martes, 17 de julio de 2012

Churchill – parte 4 de 6

 
Rasgos y semblanza de un estadista que con su genio tuvo influencia decisiva sobre el curso de un tiempo histórico trascendental a mediados del siglo XX.

ADVERSARIO ACÉRRIMO DEL NACIONALSOCIALISMO.
El advenimiento del nacionalsocialismo alemán en 1933 no hizo más que redoblar sus enérgicas advertencias. Una y otra vez exigió a su propio país y a Francia no desarmarse ante un vecino hostil que se rearmaba a marchas forzadas. Los ingleses se refugiaban en el llamado “espíritu de Locarno” y hacían oídos sordos a sus agoreras palabras. En cada uno de sus discursos parlamentarios fue un nuevo Catón denunciando al Senado romano los peligros de Cartago.
Al día siguiente de la ocupación de Renania por las fuerzas hitlerianas, Churchill, con el pretexto de que era necesario reforzar la Sociedad de Naciones, intensificó su movimiento para el rearme de Inglaterra, en una campaña en el curso de la cual mostró las virtudes que caracterizan a un verdadero estadista. Durante estos años estuvo llevando a los Comunes el comentario pesimista de todas las crisis de la época: la guerra de Abisinia, la mencionada ocupación de Renania, la guerra civil española, la anexión de Austria, la conferencia de Munich, la ocupación de Praga, el problema de Danzig...
Todos estos hechos fueron dando, paso a paso, razón a uno de los pocos políticos que advirtieron el peligro antes de que fuera demasiado tarde. Cuando las sirenas dejaron oír sus aullidos sobre Westminster en la memorable mañana del 3 de septiembre de 1939, Winston Churchill resumió el estado de ánimo del país después de años de intolerable incertidumbre, diciendo: “Nuestras manos estarán activas, pero nuestras mentes descansarán”. Después de los últimos acontecimientos internacionales, era ya un hecho que Churchill había de volver al Gabinete.
Así, después de diez años de no desempeñar cargo público alguno, Churchill fue nombrado primer lord del Almirantazgo, el mismo puesto que desempeñó a comienzos de la primera contienda europea. Toda la flota vibró de emoción cuando de barco a barco se transmitió la señal: “Winston está de vuelta”. Este fue el principio del fin de la política de apaciguamiento de Neville Chamberlain.
Tras el ataque alemán a Polonia que encendió la mecha de la Segunda Guerra Mundial, la invasión de Noruega y de los Países Bajos por las incontenibles tropas de Hitler, hizo bajar aún más la cotización de los pacifistas en el mercado de valores políticos. El golpe de gracia sonó el 10 de mayo de 1939, día en que comenzó la invasión de Francia. Había sonado la hora de Churchill, su hora más gloriosa.

SANGRE, FATIGAS, SUDOR Y LÁGRIMAS.
La invasión de Francia arrastró en su caída a Chamberlain. El hombre de la calle nunca dudó que el Rey Jorge VI llamaría a Winston Churchill para formar el nuevo Gobierno. Era necesario un hombre con el que colaboraran incondicionalmente todos los partidos. Chamberlain había pensado en lord Halifax como su sucesor; le parecía la persona indicada para levantar al país de su larga siesta. ¿Pero era en verdad Halifax el hombre indicado? En el Parlamento las opiniones estaban muy encontradas, aunque cada vez se iba perfilando con mayor seguridad la figura de Churchill, un hombre trabajador y consciente al que nadie podía negar su intenso amor a su patria.
Las noticias de los avances germanos se sucedían a ritmo de vértigo. Por fin, Chamberlain citó a los dos candidatos en su despacho. Churchill se mantuvo silencioso e imperturbable, quitando así la razón a los que subrayaban su volubilidad, inadecuada para aquellos gravísimos momentos por los que atravesaba la nación. Lord Halifax, por su parte, reconoció que su imposibilidad de pertenecer a la Cámara de los Comunes le impediría, de ser nombrado, el necesario contacto con los representantes del pueblo. Sin inmutarse, con serenidad y casi con frialdad, Churchill acepta lo evidente: es el hombre más indicado para encabezar el nuevo Gobierno.
El Rey Jorge VI le llama entonces para formarlo. Lo importante —según reveló el lord del Sello Privado, sir Kingsley Wood— era que se llegase a una coalición de partidos. Mientras Alemania se iba extendiendo por toda Europa, Inglaterra no podía pensar en una lucha política interna. Aquella misma noche, antes de las diez, Churchill entregaba al soberano la lista del nuevo Gobierno. Había consultado a los líderes del partido conservador y del laborista y, de acuerdo con ellos, había elegido el llamado Gabinete de Guerra. Los líderes laboristas, Clement Attlee y Arthur Greenwood, actuando con gran rapidez permitieron precipitar los acontecimientos. Chamberlain anunció su dimisión mientras Churchill comenzaba a actuar. Destacaban, entre los nuevos ministros, Halifax, para Asuntos Exteriores, y Attlee, como lord del Sello Privado. Además de la jefatura del Gobierno, Churchill se había reservado la cartera de Defensa.
Uno de los más ilustres entre sus predecesores, el primero de los Pitt, había dicho al hacerse cargo del poder: “Estoy convencido de que yo puedo salvar al país y que nadie más puede hacerlo”. Algo parecido pensó Churchill en aquella hora crucial. No solamente no estuvo angustiado al asumir el poder, sino que incluso escribió en sus memorias: “Me he metido en la cama con profundo sentimiento de descanso. Me parecía que cumplía un destino y que toda mi vida pasada no había sido más que una preparación para esta hora”.
Tres días después se presentaba en la Cámara de los Comunes. Su primera declaración inauguró esa serie de mensajes conmovedores cuya nobleza ha hecho decir con razón que el nuevo jefe del Gobierno, en aquella hora de peligro para la patria, había movilizado hasta la lengua inglesa.
“Debo decir en la Cámara —afirmó— como lo he dicho a los que forman parte de este Gobierno: no puedo ofreceros más que sangre, fatigas, sudor y lágrimas...”
Y más adelante:
“Es una prueba temible la que nos espera. Tenemos ante nosotros largos meses de combates y sufrimientos...”
“Me preguntáis cuál será nuestra política. Os respondo: comprometer en la tierra, en el mar y en los aires todo nuestro poder, toda la fuerza que Dios nos da. Hacer la guerra a una tiranía monstruosa que no ha sido superada en el lamentable y siniestro desarrollo de los crímenes humanos. He aquí nuestra política...”
“Me preguntáis cuál es nuestro objetivo. Puedo responderos con una sola palabra: la victoria a cualquier precio. La victoria pese a todo el terror; la victoria por largo y difícil que sea el camino, pues sin la victoria no nos sería permitido sobrevivir...”
La máquina guerrera de Alemania seguía, implacable, arrollando todo a su paso. Día a día crecía la magnitud del desastre. El 28 de mayo, el Rey Leopoldo de Bélgica se rendía con su Ejército a los alemanes, impotente para hacerles frente con sus exiguos medios. Las fuerzas expedicionarias británicas quedaban encerradas en el perímetro de Dunkerque. La catástrofe parecía total. Sin embargo, ocurrió lo increíble: movilizadas todo tipo de embarcaciones, incluso los yates de recreo, los mandos ingleses, bajo el fuego enemigo, lograron reembarcar a la casi totalidad del cuerpo expedicionario en la noche del 3 al 4 de junio. Esos miles de hombres iban a ser la semilla de un nuevo Ejército, el núcleo que haría conservar las esperanzas de una nación al borde del desfallecimiento.
El 4 de junio, Churchill anunció en la Cámara el milagro de Dunkerque. Se había rescatado a un Ejército, pero se había abandonado en derrota el continente. ¿Dónde iba a pelear Inglaterra, barrida al otro lado del canal de la Mancha, e incluso amenazada por una invasión? El primer ministro dio la respuesta a los diputados en otro de sus memorables discursos:
“Lucharemos en las playas, lucharemos en los puntos de desembarco, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las montañas. Jamás nos rendiremos, y aun suponiendo que esta isla o gran parte de ella llegase a estar sojuzgada o pereciendo de hambre, cosa que yo no creo ni por un solo instante, el Imperio que tenemos más allá de los mares, armado y custodiado por la flota británica, continuará la lucha hasta que, cuando Dios así lo disponga, el nuevo mundo, con toda su energía y poderío, se prepare a rescatar y liberar al viejo”.
Años después, recordando estas jornadas, el viejo político diría: “Fue la raza británica la que demostró tener un corazón de león. Yo sólo tuve la suerte de lanzar el rugido”.

LA BATALLA DE INGLATERRA.
Churchill fue el hombre providencial, cuyo valor indomable, tenacidad y ardiente patriotismo supieron apartar en 1940 al invasor de las costas inglesas; el que galvanizó los sentimientos cívicos de sus compatriotas hasta el punto de mantenerlos solos en combate contra el adversario más resuelto, mejor entrenado y equipado del mundo. Fueron horas difíciles en las que todos esperaron contra toda esperanza. Como el jefe del Gobierno dijo a sus compañeros del Gabinete de Guerra: “Hemos asumido personalmente el derecho de que si se pierde la guerra veamos nuestras cabezas colgadas de lo alto de la Torre de Londres”.
Después de Dunkerque, la penuria de armamento de las fuerzas terrestres es extrema. Hombres no faltan, aunque sea necesario instruirlos, pero en todo el territorio metropolitano ¡sólo hay 500 cañones de campaña y 200 carros de combate! “Dadnos los instrumentos y nosotros terminaremos el trabajo”, escribirá Churchill al Presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt. En julio, los primeros armamentos norteamericanos comienzan a llegar. Se trata de stocks que se remontan a la primera guerra mundial, conservados desde entonces en grasa...
Mientras tanto, la defensa costera, la defensa pasiva, las barreras defensivas de globos son desarrolladas a marchas forzadas. Se crea la “Home Guard”, en la que se enrolan todos los hombres no movilizables para el Ejército regular, y que reciben su instrucción al término de su trabajo en fábricas y oficinas. Dotados de un heterogéneo armamento, entre el que no faltan las escopetas de caza, estos hombres están encargados de misiones de vigilancia en vísperas de la inminente invasión.
La Marina está preparada para la lucha, pero tiene un punto débil: la falta de destructores suficientes. Algunas semanas después, Roosevelt llenará este vacío al ceder a Inglaterra 50 unidades de este tipo.
Por último, la aviación no dispone en estos días más que de 700 aparatos de caza y 500 bombarderos dispuestos para el combate. La industria bélica, trabajando día y noche, elevó con increíble rapidez estas exiguas cifras.
Por extraordinario que pueda parecer en estos momentos de tan completa penuria material, Churchill piensa ya en el día en que Inglaterra tome la ofensiva. Sus iniciativas, secretas entonces, hubieran hecho sonreír a cualquier habitante del continente. El emprendedor “premier” británico da ideas para la construcción de puertos artificiales y de buques de desembarco; y crea las llamadas “operaciones combinadas” a cargo de los famosos comandos, cuyos planos quedan bajo su directa autoridad.
Fuera de la isla, en lo más íntimo de los corazones, no pocos creían que el país se encontraba en un callejón sin salida. Incluso el embajador norteamericano, Joseph Kennedy, padre del futuro Presidente de los Estados Unidos, desaconsejó a Roosevelt de “apostar por el caballo perdedor”. Pero la nación inglesa, unánimemente, había jurado no sucumbir.
El 30 de junio, los alemanes se apoderan de las islas anglo-normandas no defendidas. El 2 de julio, Hitler da sus primeras directivas para el ataque de Inglaterra. Ocho días después comienza la batalla de Inglaterra. El 8 de agosto, la ofensiva es total. La Luftwaffe multiplica sus ataques en oleadas de cien aparatos...
Pero los ingleses siguen resistiendo. Incluso más de lo que se esperaba. Un mes después del comienzo de la “Operación Lobo marino” —que así fue llamada la invasión de las islas Británicas por el mando alemán— la Luftwaffe había perdido 286 aviones y la R. A. F. británica sólo 150. Luego, en sólo diez días —del 13 al 23 de agosto— las pérdidas germanas se elevan a 290 aviones y las inglesas se quedan en 114. El empleo combinado de los cazas, del radar —un invento por entonces revolucionario, desarrollado por los científicos británicos—, de la defensa antiaérea; las misiones de hostigamiento de los bombarderos sobre los puertos de invasión del continente, la concentración controlada de los cazas, las “pasadas” rápidas que consagran la mayor maniobrabilidad de los “Spitfires” sobre sus rivales, todo, hace fracasar esta ofensiva aérea alemana, primera fase de la batalla.
Comienza entonces la segunda fase: un desesperado esfuerzo por destruir la aviación británica y arrasar a Londres. De acuerdo a estos objetivos, la Luftwaffe abandona los ataques a los puertos y zonas costeras y se dedica a machacar los aeródromos. La nueva ofensiva lleva a la aviación británica al borde del colapso. Goering, creyéndolo logrado ordena entonces sepultar a Londres bajo las bombas. Cuenta con derrumbar la moral de lucha de la población civil, pero ésta aguanta estoica la lluvia de fuego. En esos días, Churchill, provisto de un casco de acero, en el tejado del anexo al número 10 de Downing Street, sin importarle el peligro, sigue las operaciones aéreas con atención. Cuando los agentes de su guardia personal le ruegan que baje al refugio, él siempre responde: “Mi hora no ha llegado aún”.
La aviación inglesa no desperdició el respiro que el cambio de objetivo le había proporcionado. Rehecha en el momento crítico, pronto empezó a disputar la supremacía del aire al enemigo. A partir del 15 de septiembre, la Luftwaffe, que hasta entonces venía realizando todos sus “raids” de día, se ve obligada a llevarlos a cabo de noche. Es un índice claro de la derrota. Durante dos meses más proseguirán los bombardeos de Londres y de otras ciudades de la isla, pero gracias a sus aviadores, Inglaterra ve que el peligro de invasión ha pasado.
Como siempre, Winston Churchill, en este primer atisbo de la aurora, después de la triste noche de los primeros meses de guerra, resume en un famoso discurso el pensamiento de toda la nación.
“La gratitud de todos y cada uno de los hogares de nuestra isla —dijo— va hacia los aviadores británicos que, impávidos, a despecho de la hostil superioridad numérica, incansables en su constante actividad y mortal peligro, están cambiando la marea de la guerra mundial mediante sus proezas y su abnegación. Jamás en la esfera de un humano conflicto les fue debido tanto, por tantos, a tan pocos”.
Y junto a la gratitud a los héroes de la R. A. F., el reconocimiento al valor de la población civil, “¡Qué pueblo! —confesó un día Herbert Morrison—. ¡Qué gran pueblo! ¿Qué hemos hecho para merecerlo?”.

LA CARTA DEL ATLÁNTICO.
Frenada la hasta entonces victoriosa marcha de los ejércitos germanos, Churchill, incansable, al mismo tiempo que lleva personalmente la marcha de las operaciones bélicas, inicia una larga serie de viajes fuera de las fronteras del Remo Unido, afrontando los mayores peligros por mar y por aire para reunirse con los líderes de la causa aliada. Recorre así cerca de 250.000 kilómetros; atraviesa diez veces el Atlántico para conferenciar con Roosevelt o ir al Canadá; se entrevista tres veces con Stalin y una con Chiang-Kai-Shek; celebra conversaciones con el Presidente de la República turca y los primeros ministros de Egipto y del Irán; se le ve una y otra vez en Rusia, en Marruecos, en Chipre, en Tripolitania, en Malta, en Italia, en Francia, en Grecia...
Este interminable y casi ininterrumpido periplo lo inicia a principios de agosto de 1941. El día 9, Winston Churchill se entrevista en la bahía de Placentia (Terranova) con el Presidente Roosevelt. Esta reunión —aun cuando todavía faltaban cuatro meses para que los Estados Unidos entraran en guerra— iba a permitir a ambos estadistas, al margen de otras preocupaciones inmediatas, definir sus comunes objetivos de guerra. Cinco días después, el 14 de agosto, firmaban un documento que más tarde sería conocido con el nombre de Carta del Atlántico. La Carta, que tendría una enorme repercusión, constaba de ocho puntos:
1.- No habría ninguna expansión territorial.
2.- No habría ninguna modificación de fronteras, salvo acuerdo de las mismas poblaciones interesadas.
3.- Derecho de los pueblos a elegir la forma de su Gobierno y constitución de Gobiernos democráticos en los países vencidos.
4.- Acceso para todos a las materias primas.
5.- Colaboración económica entre todas las naciones.
6.- Mejoramiento de las condiciones de vida.
7.- Libertad de los mares.
8.- Seguridad general.
La comparación con los famosos 14 puntos de Wilson, al término de la Primera Guerra Mundial, da a la Carta del Atlántico la ventaja de la concisión, aunque a ella se sacrifica la precisión de los problemas existentes, concediendo a los signatarios una mayor libertad de maniobra que la que entonces tuvo Wilson. Algunos de estos puntos tenían, en realidad, un carácter utópico o interesado: las modificaciones territoriales con el acuerdo de las poblaciones interesadas se refieren a los imperios coloniales; los Gobiernos democráticos en los países vencidos mantendrán la puerta abierta a los productos de los vencedores; el acceso a las materias primas supone, es claro, el pago en divisas fuertes; la colaboración económica internacional representa el libre cambio capitalista...
Así y todo, la Carta del Atlántico tuvo el mérito de ofrecer a las naciones entonces vencidas una carta fundamental sobre la que podrían iniciar la reconstrucción después de la victoria.

(Continuará…)

Fuente: Rafael de Góngora. “Churchill”. Revista “Los Protagonistas de la Historia”.

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