Si bien la luz del Padre del Modernismo inunda la literatura de Nicaragua asimismo destaca la figura de este cantor que enaltece la belleza de tu tierra.
Nacido en Managua en 1912, el poeta, dramaturgo, narrador y crítico Pablo Antonio Cuadra pertenece a una generación que une a la conciencia poética universal una gran preocupación libertaria de hondas raíces nacionales. Fundador de la revista “Vanguardia” (1928), y luego de “El Pez y la Serpiente”, este maestro de poetas es autor de una obra ejemplar. Su poesía es una auténtica “Tierra que habla” (1974), título de la antología de “Cantos nicaragüenses”, publicada en Costa Rica. “Mi patria es entendida en vegetales / que cantan...”, decía Cuadra en uno de sus “Poemas nicaragüenses” (1934). Y del mismo modo pudiéramos nosotros decir que su poesía toda es entendida en paisajes que cantan. Su verso da relieve universal a los mitos indígenas y al alma de su pueblo. Baste mencionar los poemas como “cerámicas indias” de “El Jaguar y la luna”, que obtuviera el Premio Centroamericano “Rubén Darío”, en 1959; o su obra más reciente: “Siete árboles contra el atardecer” (1980), donde logra una mitificación esclarecedora de la identidad americana, a través de sus árboles. La caracterización que de su obra en expansión hicieran, hace varios lustros, Eugenio Florit y José Olivio Jiménez, continúa hasta hoy teniendo idéntica validez de conjunto: “Ha cultivado también el poema extenso (“Canto temporal”), donde aborda reflexiva y emocionadamente una introspección de alto alcance. Pero en todos sus libros aparece la tierra —los concretos elementos de su paisaje nicaragüense— conformando los mecanismos imaginativos del lenguaje y dando a éste un natural y fluido sabor americano. El profundo sentimiento de la naturaleza, vista a su vez en su inmanencia y en su dimensión trascendente, concede sin quiebras el fondo más intenso y original de la poesía de Pablo A. Cuadra:
¡Gloria a Dios por una muchacha de quince años
y su lindo vestido que la cubría de alegres flores!
Baja —le dije—: yo no soy guerrero.
Desque que partió Quetzalcoatl, el pacífico
los dioses de esta tierra han preferido el terror a las matemáticas
y usan los astros como dardos.
En sus mitologías
nunca bajó un dios a desposarse
con una hija de los hombres.
¿Por qué tú no bajas? Soy poeta!
Y bajó ella. Y al ceñirla
vi que los traviesos lamachas, pequeños como colibríes
habían colocado el árbol cargado de frutas en el lugar exacto de mi primer beso.
Este fragmento de “El Jocote”, árbol del amor, ilustra a cabalidad el tono entrañable y la palabra rica en alusiones y referencias del verso del gran poeta nicaragüense que, desde las páginas de “La prensa literaria” ha mantenido por años en su tierra la llama de la poesía en libertad. El poeta y crítico venezolano Guillermo Yepes Boscán ha señalado que en “Los siete árboles” se integran admirablemente procedimientos que son comunes a los grandes de la poesía contemporánea: T. S. Eliot, Ezra Pound, Ungaretti, Octavio Paz, entre Otros (...) y cuyo sentido más esencial consiste en dar una visión de la totalidad y presentar una vasta metáfora de la integración en torno al mito como vía de recuperación de un orden espiritual desintegrado”.
Pocos poetas hispanoamericanos han encamado con mayor fidelidad y fuerza el ideal martiano de hombre total: luchador por la libertad de su pueblo y poeta ejemplar, dedicado a soñar a través del lenguaje. Este Virgilio americano, que conserva la visión incorruptible de la niñez y la intensidad esperanzada de la juventud, está en posesión del mágico secreto de quienes son capaces de viajar por la mirada interior, extrayendo “al silencio / las cosas del misterio”. Cantor de la vida sencilla y las penas de su pueblo, da vida a los personajes más humildes y. entrañables en “Esos rostros que asoman en la multitud” (Managua, 1976). Alfarero de sueños, da forma y aliento al “lodo de la historia” con sus “manos imaginativas”, regresando siempre a la “fuente del canto”, es decir: a la vida y a los deseos esenciales del ser humano. El poema nace del pueblo y apunta a sus sueños en una voz de timbre universal, pero con la dicción y el tono de la gente sencilla. Así termina “Manuscrito en la botella”:
… porque esta es mi historia
porque estoy mirando los cocoteros y los tamarindos
y los mangos
las velas blancas secándose al sol
y el humo del desayuno sobre el cielo
y pasa el tiempo
y esperamos y esperamos
y gruñimos
y no llega con las mazorcas
la muchacha vestida de rojo.
Se trata de un poema de “Cantos de Citar y del mar dulce” (Managua, 1971) donde el poeta, que fue durante años marinero en el Gran Lago de su país, se siente como un Ulises-Homero criollo, y da una admirable odisea americana totalmente inédita, con un Ulises que nace y muere en mar cautivo, poblado de personajes que ya no se habrán perdido para el canto:
Todo parece griego. El viejo Lago
y sus hexámetros. Las inéditas
islas y tu hermosa cabeza
—de mármol—
mutilada por la noche.
Aunque todo parezca griego, no obstante, es ¡tan americano!, con la alegre orfandad de lo inconcluso y la lengua viva de las cosas que atañen. O como dice el poeta: “con el tono ordinario que se usa en el amor”. El mayor aporte de la obra de Cuadra estriba en haber hecho por su tierra lo que hiciera Homero por la suya: inmortalizarla en el canto.
JRP.
Fuente: Icarito. Editorial Andina. Santiago. 1987.
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