién a las 11 iniciaron sus vuelos de reconocimiento. Con las últimas luces del atardecer regresan a su apostadero.
Sin embargo, esta rutina tiene excepciones. Un grupo de naturalistas españoles que viajó especialmente a Talampaya para filmar y fotografiar cóndores, permaneció seis días en el lugar sin haber visto una sola de estas aves.
Gregarios y excelentes voladores, es sabido que en busca de alimento pueden alejarse centenares de kilómetros de su residencia habitual y participar durante varios días de algún festín en recónditos e inaccesibles parajes cordilleranos.
El cóndor suele comer hasta el hartazgo. A tal punto que después de esas comilonas, padece dificultades para volar. En tales ocasiones —sobre todo si el festín fue en lugar llano— es presa fácil de su único depredador, el hombre, pues no tiene otros enemigos naturales. Impedido de levantar vuelo por el sobrepeso, se lo mata entonces con armas de fuego o, simplemente, a palos, mientras el ave corretea y vomita con desesperación tratando de alivianarse.
El cóndor pertenece al orden de los Falconiformes y a la familia Cathartidae, cuyos integrantes se caracterizan por alimentarse, casi con exclusividad, con carroña. Son aves grandes, gregarias, monógamas, excelentes voladoras, de hábitos diurnos y vista muy desarrollada. Tienen alas largas y anchas que facilitan su planeo a gran altura; cabeza desnuda de plumas; recio pico con gancho apical y bordes cortantes; buche voluminoso que se destaca al llenarse; patas robustas y uñas débiles. Ponen uno o dos huevos blancos o manchados y no presentan grandes diferencias exteriores entre machos y hembras.
En Chile, además del cóndor (Vultur gryphus), pertenecen a esta familia el jote de cabeza roja (Cathartes aura); el jote de cabeza amarilla (Cathartes burrovianus); el jote negro (Coragyps atratus) y el cóndor real (Sarcoramphus papa).
Autores: Raúl L. Carman y Oscar Mosteirin
Fuente: Revista “Conozca Más”.
(Si este artículo ha sido de tu agrado, compártelo con tus amistades pulsando el botón “Me gusta”, enviándolo por e-mail a tus amistades, o compartiendo el enlace mediante Facebook, Twitter o Google+. Hacerlo es fácil, utilizando los botones inferiores a este artículo. Ah, se toman muy en cuenta y responden todos los comentarios. Gracias)
Una expedición a Talampaya, en Argentina, consiguió fotografiarlo en su escarpado hábitat. Este es un informe sobre las costumbres de la más grande de las aves rapaces.
El cañón del río Talampaya, ubicado en el Noroeste de la República Argentina, en La Rioja, a 214 kilómetros de la ciudad capital de esa provincia andina, reúne motivos de atracción para geólogos, paleontólogos, arqueólogos, antropólogos, botánicos y zoólogos. Y también para contempladores de paisajes, entre los que podríamos incluir turistas, siempre y cuando no sean muy exigentes en comodidades. El lugar —bellísimo pero desolado y salvaje— no tiene en sus proximidades alojamiento confortable, ni restaurantes, ni provisión de combustible.
Talampaya muestra al visitante transformaciones de la corteza terrestre y curiosas formas labradas por la erosión eólica, pluvial y fluvial; es también lugar pródigo en fósiles de fauna y flora; exhibe manifestaciones de arte rupestre, como sus famosos petroglifos o los morteros colectivos, y otros testimonios de pobladores precolombinos; es rico en especies de fauna y flora, y en ganado salvaje; también fue escenario en el siglo XIX de cruentos enfrentamientos entre bandidos e integrantes de caravanas que transitaban entre Jáchal en San Juan, y Chilecito en La Rioja; finalmente, la singular belleza del paisaje otorga al cañón y sus aledaños un atractivo turístico incomparable.
Esa belleza, difícil de describir, radica especialmente en la variedad de formas y colores de los acantilados y farallones que rodean el cauce seco del río. Un río que sólo “resucita” dos o tres veces por verano, cuando llueve copiosamente en las sierras de Sañogasta y Vilgo. Entonces, repentinamente cobra vida, se agita y se retuerce embravecido, arranca de su modorra a millares de piedras calcinadas y con ellas —en feroz torbellino— se precipita y arrasa cuanto halla a su paso. Espectáculo estremecedor y peligroso que dura unas cuatro horas.
Después, este Lázaro fluvial se extiende y adormece en la llanura, y en las arenas ardientes se evapora. Retorna el silencio y la soledad en la garganta amurallada. Se suceden amaneceres, mediodías, prolongados crepúsculos, que encienden o desvanecen luces y sombras, renovando el espectáculo de paredones rojizos, ocres, violetas, grises. Y algunos días, si dirigimos la mirada hacia la cima pedregosa, podemos advertir algo que no figura en los folletos turísticos ni en el relato del guía que nos acompaña: las nubes de Talampaya, fugaces, volanderas, con formas aun más caprichosas que los farallones.
SU VUELO, UN ESPECTÁCULO.
Ciertamente, hay mucho para recorrer y observar en Talampaya, pero el objetivo principal de nuestro viaje fue el cóndor andino. Sabíamos que sobrevuela el cañón y que suele posar, dormir y anidar en oquedades de las empinadas paredes. Y allí fuimos.
Por la serenidad y majestuosidad de su vuelo, por la altura a que suele remontarse durante sus exploraciones aéreas, por su gran tamaño —es la mayor entre las aves vivientes capaces de volar—, y por haber sido escogido frecuentemente como símbolo de señorío sobre la naturaleza montañosa, el cóndor (Vultur gryphus) es sin duda una de las especies más atrayentes de la fauna sudamericana y una de las más admiradas del mundo.
Los que tuvimos la fortuna de observar el vuelo de esta rapaz coincidimos en que es un espectáculo cautivante. Viéndolo volar uno descubre la perfecta armonía que existe entre el peso de su cuerpo y el tamaño de sus alas. A diferencia de otras aves, no tiene grandes músculos pectorales, y es por esta razón que sólo mueve sus alas cuando le resulta imprescindible, es decir, al remontarse, al posarse, o en caso de emergencia. Normalmente vuela como un planeador, aprovechando las comentes de aire con destreza extraordinaria; rara vez se le ve dar más de cinco aletadas seguidas.
Las plumas de sus alas producen al volar un ruido muy característico. En el silencio de Talampaya volvimos a escucharlo: es un fuerte zumbido originado por el viento al pasar entre las grandes plumas primarias, mientras las alas permanecen inmóviles.
No obstante estos bellos atributos, el hombre parece empeñado en hacerlo desaparecer de la Tierra y hoy es una especie amenazada de extinción en buena parte de su área de distribución.
CARACTERÍSTICAS FÍSICAS.
Ave exclusiva de la América del Sur, se la encuentra en la Cordillera de los Andes, desde Venezuela y Colombia hasta el sur de Tierra del Fuego. En Chile, es parte del escudo nacional, así como en el escudo nacional de Bolivia... aún.
Según estimaciones recientes, el cóndor ya no existe en Venezuela y es muy raro en Colombia; también Ecuador, Perú y Bolivia han informado que ha disminuido la cantidad de estas aves de gran tamaño. El cóndor es, en general, de color negro azulado, con un collar de plumón blanco y una gran mancha blanca en las alas. El macho se diferencia fácilmente de la hembra por la carúncula (excrecencia carnosa) que tiene sobre la frente y parte del pico, por su mayor tamaño y, observándolo desde muy cerca, por el iris del ojo marrón amarillento (el de la hembra es rojizo). Los ejemplares jóvenes son de color pardo ocráceo.
Un macho adulto puede llegar a pesar unos 12 kilos y medir, desde el extremo del pico al extremo de la cola, 1,30 metro y unos 3 metros de envergadura.
Puede volar hasta una altura de 4.500 metros aproximadamente y, en condiciones climáticas favorables, mantener el vuelo durante cierto tiempo a unos 55 kilómetros por hora. Las patas, provistas de fuertes dedos y uñas romas, le sirven para posarse, caminar y sostener su comida mientras la tironea con el pico; contrariamente a lo que muchos suponen, no puede con ellas atrapar ni retener presas vivas, y mucho menos sostenerlas mientras remonta vuelo, como relatan algunas fábulas andinas. Una famosa novela de Julio Verne, “Los hijos del capitán Grant”, ha contribuido mucho a divulgar este error; encontrándose los protagonistas en la Patagonia, un cóndor de más de 5 metros de envergadura (sic) remonta vuelo llevándose a un niño de 12 años de edad: “De las garras del cóndor pendía, zarandeándose, un cuerpo inanimado: el de Roberto Grant. El ave lo llevaba asido por las ropas, dice Veme, y se balanceaba en el aire a menos de 150 pies de altura, sobre el campamento”.
El nido de estas aves es difícil de hallar: eligen lugares prácticamente inaccesibles para quien no tenga alas o la destreza de un andinista. La hembra incuba una sola vez por año uno o dos huevos de color blanco, que deposita en alguna depresión sobre la roca casi desnuda; luego se turna con el macho para empollarlo durante unos 55 días. El polluelo tarda bastante en desarrollarse, permaneciendo en el nido unos seis meses; después de ese lapso depende todavía de sus padres durante un tiempo bastante prolongado, pues éstos deben procurarle alimento y ayudarle a comer.
En los paredones del cañón de Talampaya, a unos 100 metros de altura, se descubren fácilmente las oquedades utilizadas por los cóndores como dormidero, pues resultan muy visibles las manchas blancas de sus excrementos. Nunca se hallaron nidos en ese lugar, pero hace unos años fue capturado en el cauce del río un pichón, lo que permite suponer que estas aves anidan en los acantilados. Nosotros observamos individuos juveniles.
Los cóndores se alimentan especialmente con carroña: si se les presenta la oportunidad, en forma esporádica pueden atacar y matar animales heridos, enfermos o exhaustos, hembras parturientas, corderos o terneros recién nacidos, o bien crías de otras aves. Al parecer, prefieren cadáveres de mamíferos de gran tamaño. Pero de ninguna manera es el cóndor un depredador feroz y agresivo, como muchos imaginan al observar en los parques zoológicos su corpulencia, sus robustas patas y uñas, su pico amenazante y su torvo iris rojizo.
Es proverbial la resistencia de estas aves al hambre y a la sed. Darwin observó en 1837, en Valparaíso, Chile, veinte cóndores en cautiverio que sólo comían una vez por semana y se hallaban en buen estado de salud; campesinos chilenos le informaron que el cóndor era capaz de permanecer hasta cinco o seis semanas sin comer, conservando su vigor.
Respecto de su resistencia a la sed se conoce una anécdota que resulta ilustrativa: cuando el doctor Eduardo L. Holmberg se hizo cargo de la dirección del Jardín Zoológico de Buenos Aires, a fines del siglo XIX, advirtió que a los cóndores que se hallaban en cautiverio no se les suministraba agua. Consultados los guardianes, informaron a Holmberg que “el cóndor es animal que no toma agua”.
Obvio es decir que el director ordenó inmediatamente que se les trajera agua y todos vieron entonces cómo los cóndores se precipitaban sobre el recipiente y bebían con la mayor avidez. Habían transcurrido más de diez años sin que se les diera agua, sustentándose estas aves con el líquido que pudiera contener la carne cruda que se les proporcionaba diariamente, o con el agua que consumían cuando llovía.
RUTINA Y FESTINES.
Los cóndores pasan la noche en alguna grieta u oquedad de inaccesibles paredones. Su actividad no comienza temprano; suelen permanecer en su dormidero arreglando el plumaje o tomando sol hasta bien entrada la mañana. En Talampaya recién a las 11 iniciaron sus vuelos de reconocimiento. Con las últimas luces del atardecer regresan a su apostadero.
Sin embargo, esta rutina tiene excepciones. Un grupo de naturalistas españoles que viajó especialmente a Talampaya para filmar y fotografiar cóndores, permaneció seis días en el lugar sin haber visto una sola de estas aves.
Gregarios y excelentes voladores, es sabido que en busca de alimento pueden alejarse centenares de kilómetros de su residencia habitual y participar durante varios días de algún festín en recónditos e inaccesibles parajes cordilleranos.
El cóndor suele comer hasta el hartazgo. A tal punto que después de esas comilonas, padece dificultades para volar. En tales ocasiones —sobre todo si el festín fue en lugar llano— es presa fácil de su único depredador, el hombre, pues no tiene otros enemigos naturales. Impedido de levantar vuelo por el sobrepeso, se lo mata entonces con armas de fuego o, simplemente, a palos, mientras el ave corretea y vomita con desesperación tratando de alivianarse.
El cóndor pertenece al orden de los Falconiformes y a la familia Cathartidae, cuyos integrantes se caracterizan por alimentarse, casi con exclusividad, con carroña. Son aves grandes, gregarias, monógamas, excelentes voladoras, de hábitos diurnos y vista muy desarrollada. Tienen alas largas y anchas que facilitan su planeo a gran altura; cabeza desnuda de plumas; recio pico con gancho apical y bordes cortantes; buche voluminoso que se destaca al llenarse; patas robustas y uñas débiles. Ponen uno o dos huevos blancos o manchados y no presentan grandes diferencias exteriores entre machos y hembras.
En Chile, además del cóndor (Vultur gryphus), pertenecen a esta familia el jote de cabeza roja (Cathartes aura); el jote de cabeza amarilla (Cathartes burrovianus); el jote negro (Coragyps atratus) y el cóndor real (Sarcoramphus papa).
Autores: Raúl L. Carman y Oscar Mosteirin
Fuente: Revista “Conozca Más”.
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