sábado, 21 de julio de 2012

La montaña mágica – Mann

Obra y rasgos de un escritor que por la complejidad de sus argumentos y sus temas se le considera un gran exponente literario de principios del siglo XX.

La obra de Thomas Mann posee la complejidad y la riqueza de toda figura de transición. En él se catalizan y alcanzan su punto más alto los ideales estéticos del siglo XIX. Es generalmente admitido que sus libros muestran una marcada influencia de Goethe, Wagner (en la composición de los temas) y Freud (en la concepción y elaboración psicológica de los personajes), figuras sobre las cuales escribió profundos e interesantes ensayos. Pero a pesar de esta presencia del siglo XIX en la obra de Mann, también se manifiestan en sus libros todas las inquietudes y concepciones filosóficas que caracterizan al siglo XX.
Con una vasta obra que incluye novelas voluminosas como “Los Buddembroks”: “Doctor Fausto”, y la tetralogía “José y sus hermanos”, en las que expone sus ideales estéticos, sus concepciones filosóficas y su ideología política; resulta difícil establecer en cuál de sus obras este autor alcanza una mayor plenitud de sus cualidades expresivas. Sin embargo, es generalmente aceptado que “La montaña mágica”, publicada en 1924 y escrita precisamente a la mitad de su carrera literaria, constituye su obra más representativa, y se dice que es ésta la que le vale a su autor el Premio Nobel en 1929. Quizá esto se deba a que “La montaña mágica” ilustra perfectamente el período de transición entre el romanticismo literario propio del siglo XIX, y el realismo simbólico que habría de caracterizar una gran parte de la literatura del siglo XX.
En la trama de esta monumental obra se entrelazan, por una parte, elementos que recuerdan la tradicional novela educativa alemana (de “Steigerung”) en la que el personaje evoluciona y adquiere madurez a través de cierto número de curiosas experiencias. Por otra parte, se incluyen en la obra elementos realistas que alcanzan una trascendencia que pudiéramos llamar “mágica”, ya que sin abandonar una exposición clara y verosímil de las situaciones y los personajes, el autor sabe darle a todos los elementos de la novela una carga simbólica que enriquece el libro con matices prácticamente inagotables.
Hans Canstorp, el joven ingeniero que protagoniza el libro, no va al sanatorio Haus Berghof sólo para visitar a su primo que se encuentra recluido curándose de tuberculosis: desde el comienzo se adivina que esta visita alcanzará una trascendencia insospechada. Hans se ve precisado a quedarse en el sanatorio, ya que un examen médico de rutina revela que también él tiene una pequeña afección pulmonar. Así pues lo que había sido proyectado como una breve visita de tres semanas se va a convertir en una larga estancia de siete años.
En todo ese periodo el protagonista evoluciona a través de disímiles experiencias: se enamorará de una paciente rusa: Claudia Chauchat: conocerá personajes muy interesantes con los que sostendrá largas y profundas conversaciones filosóficas, fundamentalmente con el humanista y liberal Settembrini, con Leo Naphta en cuyos conceptos se mezclan curiosamente catolicismo y socialismo, y con Peeperkorn, hombre pragmático y sensualista. De igual manera Hans establecerá contacto con la masonería, el espiritismo y diversas religiones. Entre estas curiosas experiencias se destaca la sesión espiritista en la que aparece su primo Joaquin Siessem, fallecido poco antes.
Sin abandonar una precisa pintura del medio (aunque a veces un tanto cargada de matices grotescos y macabros), Mann conduce a su personaje magistralmente a través de esa larga aventura interior que va a ser su estancia en el Haus Berghot.
Al final, el joven y simpático ingeniero que ingresó en el sanatorio hace siete años, se ha convertido en un hombre maduro con una compleja visión de sí y del mundo que lo rodea. Irónicamente Hans abandona el Berghof para enfrentarse a una nueva experiencia: la guerra.
Con las últimas palabras del libro, Mann condena la locura de la guerra. Sin embargo, en medio de esa enajenación, Hans se mantiene en una magia interior, y mientras se lanza al ataque, va cantando “Lindenbaum” (Los tilos) de Schubert. Con esta imagen final, Mann enaltece al individuo por encima de toda enajenación masiva. Es su manera de decir que, a pesar de las guerras y de las locuras de la humanidad, el hombre conserva su belleza, su poesía y su misterio. El hechizo de la ‘montaña mágica” no ha sido en vano.
Si se analizan los subtemas, las líneas acompañantes y episódicas, será preciso señalar que utilizando un escenario propio de finales del siglo —el de un sanatorio para enfermedades pulmonares—, Mann ha creado un vasto fresco en el que se exponen, de manera nostálgica e irónica a la vez, una serie de tipos de la alta y la media burguesía alemana de la época, así como de la aristocracia y del sector profesional. Pero sobre todo, se debe reconocer que las ideas en boga en su tiempo quedan brillantemente expuestas a través de las reflexiones y discusiones de sus protagonistas. Quizá sean esas ideas otros personajes que sucumbirán igualmente ante la locura de la guerra.
Por último, es preciso hablar del uso del tiempo en esta novela. En “La montaña mágica” el tiempo está suspendido; la cotidianidad y monotonía de los acontecimientos le da un carácter especial de lentitud, de quietud, de inmovilidad a veces, que invita a la reflexión filosófica. Se inmoviliza la acción para acelerar la reflexión, y toda la obra se desliza en una especie de presente eterno en el que los cambios se producen en el interior del personaje más que en la realidad que lo rodea. En “La montaña mágica” la aventura es interior y las ideas tienen mayor movimiento que los personajes y las cosas.
Este uso del tiempo hechiza toda la novela, y es el elemento fundamental que da al realismo de Mann una proyección mágica cargada de significados. Por todo esto se considera a “La montaña mágica” como una de las obras más representativas de la literatura contemporánea.
DF.

Fuente: Icarito. Editorial Andina. Santiago. 1987.

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