Desde una miniatura hasta tatuajes de cuerpo entero son la moda japonesa que se ha extendido a todo el mundo.
El “horinomi” o tatuaje ornamental de la piel se divulgó en Oriente y Occidente a fines del siglo XVIII, pero su origen se remonta hasta unos 4.000 años antes de Cristo. En el Imperio Romano y el Japón del siglo I se lo usaba para marcar a los esclavos y los criminales. Churchill, Roosevelt, Stalin y Kennedy tenían tatuajes. Janis Joplin y Jimmi Hendrix lo impusieron en el ambiente del rock. Hasta los años 60, el tatuaje era cosa de marineros y presidiarios. Actualmente, no sólo Madonna o Alain Delon llevan dibujos en la piel, sino también miles de fans anónimos. Un fenómeno que crece en todo el mundo.
Qué es, cómo se hace, qué significa: todo sobre el tatuaje en esta nota.
Al menos en Occidente y hasta mediados del siglo XX, el tatuaje fue una expresión marginal, un exotismo, un capricho de marineros, presos, soldados y tahúres. No se le iba a ocurrir a un gerente de banco, un ama de casa o un estudiante secundario —por ejemplo— hacerse dibujar en el antebrazo o el pecho un ancla, un corazón, una espada o un naipe. Eran necesarios otros puentes para pasar del simple maquillaje al microcosmos del tatuaje.
En los años ‘60 y ‘70, el Body Art ensayó y difundió la idea de usar el cuerpo como soporte plástico, y los hippies —influenciados por la estética hindú— se pintaron y vistieron a todo color. En los ‘80, la subcultura del rock elevó el tatuaje al rango de graffiti personal —ya fuera de los muros y ahora en la piel—, que empezó a ser considerado un arte masivo entre intelectuales, ejecutivos y comerciantes.
Para dar una idea: según informaba hace años el prestigioso centro de investigaciones Res, sólo en Italia hay más de 750.000 personas tatuadas —la mitad mujeres— y 1.800 tatuadores que realizan unos 130.000 tatuajes nuevos por año. Y en el Museo Anatómico de la Universidad de Tokio, la sala más visitada es la de la piel humana. Allí, un centenar de fragmentos de torsos, espaldas y brazos ilustrados con dragones, serpientes y motivos florales ofrecen un espectáculo que bien podría tildarse de macabro, si no fuera de interés artístico.
La moda del tatuaje decorativo —llamado originalmente “horinomi”— se expande de Polinesia a Holanda, de Borneo a Inglaterra y de Hawai a California, donde el Tatoo Museum Art de San Francisco exhibe desde 1974 la colección de Lyle Tuttle, pionero que en los ‘60 tatuó a Janis Joplin —reina blanca del blues negro—, atrayendo así la atención de los medios periodísticos sobre un arte íntimo, extraño y secular.
En Japón, el tatuaje se remonta al siglo I a.C., pero era usado sólo como estigma de castigo en las caras de los delincuentes, para que los ciudadanos los reconocieran. En el mismo sentido lo emplearon los romanos sobre sus esclavos y gladiadores. En cambio, los legionarios se hacían escribir voluntariamente el nombre del emperador en el antebrazo, como marca de honor. Y los primeros cristianos se tatuaron los símbolos de su fe hasta que el papa Adriano I lo prohibió, en el año 787, decretando sagrado e inviolable el cuerpo humano.
En Occidente, la norma se trasgredió a fines del siglo XVIII: después de sus incursiones por los mares del sur o el Lejano Oriente, los marinos y viajeros europeos volvían a casa con excéntricas inscripciones en la piel, copiadas de hábitos tribales. Fue el capitán James Cook —explorador de la Polinesia— quien, en 1796, le puso nombre a esa primitiva práctica: “tatú”, onomatopeya derivada de la voz que designa al dios isleño Tohu, padre de la noche y creador de todos los dibujos de la Tierra.
También se le llamó “tatú” al agudo utensilio primitivo que dejaba en la piel formas y colores para siempre. Porque en eso consiste exactamente el tatuaje: al inyectar tintas solubles en grasa en las células cutáneas, que a su vez contienen cierta proporción de grasa y por lo tanto admiten como elemento afín a esas tintas, éstas son absorbidas, se fijan y no se borran más.
No hay datos precisos sobre el origen de esta técnica, pero el tatuaje más antiguo que se conserva es una serie de puntos y rayas descubiertos en una momia egipcia: una sacerdotisa del dios Hator que vivió alrededor de 2.200 años antes de Cristo. Y en 1947, en Siberia, se encontró la helada tumba de un guerrero cuyos brazos y piernas seguían tatuados 20 siglos después de su muerte.
Según la etnóloga Gilda della Ragione, de la Universidad de Génova, “el tatuaje fue practicado por todos los pueblos en todas las latitudes, desde los mayas hasta los esquimales y desde los bereberes hasta los tahitianos, y su objetivo no era puramente estético, sino también mítico y ritual”. En efecto, aún hoy el tatuaje sería una especie de “bautismo” de doble función: por un lado, íntegra al individuo a un clan o sociedad y, por otro, lo distingue al proporcionarle un código de identidad intransferible y permanente.
Por eso lo adoptaron los antiguos navegantes, además de encontrarle un costado práctico: en un naufragio mortal, quizás irreconocibles por obra del mar o los peces, los restos tatuados de un cadáver podrían indicar quién fue éste en vida. “Para esos marinos, tatuarse era un pasatiempo para derrotar el tedio de las largas travesías, y de ellos pasó a los presidiarios que cumplían condenas largas”, dice Gian Maurizio Fercioni, escenógrafo que empezó a tatuar hace 22 años y hoy dirige el estudio milanés más famoso de Italia, llamado Queequeg en homenaje al arponero completamente tatuado que Herman Melville —narrador y ballenero— creó en su célebre Moby Dick, novela que guionizó Ray Bradbury y filmó John Huston.
Como todos sus colegas, Fercioni raramente tatúa a mano: en general, hoy se emplean máquinas eléctricas. La primera fue inventada por Samuel O’Reilly en 1891, en base a dos electroimanes que, por movimientos de atracción y repulsión, hacen vibrar una varilla metálica en la que hay una o varias agujas. “La mejor técnica es perforar la piel muy superficialmente —explica Fercioni—, apenas unas décimas de milímetro. Si se penetra demasiado, el diseño aparecerá más borroso”.
Pregunta inevitable: ¿duele tatuarse? “Es una molestia soportable, tanto que se volvió una moda fenomenal en los últimos años, tal vez a causa de cierto espíritu de trasgresión social típico de estos tiempos de crisis económica y política”, contesta Fercioni, yendo más allá. “El que tatúa también es un soñador —ilustra el psicoanalista Aldo Carotenuto— que vive un conflicto entre lo que es y lo que querría ser, y que compensa su vacío interior recurriendo a signos externos, como el tatuaje. Se trata, en definitiva, de ser uno ante los otros, de identificarse”.
En “El hombre ilustrado”, a través de un personaje-testigo, Bradbury describe las imágenes pintadas en el torso de un caminante durante una larga, calurosa, extraña noche. Insomne, su ocasional compañero de ruta “lee” en cada uno de esos exóticos tatuajes una historia fantástica que parece cumplirse en la realidad. Y al fin, antes de que salga el sol, el exhausto y atemorizado “lector” evita mirar la última historia —que trata sobre su muerte— y huye dejando atrás al hombre-oráculo dormido. Se cumple, una vez más, la triple ley del tatuaje: ser privado, ser original y ser relato.
En el siglo XVIII, los japoneses tuvieron un best-seller que popularizó —por primera vez— el tatuaje: Suikoden, un simple folletín que narraba las aventuras de un grupo justiciero al modo de Robin Hood y sus héroes del bosque de Sherwood. Pero a diferencia de aquéllos, éstos estaban tatuados, y los lectores quisieron imitarlos. “Para hacerlo, usaban agujetas que embebían en colores e insertaban bajo la piel, técnica manual que aún hoy prevalece en Japón”, cuenta Giorgio Ursini, director teatral y experto en tatuajes que hace unos años organizó en Roma una muestra que reunió a los más famosos artistas del arte subcutáneo, entre ellos el excepcional nipón Horiyoshi III —que sólo tatúa a mano— y el norteamericano Don Ed Hardy, fundador de la revista especializada Tatootime.
Y no sólo artistas como Madonna, Mick Jagger o Alain Delon llevan signos o figuritas en la piel. A diferencia de lo que se cree, entre monarcas y estadistas el tatuaje fue muy apreciado. El zar Nicolás II volvió de un peregrinaje a Jerusalén con una espada tatuada en el pecho. Desde 1906 en adelante todos los reyes daneses —grandes marinos— se hicieron tatuar su status. La bala criminal que inició la Primera Guerra Mundial en Sarajevo penetró el cuerpo del archiduque Francisco Fernando a través de la cabeza de una serpiente tatuada. Los firmantes del pacto de Yalta —Churchill, Roosevelt, Stalin mismo— tenían tatuajes escondidos. Por presiones de Jackie, John Kennedy debió hacerse extirpar quirúrgicamente cierto tatuaje que a su esposa le disgustaba.
Salvo en los horrendos motivos punks —lágrimas negras, hojas de afeitar, rayos, cadenas—, uno de los atractivos del tatuaje estaría en su sensualidad: los diseños recuerdan a menudo estatuas eróticas birmanas, grabados chinos de animales fuertes o astutos, coloridas floraciones y otras imágenes seductoras. Pero también, como amanuense de una circunstancia, el tatuador incorpora pedidos especiales: fechas, nombres, divisas, signos zodiacales, amuletos, nombres, etcétera. Por eso hay que estar seguro de lo que se pide, porque un tatuaje es casi imposible de quitar: puede hacerse con cirugía o con rayos láser, pero resultará caro e inevitablemente quedarán cicatrices.
El fantasma del Sida no parece afectar el auge del tatuaje en el mundo moderno, ni siquiera cuando no existen reglamentaciones claras para esta profesión, ya se trate de Estados Unidos, Europa o América Latina. Pero en algunas ciudades concentradoras de la actividad —como Nueva York, Amsterdam o Roma—, las ligas médicas insisten en que existen riesgos de contagio y recomiendan a los tatuadores utilizar agujas nuevas y esterilizadas para cada cliente.
Una exquisitez muy en boga últimamente: hacerse tatuar —en un homóplato, hombro o antebrazo— pequeños mandalas, como representaciones protectoras o guías espirituales, como voto secreto o simple adorno.
LOS MAESTROS DEL TATUAJE.
Lyle Tuttle. Nacido en 1931, en los años 60 tatuó a la cantante Janis Joplin y se hizo famoso en el mundo del rock. Desde 1974, sus diseños se exhiben en el Tatoo Museum Art de San Francisco y salas de Europa.
Don Ed Hardy. Maestro californiano de los grandes tatuajes en negro —técnica que estudió en Japón—, sus diseños primitivos y modernos lo lanzaron al estrellato. Creó la revista Tatootime.
Leo Zulueta. Hawaiano y discípulo de Ardí —quien le tatuó la espalda—, es un estudioso de los motivos ancestrales de Borneo y Polinesia, base de sus dibujos.
Hanky Panky. El más cotizado tatuador de Amsterdam, Holanda, donde además dicta cursos de diseño. Su estilo es posmoderno, pero en ese contexto suele mezclar motivos tradicionales.
Horiyoshi III. El gran maestro japonés. Todavía tatúa a mano —sin máquinas eléctricas— y sólo realiza figuras tradicionales: dragones, tigres, flores, peces, mares. Son célebres sus “full-body” o tatuajes de cuerpo entero.
Autores: Raúl García Luna y Bruno Passarelli.
Fuente: Revista “Conozca Más”
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El “horinomi” o tatuaje ornamental de la piel se divulgó en Oriente y Occidente a fines del siglo XVIII, pero su origen se remonta hasta unos 4.000 años antes de Cristo. En el Imperio Romano y el Japón del siglo I se lo usaba para marcar a los esclavos y los criminales. Churchill, Roosevelt, Stalin y Kennedy tenían tatuajes. Janis Joplin y Jimmi Hendrix lo impusieron en el ambiente del rock. Hasta los años 60, el tatuaje era cosa de marineros y presidiarios. Actualmente, no sólo Madonna o Alain Delon llevan dibujos en la piel, sino también miles de fans anónimos. Un fenómeno que crece en todo el mundo.
Qué es, cómo se hace, qué significa: todo sobre el tatuaje en esta nota.
Al menos en Occidente y hasta mediados del siglo XX, el tatuaje fue una expresión marginal, un exotismo, un capricho de marineros, presos, soldados y tahúres. No se le iba a ocurrir a un gerente de banco, un ama de casa o un estudiante secundario —por ejemplo— hacerse dibujar en el antebrazo o el pecho un ancla, un corazón, una espada o un naipe. Eran necesarios otros puentes para pasar del simple maquillaje al microcosmos del tatuaje.
En los años ‘60 y ‘70, el Body Art ensayó y difundió la idea de usar el cuerpo como soporte plástico, y los hippies —influenciados por la estética hindú— se pintaron y vistieron a todo color. En los ‘80, la subcultura del rock elevó el tatuaje al rango de graffiti personal —ya fuera de los muros y ahora en la piel—, que empezó a ser considerado un arte masivo entre intelectuales, ejecutivos y comerciantes.
Para dar una idea: según informaba hace años el prestigioso centro de investigaciones Res, sólo en Italia hay más de 750.000 personas tatuadas —la mitad mujeres— y 1.800 tatuadores que realizan unos 130.000 tatuajes nuevos por año. Y en el Museo Anatómico de la Universidad de Tokio, la sala más visitada es la de la piel humana. Allí, un centenar de fragmentos de torsos, espaldas y brazos ilustrados con dragones, serpientes y motivos florales ofrecen un espectáculo que bien podría tildarse de macabro, si no fuera de interés artístico.
La moda del tatuaje decorativo —llamado originalmente “horinomi”— se expande de Polinesia a Holanda, de Borneo a Inglaterra y de Hawai a California, donde el Tatoo Museum Art de San Francisco exhibe desde 1974 la colección de Lyle Tuttle, pionero que en los ‘60 tatuó a Janis Joplin —reina blanca del blues negro—, atrayendo así la atención de los medios periodísticos sobre un arte íntimo, extraño y secular.
En Japón, el tatuaje se remonta al siglo I a.C., pero era usado sólo como estigma de castigo en las caras de los delincuentes, para que los ciudadanos los reconocieran. En el mismo sentido lo emplearon los romanos sobre sus esclavos y gladiadores. En cambio, los legionarios se hacían escribir voluntariamente el nombre del emperador en el antebrazo, como marca de honor. Y los primeros cristianos se tatuaron los símbolos de su fe hasta que el papa Adriano I lo prohibió, en el año 787, decretando sagrado e inviolable el cuerpo humano.
En Occidente, la norma se trasgredió a fines del siglo XVIII: después de sus incursiones por los mares del sur o el Lejano Oriente, los marinos y viajeros europeos volvían a casa con excéntricas inscripciones en la piel, copiadas de hábitos tribales. Fue el capitán James Cook —explorador de la Polinesia— quien, en 1796, le puso nombre a esa primitiva práctica: “tatú”, onomatopeya derivada de la voz que designa al dios isleño Tohu, padre de la noche y creador de todos los dibujos de la Tierra.
También se le llamó “tatú” al agudo utensilio primitivo que dejaba en la piel formas y colores para siempre. Porque en eso consiste exactamente el tatuaje: al inyectar tintas solubles en grasa en las células cutáneas, que a su vez contienen cierta proporción de grasa y por lo tanto admiten como elemento afín a esas tintas, éstas son absorbidas, se fijan y no se borran más.
No hay datos precisos sobre el origen de esta técnica, pero el tatuaje más antiguo que se conserva es una serie de puntos y rayas descubiertos en una momia egipcia: una sacerdotisa del dios Hator que vivió alrededor de 2.200 años antes de Cristo. Y en 1947, en Siberia, se encontró la helada tumba de un guerrero cuyos brazos y piernas seguían tatuados 20 siglos después de su muerte.
Según la etnóloga Gilda della Ragione, de la Universidad de Génova, “el tatuaje fue practicado por todos los pueblos en todas las latitudes, desde los mayas hasta los esquimales y desde los bereberes hasta los tahitianos, y su objetivo no era puramente estético, sino también mítico y ritual”. En efecto, aún hoy el tatuaje sería una especie de “bautismo” de doble función: por un lado, íntegra al individuo a un clan o sociedad y, por otro, lo distingue al proporcionarle un código de identidad intransferible y permanente.
Por eso lo adoptaron los antiguos navegantes, además de encontrarle un costado práctico: en un naufragio mortal, quizás irreconocibles por obra del mar o los peces, los restos tatuados de un cadáver podrían indicar quién fue éste en vida. “Para esos marinos, tatuarse era un pasatiempo para derrotar el tedio de las largas travesías, y de ellos pasó a los presidiarios que cumplían condenas largas”, dice Gian Maurizio Fercioni, escenógrafo que empezó a tatuar hace 22 años y hoy dirige el estudio milanés más famoso de Italia, llamado Queequeg en homenaje al arponero completamente tatuado que Herman Melville —narrador y ballenero— creó en su célebre Moby Dick, novela que guionizó Ray Bradbury y filmó John Huston.
Como todos sus colegas, Fercioni raramente tatúa a mano: en general, hoy se emplean máquinas eléctricas. La primera fue inventada por Samuel O’Reilly en 1891, en base a dos electroimanes que, por movimientos de atracción y repulsión, hacen vibrar una varilla metálica en la que hay una o varias agujas. “La mejor técnica es perforar la piel muy superficialmente —explica Fercioni—, apenas unas décimas de milímetro. Si se penetra demasiado, el diseño aparecerá más borroso”.
Pregunta inevitable: ¿duele tatuarse? “Es una molestia soportable, tanto que se volvió una moda fenomenal en los últimos años, tal vez a causa de cierto espíritu de trasgresión social típico de estos tiempos de crisis económica y política”, contesta Fercioni, yendo más allá. “El que tatúa también es un soñador —ilustra el psicoanalista Aldo Carotenuto— que vive un conflicto entre lo que es y lo que querría ser, y que compensa su vacío interior recurriendo a signos externos, como el tatuaje. Se trata, en definitiva, de ser uno ante los otros, de identificarse”.
En “El hombre ilustrado”, a través de un personaje-testigo, Bradbury describe las imágenes pintadas en el torso de un caminante durante una larga, calurosa, extraña noche. Insomne, su ocasional compañero de ruta “lee” en cada uno de esos exóticos tatuajes una historia fantástica que parece cumplirse en la realidad. Y al fin, antes de que salga el sol, el exhausto y atemorizado “lector” evita mirar la última historia —que trata sobre su muerte— y huye dejando atrás al hombre-oráculo dormido. Se cumple, una vez más, la triple ley del tatuaje: ser privado, ser original y ser relato.
En el siglo XVIII, los japoneses tuvieron un best-seller que popularizó —por primera vez— el tatuaje: Suikoden, un simple folletín que narraba las aventuras de un grupo justiciero al modo de Robin Hood y sus héroes del bosque de Sherwood. Pero a diferencia de aquéllos, éstos estaban tatuados, y los lectores quisieron imitarlos. “Para hacerlo, usaban agujetas que embebían en colores e insertaban bajo la piel, técnica manual que aún hoy prevalece en Japón”, cuenta Giorgio Ursini, director teatral y experto en tatuajes que hace unos años organizó en Roma una muestra que reunió a los más famosos artistas del arte subcutáneo, entre ellos el excepcional nipón Horiyoshi III —que sólo tatúa a mano— y el norteamericano Don Ed Hardy, fundador de la revista especializada Tatootime.
Y no sólo artistas como Madonna, Mick Jagger o Alain Delon llevan signos o figuritas en la piel. A diferencia de lo que se cree, entre monarcas y estadistas el tatuaje fue muy apreciado. El zar Nicolás II volvió de un peregrinaje a Jerusalén con una espada tatuada en el pecho. Desde 1906 en adelante todos los reyes daneses —grandes marinos— se hicieron tatuar su status. La bala criminal que inició la Primera Guerra Mundial en Sarajevo penetró el cuerpo del archiduque Francisco Fernando a través de la cabeza de una serpiente tatuada. Los firmantes del pacto de Yalta —Churchill, Roosevelt, Stalin mismo— tenían tatuajes escondidos. Por presiones de Jackie, John Kennedy debió hacerse extirpar quirúrgicamente cierto tatuaje que a su esposa le disgustaba.
Salvo en los horrendos motivos punks —lágrimas negras, hojas de afeitar, rayos, cadenas—, uno de los atractivos del tatuaje estaría en su sensualidad: los diseños recuerdan a menudo estatuas eróticas birmanas, grabados chinos de animales fuertes o astutos, coloridas floraciones y otras imágenes seductoras. Pero también, como amanuense de una circunstancia, el tatuador incorpora pedidos especiales: fechas, nombres, divisas, signos zodiacales, amuletos, nombres, etcétera. Por eso hay que estar seguro de lo que se pide, porque un tatuaje es casi imposible de quitar: puede hacerse con cirugía o con rayos láser, pero resultará caro e inevitablemente quedarán cicatrices.
El fantasma del Sida no parece afectar el auge del tatuaje en el mundo moderno, ni siquiera cuando no existen reglamentaciones claras para esta profesión, ya se trate de Estados Unidos, Europa o América Latina. Pero en algunas ciudades concentradoras de la actividad —como Nueva York, Amsterdam o Roma—, las ligas médicas insisten en que existen riesgos de contagio y recomiendan a los tatuadores utilizar agujas nuevas y esterilizadas para cada cliente.
Una exquisitez muy en boga últimamente: hacerse tatuar —en un homóplato, hombro o antebrazo— pequeños mandalas, como representaciones protectoras o guías espirituales, como voto secreto o simple adorno.
LOS MAESTROS DEL TATUAJE.
Lyle Tuttle. Nacido en 1931, en los años 60 tatuó a la cantante Janis Joplin y se hizo famoso en el mundo del rock. Desde 1974, sus diseños se exhiben en el Tatoo Museum Art de San Francisco y salas de Europa.
Don Ed Hardy. Maestro californiano de los grandes tatuajes en negro —técnica que estudió en Japón—, sus diseños primitivos y modernos lo lanzaron al estrellato. Creó la revista Tatootime.
Leo Zulueta. Hawaiano y discípulo de Ardí —quien le tatuó la espalda—, es un estudioso de los motivos ancestrales de Borneo y Polinesia, base de sus dibujos.
Hanky Panky. El más cotizado tatuador de Amsterdam, Holanda, donde además dicta cursos de diseño. Su estilo es posmoderno, pero en ese contexto suele mezclar motivos tradicionales.
Horiyoshi III. El gran maestro japonés. Todavía tatúa a mano —sin máquinas eléctricas— y sólo realiza figuras tradicionales: dragones, tigres, flores, peces, mares. Son célebres sus “full-body” o tatuajes de cuerpo entero.
Autores: Raúl García Luna y Bruno Passarelli.
Fuente: Revista “Conozca Más”
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