Aunque de algún modo sigue viviendo a la sombra de la China continental, Taiwán tiene razones para festejar haber pasado de ser un país de los más pobres del mundo a ser una potencia industrial exportadora.
También, y ya hace mucho, esta pequeña isla ya ha dejado de ser una república autoritaria, sin elecciones y con partido único. La alegría particular de los taiwaneses viene de la paz y la armonía oriental con la que lograron progreso y libertades, manteniendo sus tradiciones.
Taiwán, la isla que los portugueses llamaron Formosa —“hermosa”, en su idioma— es la primera democracia estable, industrializada y próspera en la larga, muy larga, historia de China. Es el producto de una guerra civil, una derrota y una huida, malos cimientos de los que resultó un país viable. Y es el escenario de eventos que prueban que existe una democracia, y que resultarían casi increíbles en cualquier otro país.
Por ejemplo, el espectáculo que da cada tanto el Li-fa Yuan, el Congreso taiwanés. “¡Bolsa de basura!”, grita un diputado a otro. “¡Cucaracha gorda! ¡La más gorda que se alimenta de basura!”, contesta el insultado. Este tipo de escena terminó a los golpes en más de una ocasión, y por lo menos tres parlamentarios acabaron en el hospital, cubiertos de sangre, por darse puñetazos en el calor de un debate legislativo.
Nadie se asombra ya en Taiwán, y los habitantes hasta se deleitan de la violencia de los argumentos en su congreso, como una prueba torva y divertida de la vitalidad de su flamante democracia. Es que hasta hace no muchos años, Taiwán era un lugar obscuro y frío, pobre y autoritario, armado hasta los dientes como la primera línea de defensa anticomunista en Asia, en los años de la guerra fría. La inmensa China roja amenazaba a apenas 160 kilómetros de distancia, frenada sólo por las bases aéreas y militares, y por la flota norteamericana del Pacífico con puertos en la isla de Formosa.
Es que Taiwán nació como un refugio anticomunista. En 1949, después de largos años de guerra civil y de lucha contra los invasores japoneses, China cayó ante los comunistas liderados por Mao Tse—tung. Los derrotados en la guerra civil, los nacionalistas, se retiraron al único rincón de China donde Mao no podía alcanzarlos: la isla de Taiwán. Guiado por su general, Chiang Kai—Shek, y acompañado por nada menos que dos millones de refugiados, el ejército nacionalista se embarcó y llegó a la isla. Su nuevo dominio tenía 370 kilómetros de largo y estaba acompañado del pequeño archipiélago de Pescadores —nuevamente, un nombre portugués— y de los islotes de Quemoy y Matsu.
La nueva capital de la China no comunista era Taipei, la ciudad más grande en la isla. Para Chiang y los suyos, la misión de la nueva república era simplemente servir de base para la reconquista del continente. Su doctrina política se basaba en tres negativas: nada de contacto con los comunistas, nada de negociaciones, nada de compromisos.
En lo interno, le agregaron una cuarta negativa: nada de disenso político. Taiwán era, de hecho, una dictadura de partido único, un país gobernado bajo ley marcial, sin prensa libre, sin derecho de asamblea, con grandes cárceles para los opositores. Los nuevos habitantes de la isla también crearon una verdadera prohibición folklórica para sus habitantes originales. Aunque uno tiende a pensar en los chinos como una sola etnia, un solo pueblo, en realidad el gran país alberga grupos étnicos y lingüísticos muy diferentes. Los recién llegados prohibieron el dialecto taiwanés y la enseñanza de la historia de la isla en las escuelas. Una protesta masiva, a poco de llegado Chiang, fue reprimida con tal dureza que hubo casi 28.000 muertos en un solo día.
Hoy, muchísimos años después, resulta realmente imposible distinguir un nativo de un descendiente de los refugiados. La cultura china campea: todas las mañanas, masas de personas practican taj chi chuan en las plazas y parques. En los templos, los fieles budistas prenden manojos de finas velas y ofrendan flores de jade a Kuan Yin, la diosa budista de la misericordia y la más amada en el panteón divino. En el mercado de las serpientes, se puede ver a los médicos tradicionales sacrificar cobras para usar su sangre fresca en pociones de salud.
La fuerza de la cultura tradicional china puede verse en todos los detalles. Los campesinos todavía adornan sus casas con tallas de demonios taoístas y signos de buena suerte milenarios. Un saludo formal sigue siendo “es realmente un placer ver a un amigo que viene de tan lejos”, la primera línea de Las Analectas, el clásico libro de Confucio.
Pero donde tal vez pueda verse mejor la calidad china de la vida en Taiwán es en la simple alegría de ser chino entre otros chinos, visible entre sus habitantes. En el festival de los botes-dragón, en el pintoresco pueblo de llan, se puede ver un ejemplo. Miles de personas asisten a la carrera, apenas divisable entre el humo de los miles de cohetes que se disparan. Al terminar la breve competencia —largos y finos botes sobre el río, disparados por la fuerza de sus remeros— los fuegos artificiales se hacen ensordecedores y arrancan las bandas de gongs y trompetas. Sobre el puente arqueado que cruza el río, desfilan las efigies de los dioses taoístas, llevados en andas por los fieles en procesión. La multitud ríe, se abraza, feliz en su jen-ching-wei, la intangible felicidad de ser chino.
Esta felicidad ha terminado por incluir, en el imaginario de Taiwán, a los chinos del continente. Donde antes sólo había desconfianza y ejércitos velando las armas, ahora se habla de inversiones y negocios. Los cambios políticos en Pekín crearon un mercado para los capitalistas taiwaneses, que ya invirtieron miles y miles de millones de dólares en China, vía Hong-Kong. Este ablandamiento en la prohibición de tener tratos con Pekín se refleja en una apertura política jamás vista. En 1992, por primera vez en la historia, hubo elecciones para una asamblea legislativa. Y en 1993, el gobierno ya había liberado a casi todos los presos políticos de la isla, y permitía que parientes que no se veían hacía décadas se visitaran por fin.
Lo más notable de la transición fue la total paz en que se realizó. Mientras Corea, Filipinas, Tailandia y el bloque soviético sufrieron serios y sangrientos problemas sociales para lograr una elección, Taiwán lo hizo en total orden y tranquilidad. Una razón es la increíble prosperidad y crecimiento de los últimos años. Desde 1951, la pequeña isla es un milagro económico, creciendo a un 9 por ciento anual. En 1955, el ingreso por habitante era, en promedio, de 162 dólares por año, la mitad del de Haití. En 1995, los taiwaneses promediaban ya 10.000 dólares anuales.
En Taipei, la capital, es donde más se nota la nueva riqueza. La pequeña ciudad tuvo una época romántica y audaz cuando los barones del comercio inglés la tomaron como base, hace dos siglos y medio. Británicos, irlandeses y americanos construyeron sus mansiones y comerciaron en los peligrosos mares de China, en una época en que las fragatas y sampanes navegaban artillados y cada empresario era un almirante en sus luchas contra los piratas.
Luego, la ciudad cayó en decadencia y para la época en que Chiang la eligió como capital, era un pueblo grande de menos de un millón de habitantes, sucio, triste y paupérrimo. La avenida principal era una callecita de dos carriles poblada de carritos arrastrados a mano por coolies. La ciudad limitaba con arrozales por un lado y con pantanos malsanos por el otro.
Hoy, Taipei es un espectáculo digno de verse, una urbe con boulevares de ocho carriles, 38.000 taxis, 7.300 micros, medio millón de coches y casi un millón de motos.
Los precios inmobiliarios reflejan la rapidez con que se hizo dinero. En 1995, una cochera bien ubicada se vendía por cien mil dólares y un departamento de dos ambientes en el mejor barrio de la ciudad fácilmente por un millón. Los servicios no le van atrás en lujo y en precio. Una hora de clase de karaoke —ese curioso hobby de cantar siguiendo un video— cuesta 75 dólares. Hacerse socio de un club de golf no cuesta menos de 150.000 dólares.
El comienzo del crecimiento también se dio con la guerra fría. En 1950, Mao preparaba la invasión de la isla cuando comenzó la guerra de Corea. El presidente norteamericano de la época, Harry S. Truman, se dio cuenta de que Taiwán era un “portaaviones insumergible” para las operaciones militares contra los comunistas. Y Taiwán comenzó a alojar bases norteamericanas y a recibir ayuda económica de unos 1.500 millones de dólares por año. “Supimos usar bien ese dinero”, contaba K.T.Li, el ex ministro de economía que es reconocido como el arquitecto del milagro taiwanés. “Lo primero que hicimos fue comprarles las tierras a los mayores propietarios y vendérselas a crédito a los campesinos que la trabajaban. Eso les dio un incentivo a los trabajadores para producir más alimentos y simultáneamente les dio el capital a los ex terratenientes para convertirse en industriales”.
El ministro Li impulsó particularmente la industria pesada, la producción de electricidad, la telefonía y la construcción de autopistas y rutas. En apenas quince años, para 1965, Taiwán dejó de pedir ayuda económica a EE.UU. Fue el primer país en la historia en dar cortésmente las gracias y dejar de recibir dinero. Para 1966, la república rompía otra barrera y creaba la primera zona industrial offshore —exenta de impuestos internos— dedicada a la exportación en todo el mundo. Se crearon miles de “minidormitorios” para los trabajadores y la producción comenzó bien al estilo taiwanés: se producía cualquier cosa que tuviera mercado, a un precio increíblemente barato. Luces de árboles de Navidad, zapatos, heladeras, televisores, pequeñas radios y, por supuesto, paraguas: todo era barato, no todo era de buena calidad, pero el volumen de exportaciones generó el capital que permitió desarrollar las enormes y modernas industrias petroquímicas y metalúrgicas de la isla.
En 1980, Taiwán dio el gran paso hacia la tecnología de punta al fundar el Parque Industrial Científico de Hsinchu. Ya para 1995, el sector alojaba 125 empresas con 25.000 trabajadores, entre ellos el genial Patrick Wang, un mago de la computación y la microelectrónica que inventó, casi a solas, la industria informática de Taiwán. “Cuando el ministro Li comenzó su política de crear tecnología, decidí volver a Taiwán después de estudiar por años en EE.UU.”, contaba Wang, recibido en el prestigioso Massachussetts Institute of Technology, una de las principales universidades técnicas del mundo.
Pero la columna vertebral de la isla sigue siendo la pequeña y mediana empresa, activa en todos los rincones. Por doquier, fábricas diminutas y talleres producen todo tipo de maquinarias, herramientas y repuestos. Los isleños, mientras, se preocupan por el principal costo de su industrialización: la polución. Es común ver en las ciudades multitudes enteras llevando máscaras, y basta subirse a uno de los muchos cerros de Taiwán para ver las zonas urbanas envueltas en cerrados mantos de smog. Noventa mil fábricas escupen cadmio, cromo, zinc y otros contaminantes en las aguas. Como menos del 10 por ciento de los efluvios industriales se purifica, 44 ríos están gravemente contaminados. Sectores enteros del campo y de las costas están virtualmente destruidos por la industria, y regularmente acontecen accidentes graves entre los que viven cerca de las fábricas.
Pero el interior de la isla que los portugueses llamaron hermosa guarda rincones de encanto y pureza. La ruta troncal que atraviesa la isla de Este a Oeste muestra más de cien kilómetros de sierras, arroyos y saltos de agua en medio de valles boscosos habitados por mariposas multicolores y tapizados de orquídeas. Pájaros y monos viven en paz, como si la tecnología y la producción en masa nunca hubieran llegado a su isla.
Una razón para esto es que Taiwán ha prácticamente dejado de producir sus propios alimentos: sólo el 13 por ciento de la población sigue trabajando en agricultura. Aunque cada año los parques industriales y las nuevas urbanizaciones cubren 2.000 hectáreas de lo que fue campo, es más lo que vuelve al estado primitivo después que se abandona su cultivo. Y así crecen los parques naturales.
El museo del Palacio Nacional cobija los tesoros de arte: 600.000 obras de todos los períodos de la historia china desde el año mil antes de Cristo. Tan grande es la colección, que los directores del museo calculan que pueden organizar una exposición cada seis meses, sin repetir ni un objeto en treinta años. Cerca del museo, todavía vuelan las grullas, esas aves zancudas que pueblan el arte oriental. Las aves vuelan por encima de la bahía de Taipei, hacen un largo arco sobre el ferry, suben por el río. Ven, al pasar, la ciudad entre las nubes de smog. Pasan por sobre fábricas, depósitos, hileras infinitas de departamentos. Tal vez con curiosidad se detienen sobre los desarmaderos de computadoras ya obsoletas, grandes patios al aire libre donde empleados estatales las desarman y separan sus elementos para reciclarlos o reutilizarlos. Lo que estas aves ven es, en todo caso, una isla de curiosa historia.
Es Taiwán, pero también es China. Es, en todo caso, una república que nació de un fracaso militar y se transformó en un ejemplar éxito económico.
Autor: Arthur Zich, fotografías de Jodi Cobb (Nacional Geographic Society).
Fuente: Revista “Conozca Más”.
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También, y ya hace mucho, esta pequeña isla ya ha dejado de ser una república autoritaria, sin elecciones y con partido único. La alegría particular de los taiwaneses viene de la paz y la armonía oriental con la que lograron progreso y libertades, manteniendo sus tradiciones.
Taiwán, la isla que los portugueses llamaron Formosa —“hermosa”, en su idioma— es la primera democracia estable, industrializada y próspera en la larga, muy larga, historia de China. Es el producto de una guerra civil, una derrota y una huida, malos cimientos de los que resultó un país viable. Y es el escenario de eventos que prueban que existe una democracia, y que resultarían casi increíbles en cualquier otro país.
Por ejemplo, el espectáculo que da cada tanto el Li-fa Yuan, el Congreso taiwanés. “¡Bolsa de basura!”, grita un diputado a otro. “¡Cucaracha gorda! ¡La más gorda que se alimenta de basura!”, contesta el insultado. Este tipo de escena terminó a los golpes en más de una ocasión, y por lo menos tres parlamentarios acabaron en el hospital, cubiertos de sangre, por darse puñetazos en el calor de un debate legislativo.
Nadie se asombra ya en Taiwán, y los habitantes hasta se deleitan de la violencia de los argumentos en su congreso, como una prueba torva y divertida de la vitalidad de su flamante democracia. Es que hasta hace no muchos años, Taiwán era un lugar obscuro y frío, pobre y autoritario, armado hasta los dientes como la primera línea de defensa anticomunista en Asia, en los años de la guerra fría. La inmensa China roja amenazaba a apenas 160 kilómetros de distancia, frenada sólo por las bases aéreas y militares, y por la flota norteamericana del Pacífico con puertos en la isla de Formosa.
Es que Taiwán nació como un refugio anticomunista. En 1949, después de largos años de guerra civil y de lucha contra los invasores japoneses, China cayó ante los comunistas liderados por Mao Tse—tung. Los derrotados en la guerra civil, los nacionalistas, se retiraron al único rincón de China donde Mao no podía alcanzarlos: la isla de Taiwán. Guiado por su general, Chiang Kai—Shek, y acompañado por nada menos que dos millones de refugiados, el ejército nacionalista se embarcó y llegó a la isla. Su nuevo dominio tenía 370 kilómetros de largo y estaba acompañado del pequeño archipiélago de Pescadores —nuevamente, un nombre portugués— y de los islotes de Quemoy y Matsu.
La nueva capital de la China no comunista era Taipei, la ciudad más grande en la isla. Para Chiang y los suyos, la misión de la nueva república era simplemente servir de base para la reconquista del continente. Su doctrina política se basaba en tres negativas: nada de contacto con los comunistas, nada de negociaciones, nada de compromisos.
En lo interno, le agregaron una cuarta negativa: nada de disenso político. Taiwán era, de hecho, una dictadura de partido único, un país gobernado bajo ley marcial, sin prensa libre, sin derecho de asamblea, con grandes cárceles para los opositores. Los nuevos habitantes de la isla también crearon una verdadera prohibición folklórica para sus habitantes originales. Aunque uno tiende a pensar en los chinos como una sola etnia, un solo pueblo, en realidad el gran país alberga grupos étnicos y lingüísticos muy diferentes. Los recién llegados prohibieron el dialecto taiwanés y la enseñanza de la historia de la isla en las escuelas. Una protesta masiva, a poco de llegado Chiang, fue reprimida con tal dureza que hubo casi 28.000 muertos en un solo día.
Hoy, muchísimos años después, resulta realmente imposible distinguir un nativo de un descendiente de los refugiados. La cultura china campea: todas las mañanas, masas de personas practican taj chi chuan en las plazas y parques. En los templos, los fieles budistas prenden manojos de finas velas y ofrendan flores de jade a Kuan Yin, la diosa budista de la misericordia y la más amada en el panteón divino. En el mercado de las serpientes, se puede ver a los médicos tradicionales sacrificar cobras para usar su sangre fresca en pociones de salud.
La fuerza de la cultura tradicional china puede verse en todos los detalles. Los campesinos todavía adornan sus casas con tallas de demonios taoístas y signos de buena suerte milenarios. Un saludo formal sigue siendo “es realmente un placer ver a un amigo que viene de tan lejos”, la primera línea de Las Analectas, el clásico libro de Confucio.
Pero donde tal vez pueda verse mejor la calidad china de la vida en Taiwán es en la simple alegría de ser chino entre otros chinos, visible entre sus habitantes. En el festival de los botes-dragón, en el pintoresco pueblo de llan, se puede ver un ejemplo. Miles de personas asisten a la carrera, apenas divisable entre el humo de los miles de cohetes que se disparan. Al terminar la breve competencia —largos y finos botes sobre el río, disparados por la fuerza de sus remeros— los fuegos artificiales se hacen ensordecedores y arrancan las bandas de gongs y trompetas. Sobre el puente arqueado que cruza el río, desfilan las efigies de los dioses taoístas, llevados en andas por los fieles en procesión. La multitud ríe, se abraza, feliz en su jen-ching-wei, la intangible felicidad de ser chino.
Esta felicidad ha terminado por incluir, en el imaginario de Taiwán, a los chinos del continente. Donde antes sólo había desconfianza y ejércitos velando las armas, ahora se habla de inversiones y negocios. Los cambios políticos en Pekín crearon un mercado para los capitalistas taiwaneses, que ya invirtieron miles y miles de millones de dólares en China, vía Hong-Kong. Este ablandamiento en la prohibición de tener tratos con Pekín se refleja en una apertura política jamás vista. En 1992, por primera vez en la historia, hubo elecciones para una asamblea legislativa. Y en 1993, el gobierno ya había liberado a casi todos los presos políticos de la isla, y permitía que parientes que no se veían hacía décadas se visitaran por fin.
Lo más notable de la transición fue la total paz en que se realizó. Mientras Corea, Filipinas, Tailandia y el bloque soviético sufrieron serios y sangrientos problemas sociales para lograr una elección, Taiwán lo hizo en total orden y tranquilidad. Una razón es la increíble prosperidad y crecimiento de los últimos años. Desde 1951, la pequeña isla es un milagro económico, creciendo a un 9 por ciento anual. En 1955, el ingreso por habitante era, en promedio, de 162 dólares por año, la mitad del de Haití. En 1995, los taiwaneses promediaban ya 10.000 dólares anuales.
En Taipei, la capital, es donde más se nota la nueva riqueza. La pequeña ciudad tuvo una época romántica y audaz cuando los barones del comercio inglés la tomaron como base, hace dos siglos y medio. Británicos, irlandeses y americanos construyeron sus mansiones y comerciaron en los peligrosos mares de China, en una época en que las fragatas y sampanes navegaban artillados y cada empresario era un almirante en sus luchas contra los piratas.
Luego, la ciudad cayó en decadencia y para la época en que Chiang la eligió como capital, era un pueblo grande de menos de un millón de habitantes, sucio, triste y paupérrimo. La avenida principal era una callecita de dos carriles poblada de carritos arrastrados a mano por coolies. La ciudad limitaba con arrozales por un lado y con pantanos malsanos por el otro.
Hoy, Taipei es un espectáculo digno de verse, una urbe con boulevares de ocho carriles, 38.000 taxis, 7.300 micros, medio millón de coches y casi un millón de motos.
Los precios inmobiliarios reflejan la rapidez con que se hizo dinero. En 1995, una cochera bien ubicada se vendía por cien mil dólares y un departamento de dos ambientes en el mejor barrio de la ciudad fácilmente por un millón. Los servicios no le van atrás en lujo y en precio. Una hora de clase de karaoke —ese curioso hobby de cantar siguiendo un video— cuesta 75 dólares. Hacerse socio de un club de golf no cuesta menos de 150.000 dólares.
El comienzo del crecimiento también se dio con la guerra fría. En 1950, Mao preparaba la invasión de la isla cuando comenzó la guerra de Corea. El presidente norteamericano de la época, Harry S. Truman, se dio cuenta de que Taiwán era un “portaaviones insumergible” para las operaciones militares contra los comunistas. Y Taiwán comenzó a alojar bases norteamericanas y a recibir ayuda económica de unos 1.500 millones de dólares por año. “Supimos usar bien ese dinero”, contaba K.T.Li, el ex ministro de economía que es reconocido como el arquitecto del milagro taiwanés. “Lo primero que hicimos fue comprarles las tierras a los mayores propietarios y vendérselas a crédito a los campesinos que la trabajaban. Eso les dio un incentivo a los trabajadores para producir más alimentos y simultáneamente les dio el capital a los ex terratenientes para convertirse en industriales”.
El ministro Li impulsó particularmente la industria pesada, la producción de electricidad, la telefonía y la construcción de autopistas y rutas. En apenas quince años, para 1965, Taiwán dejó de pedir ayuda económica a EE.UU. Fue el primer país en la historia en dar cortésmente las gracias y dejar de recibir dinero. Para 1966, la república rompía otra barrera y creaba la primera zona industrial offshore —exenta de impuestos internos— dedicada a la exportación en todo el mundo. Se crearon miles de “minidormitorios” para los trabajadores y la producción comenzó bien al estilo taiwanés: se producía cualquier cosa que tuviera mercado, a un precio increíblemente barato. Luces de árboles de Navidad, zapatos, heladeras, televisores, pequeñas radios y, por supuesto, paraguas: todo era barato, no todo era de buena calidad, pero el volumen de exportaciones generó el capital que permitió desarrollar las enormes y modernas industrias petroquímicas y metalúrgicas de la isla.
En 1980, Taiwán dio el gran paso hacia la tecnología de punta al fundar el Parque Industrial Científico de Hsinchu. Ya para 1995, el sector alojaba 125 empresas con 25.000 trabajadores, entre ellos el genial Patrick Wang, un mago de la computación y la microelectrónica que inventó, casi a solas, la industria informática de Taiwán. “Cuando el ministro Li comenzó su política de crear tecnología, decidí volver a Taiwán después de estudiar por años en EE.UU.”, contaba Wang, recibido en el prestigioso Massachussetts Institute of Technology, una de las principales universidades técnicas del mundo.
Pero la columna vertebral de la isla sigue siendo la pequeña y mediana empresa, activa en todos los rincones. Por doquier, fábricas diminutas y talleres producen todo tipo de maquinarias, herramientas y repuestos. Los isleños, mientras, se preocupan por el principal costo de su industrialización: la polución. Es común ver en las ciudades multitudes enteras llevando máscaras, y basta subirse a uno de los muchos cerros de Taiwán para ver las zonas urbanas envueltas en cerrados mantos de smog. Noventa mil fábricas escupen cadmio, cromo, zinc y otros contaminantes en las aguas. Como menos del 10 por ciento de los efluvios industriales se purifica, 44 ríos están gravemente contaminados. Sectores enteros del campo y de las costas están virtualmente destruidos por la industria, y regularmente acontecen accidentes graves entre los que viven cerca de las fábricas.
Pero el interior de la isla que los portugueses llamaron hermosa guarda rincones de encanto y pureza. La ruta troncal que atraviesa la isla de Este a Oeste muestra más de cien kilómetros de sierras, arroyos y saltos de agua en medio de valles boscosos habitados por mariposas multicolores y tapizados de orquídeas. Pájaros y monos viven en paz, como si la tecnología y la producción en masa nunca hubieran llegado a su isla.
Una razón para esto es que Taiwán ha prácticamente dejado de producir sus propios alimentos: sólo el 13 por ciento de la población sigue trabajando en agricultura. Aunque cada año los parques industriales y las nuevas urbanizaciones cubren 2.000 hectáreas de lo que fue campo, es más lo que vuelve al estado primitivo después que se abandona su cultivo. Y así crecen los parques naturales.
El museo del Palacio Nacional cobija los tesoros de arte: 600.000 obras de todos los períodos de la historia china desde el año mil antes de Cristo. Tan grande es la colección, que los directores del museo calculan que pueden organizar una exposición cada seis meses, sin repetir ni un objeto en treinta años. Cerca del museo, todavía vuelan las grullas, esas aves zancudas que pueblan el arte oriental. Las aves vuelan por encima de la bahía de Taipei, hacen un largo arco sobre el ferry, suben por el río. Ven, al pasar, la ciudad entre las nubes de smog. Pasan por sobre fábricas, depósitos, hileras infinitas de departamentos. Tal vez con curiosidad se detienen sobre los desarmaderos de computadoras ya obsoletas, grandes patios al aire libre donde empleados estatales las desarman y separan sus elementos para reciclarlos o reutilizarlos. Lo que estas aves ven es, en todo caso, una isla de curiosa historia.
Es Taiwán, pero también es China. Es, en todo caso, una república que nació de un fracaso militar y se transformó en un ejemplar éxito económico.
Autor: Arthur Zich, fotografías de Jodi Cobb (Nacional Geographic Society).
Fuente: Revista “Conozca Más”.
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