Es la cualidad diurna, origen de los colores y la vida misma mientras que sus aplicaciones son tan infinitas como su asombrosa energía. En ningún momento podemos prescindir de ella.
El Big Bang creó el universo hace unos 15.000 millones de años, en la oscuridad del vacío. La luz nació 300.000 años después y engendró la vida en todas sus formas.
Ardiendo a 100.000 millones de grados centígrados, un colosal estallido coció en el espacio un misterioso plasma que luego, enfriándose hasta los 4.000 grados, se convertiría en materia. De esa mezcla original de núcleos y electrones transformada en un gas transparente salieron al fin los primeros rayos luminosos.
Así, hace 4.000 millones de años y asociándose a la energía de relámpagos y meteoritos, la luz promovió el nacimiento de los primeros organismos de la Tierra. Mil millones de años después, los primeros vegetales se nutrían por fotosíntesis y creaban su propia sustancia a partir de los minerales. Con el sol como fuente energética estable y un campo de acción virgen, ahora la vida podía experimentar nuevas posibilidades y diversificarse sin límites.
De una cadena predadora a la otra y desde los herbívoros hasta los carnívoros, el mundo animal evolucionó bajo formas que hubieran sido imposibles sin la existencia de la luz, el calor, las estaciones y el alimento. Si el sol se apagara, en la Tierra sólo sobrevivirían unos pocos virus y bacterias. El hombre lo sabe y quizá por eso, jugando con fuego hasta aprender a dominar la luz y la electricidad, siempre quiso repeler la oscuridad, símbolo de la inseguridad y la muerte.
Hoy, la energía eléctrica le es tan imprescindible a la Humanidad como la fotosíntesis a las plantas, y toda la civilización depende de su buen uso. Más de 80.000 millones de watts llueven cada segundo sobre nuestro planeta: un equivalente a 100 bombas de Hiroshima. Y sin embargo no matan, sino que nos dan la vida.
ODISEA DE LA LUZ: DESDE LOS EGIPCIOS HASTA EINSTEIN.
Hace más de 3.000 años, mientras Europa vivía en tinieblas, los sabios egipcios ya habían descubierto empíricamente que la luz del sol se desplazaba en línea recta, y entonces el arte de fabricar espejos de bronce pulido para la cosmetología personal dio paso a una idea genial: usarlos como reflectores para iluminar los interiores edilicios. No obstante, la Humanidad debió esperar hasta el arribo de las teorías de Isaac Newton para entender científicamente el fenómeno. Porque recién en 1704 estimó Newton que la luz está compuesta por corpúsculos inasibles que, emitidos por el sol o el fuego, se propagan en línea recta a altísima velocidad.
Más difícil fue explicar cómo es que la luz se refleja en una superficie espejada, pero la noción corpuscular terminó por imponerse en base a un ejemplo simple: al igual que el granizo choca contra los tejados sin atravesarlos, las partículas luminosas rebotan en el cristal.
En 1802, el curioso médico inglés Thomas Young realizó un experimento de interferencia luminosa todavía inexplicable desde las teorías de Newton, puesto que aunque se sabía que la luz estaba conformada por corpúsculos se ignoraba que también es una onda. El físico y astrólogo holandés Huygens, contemporáneo de Newton, ya había sostenido la idea de que la luz es una vibración que se propaga en un “líquido infinitamente sutil” que sirve de apoyo a esa vibración, del mismo modo en que el aire permite que una onda sonora viaje por el éter.
Y si a Huygens nadie le prestó atención, el aporte de Young, que aparecía como un intruso en campos de estudio ajenos, sembró la duda entre los grandes científicos de su época. Pero será el obstinado físico francés Augustin Fresnel quien, en el siglo XIX y luchando contra el espíritu oficial newtoniano, impondrá al fin la teoría ondulatoria de la luz.
La polémica concluyó de insólita manera: la Academia de Ciencias de Francia organizó un multitudinario simposio para refutar a Fresnel y él, presente, les ganó a todos sus adversarios. Entretanto, otros investigadores intentaron medir la velocidad de la luz, que se suponía elevadísima pero no infinita. En 1676, el astrónomo danés Olaus Römer, evaluando los diversos eclipses de un satélite de Júpiter, la había calculado en unos 350.000 kilómetros por segundo. En 1849, el físico galo Hippolyte Fizeau probó y amplió ese cálculo lanzando un haz luminoso desde Suresnes hasta Montmartre, París.
Un año después, su colega Laón Foucault efectuó otra exèriencia y dio una cifra aun más precisa: 298.000 kilómetros por segundo, nada mal, considerando que la velocidad de la luz actualmente aceptada es el 299.792 kilómetros por segundo. Por supuesto, también hay que tener en cuenta el medio material que cada físico elige para analizar estas velocidades, sobre todo cuando la onda luminosa incide sobre cristal o agua: por comparación, en esos casos puntuales se verifica que el aire es un agente transmisor más vigoroso y claro que ningún otro. Una conclusión opuesta a la de Newton, que pensaba que por ser sustancias sólidas el vidrio y los lagos aceleraban el viaje lineal de la luz.
En 1870, el físico británico James C. Maxwell logró confirmar, para siempre, que la luz es realmente ondulante, determinando además que forma parte de las ondas electromagnéticas. Y las postrimerías del siglo XIX fueron una etapa gloriosa para los investigadores que, por primera vez, atrapaban los secretos de la luz. Los franceses Nicéphore Niepce y Jacques Daguerre inventaron la fotografía. El norteamericano Thomas Alva Edison desarrolló y fabricó la lámpara eléctrica. La iluminación pública y de interiores dejó de ser de gas, y las ciudades brillaron como estrellas.
Poco importaba que Edison ignorara la teoría de Maxwell o Daguerre la de Foucault, es decir, que la evolución tecnológica fuera un camino con baches. Lo importante era que la luz había llegado a la vida cotidiana para quedarse entre los hombres. Pero faltaba desentrañar el enigma del éter, presunto sostén y conductor de la luz.
En 1887, los norteamericanos Michelson y Morley anunciaron a un mundo perplejo que habían descubierto “un núcleo neto”: un rayo de luz vibrante que se propagaría por el aire en el sentido de la rotación de la Tierra y adelantándose a cualquier otro hipotético rayo que marchara a su lado.
Ejemplo: dos vehículos andando por la misma ruta a distinta velocidad, el más lento primero y el más veloz detrás. Pronto el segundo rebasa al primero, que parece casi inmóvil respecto de su capacidad de avance. Y sin embargo ambos se mueven.
Será Albert Einstein quien, en 1905, con su revolucionaria Teoría de la Relatividad, afirme que Michelson y Morley estaban equivocados, que para la luz el éter no existe y que su velocidad es una constante absoluta e independiente del parámetro con que se la mida. No obstante lo cual el alemán Max Plack observó que ciertos cuerpos calentados a alta temperatura despiden bocanadas de energía luminosa, lo que no es explicable desde la perspectiva ondulatoria. Otro relámpago en el cielo del conocimiento.
Para justificarlo, el nervioso Einstein formuló la hipótesis de que la luz está compuesta por partículas específicas: los fotones, con una energía mensurable que reafirma sus características vibratorias. ¿Un retorno a la tesis inicial de Newton? A fin de cuentas, ¿es la luz materia u onda? Y la polémica recomenzó.
En 1924, Louis de Broglie tomó el toro por los cuernos y en una audaz síntesis cartesiana determinó que la luz, como el mundo físico y la moral humana, posee una doble naturaleza: es simultáneamente ondulante y corpuscular. Una visión cuya bipolaridad preocupará siempre a los filósofos, científicos y artistas empecinados en rastrear la esencia de esta dimensión que llamamos existencia, y que a otras especies les interesa muy poco, por cierto.
Miles de organismos marinos generan su propia luz a partir de oxígeno y enzimas que excitan sus electrones, y en las selvas otros animales retozan bajo el viejo sol sin necesidad de usinas hidroeléctricas. Con ellos no compartimos el láser ni la computación, pero sí la certeza de que sin luz no habría colores, por ejemplo. Si un suéter se ve rojo es porque su lana absorbe todas las frecuencias de la luz, menos las del rojo. Si el vidrio es transparente es porque sus átomos, con electrones insensibles a los fotones, lo atraviesan. Y si un palo sumergido parece curvarse bajo el agua es porque la luz cambia de velocidad según el material que atraviese. Extraño pero real, sin luz no habría vida.
EL FOTÓN: LA LUZ ES ENERGÍA.
El fotón es simultáneamente un corpúsculo y una onda que transporta una energía proporcional a su frecuencia de vibración. Cada sector de color de la luz blanca tiene su propia energía y el azul, por su alta frecuencia, es el más fuerte. Esta energía puede ser destructiva. Por fisión de la materia, una bomba atómica libera ondas luminosas mortales para toda forma de vida orgánica.
LA ONDA: LA LUZ ES COLOR.
La luz blanca no está formada por una sola onda sino por muchas, cada una vibrando en su frecuencia específica. Así, del rojo al azul, las frecuencias aumentan pasando por el verde y otros matices. El arco iris y el prisma permiten diferenciar los colores porque ellos no atraviesan las nubes ni el vidrio a la misma velocidad.
Y gracias a esto la Tierra no es un planeta gris.
EL RAYO: LA LUZ ES SOMBRA.
Hagan pasar la luz del sol por dos hendiduras y proyéctenla sobre una pantalla: verán cómo se alternan rayos luminosos y rayos oscuros, según un fenómeno de interferencia propio de las distintas ondas de vibración de la luz. En algunos puntos de la pantalla los dos haces se sumarán para formar los rayos luminosos, y en otros se anularán: aparecen entonces los rayos oscuros.
EL ELECTRÓN: LA LUZ ES MATERIA.
Como corpúsculo energético, la luz despide electrones que iluminan. Una lámpara común, por ejemplo, emite unos 10.000 millones por segundo. Esto ocurre porque los fotones atropellan a los electrones y los arrancan de los átomos. La regulación automática de las puertas de los ascensores por interrupción del haz luminoso funciona mediante ese simple efecto fotoeléctrico.
DESDE LA LUZ ELÉCTRICA HASTA EL RAYO LÁSER.
El uso de la luz superó el campo de la iluminación para abarcar las áreas de la investigación y la producción industrial. Para eso se sustituyó la luz común, que vibra anárquicamente en todas las direcciones, por el rayo láser, que al estar constituido por fotones idénticos y del mismo color proporciona una luz coherente y orientable. Esta nueva luz permite cortar materiales, y en cirugía ha demostrado ser un instrumento preciso.
También es un medio privilegiado para provocar fusiones nucleares, dado que el láser concentra al instante una enorme cantidad de energía. Por otra parte, dado que no todas las ondas luminosas son visibles, se crearon técnicas para detectar las invisibles. Rociando un reactivo especial sobre las huellas digitales, éstas se tornan fosforescentes y, tras ser iluminadas con rayos ultravioleta, vuelven a emitir luz visible.
LUZ Y SOMBRA DE UNA POLÉMICA.
A comienzos del siglo XVIII, Isaac Newton dedujo que la luz está compuesta por partículas, hipótesis que explicó el cambio de dirección del rayo solar al atravesar un prisma. Un siglo después, el médico autodidacta Thomas Young replicó que la luz es una onda. En 1924, Louis de Broglie puso un salomónico fin al debate: la luz es onda y corpúsculo a la vez, curiosa dualidad que hasta llegó a enfrentar las teorías de Einstein y Max Planck.
Autor: Raúl García Luna.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
(Si este contenido te parece interesante, compártelo mediante el botón “Me gusta”, “enviar por e-mail”, el enlace a Facebook, Twitter o Google+. Hacerlo es fácil y toma sólo unos segundos. Y no te olvides de comentar. Gracias)
El Big Bang creó el universo hace unos 15.000 millones de años, en la oscuridad del vacío. La luz nació 300.000 años después y engendró la vida en todas sus formas.
Ardiendo a 100.000 millones de grados centígrados, un colosal estallido coció en el espacio un misterioso plasma que luego, enfriándose hasta los 4.000 grados, se convertiría en materia. De esa mezcla original de núcleos y electrones transformada en un gas transparente salieron al fin los primeros rayos luminosos.
Así, hace 4.000 millones de años y asociándose a la energía de relámpagos y meteoritos, la luz promovió el nacimiento de los primeros organismos de la Tierra. Mil millones de años después, los primeros vegetales se nutrían por fotosíntesis y creaban su propia sustancia a partir de los minerales. Con el sol como fuente energética estable y un campo de acción virgen, ahora la vida podía experimentar nuevas posibilidades y diversificarse sin límites.
De una cadena predadora a la otra y desde los herbívoros hasta los carnívoros, el mundo animal evolucionó bajo formas que hubieran sido imposibles sin la existencia de la luz, el calor, las estaciones y el alimento. Si el sol se apagara, en la Tierra sólo sobrevivirían unos pocos virus y bacterias. El hombre lo sabe y quizá por eso, jugando con fuego hasta aprender a dominar la luz y la electricidad, siempre quiso repeler la oscuridad, símbolo de la inseguridad y la muerte.
Hoy, la energía eléctrica le es tan imprescindible a la Humanidad como la fotosíntesis a las plantas, y toda la civilización depende de su buen uso. Más de 80.000 millones de watts llueven cada segundo sobre nuestro planeta: un equivalente a 100 bombas de Hiroshima. Y sin embargo no matan, sino que nos dan la vida.
ODISEA DE LA LUZ: DESDE LOS EGIPCIOS HASTA EINSTEIN.
Hace más de 3.000 años, mientras Europa vivía en tinieblas, los sabios egipcios ya habían descubierto empíricamente que la luz del sol se desplazaba en línea recta, y entonces el arte de fabricar espejos de bronce pulido para la cosmetología personal dio paso a una idea genial: usarlos como reflectores para iluminar los interiores edilicios. No obstante, la Humanidad debió esperar hasta el arribo de las teorías de Isaac Newton para entender científicamente el fenómeno. Porque recién en 1704 estimó Newton que la luz está compuesta por corpúsculos inasibles que, emitidos por el sol o el fuego, se propagan en línea recta a altísima velocidad.
Más difícil fue explicar cómo es que la luz se refleja en una superficie espejada, pero la noción corpuscular terminó por imponerse en base a un ejemplo simple: al igual que el granizo choca contra los tejados sin atravesarlos, las partículas luminosas rebotan en el cristal.
En 1802, el curioso médico inglés Thomas Young realizó un experimento de interferencia luminosa todavía inexplicable desde las teorías de Newton, puesto que aunque se sabía que la luz estaba conformada por corpúsculos se ignoraba que también es una onda. El físico y astrólogo holandés Huygens, contemporáneo de Newton, ya había sostenido la idea de que la luz es una vibración que se propaga en un “líquido infinitamente sutil” que sirve de apoyo a esa vibración, del mismo modo en que el aire permite que una onda sonora viaje por el éter.
Y si a Huygens nadie le prestó atención, el aporte de Young, que aparecía como un intruso en campos de estudio ajenos, sembró la duda entre los grandes científicos de su época. Pero será el obstinado físico francés Augustin Fresnel quien, en el siglo XIX y luchando contra el espíritu oficial newtoniano, impondrá al fin la teoría ondulatoria de la luz.
La polémica concluyó de insólita manera: la Academia de Ciencias de Francia organizó un multitudinario simposio para refutar a Fresnel y él, presente, les ganó a todos sus adversarios. Entretanto, otros investigadores intentaron medir la velocidad de la luz, que se suponía elevadísima pero no infinita. En 1676, el astrónomo danés Olaus Römer, evaluando los diversos eclipses de un satélite de Júpiter, la había calculado en unos 350.000 kilómetros por segundo. En 1849, el físico galo Hippolyte Fizeau probó y amplió ese cálculo lanzando un haz luminoso desde Suresnes hasta Montmartre, París.
Un año después, su colega Laón Foucault efectuó otra exèriencia y dio una cifra aun más precisa: 298.000 kilómetros por segundo, nada mal, considerando que la velocidad de la luz actualmente aceptada es el 299.792 kilómetros por segundo. Por supuesto, también hay que tener en cuenta el medio material que cada físico elige para analizar estas velocidades, sobre todo cuando la onda luminosa incide sobre cristal o agua: por comparación, en esos casos puntuales se verifica que el aire es un agente transmisor más vigoroso y claro que ningún otro. Una conclusión opuesta a la de Newton, que pensaba que por ser sustancias sólidas el vidrio y los lagos aceleraban el viaje lineal de la luz.
En 1870, el físico británico James C. Maxwell logró confirmar, para siempre, que la luz es realmente ondulante, determinando además que forma parte de las ondas electromagnéticas. Y las postrimerías del siglo XIX fueron una etapa gloriosa para los investigadores que, por primera vez, atrapaban los secretos de la luz. Los franceses Nicéphore Niepce y Jacques Daguerre inventaron la fotografía. El norteamericano Thomas Alva Edison desarrolló y fabricó la lámpara eléctrica. La iluminación pública y de interiores dejó de ser de gas, y las ciudades brillaron como estrellas.
Poco importaba que Edison ignorara la teoría de Maxwell o Daguerre la de Foucault, es decir, que la evolución tecnológica fuera un camino con baches. Lo importante era que la luz había llegado a la vida cotidiana para quedarse entre los hombres. Pero faltaba desentrañar el enigma del éter, presunto sostén y conductor de la luz.
En 1887, los norteamericanos Michelson y Morley anunciaron a un mundo perplejo que habían descubierto “un núcleo neto”: un rayo de luz vibrante que se propagaría por el aire en el sentido de la rotación de la Tierra y adelantándose a cualquier otro hipotético rayo que marchara a su lado.
Ejemplo: dos vehículos andando por la misma ruta a distinta velocidad, el más lento primero y el más veloz detrás. Pronto el segundo rebasa al primero, que parece casi inmóvil respecto de su capacidad de avance. Y sin embargo ambos se mueven.
Será Albert Einstein quien, en 1905, con su revolucionaria Teoría de la Relatividad, afirme que Michelson y Morley estaban equivocados, que para la luz el éter no existe y que su velocidad es una constante absoluta e independiente del parámetro con que se la mida. No obstante lo cual el alemán Max Plack observó que ciertos cuerpos calentados a alta temperatura despiden bocanadas de energía luminosa, lo que no es explicable desde la perspectiva ondulatoria. Otro relámpago en el cielo del conocimiento.
Para justificarlo, el nervioso Einstein formuló la hipótesis de que la luz está compuesta por partículas específicas: los fotones, con una energía mensurable que reafirma sus características vibratorias. ¿Un retorno a la tesis inicial de Newton? A fin de cuentas, ¿es la luz materia u onda? Y la polémica recomenzó.
En 1924, Louis de Broglie tomó el toro por los cuernos y en una audaz síntesis cartesiana determinó que la luz, como el mundo físico y la moral humana, posee una doble naturaleza: es simultáneamente ondulante y corpuscular. Una visión cuya bipolaridad preocupará siempre a los filósofos, científicos y artistas empecinados en rastrear la esencia de esta dimensión que llamamos existencia, y que a otras especies les interesa muy poco, por cierto.
Miles de organismos marinos generan su propia luz a partir de oxígeno y enzimas que excitan sus electrones, y en las selvas otros animales retozan bajo el viejo sol sin necesidad de usinas hidroeléctricas. Con ellos no compartimos el láser ni la computación, pero sí la certeza de que sin luz no habría colores, por ejemplo. Si un suéter se ve rojo es porque su lana absorbe todas las frecuencias de la luz, menos las del rojo. Si el vidrio es transparente es porque sus átomos, con electrones insensibles a los fotones, lo atraviesan. Y si un palo sumergido parece curvarse bajo el agua es porque la luz cambia de velocidad según el material que atraviese. Extraño pero real, sin luz no habría vida.
EL FOTÓN: LA LUZ ES ENERGÍA.
El fotón es simultáneamente un corpúsculo y una onda que transporta una energía proporcional a su frecuencia de vibración. Cada sector de color de la luz blanca tiene su propia energía y el azul, por su alta frecuencia, es el más fuerte. Esta energía puede ser destructiva. Por fisión de la materia, una bomba atómica libera ondas luminosas mortales para toda forma de vida orgánica.
LA ONDA: LA LUZ ES COLOR.
La luz blanca no está formada por una sola onda sino por muchas, cada una vibrando en su frecuencia específica. Así, del rojo al azul, las frecuencias aumentan pasando por el verde y otros matices. El arco iris y el prisma permiten diferenciar los colores porque ellos no atraviesan las nubes ni el vidrio a la misma velocidad.
Y gracias a esto la Tierra no es un planeta gris.
EL RAYO: LA LUZ ES SOMBRA.
Hagan pasar la luz del sol por dos hendiduras y proyéctenla sobre una pantalla: verán cómo se alternan rayos luminosos y rayos oscuros, según un fenómeno de interferencia propio de las distintas ondas de vibración de la luz. En algunos puntos de la pantalla los dos haces se sumarán para formar los rayos luminosos, y en otros se anularán: aparecen entonces los rayos oscuros.
EL ELECTRÓN: LA LUZ ES MATERIA.
Como corpúsculo energético, la luz despide electrones que iluminan. Una lámpara común, por ejemplo, emite unos 10.000 millones por segundo. Esto ocurre porque los fotones atropellan a los electrones y los arrancan de los átomos. La regulación automática de las puertas de los ascensores por interrupción del haz luminoso funciona mediante ese simple efecto fotoeléctrico.
DESDE LA LUZ ELÉCTRICA HASTA EL RAYO LÁSER.
El uso de la luz superó el campo de la iluminación para abarcar las áreas de la investigación y la producción industrial. Para eso se sustituyó la luz común, que vibra anárquicamente en todas las direcciones, por el rayo láser, que al estar constituido por fotones idénticos y del mismo color proporciona una luz coherente y orientable. Esta nueva luz permite cortar materiales, y en cirugía ha demostrado ser un instrumento preciso.
También es un medio privilegiado para provocar fusiones nucleares, dado que el láser concentra al instante una enorme cantidad de energía. Por otra parte, dado que no todas las ondas luminosas son visibles, se crearon técnicas para detectar las invisibles. Rociando un reactivo especial sobre las huellas digitales, éstas se tornan fosforescentes y, tras ser iluminadas con rayos ultravioleta, vuelven a emitir luz visible.
LUZ Y SOMBRA DE UNA POLÉMICA.
A comienzos del siglo XVIII, Isaac Newton dedujo que la luz está compuesta por partículas, hipótesis que explicó el cambio de dirección del rayo solar al atravesar un prisma. Un siglo después, el médico autodidacta Thomas Young replicó que la luz es una onda. En 1924, Louis de Broglie puso un salomónico fin al debate: la luz es onda y corpúsculo a la vez, curiosa dualidad que hasta llegó a enfrentar las teorías de Einstein y Max Planck.
Autor: Raúl García Luna.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
(Si este contenido te parece interesante, compártelo mediante el botón “Me gusta”, “enviar por e-mail”, el enlace a Facebook, Twitter o Google+. Hacerlo es fácil y toma sólo unos segundos. Y no te olvides de comentar. Gracias)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se agradece cualquier comentario sobre este artículo o el blog en general, siempre que no contenga términos inapropiados, en cuyo caso, será eliminado...