El denominado sexting se ha convertido en una peligrosa tendencia del comportamiento adolescente y joven muchas veces motivado por lograr popularidad en las redes sociales.
Un atractivo poderoso de las redes sociales, que capta la preferencia o incluso adicción de adolescentes y jóvenes, es la posibilidad de interactuar con muchas más perspectivas que en el mundo real, especialmente sobre plataformas que permiten tomar la iniciativa para establecer y ampliar por uno mismo el ámbito de contactos virtuales, un poco erróneamente catalogados como “amistades”, siendo Facebook la opción de primera línea indiscutible.
A diferencia de Twitter, en que no se puede sumar contactos vía solicitarlos sino seguir a quienes nos interesa o resulta relevante, Facebook permite “salir a la caza” de nuevos contactos, con los que luego de ser aceptados, se puede interactuar mediante contenidos o mensajes públicos o recíprocos, tanto en sentido de ida como de vuelta. Esa es la cualidad que ha hecho de Facebook el gigante que es hoy.
Comparativamente se ha dicho, y con acierto, que estar en Facebook equivale a una fiesta de patio en que se puede iniciar sin más una amistad, y luego otras y otras, sea tomando la iniciativa o también acogiendo las invitaciones que nos hacen; mientras que estar en Twitter equivale a lanzar mensajes (twitts, píos) al aire en medio de una gran y concurrida plaza, llena de indiferentes desconocidos que, encima, no nos ven directamente (como a un gorrioncillo perdido en el follaje de un árbol), a ver quién nos oye y se anima a seguirnos.
Un contacto en Facebook cuesta aceptar o que nos acepten una solicitud, y un seguidor en Twitter cuesta que lo que vayamos a publicar sea especialmente relevante para los demás. De ahí que un seguidor en Twitter, si hacemos un intento de comparación, valga mucho más que un ”amigo” en Facebook, si se toma en cuenta el precio que nos toma conseguirlo y conservarlo. Además, perder seguidores en Twitter es más fácil que perder “amigos” en Facebook: en cuanto dejar de ser “twittero” frecuente dejan de seguirte, mientras que en Facebook puedes perderte semanas y tus amigos siguen ahí, hablando entre ellos…
Por eso los jóvenes, con la superficialidad y natural desasosiego que les caracteriza, son más inclinados a Facebook, mientras que los periodistas, gente mayor, intelectuales, etc., menos locuaces, suelen preferir Twitter. Aunque, claro, hay de todo en todas partes.
Pues bien, en Facebook ha aparecido, como producto de su propia dinámica, un nuevo parámetro de popularidad, en base al contador de frecuencia “Me gusta”. Talvez ha ocurrido de forma imprevista, pero la cantidad de “Me gusta”s marca la popularidad de una frase, mención, enlace, contenido o imagen, infografía o fotografía que un usuario comparte en la red, que a su vez, le reporta un virtual ascendiente o visibilidad, digamos, “prestigio”.
Hay una gran diversidad de recursos, incluso aplicaciones o sitios-fuente de donde obtener noticias, imágenes, frases y cositas así para colgar en el muro propio y someterlas al escrutinio de nuestros contactos, esperando a cuántos les “gusta” y se animan a compartir, lo que implica no sólo que alguien obtenga relevancia sino que también los “amigos de amigos”, quieran pasar a ser nuestros nuevos contactos.
Hasta aquí todo bien, o cuando menos, divertido, porque no por divertido puede ser necesariamente bueno. Hay cosas divertidas que en pura verdad no son buenas, menos recomendables…
El asunto deja de ser divertido cuando el material compartido consta de alusiones que pueden afectar la sensibilidad ajena, como frases de doble significado, imágenes impactantes o explícitamente ofensivas, y finalmente, contenidos extremadamente eróticos, lindando en lo pornográfico.
Y aquí entra en escena el sexting.
Cuando las redes sociales estaban en pañales, el sexting (SEXual texTING, texteo de contenido sexual) era simplemente literal, es decir, envío de mensajes con alusiones insinuantes o claramente sexuales. Hoy, en que la imagen amenaza con hacer cada vez más innecesarias las palabras, consiste en compartir imágenes fijas o animadas de tal naturaleza.
Y es un hecho que adolescentes de cada vez menor edad se ven involucrados activa o pasivamente en este comportamiento claramente cuestionable no sólo en lo ético sino también en lo psicosocial.
Antes, tomar o tomarse una foto en desnudez o pose “poco recomendable para compartir” implicaba la ayuda de otros: ir a un estudio, convencer al fotógrafo, etc., de modo que era forzoso pensarlo cuando menos dos veces. Luego las camaritas con cuenta regresiva (o disparo diferido) facilitaron las cosas, pero, si no se era productor fotográfico por lo menos aficionado, todavía quedaba el bochorno de recurrir a un negocio de revelado. Sin embargo, ahora, con un celular de mediana monta y precio, cualquier adolescente puede tomarse una foto en la pose que quiera, mejorarla y colgarla en su cuenta de red social más rápido, gratis y fácilmente que lo que tarda en volverse a vestir…
Motivaciones?: travesura, picardía, deseo de exponerse como la “más linda”, apuestas, demostraciones que exige la pareja sentimental,… Freud diría que la sublimación de una obsesión insatisfecha o deseo reprimido, Masllow diría que un reclamo desesperado de afecto y aceptación social, y muchas otras posibilidades más, añadiendo los factores patológicos en que cada caso merece su propio estudio (trastornos de la personalidad, como exhibicionismo compulsivo, sadismo, masoquismo, etc.).
Sin embargo, los efectos posteriores tienen un denominador común: en cuanto se sube una foto así, como todo lo que se comparte en las redes sociales y el Internet en general, sale del control de quien lo hace, para pasar a ser patrimonio global.
Ahí sí que “a foto suelta ya no hay vuelta”… ni borrando, ni nada, porque entre otras cosas, lo que se publica en la Red ya no puede eliminarse más, y que en Internet la frase “todo el mundo” es exactamente eso: todo el mundo, con todas sus letras.
Sigamos la fotito: luego de unos cuantos “Me gusta”s, no tardan en aparecer los comentarios, y la fotito de marras comienza a compartirse como un virus letal, no para el destinatario sino para quien inició la bola de nieve. Y sólo Dios sabe en qué computadora de qué parte del mundo va a parar, y el uso que se le da. Hay casos en que, de tantas vueltas por aquí y por allá, de pantalla en pantalla, de lugar en lugar de este país Internet (porque ya es todo un país con todas las computadoras conectadas como habitantes), este material sale en la cuenta de los padres o familiares del propio muchacho o muchacha, de sus profesores, compañeros de estudio, novios anteriores, sitios del Gobierno, la Policía, la prensa, etc.
La exposición al ridículo, las ofensas, burlas y cualquier manipulación malvada es evidente, incluyendo los riesgos legales o delictivos (como la pornografía infantil, el comercio de contenidos sexuales, etc.) y lo que comienza como un juego o inofensiva imprudencia puede acabar mal, como el caso de un hasta entonces respetado legislador norteamericano que perdió su mandato por enviar fotitos en paños menores, o incluso trágicamente, como el caso de un padre en Italia que mató a su hija, y luego se suicidó, porque su compañero de oficina le mostró la foto de ella desnuda aduciendo que lo era de una prostituta barata, o la quinceañera que se suicidó en Estado Unidos para no soportar más los apodos que le dedicaban sus compañeros al haberla visto en Facebook con nada de ropa, o como las jovencitas asiáticas cuyas fotos son mercancía de esos portales que, irónicamente hasta tienen ya su propio tipo de dominio .xxx.
Es muy difícil controlar lo que los y, principalmente, las jóvenes pueden verse impulsadas a hacer con su propia imagen e intimidad. Más allá de tabúes y estereotipos obsoletos, es necesario hacerles ver que Internet es tanto o más peligroso que la vida real, que los “ciber-amigos” merecen valoración y respeto pero al mismo tiempo nosotros también merecemos respetarnos, y que lo que dicen, muestran o hacen es irreversible, porque en Internet el olvido total es una utopía.
Hace poco se aconsejaba tener la computadora en un lugar público de la casa; hoy eso ya no sirve, con un teléfono de tecnología mediana se puede navegar en la red, a medianoche, y a precios cada vez más accesibles. Entonces, será bueno recordar que nosotros mismos somos los guardianes de nuestra dignidad y decoro, y que la tecnología, como todo logro humano, es un arma de doble filo, y en esto se parece al humilde cuchillo que sirve para fines tan nobles como pelar la fruta, o para designios malvados como cortarnos las venas.
En nosotros está el uso y sus consecuencias.
Ukamau la cosa.
(Si este contenido te parece interesante, compártelo mediante el botón “Me gusta”, “enviar por e-mail”, el enlace a Facebook, Twitter o Google+. Hacerlo es fácil y toma sólo unos segundos. Y no te olvides de comentar. Gracias)
Un atractivo poderoso de las redes sociales, que capta la preferencia o incluso adicción de adolescentes y jóvenes, es la posibilidad de interactuar con muchas más perspectivas que en el mundo real, especialmente sobre plataformas que permiten tomar la iniciativa para establecer y ampliar por uno mismo el ámbito de contactos virtuales, un poco erróneamente catalogados como “amistades”, siendo Facebook la opción de primera línea indiscutible.
A diferencia de Twitter, en que no se puede sumar contactos vía solicitarlos sino seguir a quienes nos interesa o resulta relevante, Facebook permite “salir a la caza” de nuevos contactos, con los que luego de ser aceptados, se puede interactuar mediante contenidos o mensajes públicos o recíprocos, tanto en sentido de ida como de vuelta. Esa es la cualidad que ha hecho de Facebook el gigante que es hoy.
Comparativamente se ha dicho, y con acierto, que estar en Facebook equivale a una fiesta de patio en que se puede iniciar sin más una amistad, y luego otras y otras, sea tomando la iniciativa o también acogiendo las invitaciones que nos hacen; mientras que estar en Twitter equivale a lanzar mensajes (twitts, píos) al aire en medio de una gran y concurrida plaza, llena de indiferentes desconocidos que, encima, no nos ven directamente (como a un gorrioncillo perdido en el follaje de un árbol), a ver quién nos oye y se anima a seguirnos.
Un contacto en Facebook cuesta aceptar o que nos acepten una solicitud, y un seguidor en Twitter cuesta que lo que vayamos a publicar sea especialmente relevante para los demás. De ahí que un seguidor en Twitter, si hacemos un intento de comparación, valga mucho más que un ”amigo” en Facebook, si se toma en cuenta el precio que nos toma conseguirlo y conservarlo. Además, perder seguidores en Twitter es más fácil que perder “amigos” en Facebook: en cuanto dejar de ser “twittero” frecuente dejan de seguirte, mientras que en Facebook puedes perderte semanas y tus amigos siguen ahí, hablando entre ellos…
Por eso los jóvenes, con la superficialidad y natural desasosiego que les caracteriza, son más inclinados a Facebook, mientras que los periodistas, gente mayor, intelectuales, etc., menos locuaces, suelen preferir Twitter. Aunque, claro, hay de todo en todas partes.
Pues bien, en Facebook ha aparecido, como producto de su propia dinámica, un nuevo parámetro de popularidad, en base al contador de frecuencia “Me gusta”. Talvez ha ocurrido de forma imprevista, pero la cantidad de “Me gusta”s marca la popularidad de una frase, mención, enlace, contenido o imagen, infografía o fotografía que un usuario comparte en la red, que a su vez, le reporta un virtual ascendiente o visibilidad, digamos, “prestigio”.
Hay una gran diversidad de recursos, incluso aplicaciones o sitios-fuente de donde obtener noticias, imágenes, frases y cositas así para colgar en el muro propio y someterlas al escrutinio de nuestros contactos, esperando a cuántos les “gusta” y se animan a compartir, lo que implica no sólo que alguien obtenga relevancia sino que también los “amigos de amigos”, quieran pasar a ser nuestros nuevos contactos.
Hasta aquí todo bien, o cuando menos, divertido, porque no por divertido puede ser necesariamente bueno. Hay cosas divertidas que en pura verdad no son buenas, menos recomendables…
El asunto deja de ser divertido cuando el material compartido consta de alusiones que pueden afectar la sensibilidad ajena, como frases de doble significado, imágenes impactantes o explícitamente ofensivas, y finalmente, contenidos extremadamente eróticos, lindando en lo pornográfico.
Y aquí entra en escena el sexting.
Cuando las redes sociales estaban en pañales, el sexting (SEXual texTING, texteo de contenido sexual) era simplemente literal, es decir, envío de mensajes con alusiones insinuantes o claramente sexuales. Hoy, en que la imagen amenaza con hacer cada vez más innecesarias las palabras, consiste en compartir imágenes fijas o animadas de tal naturaleza.
Y es un hecho que adolescentes de cada vez menor edad se ven involucrados activa o pasivamente en este comportamiento claramente cuestionable no sólo en lo ético sino también en lo psicosocial.
Antes, tomar o tomarse una foto en desnudez o pose “poco recomendable para compartir” implicaba la ayuda de otros: ir a un estudio, convencer al fotógrafo, etc., de modo que era forzoso pensarlo cuando menos dos veces. Luego las camaritas con cuenta regresiva (o disparo diferido) facilitaron las cosas, pero, si no se era productor fotográfico por lo menos aficionado, todavía quedaba el bochorno de recurrir a un negocio de revelado. Sin embargo, ahora, con un celular de mediana monta y precio, cualquier adolescente puede tomarse una foto en la pose que quiera, mejorarla y colgarla en su cuenta de red social más rápido, gratis y fácilmente que lo que tarda en volverse a vestir…
Motivaciones?: travesura, picardía, deseo de exponerse como la “más linda”, apuestas, demostraciones que exige la pareja sentimental,… Freud diría que la sublimación de una obsesión insatisfecha o deseo reprimido, Masllow diría que un reclamo desesperado de afecto y aceptación social, y muchas otras posibilidades más, añadiendo los factores patológicos en que cada caso merece su propio estudio (trastornos de la personalidad, como exhibicionismo compulsivo, sadismo, masoquismo, etc.).
Sin embargo, los efectos posteriores tienen un denominador común: en cuanto se sube una foto así, como todo lo que se comparte en las redes sociales y el Internet en general, sale del control de quien lo hace, para pasar a ser patrimonio global.
Ahí sí que “a foto suelta ya no hay vuelta”… ni borrando, ni nada, porque entre otras cosas, lo que se publica en la Red ya no puede eliminarse más, y que en Internet la frase “todo el mundo” es exactamente eso: todo el mundo, con todas sus letras.
Sigamos la fotito: luego de unos cuantos “Me gusta”s, no tardan en aparecer los comentarios, y la fotito de marras comienza a compartirse como un virus letal, no para el destinatario sino para quien inició la bola de nieve. Y sólo Dios sabe en qué computadora de qué parte del mundo va a parar, y el uso que se le da. Hay casos en que, de tantas vueltas por aquí y por allá, de pantalla en pantalla, de lugar en lugar de este país Internet (porque ya es todo un país con todas las computadoras conectadas como habitantes), este material sale en la cuenta de los padres o familiares del propio muchacho o muchacha, de sus profesores, compañeros de estudio, novios anteriores, sitios del Gobierno, la Policía, la prensa, etc.
La exposición al ridículo, las ofensas, burlas y cualquier manipulación malvada es evidente, incluyendo los riesgos legales o delictivos (como la pornografía infantil, el comercio de contenidos sexuales, etc.) y lo que comienza como un juego o inofensiva imprudencia puede acabar mal, como el caso de un hasta entonces respetado legislador norteamericano que perdió su mandato por enviar fotitos en paños menores, o incluso trágicamente, como el caso de un padre en Italia que mató a su hija, y luego se suicidó, porque su compañero de oficina le mostró la foto de ella desnuda aduciendo que lo era de una prostituta barata, o la quinceañera que se suicidó en Estado Unidos para no soportar más los apodos que le dedicaban sus compañeros al haberla visto en Facebook con nada de ropa, o como las jovencitas asiáticas cuyas fotos son mercancía de esos portales que, irónicamente hasta tienen ya su propio tipo de dominio .xxx.
Es muy difícil controlar lo que los y, principalmente, las jóvenes pueden verse impulsadas a hacer con su propia imagen e intimidad. Más allá de tabúes y estereotipos obsoletos, es necesario hacerles ver que Internet es tanto o más peligroso que la vida real, que los “ciber-amigos” merecen valoración y respeto pero al mismo tiempo nosotros también merecemos respetarnos, y que lo que dicen, muestran o hacen es irreversible, porque en Internet el olvido total es una utopía.
Hace poco se aconsejaba tener la computadora en un lugar público de la casa; hoy eso ya no sirve, con un teléfono de tecnología mediana se puede navegar en la red, a medianoche, y a precios cada vez más accesibles. Entonces, será bueno recordar que nosotros mismos somos los guardianes de nuestra dignidad y decoro, y que la tecnología, como todo logro humano, es un arma de doble filo, y en esto se parece al humilde cuchillo que sirve para fines tan nobles como pelar la fruta, o para designios malvados como cortarnos las venas.
En nosotros está el uso y sus consecuencias.
Ukamau la cosa.
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