lunes, 19 de diciembre de 2011

El nuevo Darwin

El paleontólogo Stephen Jay Gould y su teoría sobre la evolución del hombre que desata polémicas.

Desde su época de profesor en Harvard sus teorías no cesan de producir asombro y polémicas. Aunque es partidario del evolucionismo, dice que el hombre nació por un accidente.
Puede empezar una conferencia citando de memoria versículos de la Biblia y terminarla cantando estrofas de la opereta “El rey y yo”. Lo llamaban “el príncipe de la evolución” y su primer contacto con un dinosaurio fue en 1947, cuando tenía cinco años: en el museo, de la mano de su papá, se encontró cara a cara con los dientes de un terrible tiranosaurio y no le alcanzaron las piernas para correr bien lejos. Después, Stephen Jay Gould creció y los dinosaurios se convirtieron en una de sus pasiones como paleontólogo. Pero, siguiendo los pasos de Charles Darwin, quien investigó durante años la vida de las lombrices, Gould sabe que los huesos de animales extintos, por antiguos y espectaculares que sean, no bastan para entender la evolución orgánica; por eso, se dedicó a estudiar los caracoles de tierra de las Bahamas, que fueron el tema de su tesis doctoral.
Entretanto —mientras dictaba conferencias en la Sociedad Norteamericana para el Progreso de la Ciencia, daba clases en la universidad, escribía artículos para el New York Times y una columna mensual para la revista de divulgación Natural History—, tuvo tiempo para redactar un trabajo sobre la evolución de un animal muy peculiar. No uno extinguido hace millones de años sino el primero creado por Walt Disney en 1928: el ratón Mickey. En ese texto, el célebre profesor de paleontología y curador de invertebrados fósiles en el Museo de Zoología Comparada de Harvard muestra cómo el dibujo fue evolucionando desde el antipático y agresivo ratón original hasta el simpático y dulce animalito actual. ¿Por qué ocurrió así? Según su interpretación, porque “los dibujantes de la compañía Disney han ido convirtiéndolo en un chico. Así es como nos gustaría que obrase la naturaleza; Mickey es la representación perfecta de nuestras fantasías, de cómo nos gustaría evolucionar, hacia el encanto, hacia formas más atractivas, a tener descendientes física y moralmente superiores a nosotros”.
Este argumento de que la evolución actúa en forma por completo independiente de nuestros deseos es uno de los puntos centrales del pensamiento de Gould en tomo a la historia natural de las especies. Para él, no se trata de sostener —como se ha escrito reiteradamente— que Darwin se equivocó al establecer que la selección natural era el mecanismo evolutivo principal. Por el contrario, Gould dice que “Darwin propuso una explicación gradualista, para la cual era necesario el ‘eslabón perdido’, entre una especie y otra. En cambio, yo sostengo que las especies sí evolucionan, como pensó Darwin, pero en forma abrupta, entre fracturas. Es un proceso marcado por una serie de catástrofes entre períodos de calma.” De acuerdo con tal concepción, no hay motivos para suponer que hay un plan general de la evolución ni de que una especie determinada —por ejemplo, el hombre— es superior a las demás por el mero hecho de existir. “El hombre no es la consecuencia de un proyecto sino de un accidente ocurrido alrededor de cinco millones de años atrás en lo que hoy es Kenia”, sostiene.
Así como durante el siglo XIX la evolución fue un tema que promovió durísimos enfrentamientos, Stephen Jay Gould volvió a ponerla a la vista de la opinión pública durante las últimas décadas, gracias a su impecable capacidad expositiva y a su placer por la polémica.

EL “GENERAL” DE LA EVOLUCIÓN.
A principios de la década de 1980, las sectas religiosas creacionistas trataron de impedir que se enseñase la teoría de la evolución en las escuelas del Estado norteamericano de Arkansas; Gould fue uno de los campeones de la posición científica, actitud que le mereció ser llamado el “general” de las huestes evolucionistas.
Sus colegas decían que tiene un apetito de brontosaurio para el trabajo, y sufren sus llamadas telefónicas intempestivas a cualquier hora de la madrugada —que pueden extenderse durante horas— para discutir sobre algún tema pendiente. “El tiempo más creativo de Steve empieza a las doce de la noche —dice su colega y amigo Niles Eldredge— y sigue y sigue por varias horas, durante las cuales llama a sus colegas de California o de Londres para contarles lo que se le acaba de ocurrir.” Hasta esa hora, durante muchos años se dedicó a ayudar en las tareas escolares a su hijo mayor, Jesse, quien tuvo grandes dificultades para el aprendizaje.
Su gran capacidad didáctica y su estilo persuasivo le permiten explicar temas muy abstrusos, convirtiéndolos en anécdotas divertidas o llevando la argumentación por caminos inesperados. Por ejemplo, en sus columnas de la revista Natural History puede dedicar un artículo a discutir la personalidad del genio tomando como ejemplo un trabajo escrito por un ensayista inglés sobre Mozart en el año 1764, cuando Wolfgang Amadeus tenía exactamente ocho años y ya era considerado un chico excepcional por sus dotes interpretativas. El tema del genio y la inteligencia fue abordado por Gould en un libro reciente —La falsa medida del hombre—, donde pone en evidencia el escaso o nulo valor científico de los tests que miden coeficiente intelectual: “Esos tests son el sofisma perfecto: sirven para medir la inteligencia, pero entendiéndola como aquello que miden los mismos tests”.
Ese libro fue escrito por Gould en medio de una de las grandes polémicas científicas del siglo XX, la que contrapuso a los defensores de la sociobiología, encabezados por los entomólogos Edward O. Wilson y Charles Dawkins, y a sus detractores, entre los cuales Gould estaba en primera fila. La sociobiología sostenía que las conductas humanas estaban predeterminadas por los genes, mientras que sus opositores trataban de demostrar —y a la larga lo consiguieron— que ésa no era más que una ilusión ideológica, fruto del rápido y fructífero crecimiento de la genética durante las últimas décadas. Según Gould, la sociobiología no sólo estaba equivocada sino que era “un intento de fijar las desigualdades humanas sobre bases naturales en vez de sociales”.

EL EQUILIBRIO INTERRUMPIDO.
Para explicar las dificultades de ciertos razonamientos vinculados con la evolución orgánica, como el clásico referido a qué fue primero, si el huevo o la gallina, Gould pone un ejemplo: ¿La cebra es un animal blanco con rayas negras o un animal negro con rayas blancas? “En cierta ocasión —dice— leí que la panza blanca de la cebra había sido un argumento decisivo para afirmar que las rayas son negras sobre un fondo blanco. Pero, para ilustrar una vez más que los ‘hechos’ no se pueden separar del medio cultural donde se los afirma, descubrí hace poco que para los negros del África no hay ninguna duda: las cebras son animales negros con rayas blancas”.
El último libro de Gould, “La vida maravillosa”, es una decidida incursión en problemas teóricos de la biología evolucionista a partir de un importante descubrimiento de invertebrados fósiles realizado en 1909 y reinterpretado hace pocos años. En ese particular yacimiento de pizarra de Burgess, en las Montañas Rocosas del Canadá, se conservaron, excepcionalmente, las partes blandas de invertebrados fósiles pertenecientes a enteros grupos extintos. Para Gould este hallazgo y su interpretación actual significan un importantísimo espaldarazo para su teoría del “equilibrio interrumpido” en la evolución orgánica. “Hasta hace poco —explica—, todo el mundo pensaba que los primeros organismos eran formas simplificadas de los modernos animales más complejos. La vida evolucionaba de lo simple a lo complejo, según fórmula aceptada. Los fósiles hallados en Burgess muestran que no es así, que hace 530 millones de años había animales complejos, de los cuales la mayor parte de los grupos han desaparecido. Lo que nos dicen esos seres diminutos enterrados bajo capas de piedra es que la historia de la vida está salpicada por extinciones masivas de la mayoría de las especies”.
Gould pone el ya típico ejemplo de los dinosaurios. La totalidad de estos antiguos seres desapareció por completo de la faz de la Tierra como consecuencia de algún cataclismo de envergadura planetaria. Y quienes ocuparon su lugar fueron los mamíferos. Pero no porque estuviesen mejor adaptados para el medio en el cual se desarrollaban sino por una circunstancia ecológica: al extinguirse los dinosaurios, el espacio quedó libre para otras formas vivientes. “Esto, contra lo que pudo pensar el evolucionismo tradicional —sostiene—, no era previsible. Por eso hablo de contingencia, de procesos imprevistos e impredecibles. Para el evolucionismo clásico, la película de la vida siempre debería desarrollarse igual a como ocurrió. En cambio, para el nuevo punto de vista, si empezáramos a pasarla de nuevo sin que ocurriera en el medio, por ejemplo, la extinción de los dinosaurios, no es seguro que nosotros, los hombres, estuviésemos aquí para verlo. Lo más probable es que no existiéramos”.

A PROPÓSITO… AMEGHINO, EL “LOCO DE LOS HUESOS”.
Más de cien años atrás, en la Argentina, vivió un gran paleontólogo, Florentino Ameghino (1854-1911). Conocido por los paisanos de la provincia de Buenos Aires como “el loco de los huesos”, dedicó su vida a investigar y, simultáneamente —como lo hacía hasta hace poco Gould—, a divulgar los resultados de sus descubrimientos ante el público. Autodidacta en sus comienzos, mientras era maestro en la ciudad bonaerense de Mercedes, más tarde se formó junto a eminentes arqueólogos y paleontólogos europeos y norteamericanos como Henri Gervais, Gabriel de Mortillet, Albert Gaudry y Edward Cope. Con la ayuda de su hermano Carlos, quien recorría el país en busca de fósiles, Ameghino estudió innumerables restos de animales extintos y los clasificó sistemáticamente. Utilizó el riguroso método que en su época estaba en plena construcción y al cual él aportó una visión particular: la propuesta, efectuada en su obra “Filogenia”, de establecer la descendencia de las especies de acuerdo con estrictas reglas aritméticas. Ameghino obtuvo un amplio reconocimiento internacional por sus descubrimientos e interpretaciones del registro fósil sudamericano, pero durante los últimos años de su vida su prestigio se vio empañado por su obcecada defensa de una causa perdida: creía fervientemente que el hombre era originario de América del Sur, y para demostrarlo insistió en considerar antepasados del Homo Sapiens a ciertos animales que no eran otra cosa que monos. Murió triste y decepcionado por el rechazo de los antropólogos, lo que oscureció el abierto reconocimiento que la paleontología mundial había hecho de su inmensa obra anterior.

Autor: Julio Orione.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

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