Investigación que muestra evidencias de que se oculta información sobre ovnis incluso con la muerte de quienes saben demasiado.
Ovnis top secret, seguridad nacional, guerra electrónica, espionaje y 28 científicos muertos en dudosas circunstancias fueron los enigmas que impulsaron al best-seller Sidney Sheldon a descorrer el sombrío velo de un posible complot de silencio con raíz en la compañía británica Marconi —fábrica de misiles inteligentes como los usados contra Irak— y ramificaciones en la NASA, la CIA, el Pentágono de Estados Unidos y la agencia secreta británica GCHQ. Entrevistas y revelaciones exclusivas, desde una carta inédita del astronauta Gordon Cooper hasta las asombrosas hipótesis de los investigadores Jason Chapman y Stephen ArkelI sobre ovnis, tecnología y muerte.
En “La conspiración del Juicio Final” —una intriga sobre ovnis, militares y espías—, el prolífico Sidney Sheldon dedica las últimas 9 páginas a narrar hechos que no son ficticios, sino parte de la investigación previa a la redacción del libro. Bajo el inocuo título de “Notas del Autor”, Sheldon denuncia que “la Agencia Nacional de Seguridad (de Estados Unidos) mantiene en secreto más de 100 documentos relacionados con ovnis, y la CIA alrededor de 50”, se pregunta: “¿Existe una conspiración de los gobiernos a nivel mundial para ocultar la verdad al público?”, y despliega una lista de 23 científicos ingleses que en sólo 6 años murieron uno tras otro, en situaciones poco claras y a edades tempranas. “Todos habían trabajado en proyectos tipo “La Guerra de las Galaxias” y en distintas áreas de la guerra electrónica, que incluye la investigación sobre ovnis”, apunta el autor de best-sellers más leído del planeta: sus 13 novelas vendieron 200 millones de ejemplares en 100 países y fueron traducidas a 76 idiomas.
De esos 23 importantísimos especialistas de la compañía misilística Marconi, sólo uno habría fallecido de muerte natural: otros dos están desaparecidos, cuatro sufrieron accidentes fatales y 16 de ellos —atención, el 70 por ciento— se suicidaron. “Yo creo firmemente que es demasiada coincidencia”, dijo Sheldon, entrevistado en su lujosa mansión de Los Angeles, California, con 15 dormitorios, sauna, piscina y cineteca privada.
Ya en 1995, a los 78 años, Sheldon —que de joven se interesó en los platos voladores pero nunca había escrito sobre ellos— opinaba que “al menos debemos estar abiertos a la posibilidad de que haya alguna forma de vida en algún otro lado”, y cuenta cómo descubrió la punta de la larga madeja que lo condujo hasta su controvertida lista de científicos muertos: “Me pasé 2 años leyendo, investigando y hablando con expertos en el tema. Es más, entrevisté a 12 astronautas de la NASA y todos me negaron haber visto ovnis o seres extraterrestres. Me llamó tanto la atención la unanimidad de las respuestas, que no me conformé”.
Esta es parte de la entrevista que Alberto Oliva le hizo al señor Sheldon:
— ¿Oué hizo entonces? — le preguntamos inicialmente.
— Lo llamé a James Hurtak, un amigo mío muy versado en ovnis y con serios contactos en el Pentágono y el área de seguridad e inteligencia americanas —informó Sheldon—. Hurtak tuvo acceso a archivos confidenciales del gobierno y allí encontró una carta del astronauta Gordon Cooper a sus superiores, intimándolos a que estudiaran el tema ovni. Eso cambió el curso de mi investigación.
— ¿De qué manera?
— Le telefoneé a Cooper y lo apuré. Le pregunté: “¿Es verdad que usted mandó una carta a sus jefes de la NASA diciéndoles que vio naves extraterrestres y solicitando además una urgente investigación?”. Largo silencio. Cooper estaba helado, no sabía qué decir. Entonces le leí una copia de su propia carta, que me había pasado Hurtak. Al fin, admitió todo y nos reunimos a comer y a charlar largamente. Con el tiempo nos hicimos amigos y Cooper empezó a descorrer el telón de su experiencia con ovnis.
— ¿Qué le contó él?
— Que en 1951, mientras cumplía una misión para la Fuerza Aérea en Europa, tuvo la oportunidad de ver varias naves extraterrestres de distintos tamaños, generalmente volando de este a oeste en formación de combate.
— ¿Cómo estableció Cooper que se trataba de ovnis y no de aviones?
— Aunque él reconoce no ser un experto en ovnis, señaló que la altitud y la velocidad de desplazamiento de esas naves eran muy superiores a las de los mejores aviones de guerra de la época.
— ¿Cree usted que Cooper pueda ser alguien propenso a las alucinaciones o a las fantasías?
— Él piensa que esos ovnis y sus tripulaciones visitan la Tierra desde otros mundos para estudiarnos. Siente que tienen más conocimientos y tecnologías más avanzadas que las nuestras. Sin embargo, Cooper es de la idea de que hay que interactuar pacíficamente, sin hostilidad hacia ellos, y recomienda formar una comisión especial en las Naciones Unidas para trabajar en el tema.
— ¿Algún otro astronauta se prestó a revelarle su verdad?
— Sí. Deke Slayton, también astronauta del programa Apolo, accedió a hablar conmigo después de que Cooper le explicó quién era yo y qué quería de él.
— ¿Y qué le contó Slayton?
— Una experiencia con ovnis que siguieron su avión, lo envolvieron en una fuerte red de luz y luego desaparecieron a una velocidad imposible para el instrumental y los cazas a reacción de los años ‘60.
— ¿Por qué Cooper y Slayton ocultaron esos hechos tanto tiempo?
— Primero que nada, porque la Fuerza Aérea, el Pentágono y las agencias de inteligencia y seguridad nacional les tienen prohibido tocar el tema ovni. Segundo, porque se han vendido muchas historias falsas que abaratan la reputación de los astronautas, y entonces ellos se inclinan por la prudencia.
— Aprovechando su fama y sus contactos, ¿no intentó usted indagar el tema en niveles más altos?
— Por supuesto. Durante un almuerzo privado con el ex presidente Gerald Ford, le pregunté si era cierto que el gobierno le ocultaba al pueblo la verdad sobre contactos con extraterrestres. Me respondió que jamás ninguna agencia de seguridad o inteligencia le había transmitido semejante información. Ronald Reagan me dijo lo mismo... pero admitió haber visto ovnis muchas veces.
— ¿Afirmaría usted que esos 23 científicos misteriosamente muertos entre 1982 y 1988 son víctimas de una alta conspiración criminal para ocultar la verdad al público?
— Hay algo raro en todo eso, aunque no sé lo que es.
Los que quieren saberlo a toda costa son Jason Chapman, ovnílogo galés de 21 años que investigó 17 de esos raros casos mortales denunciados por Sheldon y agregó otros dos, y Tony Collins, que en su polémico libro “Veredicto abierto” sostiene que esos científicos habrían sido silenciados “por saber demasiado sobre ovnis”, tema que las grandes potencias considerarían top secret “por temor a perder el liderazgo político-militar sobre el planeta“. En esto incidiría con fuerte acento la vieja —y lógica— teoría de que obtener datos tecnológicos más avanzados que los terrestres daría a cualquier grupo de naciones una impensada superioridad sobre las otras.
Es lo que sostiene el investigador Stephen Arkell desde el prólogo de “Veredicto abierto”. Para él —como para Sheldon, Chapman y Collins—, “no se trata de una guerra declarada, sino de una guerra feroz y constante en tiempos de paz, para conservar la ventaja, que no se libra en campos de batalla sino en laboratorios ocultos donde se elaboran sistemas defensivos y ofensivos con circuitos impresos y software secretos, a altos costos y sin rendir cuentas”.
Esa perspectiva, que vuelve abstracta la relación dinero-investigación para fines bélicos porque desconfía de la consulta política amplia, tendría origen en que en los últimos 60 años los militares de las superpotencias no pudieron emplear armas nucleares —francamente impopulares—, y entonces idearon un nuevo estilo guerrero: acrecentar el poder letal de los ejércitos y las armas convencionales.
¿Cómo?: contratando a tecnócratas capaces de tornar invisibles al radar enemigo los barcos y aviones propios, logrando que un soldado de elite mate diez veces más ayudado por minicomputadoras e informes satelitales, o colocándoles un cerebro inteligente a los mismos misiles de hace una década, de manera que éstos ubiquen sin margen de error el blanco elegido. Como es sabido, parte de este novísimo arsenal debutó en la guerra de Irak.
A Arkell y Collins, las muertes de los científicos ligados a la megaempresa electrónica Marconi los sorprendieron en diciembre de 1986, cuando ambos trabajaban en revistas británicas como Computer News y otras. Por entonces, la División Fraudes del gobierno inglés indagaba —desde hacía años— a la Marconi por presuntos incumplimientos de contratos de defensa nacional, y muchos periodistas se preguntaron si ese conflicto no habría precipitado de algún modo las 23, 25 o 28 muertes de los mejores científicos de la “guerra electrónica”.
En privado, un analista de sistemas de Marconi le confió al editor Ron Condon que los aparentes suicidios de dos programadores asiáticos —Sharíf y Dajíbhai, que figuran en la lista Sheldon— estaban vinculados entre sí, y que habrían sido “simulados por una mano negra asesina y protegida”. A partir de este doble caso, saltaron a la luz todos los demás. Racionalistas a ultranza, los grandes periódicos londinenses desecharon el apriorismo del supuesto hiperestrés de los científicos muertos —argumento de la Marconi— e hicieron hincapié en las estadísticas de suicidios y establecieron elocuentes comparaciones.
Por ejemplo: si en la Gran Bretaña de 1987 hubo 4.500 suicidios, a razón de uno por cada 12.650 habitantes, tomando a los 47.000 empleados de Marconi como base podría esperarse un mínimo de 9 y un máximo de 12 suicidios en 3 años, de 1986 a 1988. Conclusión: la tasa anual de suicidios de la misilística Marconi es, a todas luces, increíblemente más elevada que el promedio nacional británico. Desde luego, es cierto que las estadísticas no bastan para demostrar o refutar la posibilidad de que un plan de crímenes en serie ocurra en un solo ámbito: “Sólo una investigación cuidadosa de cada muerte podría brindar nexos comunes que lleven a la verdad”, dice Chapman.
“De cualquier modo —insiste Collins—, todo nos induce a sentir que nos hemos topado con una enorme conspiración”. Según esta línea de análisis, y dado que nadie logró saber cuál era el verdadero trabajo que hacían los científicos al momento de sus muertes, la prensa occidental especuló con la posible inserción de ignotos subcontratistas —y hasta de espías extranjeros— en el programa Guerra de las Galaxias, lanzado durante la gestión Reagan y rápidamente transformado en una ensalada rusa, un complot incontrolable y un Frankenstein maldito por la Humanidad.
En marzo de 1989, 11 soviéticos y 4 checos fueron expulsados de Gran Bretaña por intentar robar —según trascendió entonces— poderosos microchips, información confidencial sobre radares y tecnología láser, aleaciones de avanzada con fibras de titanio y carbono, y quizá también algún que otro secreto sobre materiales y tecnologías desconocidas en la Tierra. El primer resultado de la indagación del Ministerio de Defensa en el imperio Marconi —en febrero de 1989— fueron cargos contra 4 ejecutivos y las 3 intocadas compañías del grupo: Marconi Company, Marconi Secure Radio Systems y Marconi Space and Defense Systems.
Según un estudio psicológico hecho sobre 100 “topos” (soplones) de Estados Unidos, país donde las agencias de seguridad alientan a revelar la corrupción en contratos de defensa por parte de los empleados, casi el 10 por ciento intentó cometer suicidio. “Sin embargo —resume Arkell—, por si pretendieran dar vuelta las cosas, digamos que no hay ni pizca de auténtica evidencia que nos haga pensar que alguno de los más de 20 científicos muertos tuviera algo que ver con operaciones fraudulentas de la Marconi, sino todo lo contrario: ellos fueron las víctimas”. Para más datos, el único “topo” que denunció con nombre y apellido los malos manejos de esa empresa se llama Kingsley Thrower, reside en Lancanshire, siguió testificando contra Marconi en posteriores juicios y no se ahorcó, ni se accidentó en su auto, ni se electrocutó, ni se cayó de un puente.
Por un lado, está claro que la “culpa” del soplón no necesariamente lo impulsa al suicidio, y, por otro, queda la suposición de Chapman o Collins flotando en el aire: “Y si Thrower sigue con vida porque no sabe nada importante?”. Y aquí “importante” no debe leerse como negocios turbios, sino como alta tecnología o —al decir de Sheldon— “cosas que no dejan de asombrarme, como por ejemplo metales que no se doblan ni se funden aunque se expongan a presiones y temperaturas altísimas, que claramente provienen de otras galaxias y están aquí en la Tierra”.
Y continúa la conversación:
— Pero, ¿son reales, son comprobables esas evidencias, Sheldon?
— Esas y otras no menos asombrosas, créanme. Pueden verse en pacientes de médicos europeos y de la Universidad de Harvard, por ejemplo, que aunque no se conocen entre ellos cuentan experiencias similares y tienen las mismas marcas en el cuerpo después de haber sido supuestamente secuestrados por seres extraterrestres. Y muchas mujeres juran haber sido penetradas por esos alienígenas que quizá investigan cómo somos orgánicamente o cómo estamos estructurados a nivel celular.
— Después de haber tenido acceso a fuentes de información clasificada y a testimonios directos, ¿cuál es su opinión concreta al respecto?
— Miren, yo no digo que hay ni que no hay vida extraterrestre: lo único que digo es que podría haberla. Si gente seria y de nivel científico reconoce la existencia de los ovnis, pienso que algo de veracidad habrá en todo esto.
— A qué “gente seria” se refiere?
— A muchos: al astronauta Frank Borman, de la misión Géminis 7, que tomó fotos de ovnis que siguieron su cápsula espacial. A Neil Armstrong, de la Apolo 11, que vio dos naves desconocidas cuando alunizó. A Cooper y Slayton y otros astronautas que prefieren permanecer anónimos por ahora.
— ¿De veras cree usted que existe un complot gubernamental antiovni?
— Yo insisto en que los servicios de inteligencia y seguridad de Estados Unidos, así como el Pentágono, la Fuerza Aérea y el Departamento de Defensa, tienen pruebas sobre ovnis y vida extraterrestre, pero las encubren por miedo a que cunda el pánico civil.
— ¿Y por qué iba a ocurrir eso?
— En teoría, la población se sentiría amenazada por extraños de inteligencia superior a la propia, imaginarían que éstos los harían sus sirvientes y habría olas de histeria colectiva, violencia, éxodos y confusiones incontrolables.
— Perdone, Sheldon, ¿usted apoya esta “teoría”?
— Vean, la actitud de las autoridades norteamericanas es contradictoria e inexplicable. Aquí rige The Freedom of Information Act, una ley que garantiza a todos los ciudadanos el acceso a la información gubernamental. Pero cuando yo pedí oficialmente a la NASA y el Departamento de Defensa los archivos sobre ovnis, me mandaron una gigantesca carpeta en la que casi todos los textos están tachados con marcador grueso y negro.
— ¿Es cierto que usted consultó al astrónomo Carl Sagan?
— Sí, y lo sigo haciendo. Sagan es el pionero del SETI, una red de antenas y satélites hecha para captar señales del espacio exterior. Sagan tiene razones valederas para creer en la vida extraterrestre. Según él, sólo la Vía Láctea podría albergar unos 250 millones de estrellas, y de éstas al menos un millón podrían tener planetas capaces de alojar vida.
— Es correcto suponer que “La conspiración del Juicio Final” se inspira en el famoso caso del ovni de Roswell?
— Sí. Ese disco volante cayó en Roswell, Nuevo México, en 1947. Los testigos, un hacendado y sus dos hijos, llamaron a las autoridades, que aparecieron muy rápidamente. Más tarde, alertados los medios de que había un plato volador destruido con 2 cuerpos adentro, los periodistas y fotógrafos se toparon con un general del ejército que les dijo: “Eran los restos de un globo climático y nada más”. El terreno estaba limpio y sin huellas: los testigos dijeron que los pedazos de la nave habían sido levantados y llevados a un paradero desconocido. Un viejo periodista que investigó el caso me contó que dos E.T. de esa nave habían sobrevivido y eran prisioneros de una agencia de seguridad norteamericana. ¿Fin? No, hay más.
— Sí, lo suponemos: idas y venidas, especulaciones, nada concreto...
— Error. En 1984, un documento de una alta fuente del área de inteligencia reveló que durante el mandato de Harry Truman, en 1948, fue convocado un panel supersecreto para investigar el tema ovni. Su código es “Majestic-12” o “MJ-12”, y el informe está redactado y firmado por el almirante Hillenkoetter, quien luego lo entregó en mano al presidente Dwight Eisenhower. Allí, Hillenkoetter dice que 4 seres extraterrestres fueron hallados a 3 kilómetros de Roswell, donde se estrelló el ovni en cuestión. El texto propone, además, estrictas normas precautorias para que esa conclusión no llegue al público jamás. Es algo, ¿no? Y coincide con mi pesquisa, de la que surge, insisto, que la Agencia Nacional de Seguridad oculta más de 100 documentos sobre ovnis, la CIA unos 50 y otras agencias un mínimo de 6.
El galés Chapman, analista de las filtraciones de datos de la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana y de su homóloga británica GCHQ, coincide con Sheldon y expone el caso de Geofrey Prime, un ex agente de la GCHQ condenado en 1982 a 25 años de cárcel por espionaje: antes del juicio, ningún ciudadano inglés sabía de la existencia de la GCHQ. El escándalo periodístico y legal reveló, de paso, dos primicias más: un pacto secreto de asistencia mutua —llamado UKUSA Security Agreement— entre las agencias de Estados Unidos y Gran Bretaña, y la posible conexión entre el affaire Prime y las inverosímiles muertes por suicidio o accidente de los científicos de la misilística Marconi.
Entre otras cosas, Chapman logró averiguar que a raíz del juicio de Prime se tomaron medidas de seguridad extraordinarias en Marconi y la GCHQ, tales como traslados de archivos, rotación de personal y cambios de domicilio. Según Arkell, “haya o no vínculos, la desaparición de 28 trabajadores de la defensa es una de las historias más enigmáticas de la última década. Para mí esos decesos se relacionan, de algún oscuro modo, con los denominados ‘proyectos en negro’, cuya existencia no puede ser admitida oficialmente”.
Sheldon no reveló cómo ni dónde consiguió la polémica lista mortal, pero ésta no fue negada por ningún organismo gubernamental, tribunal o partido. De manera que el rico bestsellerista —la revista especializada Forbes estima que sólo en una de sus cuentas bancarias hay 100 millones de dólares— se siente con derecho a “condenar públicamente el ocultamiento oficial de la verdad” y a “considerar con seriedad el misterio de los ovnis”.
A continuación, el final de la extensa entrevista:
— De haber extraterrestres, ¿qué piensa usted que ellos estarían haciendo en la Tierra?
— Yo diría que estamos siendo investigados. Y no me extrañaría mucho que el motivo actual fuera ecológico: estamos destrozando el planeta, contaminando el agua y la atmósfera, aniquilando los bosques, etcétera. Quizá esos seres de otras galaxias sepan que estamos a punto de provocar un desequilibrio cósmico y vengan a prevenirlo o tratar de revertirlo.
— Pero, Sheldon, ¿no le parece curioso el hecho de que esos alienígenas, si es que los hay, sean tan evasivos, tan renuentes a mostrarse y comunicarse de una buena vez?
— Sí, claro que es curioso. Con mentalidad humana, uno se pregunta por qué estos E.T. no van derechito a ver al presidente de cada gran nación, o a todos juntos, y les explican quiénes son y qué pretenden. Sin embargo, aparecen erráticamente, sin lógica ni estrategia... No sé, tal vez sigan un esquema racional que los terráqueos no entendemos. ¿No se supone, acaso, que son más inteligentes que nosotros?
LA LISTA DE SHELDON Y LOS CASOS INVESTIGADOS.
Estos son los nombres de los científicos —y las causas de sus extrañas muertes— que Sydney Sheldon publicó en su best-seller “La conjura del Juicio Final”. El investigador Jason Chapman amplió la lista.
KEITH BOWDEN. Muerto en accidente automovilístico, en 1982.
JACK WOLFENDEN. Su planeador se estrelló contra una colina, en julio de 1982. Analista de sistemas.
ERNEST BROCKWAY. Se ahorcó en noviembre de 1982. 43 años. Su esposa jura que lo vigilaban día y noche.
STEPHEN DRINKWATER. Asfixiado con una bolsa de plástico en la cabeza, en 1983. 25 años. Manejaba documentación clasificada.
ANTHONY GODLEY. Teniente coronel. Desaparecido, declarado muerto en abril de 1983.
GEORGE FRANKS. Se ahorcó en abril de 1984. 58 años. Seguridad nacional. Tatcher se refirió a su muerte.
STEPHEN OKE. Se ahorcó en 1985. 35 años. Tenía una mano fuertemente atada.
JONATHAN WASH. Se tiró de un edificio el 19 de noviembre de 1985. 20 años. Su padre jura que lo mataron. Elaboraba la defensa secreta británica.
JOHN BRITTAN. Médico. Suicidio por envenenamiento con monóxido de carbono, en 1986. 52 años. Famoso científico de armamentos, lúcido y detallista.
ARSHAD SHARIF. Se puso una soga al cuello, la ató a un árbol, subió a su auto y aceleró, en el balneario Bristol, en octubre de 1986. 26 años. Estaba por casarse con una joven, como él, paquistaní.
VIMAL DAJIBHAI. Saltó de un puente en Bristol, a 160 kilómetros de su hogar en Londres, en octubre de 1986. 24 años. Amaba los deportes y había aceptado un nuevo empleo en una multimillonaria consultora financiera londinense.
AVTAR SINGH-GUIDA. Desaparecido y declarado muerto en enero de 1987.
PETER PEAPELI. Suicidio con el motor del auto en marcha, en febrero de 1987, 46 años. Contento de ganar dinero en un juego, fue al garaje a ver quién había encendido su auto. A la mañana lo encontraron muerto.
DAVID SANDS. Estrelló su auto a toda velocidad contra un bar, en marzo de 1987.
MARK WISNER. Se ahorcó en abril de 1987. Versión periodística: lo encontraron vestido de mujer y con varios metros de cinta plástica alrededor del cuello y la boca. Su rol en defensa era top secret, y muy bien pago.
STUART GOODING. Su auto embistió frontalmente un camión en un camino de montaña, el 10 de abril de 1987. 23 años. Enlace militar.
DAVID GREENHALGH. Se cayó de un puente el 10 de abril de 1987.
SHANI WARREN. Suicidio por inmersión en abril de 1987.
MICHAEL BAKER. Accidente automovilístico en mayo de 1987. 22 años. Geniecillo de la defensa aérea y entusiasta pescador. Su BMW se estrelló contra una valla de hierro. Los peritos no saben por qué. Jamás bebía.
TREVOR KNIGHT. Suicidio en mayo de 1987. Trabajaba en un área de seguridad nacional de Marconi, supuestamente la sección de contratos secretos para la venta de sofisticadísimos misiles. Había telefoneado a su madre porque iba a visitarla.
ALISTAIR BECKHAM. Suicidio por electrocución, en agosto de 1988. Lo hizo en su garaje, mientras sus hijas dormían. Su esposa sigue mencionando a un extraño que huyó.
PETER FERRY. Brigadier. Insólito suicidio por electrocución, en agosto de 1988. Se habría atado un molar a un polo eléctrico y otro a otro, conectando luego la energía central.
VICTOR MOORE. Suicidio, fecha desconocida.
ROBERT WILSON (43 años) y GERARD DARLOW (22) son los nombres agregados por Chapman. Tras devolver un documento secreto que habría sustraído, Wilson “se accidentó mientras limpiaba un arma”, pegándose un tiro. Y Darlow, “un esquizofrénico con tendencia suicida”, se habría clavado un cuchillo en el pecho.
CARTA SOBRE OVNIS, DEL ASTRONAUTA GORDON COOPER.
Este es el texto original de la carta que Cooper despachó el 9 de noviembre de 1978: la misma que Sheldon descubrió en los ‘90, archivada y sin respuesta:
Embajador Griffith.
Misión de Granada en las Naciones Unidas.
866 Second Avenue.
Suite 502.
Nueva York, NY 10017.
Estimado Embajador:
Deseo comunicarle mi punto de vista sobre los visitantes extraterrestres, popularmente denominados “ovnis”. Creo que estos vehículos y tripulaciones visitan nuestro planeta desde otros mundos obviamente de tecnología más avanzada que la nuestra. Es necesario que tengamos un programa coordinado de primer nivel para recopilar y analizar científicamente datos de toda la Tierra sobre cualquier tipo de encuentro y determinemos cuál es el mejor método para comunicarnos con estos visitantes. Posiblemente debamos demostrarles primero que hemos aprendido a resolver nuestros problemas por medios pacíficos antes de ser aceptados como miembros calificados del equipo universal. Esta aceptación implicaría tremendas posibilidades para el avance mundial en todas las áreas.
No soy un investigador de ovnis experimentado: aún no he tenido el privilegio de volar uno ni de conocer a su tripulación. Pero estoy calificado para hablar sobre ellos, ya que he llegado a la periferia de las vastas áreas por las que viajan. En 1951, también tuve la oportunidad de observar durante dos días muchos vuelos de estos objetos, de diferentes tamaños, volando en formación de cazas, desde el este hacia el oeste de Europa. Se hallaban a mayor altitud que la que podían alcanzar nuestros cazas en aquella época.
Sé que la mayoría de los astronautas están muy reacios a discutir el tema de los ovnis a causa del gran número de personas que han vendido de manera indiscriminada historias inventadas y que han falsificado documentos, abusando de su nombre. Los pocos astronautas que continuaron participando en el campo de los ovnis debieron hacerlo muy cautelosamente. Hay varios de nosotros que sí creemos en los ovnis y hemos tenido la ocasión de ver un ovni en tierra o desde un avión.
Si la ONU está de acuerdo en seguir este proyecto y brindarle credibilidad con su apoyo, quizá sean muchas más las personas bien calificadas que den un paso adelante y contribuyan con ayuda e información.
Firmado: L. Gordon Cooper, coronel de la Fuerza Aérea y astronauta.
EL OVNI DE ROSWELL.
En julio de 1947, en Nuevo México, se estrelló un ovni que ocultó la Fuerza Aérea norteamericana.
El paradero del presunto plato volador caído en 1947 en el campo de Roswell, Nuevo México, sigue siendo un misterio. Según el ranchero W. W. Brazel, la noche anterior al 2 de julio escuchó “una explosión más fuerte que cualquier trueno” de la tormenta desatada en esas horas, y en la mañana cabalgó hasta el lugar del que supuso habría provenido “el gran ruido”. Un despacho de Associated Press del 9 de julio narró que el ovejero Brazel encontró “trozos de papel recubiertos de una sustancia semejante al aluminio, unidos por estacas, como un barrilete”, algo así como restos de “goma gris” dispersos a lo largo de 180 metros, y un extraño disco metálico que entregó a un oficial de inteligencia de la base aérea de Roswell.
Los militares hablaron de un globo atmosférico con fallas, pero los periodistas y otros observadores locales aseguraron haber visto cómo el ovni era transportado al célebre Hangar 18, que también fue el título de un clásico film sobre el tema. Sobre todo porque habrían quedado expuestos dos cadáveres extraterrestres, cuyas fotos dieron la vuelta al mundo en 24 horas.
La vacilante posición de la Fuerza Aérea y sus versiones contradictorias generaron querellas por falso testimonio, por ocultamiento de evidencias y —más que nada— por violación civil de la seguridad defensiva. Así, la idea del sensacional hallazgo fue desdibujándose en el ámbito público, hasta que en 1951 Frank Scully —columnista de la revista Variety— batió récord de venta con un libro en el que contaba que el gobierno norteamericano tenía escondido 3 ovnis con los cadáveres de 34 extraterrestres de baja estatura y cráneos prominentes, todos hallados en Nuevo México.
JASON CHAPMAN, DETECTIVE DE 19 MUERTES DUDOSAS.
Entrevista exclusiva con el ovnílogo galés que investigó las misteriosas muertes de los científicos británicos de la fábrica de misiles Marconi, todos expertos en guerra electrónica y quizá también en naves extra galácticas.
— La versión oficial dice que la mayor parte de esos científicos se suicidaron. ¿Cree usted que esto es verdad o que fueron silenciados?
— Yo estoy convencido de que existe una funesta conexión entre todas esas muertes. El “Veredicto abierto” de Collins narra animadamente los hechos, pero no explica si fueron asesinados o no.
— ¿En qué estaban involucrados los 25 científicos de la lista Sheldon?
— En lo que se denomina “misil guidance system”, o misiles que llevan una computadora que le ayuda a “pensar” y a encontrar su blanco.
— Ahora le preguntamos a usted ¿los mataron o fueron accidentes?
— Una de las hipótesis es la inducción por hipnosis. Es probable que esos científicos hubieran sido sometidos a terapias de hipnosis y luego...
— ¿Cómo es posible que esa serie de muertes haya pasado desapercibida?
— No, eso no ha ocurrido. El veredicto presentado por Marconi es inaceptable. Lo que necesita este caso es una investigación seria.
— ¿Se ha comunicado con Marconi? ¿Qué contestan sus autoridades?
— Nada. No responden a mis cartas.
— Y qué dice el ministro de Defensa británico?
— Responde que el gobierno ya trató el caso apropiadamente, pero no se ha lanzado un comunicado de prensa. En cuanto a los detalles que envié, me dice: “Respecto de las muertes que usted menciona en sus cartas, no estamos al tanto de los incidentes a los que usted se refiere”. Punto.
— ¿Qué piensa hacer ahora, Chapman?
— Continuar con la investigación. Hasta el momento he insistido en contactarme con las familias de los muertos y en averiguar en qué estaba trabajando cada uno en ese momento. También voy a publicar mi libro y a medir la reacción pública.
Según Chapman, todos los suicidios relacionados con científicos de la compañía Marconi deberían ser investigados de nuevo, “más allá del manto de olvido que se pretende echar sobre ellos“, porque todos tendrían “algo flojo en común”.
Primero: cada método empleado para quitarse la vida habría sido técnicamente seguro, y eso no es usual entre los suicidas.
Segundo: sus familiares coinciden en asegurar que sus muertos no padecían depresiones y que, siendo jóvenes, tenían planes a corto plazo, lo que contraría el impulso de muerte.
Por otro lado, Chapman ironiza sobre el proyecto Guerra de las Galaxias —cuyo fin es derribar un misil enemigo antes de que éste explote—, y dice: “Es el mayor logro tecnológico del siglo XX... a costa de los impuestos ciudadanos. Los americanos gastan millones de dólares por año en armas secretas, y compañías como Marconi hacen millones de anteproyectos de defensa, pese a que desde hace años ya no hay necesidad de fabricar armamentos a gran escala. Si al fin de la Guerra Fría las armas nucleares quedaron obsoletas, la hipótesis de una guerra electrónica y misilística es una especulación, un fabuloso negocio. Esto explica muchas, muchísimas cosas“.
Y a la inversa, ¿explicarán esas “cosas” las razones —que nunca son tantas— por las cuales más de 20 científicos civiles de primer nivel contribuían a gestar una industria de guerra?
Quizás lo sepamos, con suerte, en el futuro.
(Las entrevistas de este artículo fueron realizadas en 1995. Tómese nota)
Autores: Raúl García Luna, Alberto Oliva y Laura Ayerza de Castillo.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
(Si este artículo te parece interesante, puedes compartirlo con tus amistades mediante el botón “Me gusta”, “enviar por e-mail”, el enlace a Facebook, Twitter o Google+. Hacerlo es fácil y toma sólo unos segundos. Gracias)
Ovnis top secret, seguridad nacional, guerra electrónica, espionaje y 28 científicos muertos en dudosas circunstancias fueron los enigmas que impulsaron al best-seller Sidney Sheldon a descorrer el sombrío velo de un posible complot de silencio con raíz en la compañía británica Marconi —fábrica de misiles inteligentes como los usados contra Irak— y ramificaciones en la NASA, la CIA, el Pentágono de Estados Unidos y la agencia secreta británica GCHQ. Entrevistas y revelaciones exclusivas, desde una carta inédita del astronauta Gordon Cooper hasta las asombrosas hipótesis de los investigadores Jason Chapman y Stephen ArkelI sobre ovnis, tecnología y muerte.
En “La conspiración del Juicio Final” —una intriga sobre ovnis, militares y espías—, el prolífico Sidney Sheldon dedica las últimas 9 páginas a narrar hechos que no son ficticios, sino parte de la investigación previa a la redacción del libro. Bajo el inocuo título de “Notas del Autor”, Sheldon denuncia que “la Agencia Nacional de Seguridad (de Estados Unidos) mantiene en secreto más de 100 documentos relacionados con ovnis, y la CIA alrededor de 50”, se pregunta: “¿Existe una conspiración de los gobiernos a nivel mundial para ocultar la verdad al público?”, y despliega una lista de 23 científicos ingleses que en sólo 6 años murieron uno tras otro, en situaciones poco claras y a edades tempranas. “Todos habían trabajado en proyectos tipo “La Guerra de las Galaxias” y en distintas áreas de la guerra electrónica, que incluye la investigación sobre ovnis”, apunta el autor de best-sellers más leído del planeta: sus 13 novelas vendieron 200 millones de ejemplares en 100 países y fueron traducidas a 76 idiomas.
De esos 23 importantísimos especialistas de la compañía misilística Marconi, sólo uno habría fallecido de muerte natural: otros dos están desaparecidos, cuatro sufrieron accidentes fatales y 16 de ellos —atención, el 70 por ciento— se suicidaron. “Yo creo firmemente que es demasiada coincidencia”, dijo Sheldon, entrevistado en su lujosa mansión de Los Angeles, California, con 15 dormitorios, sauna, piscina y cineteca privada.
Ya en 1995, a los 78 años, Sheldon —que de joven se interesó en los platos voladores pero nunca había escrito sobre ellos— opinaba que “al menos debemos estar abiertos a la posibilidad de que haya alguna forma de vida en algún otro lado”, y cuenta cómo descubrió la punta de la larga madeja que lo condujo hasta su controvertida lista de científicos muertos: “Me pasé 2 años leyendo, investigando y hablando con expertos en el tema. Es más, entrevisté a 12 astronautas de la NASA y todos me negaron haber visto ovnis o seres extraterrestres. Me llamó tanto la atención la unanimidad de las respuestas, que no me conformé”.
Esta es parte de la entrevista que Alberto Oliva le hizo al señor Sheldon:
— ¿Oué hizo entonces? — le preguntamos inicialmente.
— Lo llamé a James Hurtak, un amigo mío muy versado en ovnis y con serios contactos en el Pentágono y el área de seguridad e inteligencia americanas —informó Sheldon—. Hurtak tuvo acceso a archivos confidenciales del gobierno y allí encontró una carta del astronauta Gordon Cooper a sus superiores, intimándolos a que estudiaran el tema ovni. Eso cambió el curso de mi investigación.
— ¿De qué manera?
— Le telefoneé a Cooper y lo apuré. Le pregunté: “¿Es verdad que usted mandó una carta a sus jefes de la NASA diciéndoles que vio naves extraterrestres y solicitando además una urgente investigación?”. Largo silencio. Cooper estaba helado, no sabía qué decir. Entonces le leí una copia de su propia carta, que me había pasado Hurtak. Al fin, admitió todo y nos reunimos a comer y a charlar largamente. Con el tiempo nos hicimos amigos y Cooper empezó a descorrer el telón de su experiencia con ovnis.
— ¿Qué le contó él?
— Que en 1951, mientras cumplía una misión para la Fuerza Aérea en Europa, tuvo la oportunidad de ver varias naves extraterrestres de distintos tamaños, generalmente volando de este a oeste en formación de combate.
— ¿Cómo estableció Cooper que se trataba de ovnis y no de aviones?
— Aunque él reconoce no ser un experto en ovnis, señaló que la altitud y la velocidad de desplazamiento de esas naves eran muy superiores a las de los mejores aviones de guerra de la época.
— ¿Cree usted que Cooper pueda ser alguien propenso a las alucinaciones o a las fantasías?
— Él piensa que esos ovnis y sus tripulaciones visitan la Tierra desde otros mundos para estudiarnos. Siente que tienen más conocimientos y tecnologías más avanzadas que las nuestras. Sin embargo, Cooper es de la idea de que hay que interactuar pacíficamente, sin hostilidad hacia ellos, y recomienda formar una comisión especial en las Naciones Unidas para trabajar en el tema.
— ¿Algún otro astronauta se prestó a revelarle su verdad?
— Sí. Deke Slayton, también astronauta del programa Apolo, accedió a hablar conmigo después de que Cooper le explicó quién era yo y qué quería de él.
— ¿Y qué le contó Slayton?
— Una experiencia con ovnis que siguieron su avión, lo envolvieron en una fuerte red de luz y luego desaparecieron a una velocidad imposible para el instrumental y los cazas a reacción de los años ‘60.
— ¿Por qué Cooper y Slayton ocultaron esos hechos tanto tiempo?
— Primero que nada, porque la Fuerza Aérea, el Pentágono y las agencias de inteligencia y seguridad nacional les tienen prohibido tocar el tema ovni. Segundo, porque se han vendido muchas historias falsas que abaratan la reputación de los astronautas, y entonces ellos se inclinan por la prudencia.
— Aprovechando su fama y sus contactos, ¿no intentó usted indagar el tema en niveles más altos?
— Por supuesto. Durante un almuerzo privado con el ex presidente Gerald Ford, le pregunté si era cierto que el gobierno le ocultaba al pueblo la verdad sobre contactos con extraterrestres. Me respondió que jamás ninguna agencia de seguridad o inteligencia le había transmitido semejante información. Ronald Reagan me dijo lo mismo... pero admitió haber visto ovnis muchas veces.
— ¿Afirmaría usted que esos 23 científicos misteriosamente muertos entre 1982 y 1988 son víctimas de una alta conspiración criminal para ocultar la verdad al público?
— Hay algo raro en todo eso, aunque no sé lo que es.
Los que quieren saberlo a toda costa son Jason Chapman, ovnílogo galés de 21 años que investigó 17 de esos raros casos mortales denunciados por Sheldon y agregó otros dos, y Tony Collins, que en su polémico libro “Veredicto abierto” sostiene que esos científicos habrían sido silenciados “por saber demasiado sobre ovnis”, tema que las grandes potencias considerarían top secret “por temor a perder el liderazgo político-militar sobre el planeta“. En esto incidiría con fuerte acento la vieja —y lógica— teoría de que obtener datos tecnológicos más avanzados que los terrestres daría a cualquier grupo de naciones una impensada superioridad sobre las otras.
Es lo que sostiene el investigador Stephen Arkell desde el prólogo de “Veredicto abierto”. Para él —como para Sheldon, Chapman y Collins—, “no se trata de una guerra declarada, sino de una guerra feroz y constante en tiempos de paz, para conservar la ventaja, que no se libra en campos de batalla sino en laboratorios ocultos donde se elaboran sistemas defensivos y ofensivos con circuitos impresos y software secretos, a altos costos y sin rendir cuentas”.
Esa perspectiva, que vuelve abstracta la relación dinero-investigación para fines bélicos porque desconfía de la consulta política amplia, tendría origen en que en los últimos 60 años los militares de las superpotencias no pudieron emplear armas nucleares —francamente impopulares—, y entonces idearon un nuevo estilo guerrero: acrecentar el poder letal de los ejércitos y las armas convencionales.
¿Cómo?: contratando a tecnócratas capaces de tornar invisibles al radar enemigo los barcos y aviones propios, logrando que un soldado de elite mate diez veces más ayudado por minicomputadoras e informes satelitales, o colocándoles un cerebro inteligente a los mismos misiles de hace una década, de manera que éstos ubiquen sin margen de error el blanco elegido. Como es sabido, parte de este novísimo arsenal debutó en la guerra de Irak.
A Arkell y Collins, las muertes de los científicos ligados a la megaempresa electrónica Marconi los sorprendieron en diciembre de 1986, cuando ambos trabajaban en revistas británicas como Computer News y otras. Por entonces, la División Fraudes del gobierno inglés indagaba —desde hacía años— a la Marconi por presuntos incumplimientos de contratos de defensa nacional, y muchos periodistas se preguntaron si ese conflicto no habría precipitado de algún modo las 23, 25 o 28 muertes de los mejores científicos de la “guerra electrónica”.
En privado, un analista de sistemas de Marconi le confió al editor Ron Condon que los aparentes suicidios de dos programadores asiáticos —Sharíf y Dajíbhai, que figuran en la lista Sheldon— estaban vinculados entre sí, y que habrían sido “simulados por una mano negra asesina y protegida”. A partir de este doble caso, saltaron a la luz todos los demás. Racionalistas a ultranza, los grandes periódicos londinenses desecharon el apriorismo del supuesto hiperestrés de los científicos muertos —argumento de la Marconi— e hicieron hincapié en las estadísticas de suicidios y establecieron elocuentes comparaciones.
Por ejemplo: si en la Gran Bretaña de 1987 hubo 4.500 suicidios, a razón de uno por cada 12.650 habitantes, tomando a los 47.000 empleados de Marconi como base podría esperarse un mínimo de 9 y un máximo de 12 suicidios en 3 años, de 1986 a 1988. Conclusión: la tasa anual de suicidios de la misilística Marconi es, a todas luces, increíblemente más elevada que el promedio nacional británico. Desde luego, es cierto que las estadísticas no bastan para demostrar o refutar la posibilidad de que un plan de crímenes en serie ocurra en un solo ámbito: “Sólo una investigación cuidadosa de cada muerte podría brindar nexos comunes que lleven a la verdad”, dice Chapman.
“De cualquier modo —insiste Collins—, todo nos induce a sentir que nos hemos topado con una enorme conspiración”. Según esta línea de análisis, y dado que nadie logró saber cuál era el verdadero trabajo que hacían los científicos al momento de sus muertes, la prensa occidental especuló con la posible inserción de ignotos subcontratistas —y hasta de espías extranjeros— en el programa Guerra de las Galaxias, lanzado durante la gestión Reagan y rápidamente transformado en una ensalada rusa, un complot incontrolable y un Frankenstein maldito por la Humanidad.
En marzo de 1989, 11 soviéticos y 4 checos fueron expulsados de Gran Bretaña por intentar robar —según trascendió entonces— poderosos microchips, información confidencial sobre radares y tecnología láser, aleaciones de avanzada con fibras de titanio y carbono, y quizá también algún que otro secreto sobre materiales y tecnologías desconocidas en la Tierra. El primer resultado de la indagación del Ministerio de Defensa en el imperio Marconi —en febrero de 1989— fueron cargos contra 4 ejecutivos y las 3 intocadas compañías del grupo: Marconi Company, Marconi Secure Radio Systems y Marconi Space and Defense Systems.
Según un estudio psicológico hecho sobre 100 “topos” (soplones) de Estados Unidos, país donde las agencias de seguridad alientan a revelar la corrupción en contratos de defensa por parte de los empleados, casi el 10 por ciento intentó cometer suicidio. “Sin embargo —resume Arkell—, por si pretendieran dar vuelta las cosas, digamos que no hay ni pizca de auténtica evidencia que nos haga pensar que alguno de los más de 20 científicos muertos tuviera algo que ver con operaciones fraudulentas de la Marconi, sino todo lo contrario: ellos fueron las víctimas”. Para más datos, el único “topo” que denunció con nombre y apellido los malos manejos de esa empresa se llama Kingsley Thrower, reside en Lancanshire, siguió testificando contra Marconi en posteriores juicios y no se ahorcó, ni se accidentó en su auto, ni se electrocutó, ni se cayó de un puente.
Por un lado, está claro que la “culpa” del soplón no necesariamente lo impulsa al suicidio, y, por otro, queda la suposición de Chapman o Collins flotando en el aire: “Y si Thrower sigue con vida porque no sabe nada importante?”. Y aquí “importante” no debe leerse como negocios turbios, sino como alta tecnología o —al decir de Sheldon— “cosas que no dejan de asombrarme, como por ejemplo metales que no se doblan ni se funden aunque se expongan a presiones y temperaturas altísimas, que claramente provienen de otras galaxias y están aquí en la Tierra”.
Y continúa la conversación:
— Pero, ¿son reales, son comprobables esas evidencias, Sheldon?
— Esas y otras no menos asombrosas, créanme. Pueden verse en pacientes de médicos europeos y de la Universidad de Harvard, por ejemplo, que aunque no se conocen entre ellos cuentan experiencias similares y tienen las mismas marcas en el cuerpo después de haber sido supuestamente secuestrados por seres extraterrestres. Y muchas mujeres juran haber sido penetradas por esos alienígenas que quizá investigan cómo somos orgánicamente o cómo estamos estructurados a nivel celular.
— Después de haber tenido acceso a fuentes de información clasificada y a testimonios directos, ¿cuál es su opinión concreta al respecto?
— Miren, yo no digo que hay ni que no hay vida extraterrestre: lo único que digo es que podría haberla. Si gente seria y de nivel científico reconoce la existencia de los ovnis, pienso que algo de veracidad habrá en todo esto.
— A qué “gente seria” se refiere?
— A muchos: al astronauta Frank Borman, de la misión Géminis 7, que tomó fotos de ovnis que siguieron su cápsula espacial. A Neil Armstrong, de la Apolo 11, que vio dos naves desconocidas cuando alunizó. A Cooper y Slayton y otros astronautas que prefieren permanecer anónimos por ahora.
— ¿De veras cree usted que existe un complot gubernamental antiovni?
— Yo insisto en que los servicios de inteligencia y seguridad de Estados Unidos, así como el Pentágono, la Fuerza Aérea y el Departamento de Defensa, tienen pruebas sobre ovnis y vida extraterrestre, pero las encubren por miedo a que cunda el pánico civil.
— ¿Y por qué iba a ocurrir eso?
— En teoría, la población se sentiría amenazada por extraños de inteligencia superior a la propia, imaginarían que éstos los harían sus sirvientes y habría olas de histeria colectiva, violencia, éxodos y confusiones incontrolables.
— Perdone, Sheldon, ¿usted apoya esta “teoría”?
— Vean, la actitud de las autoridades norteamericanas es contradictoria e inexplicable. Aquí rige The Freedom of Information Act, una ley que garantiza a todos los ciudadanos el acceso a la información gubernamental. Pero cuando yo pedí oficialmente a la NASA y el Departamento de Defensa los archivos sobre ovnis, me mandaron una gigantesca carpeta en la que casi todos los textos están tachados con marcador grueso y negro.
— ¿Es cierto que usted consultó al astrónomo Carl Sagan?
— Sí, y lo sigo haciendo. Sagan es el pionero del SETI, una red de antenas y satélites hecha para captar señales del espacio exterior. Sagan tiene razones valederas para creer en la vida extraterrestre. Según él, sólo la Vía Láctea podría albergar unos 250 millones de estrellas, y de éstas al menos un millón podrían tener planetas capaces de alojar vida.
— Es correcto suponer que “La conspiración del Juicio Final” se inspira en el famoso caso del ovni de Roswell?
— Sí. Ese disco volante cayó en Roswell, Nuevo México, en 1947. Los testigos, un hacendado y sus dos hijos, llamaron a las autoridades, que aparecieron muy rápidamente. Más tarde, alertados los medios de que había un plato volador destruido con 2 cuerpos adentro, los periodistas y fotógrafos se toparon con un general del ejército que les dijo: “Eran los restos de un globo climático y nada más”. El terreno estaba limpio y sin huellas: los testigos dijeron que los pedazos de la nave habían sido levantados y llevados a un paradero desconocido. Un viejo periodista que investigó el caso me contó que dos E.T. de esa nave habían sobrevivido y eran prisioneros de una agencia de seguridad norteamericana. ¿Fin? No, hay más.
— Sí, lo suponemos: idas y venidas, especulaciones, nada concreto...
— Error. En 1984, un documento de una alta fuente del área de inteligencia reveló que durante el mandato de Harry Truman, en 1948, fue convocado un panel supersecreto para investigar el tema ovni. Su código es “Majestic-12” o “MJ-12”, y el informe está redactado y firmado por el almirante Hillenkoetter, quien luego lo entregó en mano al presidente Dwight Eisenhower. Allí, Hillenkoetter dice que 4 seres extraterrestres fueron hallados a 3 kilómetros de Roswell, donde se estrelló el ovni en cuestión. El texto propone, además, estrictas normas precautorias para que esa conclusión no llegue al público jamás. Es algo, ¿no? Y coincide con mi pesquisa, de la que surge, insisto, que la Agencia Nacional de Seguridad oculta más de 100 documentos sobre ovnis, la CIA unos 50 y otras agencias un mínimo de 6.
El galés Chapman, analista de las filtraciones de datos de la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana y de su homóloga británica GCHQ, coincide con Sheldon y expone el caso de Geofrey Prime, un ex agente de la GCHQ condenado en 1982 a 25 años de cárcel por espionaje: antes del juicio, ningún ciudadano inglés sabía de la existencia de la GCHQ. El escándalo periodístico y legal reveló, de paso, dos primicias más: un pacto secreto de asistencia mutua —llamado UKUSA Security Agreement— entre las agencias de Estados Unidos y Gran Bretaña, y la posible conexión entre el affaire Prime y las inverosímiles muertes por suicidio o accidente de los científicos de la misilística Marconi.
Entre otras cosas, Chapman logró averiguar que a raíz del juicio de Prime se tomaron medidas de seguridad extraordinarias en Marconi y la GCHQ, tales como traslados de archivos, rotación de personal y cambios de domicilio. Según Arkell, “haya o no vínculos, la desaparición de 28 trabajadores de la defensa es una de las historias más enigmáticas de la última década. Para mí esos decesos se relacionan, de algún oscuro modo, con los denominados ‘proyectos en negro’, cuya existencia no puede ser admitida oficialmente”.
Sheldon no reveló cómo ni dónde consiguió la polémica lista mortal, pero ésta no fue negada por ningún organismo gubernamental, tribunal o partido. De manera que el rico bestsellerista —la revista especializada Forbes estima que sólo en una de sus cuentas bancarias hay 100 millones de dólares— se siente con derecho a “condenar públicamente el ocultamiento oficial de la verdad” y a “considerar con seriedad el misterio de los ovnis”.
A continuación, el final de la extensa entrevista:
— De haber extraterrestres, ¿qué piensa usted que ellos estarían haciendo en la Tierra?
— Yo diría que estamos siendo investigados. Y no me extrañaría mucho que el motivo actual fuera ecológico: estamos destrozando el planeta, contaminando el agua y la atmósfera, aniquilando los bosques, etcétera. Quizá esos seres de otras galaxias sepan que estamos a punto de provocar un desequilibrio cósmico y vengan a prevenirlo o tratar de revertirlo.
— Pero, Sheldon, ¿no le parece curioso el hecho de que esos alienígenas, si es que los hay, sean tan evasivos, tan renuentes a mostrarse y comunicarse de una buena vez?
— Sí, claro que es curioso. Con mentalidad humana, uno se pregunta por qué estos E.T. no van derechito a ver al presidente de cada gran nación, o a todos juntos, y les explican quiénes son y qué pretenden. Sin embargo, aparecen erráticamente, sin lógica ni estrategia... No sé, tal vez sigan un esquema racional que los terráqueos no entendemos. ¿No se supone, acaso, que son más inteligentes que nosotros?
LA LISTA DE SHELDON Y LOS CASOS INVESTIGADOS.
Estos son los nombres de los científicos —y las causas de sus extrañas muertes— que Sydney Sheldon publicó en su best-seller “La conjura del Juicio Final”. El investigador Jason Chapman amplió la lista.
KEITH BOWDEN. Muerto en accidente automovilístico, en 1982.
JACK WOLFENDEN. Su planeador se estrelló contra una colina, en julio de 1982. Analista de sistemas.
ERNEST BROCKWAY. Se ahorcó en noviembre de 1982. 43 años. Su esposa jura que lo vigilaban día y noche.
STEPHEN DRINKWATER. Asfixiado con una bolsa de plástico en la cabeza, en 1983. 25 años. Manejaba documentación clasificada.
ANTHONY GODLEY. Teniente coronel. Desaparecido, declarado muerto en abril de 1983.
GEORGE FRANKS. Se ahorcó en abril de 1984. 58 años. Seguridad nacional. Tatcher se refirió a su muerte.
STEPHEN OKE. Se ahorcó en 1985. 35 años. Tenía una mano fuertemente atada.
JONATHAN WASH. Se tiró de un edificio el 19 de noviembre de 1985. 20 años. Su padre jura que lo mataron. Elaboraba la defensa secreta británica.
JOHN BRITTAN. Médico. Suicidio por envenenamiento con monóxido de carbono, en 1986. 52 años. Famoso científico de armamentos, lúcido y detallista.
ARSHAD SHARIF. Se puso una soga al cuello, la ató a un árbol, subió a su auto y aceleró, en el balneario Bristol, en octubre de 1986. 26 años. Estaba por casarse con una joven, como él, paquistaní.
VIMAL DAJIBHAI. Saltó de un puente en Bristol, a 160 kilómetros de su hogar en Londres, en octubre de 1986. 24 años. Amaba los deportes y había aceptado un nuevo empleo en una multimillonaria consultora financiera londinense.
AVTAR SINGH-GUIDA. Desaparecido y declarado muerto en enero de 1987.
PETER PEAPELI. Suicidio con el motor del auto en marcha, en febrero de 1987, 46 años. Contento de ganar dinero en un juego, fue al garaje a ver quién había encendido su auto. A la mañana lo encontraron muerto.
DAVID SANDS. Estrelló su auto a toda velocidad contra un bar, en marzo de 1987.
MARK WISNER. Se ahorcó en abril de 1987. Versión periodística: lo encontraron vestido de mujer y con varios metros de cinta plástica alrededor del cuello y la boca. Su rol en defensa era top secret, y muy bien pago.
STUART GOODING. Su auto embistió frontalmente un camión en un camino de montaña, el 10 de abril de 1987. 23 años. Enlace militar.
DAVID GREENHALGH. Se cayó de un puente el 10 de abril de 1987.
SHANI WARREN. Suicidio por inmersión en abril de 1987.
MICHAEL BAKER. Accidente automovilístico en mayo de 1987. 22 años. Geniecillo de la defensa aérea y entusiasta pescador. Su BMW se estrelló contra una valla de hierro. Los peritos no saben por qué. Jamás bebía.
TREVOR KNIGHT. Suicidio en mayo de 1987. Trabajaba en un área de seguridad nacional de Marconi, supuestamente la sección de contratos secretos para la venta de sofisticadísimos misiles. Había telefoneado a su madre porque iba a visitarla.
ALISTAIR BECKHAM. Suicidio por electrocución, en agosto de 1988. Lo hizo en su garaje, mientras sus hijas dormían. Su esposa sigue mencionando a un extraño que huyó.
PETER FERRY. Brigadier. Insólito suicidio por electrocución, en agosto de 1988. Se habría atado un molar a un polo eléctrico y otro a otro, conectando luego la energía central.
VICTOR MOORE. Suicidio, fecha desconocida.
ROBERT WILSON (43 años) y GERARD DARLOW (22) son los nombres agregados por Chapman. Tras devolver un documento secreto que habría sustraído, Wilson “se accidentó mientras limpiaba un arma”, pegándose un tiro. Y Darlow, “un esquizofrénico con tendencia suicida”, se habría clavado un cuchillo en el pecho.
CARTA SOBRE OVNIS, DEL ASTRONAUTA GORDON COOPER.
Este es el texto original de la carta que Cooper despachó el 9 de noviembre de 1978: la misma que Sheldon descubrió en los ‘90, archivada y sin respuesta:
Embajador Griffith.
Misión de Granada en las Naciones Unidas.
866 Second Avenue.
Suite 502.
Nueva York, NY 10017.
Estimado Embajador:
Deseo comunicarle mi punto de vista sobre los visitantes extraterrestres, popularmente denominados “ovnis”. Creo que estos vehículos y tripulaciones visitan nuestro planeta desde otros mundos obviamente de tecnología más avanzada que la nuestra. Es necesario que tengamos un programa coordinado de primer nivel para recopilar y analizar científicamente datos de toda la Tierra sobre cualquier tipo de encuentro y determinemos cuál es el mejor método para comunicarnos con estos visitantes. Posiblemente debamos demostrarles primero que hemos aprendido a resolver nuestros problemas por medios pacíficos antes de ser aceptados como miembros calificados del equipo universal. Esta aceptación implicaría tremendas posibilidades para el avance mundial en todas las áreas.
No soy un investigador de ovnis experimentado: aún no he tenido el privilegio de volar uno ni de conocer a su tripulación. Pero estoy calificado para hablar sobre ellos, ya que he llegado a la periferia de las vastas áreas por las que viajan. En 1951, también tuve la oportunidad de observar durante dos días muchos vuelos de estos objetos, de diferentes tamaños, volando en formación de cazas, desde el este hacia el oeste de Europa. Se hallaban a mayor altitud que la que podían alcanzar nuestros cazas en aquella época.
Sé que la mayoría de los astronautas están muy reacios a discutir el tema de los ovnis a causa del gran número de personas que han vendido de manera indiscriminada historias inventadas y que han falsificado documentos, abusando de su nombre. Los pocos astronautas que continuaron participando en el campo de los ovnis debieron hacerlo muy cautelosamente. Hay varios de nosotros que sí creemos en los ovnis y hemos tenido la ocasión de ver un ovni en tierra o desde un avión.
Si la ONU está de acuerdo en seguir este proyecto y brindarle credibilidad con su apoyo, quizá sean muchas más las personas bien calificadas que den un paso adelante y contribuyan con ayuda e información.
Firmado: L. Gordon Cooper, coronel de la Fuerza Aérea y astronauta.
EL OVNI DE ROSWELL.
En julio de 1947, en Nuevo México, se estrelló un ovni que ocultó la Fuerza Aérea norteamericana.
El paradero del presunto plato volador caído en 1947 en el campo de Roswell, Nuevo México, sigue siendo un misterio. Según el ranchero W. W. Brazel, la noche anterior al 2 de julio escuchó “una explosión más fuerte que cualquier trueno” de la tormenta desatada en esas horas, y en la mañana cabalgó hasta el lugar del que supuso habría provenido “el gran ruido”. Un despacho de Associated Press del 9 de julio narró que el ovejero Brazel encontró “trozos de papel recubiertos de una sustancia semejante al aluminio, unidos por estacas, como un barrilete”, algo así como restos de “goma gris” dispersos a lo largo de 180 metros, y un extraño disco metálico que entregó a un oficial de inteligencia de la base aérea de Roswell.
Los militares hablaron de un globo atmosférico con fallas, pero los periodistas y otros observadores locales aseguraron haber visto cómo el ovni era transportado al célebre Hangar 18, que también fue el título de un clásico film sobre el tema. Sobre todo porque habrían quedado expuestos dos cadáveres extraterrestres, cuyas fotos dieron la vuelta al mundo en 24 horas.
La vacilante posición de la Fuerza Aérea y sus versiones contradictorias generaron querellas por falso testimonio, por ocultamiento de evidencias y —más que nada— por violación civil de la seguridad defensiva. Así, la idea del sensacional hallazgo fue desdibujándose en el ámbito público, hasta que en 1951 Frank Scully —columnista de la revista Variety— batió récord de venta con un libro en el que contaba que el gobierno norteamericano tenía escondido 3 ovnis con los cadáveres de 34 extraterrestres de baja estatura y cráneos prominentes, todos hallados en Nuevo México.
JASON CHAPMAN, DETECTIVE DE 19 MUERTES DUDOSAS.
Entrevista exclusiva con el ovnílogo galés que investigó las misteriosas muertes de los científicos británicos de la fábrica de misiles Marconi, todos expertos en guerra electrónica y quizá también en naves extra galácticas.
— La versión oficial dice que la mayor parte de esos científicos se suicidaron. ¿Cree usted que esto es verdad o que fueron silenciados?
— Yo estoy convencido de que existe una funesta conexión entre todas esas muertes. El “Veredicto abierto” de Collins narra animadamente los hechos, pero no explica si fueron asesinados o no.
— ¿En qué estaban involucrados los 25 científicos de la lista Sheldon?
— En lo que se denomina “misil guidance system”, o misiles que llevan una computadora que le ayuda a “pensar” y a encontrar su blanco.
— Ahora le preguntamos a usted ¿los mataron o fueron accidentes?
— Una de las hipótesis es la inducción por hipnosis. Es probable que esos científicos hubieran sido sometidos a terapias de hipnosis y luego...
— ¿Cómo es posible que esa serie de muertes haya pasado desapercibida?
— No, eso no ha ocurrido. El veredicto presentado por Marconi es inaceptable. Lo que necesita este caso es una investigación seria.
— ¿Se ha comunicado con Marconi? ¿Qué contestan sus autoridades?
— Nada. No responden a mis cartas.
— Y qué dice el ministro de Defensa británico?
— Responde que el gobierno ya trató el caso apropiadamente, pero no se ha lanzado un comunicado de prensa. En cuanto a los detalles que envié, me dice: “Respecto de las muertes que usted menciona en sus cartas, no estamos al tanto de los incidentes a los que usted se refiere”. Punto.
— ¿Qué piensa hacer ahora, Chapman?
— Continuar con la investigación. Hasta el momento he insistido en contactarme con las familias de los muertos y en averiguar en qué estaba trabajando cada uno en ese momento. También voy a publicar mi libro y a medir la reacción pública.
Según Chapman, todos los suicidios relacionados con científicos de la compañía Marconi deberían ser investigados de nuevo, “más allá del manto de olvido que se pretende echar sobre ellos“, porque todos tendrían “algo flojo en común”.
Primero: cada método empleado para quitarse la vida habría sido técnicamente seguro, y eso no es usual entre los suicidas.
Segundo: sus familiares coinciden en asegurar que sus muertos no padecían depresiones y que, siendo jóvenes, tenían planes a corto plazo, lo que contraría el impulso de muerte.
Por otro lado, Chapman ironiza sobre el proyecto Guerra de las Galaxias —cuyo fin es derribar un misil enemigo antes de que éste explote—, y dice: “Es el mayor logro tecnológico del siglo XX... a costa de los impuestos ciudadanos. Los americanos gastan millones de dólares por año en armas secretas, y compañías como Marconi hacen millones de anteproyectos de defensa, pese a que desde hace años ya no hay necesidad de fabricar armamentos a gran escala. Si al fin de la Guerra Fría las armas nucleares quedaron obsoletas, la hipótesis de una guerra electrónica y misilística es una especulación, un fabuloso negocio. Esto explica muchas, muchísimas cosas“.
Y a la inversa, ¿explicarán esas “cosas” las razones —que nunca son tantas— por las cuales más de 20 científicos civiles de primer nivel contribuían a gestar una industria de guerra?
Quizás lo sepamos, con suerte, en el futuro.
(Las entrevistas de este artículo fueron realizadas en 1995. Tómese nota)
Autores: Raúl García Luna, Alberto Oliva y Laura Ayerza de Castillo.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
(Si este artículo te parece interesante, puedes compartirlo con tus amistades mediante el botón “Me gusta”, “enviar por e-mail”, el enlace a Facebook, Twitter o Google+. Hacerlo es fácil y toma sólo unos segundos. Gracias)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se agradece cualquier comentario sobre este artículo o el blog en general, siempre que no contenga términos inapropiados, en cuyo caso, será eliminado...