Rasgos distintivos y semblanza de la obra de un indiscutible genio literario que marca lo culminante del denominado Tiempo de Oro de la literatura hispana.
Don Luis de Góngora y Argote, poeta cordobés que fue capellán de honor de Felipe III, y por tanto, partícipe de la vida cultural del Madrid de esa época, ha influido, quizá más que ningún otro artista, en la renovación y enriquecimiento del español cotidiano a través de la creación de su propia lengua poética. Góngora resulta un tema apasionante en la historia de las letras españolas, porque alrededor de su figura ha surgido toda una corriente de detractores o de admiradores. Entre estos últimos, se encuentra uno de los grupos más destacados de poetas del siglo XX, el de la generación del 27, llamada precisamente así por reunirse en 1927 para rendir homenaje a Góngora en el cuarto centenario de su muerte. Grandes escritores como Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso y Jorge Guillén, por citar algunos, se dedicaron a revalorar la obra gongorina.
Aunque a Góngora se le acusaba de oscuridad, por lo elaborado de sus artificios literarios, este argumento ya no es esgrimido en serio, al quedar demostrado en numerosos estudios críticos lo que el propio Dámaso Alonso indica y explica en sus investigaciones: “Góngora es un poeta difícil, pero no oscuro”. En realidad, su poesía representa la culminación de una larga tradición culta que se puede rastrear desde el siglo XV en las composiciones de Francisco Micer Imperial, pasando por las de Juan de Mena y las de Garcilaso, hasta las de Fernando de Herrera en el siglo XVI. De ahí que aun en sus versos de tema popular, la expresión sea siempre culterana, es decir, complicada y refinada. Algunas veces, la dificultad va dada en el uso de las palabras tomadas del griego y del latín, o en el empleo de vocablos ya conocidos, pero restituyéndoles el significado que originalmente tenían en estas lenguas y no el que se les asignaba en el español común. En otras ocasiones, los obstáculos surgen del manejo de la sintaxis, en forma de hipérbaton que alteran el orden normal de la oración, o de la inclusión de alusiones o símbolos mitológicos, además de otra multitud de figuras de la retórica.
Don Luis es un creador que con alta conciencia mantiene la integridad de su universo artístico. En una carta a su amigo don Pedro de Valencia, a quien respetó y admiró lo suficiente como para decidirse a cambiar, siguiendo sus sugerencias, algunas de las estrofas de sus “Soledades”, el poeta expresa su posición ante las demandas de un público que lo rechaza por no entenderlo:
“Demás que honra me ha causado hacerme escuro (sic) a los ignorantes que esa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezca griego; pues no se han de dar las piedras preciosas a animales de cerda”.
Por esta actitud, se observa en su producción una exacerbación de los recursos técnicos renacentistas y la búsqueda decidida de una estética superior. Esa ansia de belleza está siempre patente en todas sus obras, por lo que los temas o las narraciones quedan subordinados a la exuberancia de la expresión. En las obras menores, corno las letrillas y los romances, recurre mucho más al conceptismo, método para expresar el pensamiento desde diferentes perspectivas, estableciendo relaciones entre éste y otros objetos. En las obras mayores, en los sonetos, en algunas canciones como en “A la toma de Larache”, en el “Polifemo”, las “Soledades” y el “Panegírico al Duque de Lerma”, se vale tanto del conceptismo como del culteranismo.
Pero hay que señalar que quizá la más elaborada de todas las composiciones de Don Luis es un romance: el escrito en 1618 sobre el tema de Píramo y Tisbe. El romance de Píramo y Tisbe no sólo resulta diferente por lo que en lo externo pueda tener de desbordado, sino por la originalidad con que trata el mito. Según José María de Cossío, Góngora es el creador de este género de poesía mítico-burlesca en España, pero tal vez lo más notable de este tratamiento resida en que refleja un sentimiento ante la mitología completamente alejado del que inspiraba a los poetas del Renacimiento. Por lo que Fernando Lázaro declara: “Góngora se sale de la órbita renacentista para dar lugar a un nuevo sistema poético, cuya originalidad, insisto, es algo mucho más profundo que la mera complicación de la forma”.
En La fábula de Polifemo y Galatea, Góngora sigue con ciertas variaciones la trama del relato de Ovidio en las Metamorfosis. El monstruoso gigante de un solo ojo, Polifemo, se enamora de la bella ninfa Galatea. Al descubrir los amores de ésta con el joven pastor Acis, en un arrebato de celos, arroja una roca sobre el mozo y lo mata. Galatea pide auxilio a los dioses, y éstos convierten la sangre de Acis en el agua de un río. El poema concluye cuando el pastor hecho corriente entra en el mar, donde llorando lo recibe Doris, madre de Galatea y diosa de los mares.
Aunque en la fábula gongorina se pueden apreciar las huellas de Ovidio y de Virgilio, ni la influencia de ellos, ni la de otros autores y versiones del tema que Góngora conoce, le restan a la expresión personal del poeta. Góngora, como reto supremo para el artista recrea un tópico ya tratado, con toda la delicadeza de quien sabe moldear la palabra a su antojo. Para lograrlo, se vale principalmente de la hipérbole, de la antítesis, figuras de la estilística que sirven respectivamente para denotar lo exagerado y lo opuesto. En realidad, el poema completo es, por un lado, una gran hipérbole, y por otro, una gran antítesis.
El Polifemo comienza con la descripción de la casa del gigante, que el poeta realiza de manera muy efectiva para mostrar las dimensiones del lugar. “Formidable de la tierra bostezo,...” Esta forma peculiar de ordenar la oración es otro medio para llamar la atención; en este caso recurre al hipérbaton porque además de mostrar con la hipérbola lo descomunal de la casa del cíclope, quiere comunicar una sensación de desequilibrio. Esta sensación va aumentando en cada estrofa para hacer aun más extremo el contraste entre la fealdad del monstruo y la belleza de Galatea, y entre la pasión amorosa de Polifemo y la armonía de los amores de la ninfa y el pastor. Estos escasos detalles dan una idea de cómo Góngora maneja los recursos de estilo para lograr el dinamismo dentro de un marco tan ceñido como el de un tema harto conocido en el mundo culto de su época.
También se muestra original, al tomar la mitología y utilizar sus relatos de manera burlesca. El mito tiene una dignidad corno expresión artística que le confiere la tradición. Aunque su contenido sea fantástico, la forma en que todos los autores se enfrentan con este material es de gran respeto por su “verdad” literaria. Góngora, sin embargo, se conduce por otro camino poético. Crea un desequilibrio entre lo narrado y la manera de hacerlo, utilizando un lenguaje común, presenta a los héroes y sus problemas. De este equívoco, surge la burla.
Hero y Leandro es una historia amorosa que goza de gran popularidad durante el Renacimiento; ya que se conoce a través de las versiones de Ovidio y del griego Museo, Góngora escribe un primer poema en 1589, que comienza con los siguientes versos: “Arrojóse el mancebito / al charco de los atunes, / como si fuera el estrecho / poco más de medio azumbre”. El utilizar un diminutivo como “rnancebito”, y una perífrasis como “charco de los atunes” para hablar del Helesponto le quita estatura heroica al infeliz amante. Si se trata de un mancebito, y lo que va cruzar es un charco, ¿en qué reside su coraje? El mismo verbo con que abre la narración, ya indica lo ridículo de su intento “Arrojóse”. Resulta exagerado el término, cuando el mar está reducido a un charco con un poco más de dos litros de agua. El epitafio que la criada de Hero escribe, también es otro motivo antiheroico. Primero, porque no lo escribe una persona ilustre; y segundo por comparar a los amantes con dos huevos:
El Amor, como dos huevos,
quebrantó nuestras saludes,
él fue pasado por agua,
yo estrellada mi fin tuve.
Rogamos a nuestros padres
que no se pongan capuces;
sino, pues un fin tuvimos,
que una tierra nos sepulte.
La otra parte de la fábula la escribe Góngora veintiún años después, y cambia de rima al hacerlo. Pero como Femando Lázaro indica, “Efectivamente, a pesar del cambio de rima el engarce de ambos poemas es perfecto”. Sin embargo, ahora reviste su versión de un tono diferente. La fábula es una traducción.
Aunque entiendo poco griego,
en mis gregüescos he hallado
ciertos versos de Museo,
ni muy duros ni muy blandos.
Con este último verso que recuerda el final de los huevos, uno pasado y otro estrellado, de la primera versión, establece el enlace, y aclarada la fuente — “de Museo”— empieza la historia. El ambiente en que viven estos amantes de mito, es el del siglo XVII. Hero es hija de un hidalgo— “Dice, pues, que doña Hiero / tuvo por padre a un hidalgo, / Alcaide que era de Sesto, / mal vestido y bien barbado”. Y de Leandro “También dice este poeta / que era hijo don Leandro / de un escudero de Abido, / pobrísimo, pero honrado”.
El desplazamiento de la fábula a una época determinada a través de las referencias verbales, la objetiviza, pero nótese que no por esto la conecta con la realidad del presente. Todo lo contrario, la aleja aun más, porque la presenta totalmente fuera de contexto. Este juego con el tiempo sitúa la fábula en otra perspectiva hasta más irreal que la del propio mito, ya que Góngora le ha quitado su antigua credibilidad poética para crearle un falso ahora, que como una hipérbole gigante lo desensibiliza.
En el romance de Píramo y Tisbe de 1604, se ve un tratamiento similar. La descripción de Tisbe no varia de la convencional de una heroína de mito, excepto cuando llega al punto de la edad —cosa que no existe en el mito— el poeta cambia de tono al utilizar una comparación doble:
Su edad, ya habéis visto el diente,
entre mozuela y rapaza,
pocos años en chapines,
con reverendas de dama.
La pintura de la belleza queda rota al igualar a Tisbe, primero, con un animal —por la ordinariez de adivinarle la edad como a las bestias por un diente; y segundo, con una simple mujer— por vestirla con zapatos y ropa a la usanza de la España del siglo XVII. En este poema Góngora no intenta más que un llano juego con la historia de estos enamorados. En 1618, continuará, sin embargo, con una versión del tema considerada como una de sus composiciones de mayor complejidad, tanto por la técnica culterana como por la conceptista que se manifiesta a lo largo de todo el poema.
Fernando Lázaro ha tomado un pasaje de esta fábula, el de la sirvienta de Tisbe, para mostrar la tarea monumental que representa el explicar esta obra gongorina. Con estos poemas mito-burlescos Góngora crea un nuevo tipo de poesía, en la que rechaza a las autoridades clásicas y las imitaciones renacentistas. De este rechazo surge su búsqueda de una fórmula capaz de solucionar los problemas estéticos que le plantea su época. Los cambios en estos dos romances son una muestra evidente de la evolución del estilo de Góngora en la totalidad de su obra. El poeta no se transforma de lo claro a lo oscuro de “príncipe de las tinieblas”, como irónicamente se le llamó en su época; sino que desarrolla una fórmula expresiva cada vez más compleja, porque en ésta cuajan los elementos propios de su universo creativo. Quizá sea necesario recordar aquella actitud suya de poeta “exquisito”, que lo lleva al uso de recursos técnicos y léxicos no superados por ningún otro en lengua castellana ni antes ni después de él.
Consciente de los limites de la lengua misma para lograrlo, renueva el idioma enriqueciéndolo con términos que hoy en día forman parte del vocabulario de todos los que hablan español. Entre las palabras que introduce se pueden citar: vírgenes, fugitivos, fatigados, meta, fácil, ingenuo, generoso, atractivo, cuidado, arrogante, memoria, prodigioso, gloria, apetito, historia, breve, favor, concurso, adolescente y muchas Otras que recoge Dámaso Alonso en su estudio titulado “La Lengua Poética de Góngora”.
Aunque don Luis de Góngora y Argote logra un mundo de color, de sonidos y de alusiones sensoriales enmarcadas dentro de lujosas expresiones, su universo carece de un sentimiento que le dé calor humano. Éste es su límite. Pero no por esto, puede dejar de apreciarse su impecable arte como uno de los más altos de las letras españolas y, en cuanto a la forma, en la opinión autorizada de Dámaso Alonso, como el mejor del siglo XVII en toda Europa.
AG.
Fuente: Icarito. Editorial Andina. Santiago. 1987.
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