sábado, 3 de diciembre de 2011

Buscando los ancestros iniciales de la Humanidad

Así busca la ciencia el Eslabón Perdido. Una visión sobre las eternas prioridades de la paleontología y la antropología.

Desde que Eugene Dubois creyó haber encontrado al ser intermedio entre el mono y el hombre, el escurridizo “eslabón perdido” hizo perder el sueño a paleontólogos y antropólogos. Esta es la apasionante historia de riesgosas expediciones, polémicas, pleitos y escandalosos fraudes.
La búsqueda del “eslabón perdido” apasionó a científicos y aficionados. Hubo hallazgos genuinos y también fraudes.
Cuando Charles Darwin publicó su famosa obra “El origen de las especies”, en 1859, la esposa del obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, exclamó: “Mister Darwin dice que la gente desciende del mono. Recemos porque no sea cierto. Pero, si lo fuera, recemos para que nadie se entere”.
Durante muchos años, la idea de que los seres humanos podían ser herederos directos de los monos se convirtió en un lugar común, aunque ni Darwin ni los antropólogos que se dedicaron a investigar la ascendencia humana sostuvieron nunca esa postura. En realidad, durante todos los pasos de la gran aventura del conocimiento que significó la búsqueda del escurridizo “eslabón perdido” siempre se postuló que hombres y simios actuales eran ramas divergentes de algún antepasado común. Desde hace muy poco tiempo, la genética molecular da su opinión: la distancia genética entre el hombre y el chimpancé es tan corta que estos grandes monos serían parientes más cercanos de los seres humanos que de los gorilas u orangutanes.
Pero esta es una conclusión de laboratorio. A lo largo de más de un siglo, la paleoantropología vivió una intensa historia de arriesgadas expediciones, fraudes, duros enfrentamientos polémicos y resonantes casos judiciales. Una historia que aún no termina.
En 1888, el médico holandés Eugene Dubois se embarcó hacia el extremo Oriente, entusiasmado con la teoría sobre el origen del hombre expuesta por el biólogo alemán Ernst Haeckel, uno de los seguidores de Darwin. Sin medios propios para financiar una expedición a las tierras del sudeste asiático, donde Haeckel creía estaba la cuna del género humano, Dubois se incorporó al ejército holandés y logró ser destinado a la guarnición colonial en Sumatra. Allí enfermó de malaria y pasó a retiro. A partir de entonces dedicó todos sus esfuerzos a la búsqueda de evidencias fósiles de nuestros antepasados. Con la ayuda de presos condenados a trabajos forzados, excavó durante más de un año en las barrancas del río Solo, en un lugar llamado Trinil. Finalmente, en 1893, halló un molar, una calota craneana y un fémur que parecían pertenecer a “un individuo intermedio entre los monos y el hombre, un eslabón perdido”.
No lo pensó demasiado. Embargado por el entusiasmo, lo bautizó Pithecanthropus erectus —tal como había llamado Haeckel al hipotético homínido— y comunicó a los centros científicos europeos que había encontrado el “eslabón perdido”, término que desde entonces se haría célebre. Con gran decepción de Dubois, pronto quedó claro que la cuestión no era tan sencilla. Las autoridades científicas que examinaron las evidencias no se pusieron de acuerdo. Para Arthur Keith, famoso anatomista inglés, los restos eran humanos. En cambio, para otros pertenecían a un mono antropomorfo, quizás un orangután. Una tercera opinión sostenía que el trozo de cráneo era de mono y el fémur correspondía a un hombre. La amargura de Dubois fue tanta que después de sostener discusiones públicas con la mayoría de los paleontólogos decidió esconder los restos fósiles, sin querer mostrarlos a nadie nunca más. Sin embargo, hallazgos posteriores en el mismo río Solo y también en las cercanías de la capital china sirvieron para demostrar que los huesos encontrados por Dubois pertenecían a un ser más cercano al hombre que al mono. Fue definido por los antropólogos como Horno erectus, una caracterización válida hasta hoy.

NO EN AMÉRICA.
Hacia la misma época de la expedición del médico holandés a Indonesia, el paleontólogo y geólogo Florentino Ameghino, uno de los padres de la ciencia argentina, trataba de demostrar que el eslabón perdido estaba en América. Durante años había rastreado los yacimientos fósiles de la provincia de Buenos Aires y su hermano Carlos recorrió extensos territorios, algunos todavía en manos de los indios, para obtener miles de evidencias de la riquísima fauna prehistórica que había poblado el territorio argentino.
Después se embarcó a Europa a demostrar que ciertos restos de primates arcaicos eran la prueba del origen y evolución del hombre en América. Pero las principales autoridades dieron por tierra con sus deseos: ni el “Diprothomo” ni demás fósiles exhibidos por Ameghino eran otra cosa que monos.
Dubois y Ameghino habían actuado movidos por el sagrado entusiasmo que impulsaba en esa época a los seguidores de Darwin y se habían equivocado sinceramente. En cambio, un fósil descubierto en 1912 —llamado el “hombre de Piltdown”, por la localidad inglesa donde se lo desenterró en presencia de científicos, entre ellos el luego célebre paleontólogo francés Pierre Theilard de Chardin— resultó ser un tremendo fraude en el cual se vieron comprometidas personalidades de la ciencia británica como sir Arthur Keith y sir Arthur Smith Woodward.
Demasiado perfecto para ser verdad, el hombre de Piltdown presentaba una mandíbula simiesca inserta en un cráneo de forma humana. En realidad, el autor de la falsificación había empalmado una mandíbula de chimpancé en una cabeza de hombre, y los científicos ingleses, ávidos por tener al eslabón perdido en su país, lo dieron por bueno durante años. Según algunas opiniones, el autor habría sido un colega de Keith y Woodward, sir Grafton Elliot Smith, quien habría organizado el fraude junto con el coleccionista Charles Dawson a fin de ponerlos en ridículo. Investigaciones recientes sostienen que la tramoya pudo haber sido urdida por alguno de los paleontólogos participantes del descubrimiento, ansioso de fama.
Mientras tanto, otro problema preocupaba a los antropólogos. El primer fósil prehumano, encontrado en 1857, dos años antes de la publicación de “El origen de las especies”, había permanecido durante más de un siglo como incógnita: ¿era o no un paso intermedio en la filogenia del hombre, un eslabón perdido más reciente? Era el calificado como “brutal” hombre de Neanderthal, encontrado por primera vez en Alemania y más tarde en otras partes de Europa, en África y en Asia, que vivió hace 100 mil años. Sin embargo, no todas las piezas encajaban y estudios recientes mostraron que el hombre de Neanderthal perteneció a una línea evolutiva trunca.
En 1925, un anatomista sudafricano, Raymond Dart, encontró en una cueva de Taung, Bechuanalandia, restos fósiles infantiles para los cuales creó la denominación de Australopithecus africanus. La importancia de este hallazgo fue rechazada por las autoridades paleontológicas del momento: todos los especialistas estaban convencidos de que el “verdadero” eslabón perdido era el hombre de Piltdown. Sin embargo, la gente y los medios de comunicación aceptaron al “niño de Taung”, cuyo nombre se hizo sinónimo de fealdad: hasta un charleston de la época mencionaba al “horrible chico de Taung”.
En esos mismos días, en el estado norteamericano de Tennessee se desataba una tormenta. La legislatura estatal aprobó una ley que prohibía la enseñanza de la evolución en las escuelas, similar a otras dictadas en Arkansas, Florida, Oklahoma y Mississippi, y el joven profesor John Scopes fue procesado por su insistencia en transmitir a sus alumnos esos conocimientos. El famoso juicio —que fue evocado en una obra teatral y en el cine con el nombre de “Heredarás el viento”— apasionó y dividió a la opinión pública en las grandes capitales del mundo.
Pero el Australopithecus de Dart no era ni un error ni un fraude. Poco a poco, nuevas evidencias mostraron que se trataba de un ser que andaba erguido aunque su cerebro era muy pequeño. Esto parecía confirmar la teoría que sostenía la prioridad de la postura erecta como un paso anterior al desarrollo del cerebro y condición para que éste tuviera lugar.
El escocés Robert Broom, que pasó la mayor parte de su vida trabajando como médico rural en apartadas regiones de Australia y África del Sur, también vendía fósiles al British Museum y al Museo de Ciencias Naturales de Nueva York. En 1936, mientras buscaba huesos para el Museo del Trasvaal, encontró en una remota caverna los restos de un cráneo que resultó haber pertenecido a un australopiteco. Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, tanto Broom como Dart encontraron más huesos de la variedad africanus a los que se agregaron restos de otros seres más grandes y de complexión más fuerte, que clasificaron como Australopithecus robustus. Las familias antecesoras del hombre tenían nombre y apellido. Pero, ¿eran el eslabón perdido?

APARECE LUCY.
En realidad, su existencia o inexistencia parecía importar cada vez menos. A partir del hallazgo por los esposos Mary y Louis Leakey de un esqueleto prehumano al que se le pudo acreditar fehacientemente la antigüedad, el problema de los paleoantropólogos pasó a ser la determinación de la edad del “primer hombre”. Los Leakey encontraron al Zinjanthropus en 1959, en la garganta de Olduvai, Africa oriental, y gracias a un nuevo método de datación pudieron establecer que había vivido un millón 800 mil años atrás. La carrera por la antigüedad había empezado en las salvajes cercanías del famoso cráter de Ngorongoro, donde los Leakey habían excavado durante casi treinta años en las barrancas arcillosas de Olduvai, rodeados por toda clase de peligros. El record de antigüedad fue superado, quince años después por la célebre “Lucy”, el esqueleto casi completo de la hembra de una especie denominada Australopithecus afarensis, que vivió hace más de 3 millones de años.
Fue encontrada durante una expedición a la región etíope de Afar, en 1974, por los paleontólogos Yves Coppens y Donald Johanson, y el nombre “Lucy” se debió a “Lucy in the Sky with Diamonds”, de los Beatles, la canción preferida de Johanson, quien la escuchaba todo el tiempo en el campamento. Poco antes, éste había encontrado una rodilla perteneciente a un ser adulto, bípedo, pero de sólo un metro de altura. Para los antropólogos fue una verdadera sorpresa y un hueso duro de roer, sobre el cual no se ponían de acuerdo. Hasta que apareció “Lucy”.
Johanson describe así el histórico momento cuando empezaron a armar el esqueleto en el campamento: “El ser que estábamos montando sobre la mesa era asombroso. No tenía más de un metro de estatura, su cerebro era diminuto y, sin embargo, caminaba erguido. Su mandíbula tenía forma de V y no estaba redondeada en la parte frontal como otras que habíamos encontrado. Lucy era posiblemente un representante muy primitivo de los australopitecos. Teníamos un pequeño ser con cerebro de antropoide y con la pelvis y los huesos pelvianos casi idénticos en sus funciones a los del hombre moderno. Ahora sabía, con la certeza que me ofrecía este extraordinario fósil, que hacia los tres millones de años antes de Cristo los homínidos caminaban erguidos”.
La aparición de “Lucy” brindó a los paleontólogos una doble respuesta. Proporcionaba, a un tiempo, fecha precisa para la antigüedad de los homínidos y aportaba un “eslabón perdido” bastante aceptable. Según las opiniones vigentes hoy entre los paleontólogos, el Homo habilis, nuestro antepasado directo, nació en el África y “Lucy” pudo haber sido su tatarabuela.

ESLABONES HACIA EL HOMBRE.
A partir del hallazgo de “Lucy” en Ajar, Etiopía, la secuencia de las ramas divergentes y de los “eslabones perdidos” que antecedieron al hombre actual es ésta:
Australopithecus afarensis. Vivió hace 3,5 millones de años en el África. Fue el antepasado de los géneros Australopitecus y Homo.
Australopithecus africanus. Habitó el África hace 3 millones de años.
Australopithecus robustus. Vivió hace 2 millones de años, en el África.
Australopithecus boisei. Africano, vivió hace 2 millones de años.
Homo habilis. Primer antepasado directo del hombre, vivió en el África hace 2 millones de años.
Homo erectus. Vivió en Asia hace 1 millón de años.
Homo sapiens primitivo. Vivió en Asia y el África hace 500 mil años.
Homo neanderthalensis. Vivió en Europa, Asia y el África hace 100 mil años.
Homo sapiens. Apareció en el Cercano Oriente 100 mil años atrás y de allí migró a Europa hace 50 mil años.

LA GENÉTICA PISA FUERTE.
Los paleoantropólogos eran los dueños del hombre primitivo. Huesos fósiles, estratos y herramientas talladas les brindaban los datos. La anatomía comparada, la geología, la geocronología eran sus ciencias auxiliares. Pero desde mediados de la década de 1970, la biología molecular y la genética empezaron a opinar.
El primer punto a favor lo obtuvo la biología molecular con el análisis de huesos de un Ramapitecus, un mono arcaico al que hasta entonces se le había atribuido un lugar en el árbol genealógico del hombre. El análisis de anticuerpos y antígenos demostró que no era tal. Se trataba de un antepasado del orangután. Después, el estudio del ácido desoxirribonucleico (ADN) de orangután, chimpancé, gorila y hombre puso en evidencia que el parentesco entre los grandes monos era más complicado de lo que se creía. Hombre y chimpancé parecen haberse separado evolutivamente 5 millones de años atrás, mientras su ancestro común se apartó del antepasado de gorilas y orangutanes hace alrededor de 12 millones de años. A su vez, éstos se diferenciaron hace 10 millones de años.
La primera conclusión fue alcanzada por Morris Goodman, investigador de la Universidad de Florida, en Estados Unidos, quien analizó las series de aminoácidos que componen el gen de la hemoglobina de esas especies. En el caso del hombre y el chimpancé, las cadenas eran prácticamente iguales. En cambio, gorila y orangután mostraban genes diferenciados. Otros investigadores, como Allan Wilson, de la Universidad de California, llegaron a fijar un ancestro común del hombre en el África —la famosa “Eva” africana—, apoyándose en un atrevido cálculo sobre el ritmo de mutación genética. Una nueva polémica se inició entonces. Y sigue abierta.

Autor: Julio Orione.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

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