Un descubrimiento demuestra que las agendas personales fueron inventadas hace ya muchos siglos aunque entonces empleaban baja tecnología.
La aparición de diminutas tabletas de piedra recubiertas en cera conmovió a los arqueólogos británicos. Ricos caballeros del
Medievo las habrían utilizado como miniagendas para sus anotaciones. El novedoso hallazgo de York ocurrió luego de veinte años de excavaciones. Los arqueólogos opinan que son las tabletas con escrituras más preciosas y originales halladas en toda Europa.
En la mañana del 22 de diciembre de 1991, el huracán del pasado azotó de pronto a Dominic Tweddie, director-asistente del Centro Arqueológico de York, Inglaterra. Un paraje situado al este de la Cordillera Penina, rica en minerales y sedimentos calcáreos.
El grupo que él integraba, juntamente con otros destacados estudiosos de Gran Bretaña y Francia, no podía esa mañana dar crédito a sus ojos: allí, en un área cuidadosamente acordonada de la milenaria localidad de Swinegate, y a escasos centímetros por debajo del empedrado que tapiza la calle Flannery —una de las más concurridas de la ciudad y colmada desde principios del siglo por locales, viviendas y oficinas—, las excavaciones de rutina hechas a lo largo de dos semanas arrojarían un fruto asombroso: la aparición de varias diminutas tabletas de piedra o arcilla, recubiertas en cera. Las tabletas estaban tapizadas por textos escritos en Middle English; se hallaban además resguardadas por lo que deben haber sido suntuosos estuches de cuero.
Fecha probable de aquellas reliquias: años 1342 a 1400 de Nuestra Era. Es decir, la misma época en que el rey inglés Eduardo III, de la casa de los Plantagenet, pretendía reivindicar el trono galo como nieto de Felipe IV el Hermoso, desatando la Guerra de los Cien Años contra Francia. O en que el excelso vate Geoffrey Chaucer, nacido justamente en 1342, ponía fin a los memorables “Cuentos de Canterbury”, la mayor parte de ellos en verso; coincidentemente con la Peste Negra que procedente de China y Asia Occidental asoló a África y Europa, aniquilando a 25 millones de personas. Pero fue, asimismo, el momento cuando el gran poeta italiano Francesco Petrarca, de sólo 36 años, era condecorado por el Capitolio romano.
Descubiertas en perfecto estado de conservación y en el contexto de tan legendario momento histórico, las tablillas no sólo estremecieron a aquel equipo arqueológico binacional sino que conmueven ahora a todo el mundo científico. Y plantearon un enigma aún no suficientemente esclarecido: es cierto que tabletas escriturales de este tipo parecen haber sido más o menos frecuentes a través de la Alta Edad Media; pero ninguna había sido datada, antes, en años tan tardíos. Sin embargo, el idioma allí utilizado no dejaba lugar a dudas en cuanto a la fecha, igual que el texto burilado en cuatro de dichas tablillas —cada una de ellas equivalente a una “página” de cinco centímetros de ancho por tres de alto, y de 1 a 2 milímetros de espesor—: se trataba, en apariencia, de un poema de amor, en el mejor estilo trovadoresco de la época. Aquí y allá se repetía la frase: “Scho sayd me noth not nay” (She said to me nothing not to... Algo así como: Ella nada me dijo, no...).
Trasladadas sin demora al laboratorio a orillas del río Swale, los análisis corroboraron que el excepcional suelo de York las había preservado casi intactas: lo contrario de lo que sucediera en muchos otros sitios del Viejo Mundo. Más sorprendente aún fue descubrir que esas catorce planchitas con un espesor total de un centímetro y medio (igual al de una caja de fósforos), y cada una de ellas con apenas seis líneas escritas, constituían una verdadera “agenda” medieval. Cuando los técnicos lograron despegar diez de las miniplanchuelas, vieron un laberinto de anotaciones comerciales, ayudas-memoria, copia de una carta en latín enviada al portador por un centro eclesiástico y hasta..., las especificaciones para un duelo de honor. En suma: algo así como una filofax ideal para los esforzados caballeros medievales. Lo cierto es que, según los entendidos, son las tablas más preciosas y originales halladas hasta hoy en toda Europa. Y las más costosas. Se cree por ello que, no obstante conocerse el papel desde mucho tiempo atrás, se recurría a tales tablillas por las dificultades de acuñar papel en ese formato tan pequeño y —sobre todo— por razones de status.
TABLETAS “QUE HABLAN”.
“Lo más sorprendente no son las tabletas mismas, sino que sean contemporáneas a aquel 1353 cuando Giovanni Bocaccio escribió el ‘Decamerón’, así como a la derrota de Felipe VI de Francia ante Eduardo III de Inglaterra en la batalla naval de la Esclusa (1340), y a la fundación en Oxford del Queen’s College, ese mismo año”, se asombra el muy avezado arqueólogo Dominic Tweddle.
Curiosamente, habría sido también hacia el siglo XIII, o XII, que según la tradición llegó en dos grandes barcos a la isla de Pascua, en el Pacífico y a más de 4.000 kilómetros de Chile, el antecesor de los actuales pascuences Hotu-Matua acompañado por 300 guerreros y llevando 67 tablas repletas de enigmáticos signos pictográficos grabados con dientes de tiburón, y aún no descifrados. Algunas de las quince subsistentes tienen hasta un metro y medio de alto y las formas más diversas. Se las llamó kohau rongo-rongo, “las maderas que hablan”.
Pero, aparte de la coincidencia en el calendario, ¿hay alguna semejanza entre estas “maderas parlantes” acaso emparentadas con el idioma polinesio, como afirma el etnólogo alemán Thomas Bartel, y las tablillas del culto poeta-duelista de York, acaso un trovador influido por los galos, Guillermo de Aquitania o Raimón de Miraval? No lo parece, salvo en su origen común: su raíz, unas y otras provenían de un mismo sistema de soporte escritural. Porque, sea que la escritura haya nacido nada menos que 30.000 o 35.000 años a. de C. en las grutas de Lascaux, disimulada en los cuadrados, líneas, triángulos y cruces que acompañan a los grabados rupestres (como creen el antropólogo Alan Forbes y el matemático Thomas Crowder, de Cambridge), o sea que haya nacido hace unos 6.000 años entre los sumerios seguidos más tarde por los egipcios, chinos, indígenas de América Central y cretenses, las primeras tablillas escritas surgieron sin duda en Sumeria:
entre el golfo Pérsico y los montes Taurus. Las iniciales esferas o cilindros de barro seco llamadas calculi, que ocultaban en su interior bolillas y pequeños bastones en los que la punta de una caña o cálamo había grabado rayas y puntos simbolizando quizás cifras para los canjes comerciales, serían pronto reemplazadas por simples tabletas con inscripciones, amasadas con arcilla y agua. Imágenes, ideogramas y grafismos abstractos que representaban sonidos, fueron los hitos sucesivos de una compleja evolución.
Uno de los prominentes especialistas que más se interesó por tomar urgente contacto con las tablillas de York, fue Jean-Marie Durand. Este profesor en la Escuela Práctica de Altos Estudios y director de departamento en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS), en París, piloteó la traducción de 32.000 tablitas de arcilla encontradas durante la década de 1950 en Tell Hariri —antes Mari—, Siria. La ciudad-estado que allí floreció entre el III y II milenio a. de C., acunó una civilización en la que era esencial saber escribir el nombre de la divinidad. Fábulas, himnos, poesías, plegarias, leyendas, oraciones, conformaron así un formidable testimonio lítico.
La humanidad, por lo visto, no se detenía en sus saltos inmensos, desde los jeroglíficos egipcios a las incisiones cuneiformes sumerias-acadias, y por supuesto mucho después hasta arribar a los textos por computadora de la actualidad. Aquella escritura cuneiforme, de uso a la vez ideográfico y fonético-silábico, se extendió como un reguero hacia el sudeste y llegó al Elam. Y, hacia los años 1500-1000 a. C., las vertiginosas necesidades del comercio y la diplomacia llevaron a los fenicios a crear un alfabeto, de sólo veintidós letras, todas ellas consonantes (se supone que en verdad esas letras representaban sílabas cuya vocal no estaba indicada). Este más que genial “invento” se expandió enseguida por gran parte del mundo conocido, en sus versiones griega y aramea.
AMOR GALANTE Y ESCRITURA.
En definitiva, la escritura latina habría de extenderse por toda Europa, llevada por las administraciones romanas y las sucesivas cristianizaciones. Como consecuencia de todo ello, ya desde los siglos V y VI de Nuestra Era coexistían en Inglaterra dos tipos de grafías, que respondían respectivamente a las escrituras anglosajona e irlandesa. Con posterioridad esto habría de desembocar en la escritura carolina, que se prolongó a lo largo de toda la Edad Media. Y de la escritura carolina derivaría la gótica.
De tal modo, pudo arribarse a aquel momento cumbre cuando en el siglo XII Guillermo IX de Aquitania, en el Mediodía de Francia, pudo escribir el primer poema popular consagrado a una dama —lo que se considera como otro “invento” igualmente trascendental, el del amor galante que iba a endiosar a las féminas a un grado antes inimaginable—; y gracias a esto, el anónimo vate o clérigo de York pudo redactar en una tablilla su tímido “scho sayd me noth not nay”.
DE LA ARCILLA AL PAPEL.
Tenía que ser un chino: en efecto, se atribuye la invención del papel al muy venerable Ts’ai Lun, funcionario del Emperador en el siglo II d. C. Habría experimentado, un poco por azar, con una pasta amasada a partir de corteza de morera, cáñamo, hierbas y trapos; pasada luego por un cedazo, secada y preparada con ayuda de aprestos. Ts’ai Lun descubrió que era factible dibujar trazos sobre esta superficie así endurecida y alisada. Y, es claro, los árabes adoptaron la novedad al ocupar Samarcanda en el siglo VII. Su difusión por suelo de España primero, y de Sicilia enseguida, era sólo cuestión de tiempo.
Lo mismo que su introducción en toda Europa por los orfebres italianos, los que también aportaron el encolado del papel mediante gelatinas animales y su manipulación a través de grandes molinos de agua que movían las mazas con que aplastar la pulpa. A esa altura de los hechos, el papiro —preparado con la médula del Cyperus papyrus—, tenía los días contados. La invención de la imprenta por Gutenberg en el siglo XV, abriría las puertas al formidable progreso de nuestros días.
Pero, hasta bien entrada la Edad Media, tablillas como las halladas en York siguieron utilizándose por su practicidad, y por dar un aire de irresistible distinción a sus usuarios.
Autores: Federico Ríos, Laura Ayerza y Alberto Oliva.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
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La aparición de diminutas tabletas de piedra recubiertas en cera conmovió a los arqueólogos británicos. Ricos caballeros del
Medievo las habrían utilizado como miniagendas para sus anotaciones. El novedoso hallazgo de York ocurrió luego de veinte años de excavaciones. Los arqueólogos opinan que son las tabletas con escrituras más preciosas y originales halladas en toda Europa.
En la mañana del 22 de diciembre de 1991, el huracán del pasado azotó de pronto a Dominic Tweddie, director-asistente del Centro Arqueológico de York, Inglaterra. Un paraje situado al este de la Cordillera Penina, rica en minerales y sedimentos calcáreos.
El grupo que él integraba, juntamente con otros destacados estudiosos de Gran Bretaña y Francia, no podía esa mañana dar crédito a sus ojos: allí, en un área cuidadosamente acordonada de la milenaria localidad de Swinegate, y a escasos centímetros por debajo del empedrado que tapiza la calle Flannery —una de las más concurridas de la ciudad y colmada desde principios del siglo por locales, viviendas y oficinas—, las excavaciones de rutina hechas a lo largo de dos semanas arrojarían un fruto asombroso: la aparición de varias diminutas tabletas de piedra o arcilla, recubiertas en cera. Las tabletas estaban tapizadas por textos escritos en Middle English; se hallaban además resguardadas por lo que deben haber sido suntuosos estuches de cuero.
Fecha probable de aquellas reliquias: años 1342 a 1400 de Nuestra Era. Es decir, la misma época en que el rey inglés Eduardo III, de la casa de los Plantagenet, pretendía reivindicar el trono galo como nieto de Felipe IV el Hermoso, desatando la Guerra de los Cien Años contra Francia. O en que el excelso vate Geoffrey Chaucer, nacido justamente en 1342, ponía fin a los memorables “Cuentos de Canterbury”, la mayor parte de ellos en verso; coincidentemente con la Peste Negra que procedente de China y Asia Occidental asoló a África y Europa, aniquilando a 25 millones de personas. Pero fue, asimismo, el momento cuando el gran poeta italiano Francesco Petrarca, de sólo 36 años, era condecorado por el Capitolio romano.
Descubiertas en perfecto estado de conservación y en el contexto de tan legendario momento histórico, las tablillas no sólo estremecieron a aquel equipo arqueológico binacional sino que conmueven ahora a todo el mundo científico. Y plantearon un enigma aún no suficientemente esclarecido: es cierto que tabletas escriturales de este tipo parecen haber sido más o menos frecuentes a través de la Alta Edad Media; pero ninguna había sido datada, antes, en años tan tardíos. Sin embargo, el idioma allí utilizado no dejaba lugar a dudas en cuanto a la fecha, igual que el texto burilado en cuatro de dichas tablillas —cada una de ellas equivalente a una “página” de cinco centímetros de ancho por tres de alto, y de 1 a 2 milímetros de espesor—: se trataba, en apariencia, de un poema de amor, en el mejor estilo trovadoresco de la época. Aquí y allá se repetía la frase: “Scho sayd me noth not nay” (She said to me nothing not to... Algo así como: Ella nada me dijo, no...).
Trasladadas sin demora al laboratorio a orillas del río Swale, los análisis corroboraron que el excepcional suelo de York las había preservado casi intactas: lo contrario de lo que sucediera en muchos otros sitios del Viejo Mundo. Más sorprendente aún fue descubrir que esas catorce planchitas con un espesor total de un centímetro y medio (igual al de una caja de fósforos), y cada una de ellas con apenas seis líneas escritas, constituían una verdadera “agenda” medieval. Cuando los técnicos lograron despegar diez de las miniplanchuelas, vieron un laberinto de anotaciones comerciales, ayudas-memoria, copia de una carta en latín enviada al portador por un centro eclesiástico y hasta..., las especificaciones para un duelo de honor. En suma: algo así como una filofax ideal para los esforzados caballeros medievales. Lo cierto es que, según los entendidos, son las tablas más preciosas y originales halladas hasta hoy en toda Europa. Y las más costosas. Se cree por ello que, no obstante conocerse el papel desde mucho tiempo atrás, se recurría a tales tablillas por las dificultades de acuñar papel en ese formato tan pequeño y —sobre todo— por razones de status.
TABLETAS “QUE HABLAN”.
“Lo más sorprendente no son las tabletas mismas, sino que sean contemporáneas a aquel 1353 cuando Giovanni Bocaccio escribió el ‘Decamerón’, así como a la derrota de Felipe VI de Francia ante Eduardo III de Inglaterra en la batalla naval de la Esclusa (1340), y a la fundación en Oxford del Queen’s College, ese mismo año”, se asombra el muy avezado arqueólogo Dominic Tweddle.
Curiosamente, habría sido también hacia el siglo XIII, o XII, que según la tradición llegó en dos grandes barcos a la isla de Pascua, en el Pacífico y a más de 4.000 kilómetros de Chile, el antecesor de los actuales pascuences Hotu-Matua acompañado por 300 guerreros y llevando 67 tablas repletas de enigmáticos signos pictográficos grabados con dientes de tiburón, y aún no descifrados. Algunas de las quince subsistentes tienen hasta un metro y medio de alto y las formas más diversas. Se las llamó kohau rongo-rongo, “las maderas que hablan”.
Pero, aparte de la coincidencia en el calendario, ¿hay alguna semejanza entre estas “maderas parlantes” acaso emparentadas con el idioma polinesio, como afirma el etnólogo alemán Thomas Bartel, y las tablillas del culto poeta-duelista de York, acaso un trovador influido por los galos, Guillermo de Aquitania o Raimón de Miraval? No lo parece, salvo en su origen común: su raíz, unas y otras provenían de un mismo sistema de soporte escritural. Porque, sea que la escritura haya nacido nada menos que 30.000 o 35.000 años a. de C. en las grutas de Lascaux, disimulada en los cuadrados, líneas, triángulos y cruces que acompañan a los grabados rupestres (como creen el antropólogo Alan Forbes y el matemático Thomas Crowder, de Cambridge), o sea que haya nacido hace unos 6.000 años entre los sumerios seguidos más tarde por los egipcios, chinos, indígenas de América Central y cretenses, las primeras tablillas escritas surgieron sin duda en Sumeria:
entre el golfo Pérsico y los montes Taurus. Las iniciales esferas o cilindros de barro seco llamadas calculi, que ocultaban en su interior bolillas y pequeños bastones en los que la punta de una caña o cálamo había grabado rayas y puntos simbolizando quizás cifras para los canjes comerciales, serían pronto reemplazadas por simples tabletas con inscripciones, amasadas con arcilla y agua. Imágenes, ideogramas y grafismos abstractos que representaban sonidos, fueron los hitos sucesivos de una compleja evolución.
Uno de los prominentes especialistas que más se interesó por tomar urgente contacto con las tablillas de York, fue Jean-Marie Durand. Este profesor en la Escuela Práctica de Altos Estudios y director de departamento en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS), en París, piloteó la traducción de 32.000 tablitas de arcilla encontradas durante la década de 1950 en Tell Hariri —antes Mari—, Siria. La ciudad-estado que allí floreció entre el III y II milenio a. de C., acunó una civilización en la que era esencial saber escribir el nombre de la divinidad. Fábulas, himnos, poesías, plegarias, leyendas, oraciones, conformaron así un formidable testimonio lítico.
La humanidad, por lo visto, no se detenía en sus saltos inmensos, desde los jeroglíficos egipcios a las incisiones cuneiformes sumerias-acadias, y por supuesto mucho después hasta arribar a los textos por computadora de la actualidad. Aquella escritura cuneiforme, de uso a la vez ideográfico y fonético-silábico, se extendió como un reguero hacia el sudeste y llegó al Elam. Y, hacia los años 1500-1000 a. C., las vertiginosas necesidades del comercio y la diplomacia llevaron a los fenicios a crear un alfabeto, de sólo veintidós letras, todas ellas consonantes (se supone que en verdad esas letras representaban sílabas cuya vocal no estaba indicada). Este más que genial “invento” se expandió enseguida por gran parte del mundo conocido, en sus versiones griega y aramea.
AMOR GALANTE Y ESCRITURA.
En definitiva, la escritura latina habría de extenderse por toda Europa, llevada por las administraciones romanas y las sucesivas cristianizaciones. Como consecuencia de todo ello, ya desde los siglos V y VI de Nuestra Era coexistían en Inglaterra dos tipos de grafías, que respondían respectivamente a las escrituras anglosajona e irlandesa. Con posterioridad esto habría de desembocar en la escritura carolina, que se prolongó a lo largo de toda la Edad Media. Y de la escritura carolina derivaría la gótica.
De tal modo, pudo arribarse a aquel momento cumbre cuando en el siglo XII Guillermo IX de Aquitania, en el Mediodía de Francia, pudo escribir el primer poema popular consagrado a una dama —lo que se considera como otro “invento” igualmente trascendental, el del amor galante que iba a endiosar a las féminas a un grado antes inimaginable—; y gracias a esto, el anónimo vate o clérigo de York pudo redactar en una tablilla su tímido “scho sayd me noth not nay”.
DE LA ARCILLA AL PAPEL.
Tenía que ser un chino: en efecto, se atribuye la invención del papel al muy venerable Ts’ai Lun, funcionario del Emperador en el siglo II d. C. Habría experimentado, un poco por azar, con una pasta amasada a partir de corteza de morera, cáñamo, hierbas y trapos; pasada luego por un cedazo, secada y preparada con ayuda de aprestos. Ts’ai Lun descubrió que era factible dibujar trazos sobre esta superficie así endurecida y alisada. Y, es claro, los árabes adoptaron la novedad al ocupar Samarcanda en el siglo VII. Su difusión por suelo de España primero, y de Sicilia enseguida, era sólo cuestión de tiempo.
Lo mismo que su introducción en toda Europa por los orfebres italianos, los que también aportaron el encolado del papel mediante gelatinas animales y su manipulación a través de grandes molinos de agua que movían las mazas con que aplastar la pulpa. A esa altura de los hechos, el papiro —preparado con la médula del Cyperus papyrus—, tenía los días contados. La invención de la imprenta por Gutenberg en el siglo XV, abriría las puertas al formidable progreso de nuestros días.
Pero, hasta bien entrada la Edad Media, tablillas como las halladas en York siguieron utilizándose por su practicidad, y por dar un aire de irresistible distinción a sus usuarios.
Autores: Federico Ríos, Laura Ayerza y Alberto Oliva.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
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