Comentarios acerca de una obra en que los rasgos del personaje principal y el estilo de su autor han perdurado hasta hoy tanto como tema y estereotipo.
Tirso de Molina (seudónimo del fraile de la Merced, Gabriel Téllez) es el dramaturgo más importante de los Siglos de Oro, después de Lope de Vega y de Calderón de la Barca. Estos crean escuelas dramáticas que agrupan muchos seguidores; entre los del ciclo de Lope está Tirso porque utiliza su fórmula; pero sus obras tienen aspectos peculiares que le dan un sello muy personal. Esta individualidad va dada en la delicadeza del trazado psicológico de los personajes, en un humor lleno de agudeza, en una penetrante mirada a la sociedad de su tiempo y en un patente feminismo que se manifiesta en la pintura de heroínas que no aceptan un papel pasivo y que, a veces, hasta vengan por cuenta propia los agravios que los hombres les infieren.
A Tirso se le atribuyen unas cuatrocientas comedias, de las que conocemos sólo unas ochenta. Escribió dos obras en prosa “Los cigarrales de Toledo”, alegres comedias y novelas cortas, y “Deleitar aprovechando”, de tono muy diferente, en la que narra vidas de santos e incluye autos y reflexiones moralizantes. También dejó en prosa una “Historia de la orden de la Merced”, que, como el título indica, dedicó a relatar el origen y desarrollo de la orden religiosa a la que pertenecía. En sus comedias, Tirso se ocupó de temas bíblicos, de vidas de santos, de enredos amorosos, de asuntos históricos, entre las que se encuentra quizá la mejor comedia del autor, “La prudencia en la mujer”, cuya protagonista María de Molina aparece dotada de poderosa personalidad dramática. Entre sus comedias de carácter, se destacan “María”, la piadosa que narra las argucias de una joven que se finge devota para evitar el desposarse con un viejo, y “El vergonzoso en palacio”, que perfila la evolución de un joven tímido a través de experiencias amorosas. De sus comedias de intriga, la más famosa es “Don Gil de las Calzas Verdes” que pone muy en alto la inteligencia y el valor de una mujer que busca que su honor sea reparado. También recogió motivos de la tradición de las leyendas orientales, en “El condenado por desconfiado”. El tema teológico de la falta de confianza en la bondad Divina, es el motor central de esta obra; tema que con signo opuesto desarrolla igualmente en su pieza más famosa “El burlador de Sevilla y convidado de piedra”.
En “El burlador de Sevilla”, Tirso elabora y funde elementos de las leyendas existentes para darle vida al personaje de don Juan. Este drama, como todos los del período, está estructurado de prisa y siguiendo los presupuestos de la fórmula lopesca: ruptura de las unidades de acción, tiempo y. espacio. Pero como méritos particulares cuenta con un estilo lleno de frescura, salpicado de un humor empleado en el momento preciso y, además, con el mayor de todos, el de haber capturado la esencia de un mito. Aunque esta obra no sea la mayor de Tirso, ni por ende de la época, es la única que logra traspasar las fronteras de España y, aún más, las de su propio tiempo. Hemos visto a través de los siglos y en muy variadas interpretaciones en España, al don Juan de Zamora, al de Zorrilla, al de Jacinto Grau, al de Torrente Ballester; y en otros países al de Moliere, al de Mozart, al de Goldoni, al de Lord Byron, al de Puschkin, al de Lenou, al de Lenormand, al de Montheriant, o al de Bernard Shaw, entre otros.
Tirso presenta a don Juan como a un joven aventurero, que corre en la vida tras la figura de una mujer, sin detenerse en una determinada. Salta del dormitorio de la duquesa Isabela, en Nápoles, a España, donde apenas se queda unas horas en la choza de la pescadora Tisbea, para ir al encuentro de la próxima que surge, doña Ana de Ulloa, a la que no sólo deshonra, sino que deja huérfana al matar a su padre, don Gonzalo. Para don Juan no existen tipos ni clases, es la aventura misma lo que le atrae; de ahí que de esta mujer de clase alta, se le vea interrumpir en el desposorio de unos pastores para seducir a la bella Aminta. La carrera de este aventurero tiene su fin cuando ofende a la estatua de piedra de don Gonzalo e invita al difunto a una cena macabra a la que asiste la propia estatua. Al día siguiente queda concertado otro convite, pero esta vez en la capilla funeral de don Gonzalo. Don Juan se presenta y cae muerto.
Don Américo Castro ha llamado a este drama “vendaval erótico’, porque don Juan, como un vendaval, llega y arrasa. Su actitud no es de búsqueda; él sólo va al encuentro de cualquier mujer que se cruce en su camino, sin otro fin que el placer. Por eso, se define a si mismo diciendo: “Yo soy un hombre sin nombre”, Don Juan no es un nombre, es el rostro del placer mismo; de ahí su condición mítica. El personaje de Tirso no tiene ni pasado ni futuro, es siempre presente, como el mito.
Esa atadura al presente es lo que hace a don Juan exclamar: “iTan largo me lo fiáis...!” El gran conflicto de don Juan no es en realidad con su sociedad, de la que se mantiene aparte, sino con Dios, al que él ve desde su presente como dándole un largo plazo, tan largo para rendirle cuentas, que le hace olvidar una realidad inescapable: la de la muerte. A don Juan le acontece la muerte con la misma rapidez con que le sorprenden las aventuras: sin tiempo, pero esta vez, sin tiempo para escapar de las consecuencias de sus acciones. Este final, sin embargo, le libera de la justicia terrenal, porque, como bien indica Francisco Ruiz Ramón, “El don Juan de Tirso, en el que nace el eterno don Juan, no burlará a Dios, paro burlará eternamente al mundo, mientras dure el mundo”.
“El burlador de Sevilla y convidado de piedra” hay que valorarlo con sus limitaciones, pero tomando en cuenta que el personaje de don Juan, salido de la animada pluma de un fraile del siglo XVII es, definitivamente, una de las ventanas por las cuales el universo se asoma a la literatura española, dando la esencia de una de las eternas preocupaciones humanas: la presencia de un Ser Supremo en la vida y en la muerte de todos.
AG.
Fuente: Icarito. Editorial Andina. Santiago. 1987.
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