miércoles, 28 de diciembre de 2011

Pasteur o el genio puro

A pesar de no haber sido doctor su influencia en la salud de la humanidad es mayor que la de cualquier otro profesional de la medicina a lo lago de toda la historia.

Uno de sus triunfos decisivos: aunque la rabia nunca producía gran número de víctimas, ene. Tiempote Pasteur era muy temida por la horrorosa muerte que provocaba, la derrota de la enfermedad por el equipo que él dirigía abrió a las nuevas ideas el camino hacia la mente de todos lo hombres.
Sus trabajos libraron a la humanidad de flagelos como la rabia y la difteria. Después de él la medicina ya no fue la misma. Por eso en París el famoso instituto erigido en su memoria es el mayor centro del mundo dedicado a las investigaciones interdisciplinarias.
Fuertemente polémico, tenaz trabajador y de carácter severo, su nombre se ha convertido, con el tiempo, en sinónimo de sabio.
No fue médico; pero sus trabajos revolucionaron el arte de curar más que los de cualquier otro profesional en la historia de la medicina. Apasionado nacionalista, dejó un Instituto que es ejemplo de colaboración entre científicos de todos los países. A más de un siglo de su muerte —ocurrida cuando ya había recibido el reconocimiento del mundo—, la gloria de Luis Pasteur sigue creciendo, a medida que nuevas revelaciones científicas surgen apoyadas en los principios por él establecidos.
Sorprende la fuerza con que sus ideas, sólidas y simples, se metieron en la vida de los hombres. Hoy parece natural que los hospitales y centros de salud tengan pisos de baldosa, paredes de azulejos y camas de hierro pintadas de blanco. Fue preciso para ello que Pasteur les enseñara muchas cosas a los médicos. “Si yo tuviera el honor de ser cirujano —les dijo—, no usaría más que gasas, vendas y esponjas sometidas previamente a una temperatura de 130 a 150 grados”.
No influyó sólo en la medicina y en la higiene. Su espectacular victoria sobre la rabia fue mucho más que eso: resultó la coronación natural y necesaria de un método afinado a lo largo de una vida entera de trabajo y marcó, al mismo tiempo, el punto de arranque en la lucha definitiva contra las enfermedades infecciosas. Al revelar la importancia de los seres más pequeños creó una nueva ciencia: la microbiología.
Su trabajo con las vacunas abrió el camino a una nueva rama de la investigación médica, hoy en pleno desarrollo: la inmunología. Y sus estudios sobre las fermentaciones permitieron entender el gran ciclo de la materia y la energía a través de las bacterias y los hongos del suelo: hasta una moderna agricultura ecologista sería inconcebible sin Pasteur. Siempre se sintió cerca de la tierra. Con un sentido común que parece heredado de sus abuelos campesinos, resolvió enfermedades del vino y la cerveza; del gusano de seda; de la ganadería.
Así llegó naturalmente a los grandes temas de la salud humana.
Hijo de un sargento del Imperio que después de las guerras napoleónicas volvió a su oficio de curtidor, Luis Pasteur nació en 1822 en Dole y se crió en Arbois, pequeñas poblaciones del antiguo Franco-Condado, en las mesetas del Jura, no lejos de la frontera suiza. Al finalizar cada una de sus duras jornadas, el padre le leía las hazañas de Napoleón y estimulaba en su hijo el deseo de labrarse un porvenir que —en la Francia inaugurada por la Revolución y el Imperio— era posible alcanzar por el propio trabajo.
Y por cierto que a Luis no le faltaban capacidad y empuje. A los 13 años ya pintaba muy bien: se conservan un retrato del padre, otro de la madre y un dibujo del gran Emperador. Después de cursar la escuela de Arbois fue enviado —no sin esfuerzo— al colegio de Besanzón, la antigua capital del Franco-Condado. Sus maestros deben haber visto algo en él, porque lo recomendaron especialmente a la Escuela Normal de París, que Napoleón había fundado en 1808.
A los 20 años, ya estudiante en la capital, tiene un encuentro decisivo: asiste a las clases de química de Jean-Baptiste Dumas, uno de los hombres de ciencia de más prestigio en Francia. “El aula está siempre llena —le escribe a su padre—; hay que llegar una hora antes, como en el teatro. Y aquí se aplaude también.”
Dos años después ya es ayudante de Dumas y está al tanto de los temas científicos del momento. Será químico, pero encarará estudios pluridisciplinanos. Quiere investigar las relaciones entre la física, la química y la cristalografía, tratando de definir las fronteras entre la materia inerte y los seres vivos. Ha ganado la confianza y la amistad de su maestro, quien lo autoriza a ocupar su laboratorio todos los domingos a la tarde.
Comienza sus trabajos de investigación con el estudio de los ácidos tartárico y paratartárico, dos sustancias de idéntica composición química pero de distinto comportamiento que aparecen en los toneles de vino. Y descubre que el tartárico, de estructura asimétrica y que desvía el plano de vibración de cierto tipo de luz al atravesar sus soluciones, es el único susceptible de fermentación.
Una audaz intuición lo lleva a afirmar, entonces, que la asimetría es propia y exclusiva de las sustancias producidas por organismos vivos y que la fermentación es siempre el resultado de la actividad de seres muy pequeños, no una simple descomposición de la materia orgánica, como afirmaba Justus von Liebig. Hoy se sabe que las cosas no son tan simples como pensaba el joven estudiante: hay también cristales inorgánicos asimétricos, y ciertas fermentaciones pueden producirse por la acción de diastasas que actúan como catalizadores químicos. Pero la audaz intuición del discípulo de Dumas preparó el camino para sus estudios posteriores.
En 1848 inicia, en la Universidad de Estrasburgo, su carrera de profesor. Vivirá cuatro años junto al Rin, frente a Alemania, donde su vocación interdisciplinana se verá satisfecha en una universidad abierta a las nuevas ideas. El fisiólogo Emile Küss —profesor bilingüe, como tantos alsacianos— basa su enseñanza en la teoría celular de los seres vivos que acaba de ser propuesta por los alemanes Schleiden y Schwann. Pasteur conversa largamente con su colega. En Estrasburgo, además, se casa con Marie Laurent, hija del rector de la Universidad, un hombre como su padre y como él: modesta burguesía de provincia, católica y tradicionalista, que está haciendo una nueva y pujante Francia con su propio esfuerzo.
En 1852 se le encomienda, con el cargo de profesor y decano, la organización de la nueva facultad de Ciencias de Lille. Debe buscar 6 colegas, pensar en planes de estudios, montar laboratorios. Y saca la Facultad a la calle, a los campos, a las fábricas. Arrastrando a sus alumnos visita fundiciones, destilerías, plantas textiles. No sólo pone los laboratorios al servicio de una naciente industria; quiere alimentar a la ciencia, sobre todo, con el estímulo de nuevas aplicaciones. “Sin la teoría, la práctica es sólo rutina”, había dicho en el discurso inaugural de su Facultad.
Lo siguen, casi fanatizados, pequeños grupos de estudiantes: son siempre los más laboriosos y aplicados. Pero su carácter autoritario, que exige de los demás casi tanto como de sí mismo, le creará pronto dificultades con la mayoría. Uno de esos entusiastas seguidores, hijo de un industrial productor de alcohol de remolacha, le habla de algunos problemas en la fábrica de su padre. Y allá va Pasteur, con el microscopio en una mano y el polarímetro en la otra. ¿Será un caso semejante al de los ácidos del vino, uno solo de los cuales desviaba la llamada luz polarizada?
Retorna el tema de las fermentaciones y establece claramente, ahora, que cada una de ellas depende de un microorganismo específico. La industria, para sacar provecho de esos procesos naturales, debe trabajar con orden: estimular una fermentación e impedir las otras. La levadura de cerveza, por ejemplo, es responsable de la fermentación alcohólica; la láctica, de su fermentación correspondiente. El Mycoderma aceti, imprescindible para la industria del vinagre, lo echa todo a perder si mete las narices en una cuba de vino. Orden, higiene, método: el pasteurismo ya está fundado. Las enfermedades del vino, de la cerveza o del vinagre no son sino el resultado de cubas y toneles sucios, contaminados por microorganismos extraños. Así nace la idea de la pasteurización de los vinos, que se extiende después a la cerveza y —sobre todo— a las industrias lácteas.
Pasteur ya no tiene dudas sobre las fermentaciones: si no hay contaminación, el proceso no puede producirse. Ha polemizado con éxito frente a Liebig. Y en 1859 enfrenta a Félix-Archiméde Pouchet, biólogo de prestigio que mira con simpatía las nuevas ideas de Darwin y acaba de sostener, en una comunicación a la Academia de Ciencias, que “proto-organismos vegetales y animales pueden nacer espontáneamente a partir del aire o del oxígeno”. Se inicia la histórica lucha sobre el tema de la generación espontánea que Pasteur llevará, como siempre, entre las retortas de su laboratorio Pero trepará además a las cumbres de los Alpes para demostrar que el aire purísimo de las altura no contamina.
Se revelará, incluso, como hombre político: el 7 de abril de 1864, en el gran anfiteatro de la Sorbona —ante personalidades de la cultura como Alejandro Dumas y George Sand, y figuras del Segundo Imperio como la princesa Matilde—, pronuncia una conferencia magistral que concluye con las ovaciones del “tout” Paris. Pouchet ha perdido la batalla. La circunstancia, por un lado, de que Pouchet fuera protestante y liberal y simpatizara abiertamente con el pensamiento de Darwin, y por el otro de que Pasteur —católico y políticamente conservador— coincidiera con las ideas dominantes en el Segundo Imperio, dejó en los contemporáneos la sospecha de que la comisión designada por la Academia no había actuado con imparcialidad. Tal fue la acusación de Pouchet, que se retiró antes de finalizar el concurso.
A más de siglo y medio del enfrentamiento, las cosas deben verse de otro modo. La verdad es que Pouchet estaba haciendo una extraña mezcolanza entre antiguos mitos precientíficos y una parte del pensamiento de Darwin, no bien digerido por él. Y que en 1859 —coincidentemente, el mismo año en que apareció la obra capital del gran evolucionista— el rigor metodológico de Pasteur había alcanzado ya su plena madurez. En todo caso, la categórica derrota a que sometió a Pouchet sirvió para afinar el verdadero pensamiento de Darwin, poniendo límites a los excesos de sus pretendidos discípulos. No puede decirse que Pasteur fuera enemigo de las ideas del genial evolucionista. Su campo de trabajo y de lucha, aparentemente más modesto —orden, método y limpieza en mil cosas de la vida cotidiana—, iba a llevarlo a resultados de trascendencia comparable a los marcados por el naturalista inglés.
Al año siguiente su amigo y maestro, Dumas —entonces senador por el departamento del Gard, en la Provenza—, le pide que se ocupe de un serio problema de salubridad que sufren los criadores de gusanos de seda. Pasteur viaja al sur y —como siempre— se zambulle en el tema. Encuentra, como siempre también, que hay que poner orden y limpieza: aislar a las hembras en el momento de la postura; examinarlas después de su muerte para descubrir los síntomas de la enfermedad; apartar los huevos enfermos y quemarlos.
Trabaja febrilmente, hasta quince horas diarias. Un día fuera del laboratorio es para él “una jornada perdida, llena de remordimientos”. Se levanta al alba: “¡vamos, monsieur Pasteur, fuera la pereza!”. En 1857 está administrando la Escuela Normal, donde instala su laboratorio. Por una década impone su método de hierro; pero choca con los estudiantes y en 1867 vuelve a la soledad del laboratorio: allí tortura únicamente a sus reactivos, a los que somete a todas las variantes de temperatura y de presión. Hasta que la presión estalla. Al año siguiente —46 años— sufre un primer ataque de apoplejía. Ya no saltará de la cama al alba, arrastrando a su mujer a la primera misa del día. En adelante madame Pasteur, al volver de la iglesia a las 8 en punto de la mañana, tomará el chocolate con él y le anudará prolijamente la corbata. Aunque recuperó el habla, Luis quedó paralizado de su costado izquierdo.
Pero sigue trabajando; es la vida para él. Ya es el sabio consagrado que resuelve los grandes temas de salubridad de la agricultura de su país. Sus trabajos con el cólera de las gallinas y el carbunclo de los lanares le permitirán, ahora, dar un paso más, el decisivo. De los principios de orden y de higiene pasará al de la vacuna preventiva, una idea ya aplicada por el inglés Eduardo Jenner, pero que Pasteur generaliza gracias a un descubrimiento casi casual: en el otoño de 1879, al regresar de vacaciones, encuentra cultivos de la bacteria del cólera que han envejecido durante el verano. Inoculados, esos sueros no provocan ya la enfermedad. Inmunizan.
El 5 de mayo de 1881, en una granja especialmente cedida por la Sociedad de Agricultura de Melún, cerca de París, una gran demostración pública testimonia la eficacia de la vacuna contra el carbunclo: de 25 lanares previamente inmunizados sólo uno muere al recibir el virus activo; la muerte de la oveja se explica, en la autopsia, por la de su feto.
Ya es natural, casi necesario, que los nuevos principios de higiene y vacunación pasen a salvar vidas humanas. Se le pide a Pasteur que trabaje sobre la rabia, una enfermedad que —si bien no produce gran número de víctimas— condena a los afectados a una muerte espantosa. Con la participación decisiva de Emile Roux, su principal discípulo y colaborador, logra el virus atenuado: docenas de perros vacunados resisten la inyección de médula virulenta. En mayo de 1884 así lo reconoce una comisión oficial.
El 6 de julio del año siguiente Pasteur recibe en su laboratorio la visita de Joseph Meister, niño alsaciano de 9 años que ha sido mordido por un perro rabioso. La vacuna existe; su eficacia está probada. ¿Qué médico la aplicará por primera vez a un ser humano?
La responsabilidad es asumida por el doctor Jacques-Joseph Grancher, profesor de la facultad de Medicina. Y el éxito es rotundo. Siguen otros casos espectaculares, entre ellos varios campesinos rusos, mordidos por un lobo y enviados desde su tierra por el zar. En marzo de 1886, 350 personas han recibido el tratamiento. Sólo una niña —Louise Pelletier— muere: la profilaxis se le había aplicado demasiado tarde.
Es la apoteosis. La Academia de Ciencias abre una suscripción en todo el mundo para la creación del Instituto Pasteur, el centro de investigaciones que en adelante habrá de ocuparse de la lucha contra la rabia y otras enfermedades infecciosas.
Nunca el sabio había sido un hombre de buscar los honores; pero siempre los había apreciado. Y no sólo por orgullo y autoestima, por esa absoluta convicción de que era él —y no otro— el primero en merecerlos. También porque el ascenso en la consideración de los demás resultaba necesario para obtener más fondos, para seguir adelante con sus investigaciones. Pero cuando en noviembre de 1888, en una solemne ceremonia, el Instituto se inaugura con la presencia del presidente de Francia, el discurso de Pasteur es leído por su hijo Jean-Baptiste: el tenaz investigador ha sufrido un segundo ataque de apoplejía.
Alcanza, sin embargo, a recibir en la Sorbona el homenaje del mundo entero al cumplir sus 70 años, el 27 de diciembre de 1892. Allí estará —entre tantos— Joseph Lister, el cirujano británico que había impuesto el pasteurismo en hospitales y quirófanos. Y hará llegar su saludo Robert Koch, continuador en Alemania de los trabajos del sabio.
Muere el 28 de septiembre de 1895, sin haber llegado a cumplir los 73 años. Pero su obra está en marcha. El año anterior, el Congreso Internacional de Higiene de Budapest había aprobado el informe de Emile Roux sobre el tratamiento de la difteria. La lucha por la eliminación definitiva de las enfermedades infecciosas ha comenzado. El mundo de la medicina está abierto al pasteurismo y —lo que es más importante todavía— las simples y sólidas ideas del sabio empiezan a regir la vida de todos los hombres.

LO QUE SE HACE EN EL INSTITUTO PASTEUR.
La investigación científica no concluye jamás. Resueltos los problemas del pasado, el horizonte se modifica. Los que hoy trabajan en el Instituto Pasteur de París dejarán a sus continuadores, a su vez, apasionantes temas de estudio.
En París —25, rue du Docteur Roux—, en la calle que recuerda al principal colaborador y continuador de Pasteur (Emile Roux, el hombre que venció a la difteria), científicos de todos los países continúan la lucha contra las enfermedades infecciosas y prosiguen, también, muchas de las investigaciones teóricas dejadas de lado por Pasteur, comprometido siempre en el combate contra enemigos más urgentes.
En 1921, Albert Calmette y Camille Guérin desarrollaron en el Instituto su vacuna contra la tuberculosis.
En 1923, Gaston Léon Ramon creó la vacuna contra la difteria, que reemplazó con ventajas a la seroterapia de Roux.
En 1926, el mismo Ramon aportó el exitoso suero antitetánico.
En 1928 Charles Nicolle —igualmente del Pasteur— obtuvo el Premio Nobel por sus trabajos sobre el tifus: había determinado el modo de transmisión del mal, que se propaga por los piojos. Como en tiempos de Pasteur, elementales normas de higiene venían a producir grandes resultados.
En 1983 y 1985, Jean-Claude Chermann, Luc Montagnier y Françoise Barré Sinoussi aislaron e identificaron los dos virus responsables del terrible Sida, que desde entonces se conocen como HIV I y HIV II, su sigla en inglés. El Instituto desarrolló los tests de diagnóstico correspondientes.
En el Pasteur se aisló al primer virus sospechoso de producir hepatitis, y desde 1986 se comercializa la primera vacuna sintética, destinada a combatir esta enfermedad. Más de 100 investigadores permanentes (agrupados en 19 unidades de trabajo) se dedican a estudios de inmunología, la rama de las ciencias médicas que se ocupa de los procesos por los cuales el organismo reacciona contra sustancias extrañas, sean agentes infecciosos o tóxicos en general.
La significación del Instituto se mide, además, por su clima de colaboración internacional: en 1981, sobre un total de 242 estudiantes, el Pasteur contaba con 57 extranjeros, 48 de los cuales eran originarios de países en vías de desarrollo. Ese mismo año, sobre 387 residentes de período corto, 197 no eran franceses.
Desde la misma fundación del Instituto se trabaja con los criterios interdisciplinarios que a lo largo de toda su vida Pasteur señaló a sus discípulos. El argentino Mario Zakin, por ejemplo —quien dirigía el departamento de Genética y Biología Molecular—, confiesa que “estábamos en contacto cotidiano con los temas que se estudian en todo el mundo. Además cuando yo, que soy químico, necesito intercambiar experiencias con gente especializada en físico-química o medicina, aquí la tengo.”
Los 27 Institutos Pasteur que existen en el mundo son un ejemplo único de colaboración científica internacional: desde su creación, cada uno de estos centros de trabajo permanece ligado a su casa matriz incluso durante los peores momentos. Así sucedió, por ejemplo, a lo largo de los terribles conflictos que se vivieron en Vietnam.
El Instituto Pasteur de París cuenta con 1.000 investigadores permanentes, 250 estudiantes y 800 residentes en entrenamiento corto.

Autores: Fernando Córdova y Danielle Raymond.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

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