viernes, 20 de julio de 2012

Obra poética – Darío

 
Sobrevuelo general para apreciar la obra del gigante centroamericano de la literatura universal que ha marcado un rumbo seguido luego por varios otros poetas.

El nombre de Rubén Darío (1867-1916) está ligado al modernismo, evento poético de fines del siglo XIX y principios del XX que sirvió para unir literariamente al mundo hispánico y renovó la poesía de su tiempo. Darlo fue el enlace entre precursores y seguidores de este movimiento.
De la publicación de “Azul” (1888), su primer libro importante, a la de su “Obra poética” (1914-16), su poesía evolucionó naturalmente desde el erotismo esteticista de jardines versallescos y musicales (“Prosas profanas”, 1896), pasando por la exaltación del mundo hispánico y la preocupación por el mundo americano (“Cantos de vida y esperanza”, 1905), hasta el intimismo profundo de sus poemas de madurez (“El canto errante”, 1907; “Poema del otoño”, 1910; “Sol de domingo”, 1917) que encarnan la lucha del hombre entre lo espiritual y lo sensual, contra la temporalidad y la muerte. Puesto que los temas esenciales de Darío reaparecen a lo largo de su obra, puede decirse que se trata de una evolución por acendramiento que jamás niega el preciosismo y lo erótico.
Discípulo confeso de José Martí —padre del modernismo— lo mejor de Darío está impregnado —dice Guillermo Sucre— “de una energía profunda: (‘Soy el caballero de la humana energía’). Con esa sobreabundancia entra en la poesía hispanoamericana no sólo la luz y la claridad sino también el espacio solar”. Y esa energía universal relaciona a los seres y las cosas, porque el universo es una realidad mágica, un ámbito sagrado en que lo visible revela lo invisible. La poesía es su reflejo. Por eso, para Darío, la palabra hermosa es espejo fidedigno de la emoción, del sentimiento personal compartidor. He ahí la poética subyacente en el Darío intemporal, autor de este soneto aparecido en la segunda adición de “Prosas”:

Ama tu ritmo y ritma tus acciones
bajo su ley, así como tus versos;
eres un universo de universos
y tu alma una fuente de canciones.

Dos rasgos esenciales unifican la obra de Darlo, a partir de “Azul” hasta sus últimos poemas: el panerotismo y el panamericanismo. “Toda mi ciencia es amor”, escribía; su tema vital y poético. El amor es su destino, es lo que lo lleva “bajo tempestades y tormentas / ciego de ensueño y loco de armonía”.
En cuanto a su americanismo profundo, que trasciende las fronteras de su país, se manifiesta ya en “Azul” (por ejemplo “Caupolicán”) y florece plenamente en “Cantos de vida” y “Canto a la Argentina” (1914), donde cristaliza un panamericanismo que funda mediante la palabra poética y en el que el cosmopolitismo y afrancesamiento no son más que gestos prometeicos para introducir la creación armónica en el informe mundo americano: “Sé que soy desde el tiempo del Paraíso, reo; /jsé que he robado el fuego y robé la armonía!”
Toda la obra poética de Darlo podría reunirse bajo la advocación de su poema “Autumnal” (Azul): Eros, Vita, Lumen (amor, vida, luz). En el principio fue la esperanza:

La aurora
vino después. La aurora sonreía,
con la luz en la frente,
como la joven tímida
que abre la reja y la sorprenden luego
ciertas curiosas, mágicas pupilas.

Todavía “era un aire suave” el que se respiraba por las prosas, un espíritu ligero, lúdicro y ebrio de juventud, a veces con el ímpetu verbal del “Responso a Verlaine” o la devoción castiza de “A Maestre Gonzalo de Berceo”, cuyo antiguo verso —dice Darío— “hago brillar con mi moderno esmalte”. De este modo, poco a poco va desembocando en las aguas profundas de “Cantos”, donde la nostalgia matiza los viejos temas y da entrada a nuevas iluminaciones:

Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.

El Darío de la pasión divina es el mismo de la “sensual hiperestesia humana”: no hay diferencia. Por eso en el mismo poema leemos estos versos:

El arte puro como Cristo exclama:
EGO SUM LUX ET VERITAS ET VITA.

Pero sucede que la vida continúa siendo misterio y la verdad y la perfección, inalcanzables. Todas las marchas triunfales de la historia o el arte no nos salvan de “lo fatal” (la conciencia) y “las brumas septentrionales” que llenan de tristeza al incorregible soñador: al mendigo de luz (“Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía”) y de amor de los “Nocturnos”. Definitivamente, su ídolo no es ya Verlaine, sino Don Quijote, “señor de los tristes”. Es la época de auscultar el corazón de la noche y ver cómo el eco de su corazón se confunde con el eco del corazón del mundo:

Yo, pobre árbol, produje, al amor de la brisa,
Cuando empecé a crecer, un vago y dulce son.
Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa:
Dejad al huracán mover mi corazón!

Se conmueve Darío por el destino de los pueblos de América, pero no en cuanto a su destino social, sino por ser grupos de hombres que, como él, huyen en busca de una Argentina: “que tenéis sed sin hallar fuentes / y hambre sin el pan deseado”.
Tal como dice el final de “Poema del otoño”, va acercándose Darío al final de su vida poética: “Vamos al reino de la Muerte / por el camino del Amor!” Y aún no ha logrado su propósito. Así reitera en el poema “La Cartuja”:

Sentir la unción de la divina mano,
ver florecer de eterna luz mi anhelo,
y oír, como un Pitágoras cristiano,
la música teológica del cielo.

Punto de referencia indispensable para todo poeta o estudioso de la poesía en español. Darío —el poeta más imitado del siglo— revitalizó las formas, los metros y el lenguaje poético y legó su palabra, a veces desnuda, a veces inusitada, pero siempre musical, dentro del marco de su religión de amor y de belleza, es decir: de armonía.
JRP.

Fuente: Icarito. Editorial Andina. Santiago. 1987.

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