martes, 17 de julio de 2012

Churchill – parte 3 de 6

 
Rasgos y semblanza de un estadista que con su genio tuvo influencia decisiva sobre el curso de un tiempo histórico trascendental a mediados del siglo XX.

CARA Y CRUZ DE SU PASO POR EL ALMIRANTAZGO.
A pesar de las críticas a su labor, que Churchill rechazó con su habitual energía, su carrera continuó ascendente.
Y en octubre de 1911 era nombrado primer lord del Almirantazgo, responsabilidad tremenda para un joven de sólo treinta y siete años que se ve convertido así en ministro de Marina de la primera potencia naval del mundo.
Sin embargo, el nuevo puesto sirve para que Churchill demuestre toda su indudable valía y capacidad. Con enorme previsión, que los acontecimientos por desgracia corroborarían después, el nuevo ministro centró su labor “en preparar la flota de guerra en caso de un ataque alemán”, según sus propias palabras. Y a fe que lo consiguió con creces. Es realmente “the right man in the right place” y con tremenda energía reorganiza la flota imperial, aumentándola en número y en potencia. En tres años lleva a cabo un enorme trabajo y el 17 y 18 de julio de 1914 congrega en Spithead la más impresionante flota jamás vista. La Marina británica, gracias a él, estaba lista. Y, verdaderamente, a tiempo. Días después, Sarajevo teñía de sangre el viejo continente.
Los primeros días de agosto son para el Gabinete británico momentos de aguda ansiedad. Mientras lord Grey duda en abandonar su actitud pacifista, Churchill se impacienta por la demora en declarar la guerra a los Imperios centrales. Mientras tanto, bajo su responsabilidad y antes de que lo decida el Gobierno, moviliza la flota por lo que pueda suceder. Sus compañeros de Gabinete refrendan su iniciativa, y, al día siguiente, la invasión de Bélgica hace ceder las últimas resistencias; Gran Bretaña declara la guerra a Alemania y Winston Churchill ordena a la flota que entre en combate.
En los primeros días de la contienda se traslada a Bélgica para que los belgas resistan hasta el límite de sus fuerzas y no entreguen al enemigo el vital puerto de Amberes, ciudad clave en los planes del avance alemán hacia los puntos estratégicos del canal de la Mancha. Incluso se ofreció renunciar a su cargo ministerial y dirigir personalmente la defensa de la ciudad. Amberes cayó, pero su resistencia contribuyó a salvar los puertos del canal, imprescindibles para las fuerzas británicas que se dirigían a Francia.
Por aquel entonces, el primer ministro Herbert Asquith y el secretario de Estado para la guerra, lord Kitchener, estaban convencidos de que la victoria se decidiría en los campos de batalla de Francia. Churchill, en cambio, partidario de las teorías estratégicas del almirante norteamericano Alfred T. Mahan, pensaba que el poderío marítimo de Inglaterra le ofrecía la ocasión de golpear en el flanco débil del enemigo en el momento indicado. Turquía, según él, era el eslabón más débil de la cadena. ¿Por qué no emplear la flota —pensó— para forzar el paso de los Dardanelos, lo que haría caer en manos aliadas toda la región balcánica y abriría el camino de Rusia a través del mar Negro?
Era, sin duda, un plan ambicioso. La energía y optimismo, típicamente churchillianos, contagió a todos y, tras conseguir el apoyo de lord Kitchener, el más respetado militar de Inglaterra, una expedición franco-británica fue enviada a Gallípoli para poner en ejecución los planes del audaz ministro de Marina.
Pero los turcos se defendieron con valor y aprovechando la falta de coordinación y cierta indecisión de los franco-británicos rechazaron una y otra vez los denodados ataques. Más de cincuenta mil soldados aliados perdieron la vida en la empresa y los heridos superaron los 251.000.
La lucha en Gallípoli se prolongó desde abril de 1915 hasta enero del año siguiente, cuando lo que quedaba de la fuerza de invasión fue reembarcada. Seis meses antes del desgraciado final de la operación, Churchill, chivo expiatorio del fracaso, dimitió de su cargo de primer lord del Almirantazgo. El Gobierno liberal fue sucedido por una coalición de partidos y los conservadores tuvieron la revancha de ver en el cargo que hasta ahora había ostentado el tránsfuga de su partido a su jefe “tory”, Balfour.
A Winston Churchill le fue ofrecido el puesto de canciller del Ducado de Lancaster, una especie de sinecura de rango ministerial. Pero el indomable político pronto se hartó de lo que definió como “bien pagada inactividad”. Volvió a dimitir y su discurso de despedida constituyó tan grande triunfo que uno de sus más acérrimos adversarios, Bonar Law, comentó: “Es uno de los más prominentes hombres de nuestro país en fuerza mental y en poder vital”.
Pidió y obtuvo el reingreso en el Ejército y poco después era enviado a Francia con el grado de teniente coronel en el 6º Batallón de los Royal Scots Fusiliers.
En su sexta campaña, Churchill llevó consigo su individualismo. En el frente se tocaba con el casco del “poilu” francés y vestía un impermeable de su propia invención. Uno de sus subalternos diría más tarde: “Estoy convencido de que no ha existido nunca otro oficial más querido por las tropas. Como soldado era incansable, perseverante y audaz”. Seis meses permaneció en Francia, guardando en este contacto directo con las formas de guerra moderna un profundo conocimiento de las mismas que luego le serían de gran utilidad.
Vuelve al Parlamento y allí insiste vehementemente en la necesidad de que los aliados no intenten por ahora una gran ofensiva de carácter decisivo sin que una exhaustiva preparación ofrezca seguridad de éxito. Los inútiles ataques lanzados por los franco-británicos, ahogados en sangre, demostrarían por desgracia la exactitud de sus puntos de vista.
Por diferencias en la dirección de la contienda, Asquith dimite como primer ministro en diciembre de 1916. Le sustituye David Lloyd George, quien piensa ante todo en Churchill como miembro de su Gabinete. Pero los odios políticos cosechados por éste en sus anteriores gestiones le cierran el camino. Cinco líderes políticos, cuya ayuda era imprescindible al nuevo Gobierno, amenazan con dimitir si Churchill era designado. Lloyd George tuvo que esperar siete meses para salirse con la suya. En julio, el fracasado de Gallípoli volvía a ocupar un puesto en el Gabinete: el de ministro de Municiones.
Fue una nueva experiencia para aquel todavía joven político que desplegaba en cada cargo un extraordinario celo y una increíble capacidad. En poco tiempo multiplica los medios de producción bélica, incrementa la cantidad y la eficacia de las municiones, dota al Ejército de un flamante material, entre los que destacan modernos ingenios, especialmente los tanques. Y todavía tiene tiempo para mantenerse en contacto directo con el frente, que visita frecuentemente en avión. Es él, con su trabajo infatigable, quien va a brindar la oportunidad, al proporcionar el material necesario, para desencadenar la ofensiva definitiva en 1918. Al concluir la gran guerra, pocos son los que entonces conocen la decisiva participación que tuvo en la victoria Winston Churchill.

PROFETA DEL DESASTRE ENTRE DOS GUERRAS.
En el período de paz precaria que se extiende entre las dos guerras mundiales, Winston Churchill será considerado en Inglaterra como un profeta del desastre. Con más visión que otros dirigentes despreocupados o ciegos, no cesa de llamar la atención sobre los problemas económicos y políticos surgidos tras el fin de la sangrienta contienda.
En enero de 1919 cambia de cartera y es nombrado ministro de Guerra y del Aire en las horas difíciles de la desmovilización. Durante la conferencia de paz denuncia las soluciones poco realistas que hacen del Tratado un estatuto difícilmente viable, y destaca la constitución de la Sociedad de Naciones que no estima verdaderamente eficaz. Pero al no tomar parte en las negociaciones se tiene que conformar con terciar en las mismas sólo con su influencia personal.
Mientras tanto, Churchill sigue “coleccionando” puestos ministeriales. En 1921 es la cartera de Colonias la que lo tiene al frente, convirtiéndose en presidente del Comité ministerial para asuntos irlandeses. El fantasma de la guerra civil ensombrecía a Irlanda y las negociaciones con los líderes irlandeses requerían mucha habilidad y mucha paciencia.
Caído el gabinete Lloyd George al año siguiente, son convocadas nuevas elecciones. Churchill se presenta, naturalmente, y es clamorosamente derrotado, quedando sin puesto en los Comunes. Sometido por esos días a una operación quirúrgica, el político comentó humorísticamente: “Me encontré entonces de improviso sin puesto, sin partido... y sin apéndice”.
El 16 de noviembre de 1923 volvió a presentar su candidatura en una nueva consulta electoral y fue otra vez batido. Todavía pesaba sobre sus espaldas la fallida aventura de los Dardanelos. En estas elecciones, los liberales obtuvieron 158 actas de diputados, pero los laboristas, guiados por Mac Donald, sumaron 191. Los conservadores, por su parte, llevaron a los Comunes a 255 diputados. Asquith, antes de aliarse con los conservadores para formar Gobierno, prefirió abrir la vía del poder a Mac Donaid.
Churchill reaccionó violentamente abandonando el partido liberal. El 17 de enero de 1924 los periódicos ingleses publicaron una carta de Winston Churchill en la que éste declaraba que no podía sostener más a un partido que había abierto las vías del poder al socialismo. Su decidida actitud le granjeó el apoyo de muchos, pero no evitó su tercera derrota electoral consecutiva, aunque ésta sólo se produjera por 43 votos.
Por fin, unos meses después, todavía en 1924, Churchill logra retomar victorioso a la Cámara de los Comunes. Se había presentado en el distrito de Epping como candidato “constitucionalista”, pero apoyado y siendo apoyado por los conservadores. Sacó 6.000 votos más que los obtenidos por los candidatos liberal y laborista conjuntamente. Con la cortina de humo de la etiqueta constitucionalista, el retorno del hijo pródigo al seno del partido conservador era un hecho. Veinte años después de su “huida” hacia las filas liberales volvía junto a los “tories”. El “Morning Post”, el mismo diario para el que escribió crónicas de guerra desde el Sudán y Sudáfrica, le llamaría “el riñón flotante de la política inglesa”.
Los conservadores le acogen con los brazos abiertos y ese mismo año Stanley Baldwin, elegido primer ministro, le confía la cartera de Hacienda, nombrándole canciller del Exchequer, quizá el puesto más alto del Gobierno después del premier, y el mismo que desempeñara su padre, lord Randolph, muchos años antes.
En este ministerio, Churchill confirmó una vez más su gran actividad, su ingenio y sus recursos para superar los problemas. Pero incluso su más fervoroso biógrafo, Lewis Broad, reconoce que como canciller del Exchequer Churchill fue más hábil improvisador que financiero capaz.
Sin embargo, permaneció cinco años en ese cargo. Se había impuesto una misión: revalorizar la libra esterlina al nivel de su paridad anterior a la Primera Guerra Mundial.
Con la subida de la libra, no obstante, se produjo una catástrofe financiera. Las mercancías salen más caras a los compradores extranjeros y hace que desciendan las exportaciones del Reino Unido. Muchas industrias ven disminuir sus ingresos pero no sus gastos (impuestos, alquileres, salarios...). Crece incontenible el paro obrero y los esfuerzos del Gobierno frenan los dispendios estatales, reduciendo el nombramiento de funcionarios y también los sueldos provocan aún más descontento popular. Todo ello produjo la gran huelga general de 1926, durante la cual Churchill fue a la vez director, redactor y confeccionador del único periódico que se publicó en esos días: la “Bntish Gazette” o diario oficial. La enfermedad que minaba toda la economía británica continuó atacándola hasta la devaluación de la libra en 1931.
Churchill conservó su escaño en el Parlamento después de las elecciones de 1929, que llevaron nuevamente al poder a los laboristas, pero a pesar del triunfo conservador dos años después, el representante de Epping no volvió a ocupar un puesto en el Gabinete. Sus diferencias con el primer ministro y líder conservador Stanley Baldwin, prolongarían su ostracismo del Gobierno por diez años.
El espíritu nacional era por entonces claramente pacifista y Baldwin decidió desarrollar su política bajo la premisa de que el pueblo británico quería la paz a cualquier precio. Churchill, por el contrario, no desperdiciaba ocasión para pintar con los más sombríos trazos el horizonte europeo en los años que se avecinaban.
La India fue otra de las razones que separaron a ambos políticos. Churchill pensaba que era un grave error de Baldwin parlamentar tan ampliamente con Mahatma Gandhi, líder por aquel entonces del movimiento independentista indio, y que conceder la autonomía al “más brillante y preciado florón de la Corona” era una insensatez.
El voluntario apartamiento de Winston Churchill parece ser el fin de su carrera política. Algunos de sus amigos piensan que está acabado. Un periodista, Guy Eden, cuenta de este modo aquellos tristes años:
“Churchill había soportado muy mal su alejamiento durante estos años de la vida pública inglesa. Una añoranza nueva en él y que desapareció después, impregnaba sus discursos y su actitud. Sólo un superhombre hubiera podido soportar con calma, o al menos con un humor parecido, las afrentas públicas, las burlas, las miradas de soslayo y las protectoras sacudidas de cabeza. Churchill estaba sentado en el primer banco de la mayoría, lugar que ocupaba desde que en 1935 Baldwin había sucedido a Mac Donald, con una mayoría conservadora de 247 votos. Pero al otro lado del pasillo de la Cámara, ¡qué foso, qué abismo tan enorme entre el banco de los ministros, sede del poder y a cincuenta centímetros este puesto de simple diputado!”
Sus intervenciones en los debates no suscitaban, en el mejor de los casos, más que una alusión sarcástica por el hecho de que su autor se aprovechaba de tener ahora “más libertad y menos responsabilidad”. Lord Winterton, que fue decano de la Cámara de los Comunes, relata de aquellos días: “Los diputados decían de él que era brillante, pero inestable, y que era peligroso tenerlo como colaborador”.
Las tormentas que provocaba culminaron el día que se levantó a hablar en la Cámara para, fiel a una amistad de años, defender al Rey Eduardo VIII y sus relaciones con la divorciada Wallis Simpson. Los murmullos fueron entonces tan intensos que fue precisamente un diputado laborista el que tuvo que gritar a los conservadores: “¡Dadie siquiera una oportunidad!”.
Pero Churchill no la tuvo.

(Continuará…)

Fuente: Rafael de Góngora. “Churchill”. Revista “Los Protagonistas de la Historia”.

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