Origen, historia y actualidad de este famoso licor.
Autor: Vicente Battista.
Fuente: Revista “Conozca Más”. Enero. 1996.
Se consumen noventa millones de botellas en el mundo entero. Una bebida que alguna vez fue el licor ritual de los antiguos aztecas y que en esta era le dio el fatídico nombre a una gran crisis económica.
En los primeros tiempos se llamó “pulque” y los aztecas lo conseguían fermentando la savia de una planta parecida al cactus. Esa bebida era la materia prima de ciertos ritos terribles y ancestrales. Ni el hechicero más alucinado de aquellas míticas tribus pudo haber imaginado que ese inquietante brebaje mil años después iba a servir para nominar una crisis económica. Cuando en 1994 el presidente Ernesto Zedillo se hizo cargo de dirigir los destinos de México, se enfrentó a la dura realidad económica que estaba sufriendo su país. La primera medida fue devaluar la moneda. Ese hecho, tan frecuente en las economías latinoamericanas, espantó a los posibles inversionistas y generó un escándalo internacional: hubo probados temores de que esa medida, imaginada exclusivamente para México, se extendiera como reguero de pólvora a otros países. A la hora de buscarle nombre a semejante fenómeno se eligió el de “efecto tequila”. Su sola evocación bastaba para que temblaran las Bolsas del mundo entero; fueron semanas de dudas e incertidumbres, después el río volvió naturalmente a sus cauces. El efecto tequila, sin embargo, ya ha quedado definitivamente incorporado al vocabulario político-económico mundial. Y nada dice que no vuelva a producirse.
No cabe duda de que el tequila es uno de los iconos que con mayor certeza representan a México, mucho más que sus mariachis con sombrero de ala ancha y enormes guitarras. No son tantas las bebidas que pueden significar a un país. Con la misma autoridad que el champagne y el cognac, representan a Francia; o el whisky, a Escocia; el tequila remite inevitablemente a México: se lo ha ganado por derecho propio. Se produce con una planta natural de aquel país: el agave, de la familia de las pitas, pariente muy lejano de los cactus. La leyenda dice que un ratón sediento hizo un agujero en el costado de una planta de agave y tuvo noticia de ese néctar.
Lo cierto es que muchísimos años antes de que el español llegara a América ya las tribus aztecas producían ese licor embriagante. Hay noticia de que se usaba para los sacrificios rituales y que era lo último que bebían los condenados a muerte. De hecho, los aztecas consideraban al agave un vegetal sagrado: el líquido que producía la fermentación del corazón de la planta sólo podía ser bebido por los nobles, los religiosos y los ancianos. Cualquier otro ciudadano que fuera encontrado borracho era inevitablemente exiliado: “volvía al estado de bestia salvaje”, decía el código azteca. Se sabe que, con el correr de los años aumentó, el rigor de la condena: se los ejecutaba públicamente. Si bien los antiguos aztecas ya lo elaboraban, hubo que esperar a la llegada del europeo para que esa producción tomara ribetes comerciales. Un noble español, don Pedro Sánchez de Tagle, marqués de Altamira, a comienzos del mil seiscientos instaló la primera destilería de vinos de mescal, con técnicas de destilación españolas, diferente a la que utilizaban los indígenas. El sitio elegido por Sánchez de Tagle estaba a pocos kilómetros del lugar en que siglos después se levantaría el pueblo de Tequila. Fue precisamente ese pueblo que le dio el nombre definitivo a ese “vino de mescal” que allí se producía. Y no sólo le dio el nombre. También se convirtió en el único rincón de la Tierra donde se elabora el auténtico tequila. Todo lo que se haga fuera de allí es mera copia. ¿Cuál es la razón de semejante privilegio? Sucede que la única planta de las cuatrocientas especies de género Agave que sirve para producirlo, sólo se encuentra y reproduce en esa zona de México: más de sesenta millones de ejemplares cultivados despejan cualquier duda. Semejante cifra contrasta con la sencillez del pueblo. Tequila no cuenta con más de veinte mil habitantes. Está a mil doscientos metros sobre el nivel del mar, a sesenta kilómetros de Guadalajara. Tiene una plazoleta, con una fuente en el centro que talvez alguna vez contuvo agua, una iglesia, una plaza de toros, el edificio de la municipalidad, algunos comercios y dos estaciones de servicio. En esto se parece a cualquier otro poblado emplazado en la montaña. Claro que, además, cuenta con aproximadamente cuarenta productores registrados de tequila; sin mencionar los que operan en negro. La presencia de esa bebida se percibe en cada rincón. Los frentes de las pequeñas casas están blanqueados en cal y todos, indefectiblemente, exhiben los logos de las compañías productoras.
Las botellas se dejan ver en los negocios y en los macetones que ornamentan las ventanas de las casas. Pero por sobre todo se ven las plantas de agave y los hombres y mujeres que trabajan en esa industria. Las plantas demoran entre ocho y diez años para madurar.
Recién cuando el corazón comienza a adquirir el fuerte tono amarillo que lo caracteriza, se puede comenzar a trabajar. Los cosechadores, con la sola ayuda de un fuerte machete, cortan las hojas que rodean a ese corazón hasta dejarlo limpio. Libre de espinos queda una suerte de piña, que pesa cerca de cuarenta kilos. En un buen día de trabajo cada hombre logra cortar y transportar sobre sus cabezas hasta seis toneladas de esas piñas. No se puede decir que perciban un salario alto: doce dólares por semana.
Esa materia prima es descargada en enormes hornos de vapor de piedra. Dos días después aquellos corazones se han transformado en una suerte de fibra azucarada. Hay que dejarla enfriar y luego gigantescos rodillos provistos de clavos la convierten en puré. El jugo que despide, de marcado color marrón, se llama aguamiel y una vez filtrado y limpiado es la base fundamental del destilado.
Esa aguamiel es volcada en el interior de enormes tanques de acero, se agrega levadura natural y se deja fermentar durante treinta y seis horas. Es cuando llega el punto fundamental del proceso: la doble destilación. El contenido de alcohol alcanza entonces la graduación del ciento por ciento.
Visitar cualquier destilería es ingresar en una verdadera sinfonía de aromas, desde la dulzura del aguamiel hasta la fetidez de los tanques de fermentación. Fumar está rigurosamente prohibido y sacar fotos con ayuda de flash puede convertirse en una aventura mortal. Cierto desprevenido fotógrafo lo intentó en una de las bodegas: disparó el flash y de inmediato encendió los vapores del alcohol. El resultado fue terrible: voló medio establecimiento y se registró un número impreciso de muertos.
Más allá de esto, el tequila no reviste otro peligro que el que se deriva de cualquier bebida blanca con más de cuarenta grados de alcohol en sus entrañas. Los hay de tres tipos: el Reposado, el Joven Abocado y el Añejo. Cualquiera de los tres no soporta más de seis años de vida. Aquel que prefiera degustarlo puro tendrá que aceptar una ceremonia especial: absorber algo de sal, que previamente ha depositado en su puño y luego morder un trozo de lima o de limón. Es también, sin tantas complicaciones, el complemento obligado de numerosos cócteles, como el mítico Margarita. Y aunque ya no exista la pena de destierro o de muerte para aquel que se emborrache, no es conveniente beberlo más de la cuenta.
(Si este artículo ha sido de tu agrado, compártelo con tus amistades pulsando el botón “Me gusta”, o compartiendo el enlace mediante Facebook, Twitter o Google+. Ah, se toman muy en cuenta y responden todos los comentarios. Gracias)
Autor: Vicente Battista.
Fuente: Revista “Conozca Más”. Enero. 1996.
Se consumen noventa millones de botellas en el mundo entero. Una bebida que alguna vez fue el licor ritual de los antiguos aztecas y que en esta era le dio el fatídico nombre a una gran crisis económica.
En los primeros tiempos se llamó “pulque” y los aztecas lo conseguían fermentando la savia de una planta parecida al cactus. Esa bebida era la materia prima de ciertos ritos terribles y ancestrales. Ni el hechicero más alucinado de aquellas míticas tribus pudo haber imaginado que ese inquietante brebaje mil años después iba a servir para nominar una crisis económica. Cuando en 1994 el presidente Ernesto Zedillo se hizo cargo de dirigir los destinos de México, se enfrentó a la dura realidad económica que estaba sufriendo su país. La primera medida fue devaluar la moneda. Ese hecho, tan frecuente en las economías latinoamericanas, espantó a los posibles inversionistas y generó un escándalo internacional: hubo probados temores de que esa medida, imaginada exclusivamente para México, se extendiera como reguero de pólvora a otros países. A la hora de buscarle nombre a semejante fenómeno se eligió el de “efecto tequila”. Su sola evocación bastaba para que temblaran las Bolsas del mundo entero; fueron semanas de dudas e incertidumbres, después el río volvió naturalmente a sus cauces. El efecto tequila, sin embargo, ya ha quedado definitivamente incorporado al vocabulario político-económico mundial. Y nada dice que no vuelva a producirse.
No cabe duda de que el tequila es uno de los iconos que con mayor certeza representan a México, mucho más que sus mariachis con sombrero de ala ancha y enormes guitarras. No son tantas las bebidas que pueden significar a un país. Con la misma autoridad que el champagne y el cognac, representan a Francia; o el whisky, a Escocia; el tequila remite inevitablemente a México: se lo ha ganado por derecho propio. Se produce con una planta natural de aquel país: el agave, de la familia de las pitas, pariente muy lejano de los cactus. La leyenda dice que un ratón sediento hizo un agujero en el costado de una planta de agave y tuvo noticia de ese néctar.
Lo cierto es que muchísimos años antes de que el español llegara a América ya las tribus aztecas producían ese licor embriagante. Hay noticia de que se usaba para los sacrificios rituales y que era lo último que bebían los condenados a muerte. De hecho, los aztecas consideraban al agave un vegetal sagrado: el líquido que producía la fermentación del corazón de la planta sólo podía ser bebido por los nobles, los religiosos y los ancianos. Cualquier otro ciudadano que fuera encontrado borracho era inevitablemente exiliado: “volvía al estado de bestia salvaje”, decía el código azteca. Se sabe que, con el correr de los años aumentó, el rigor de la condena: se los ejecutaba públicamente. Si bien los antiguos aztecas ya lo elaboraban, hubo que esperar a la llegada del europeo para que esa producción tomara ribetes comerciales. Un noble español, don Pedro Sánchez de Tagle, marqués de Altamira, a comienzos del mil seiscientos instaló la primera destilería de vinos de mescal, con técnicas de destilación españolas, diferente a la que utilizaban los indígenas. El sitio elegido por Sánchez de Tagle estaba a pocos kilómetros del lugar en que siglos después se levantaría el pueblo de Tequila. Fue precisamente ese pueblo que le dio el nombre definitivo a ese “vino de mescal” que allí se producía. Y no sólo le dio el nombre. También se convirtió en el único rincón de la Tierra donde se elabora el auténtico tequila. Todo lo que se haga fuera de allí es mera copia. ¿Cuál es la razón de semejante privilegio? Sucede que la única planta de las cuatrocientas especies de género Agave que sirve para producirlo, sólo se encuentra y reproduce en esa zona de México: más de sesenta millones de ejemplares cultivados despejan cualquier duda. Semejante cifra contrasta con la sencillez del pueblo. Tequila no cuenta con más de veinte mil habitantes. Está a mil doscientos metros sobre el nivel del mar, a sesenta kilómetros de Guadalajara. Tiene una plazoleta, con una fuente en el centro que talvez alguna vez contuvo agua, una iglesia, una plaza de toros, el edificio de la municipalidad, algunos comercios y dos estaciones de servicio. En esto se parece a cualquier otro poblado emplazado en la montaña. Claro que, además, cuenta con aproximadamente cuarenta productores registrados de tequila; sin mencionar los que operan en negro. La presencia de esa bebida se percibe en cada rincón. Los frentes de las pequeñas casas están blanqueados en cal y todos, indefectiblemente, exhiben los logos de las compañías productoras.
Las botellas se dejan ver en los negocios y en los macetones que ornamentan las ventanas de las casas. Pero por sobre todo se ven las plantas de agave y los hombres y mujeres que trabajan en esa industria. Las plantas demoran entre ocho y diez años para madurar.
Recién cuando el corazón comienza a adquirir el fuerte tono amarillo que lo caracteriza, se puede comenzar a trabajar. Los cosechadores, con la sola ayuda de un fuerte machete, cortan las hojas que rodean a ese corazón hasta dejarlo limpio. Libre de espinos queda una suerte de piña, que pesa cerca de cuarenta kilos. En un buen día de trabajo cada hombre logra cortar y transportar sobre sus cabezas hasta seis toneladas de esas piñas. No se puede decir que perciban un salario alto: doce dólares por semana.
Esa materia prima es descargada en enormes hornos de vapor de piedra. Dos días después aquellos corazones se han transformado en una suerte de fibra azucarada. Hay que dejarla enfriar y luego gigantescos rodillos provistos de clavos la convierten en puré. El jugo que despide, de marcado color marrón, se llama aguamiel y una vez filtrado y limpiado es la base fundamental del destilado.
Esa aguamiel es volcada en el interior de enormes tanques de acero, se agrega levadura natural y se deja fermentar durante treinta y seis horas. Es cuando llega el punto fundamental del proceso: la doble destilación. El contenido de alcohol alcanza entonces la graduación del ciento por ciento.
Visitar cualquier destilería es ingresar en una verdadera sinfonía de aromas, desde la dulzura del aguamiel hasta la fetidez de los tanques de fermentación. Fumar está rigurosamente prohibido y sacar fotos con ayuda de flash puede convertirse en una aventura mortal. Cierto desprevenido fotógrafo lo intentó en una de las bodegas: disparó el flash y de inmediato encendió los vapores del alcohol. El resultado fue terrible: voló medio establecimiento y se registró un número impreciso de muertos.
Más allá de esto, el tequila no reviste otro peligro que el que se deriva de cualquier bebida blanca con más de cuarenta grados de alcohol en sus entrañas. Los hay de tres tipos: el Reposado, el Joven Abocado y el Añejo. Cualquiera de los tres no soporta más de seis años de vida. Aquel que prefiera degustarlo puro tendrá que aceptar una ceremonia especial: absorber algo de sal, que previamente ha depositado en su puño y luego morder un trozo de lima o de limón. Es también, sin tantas complicaciones, el complemento obligado de numerosos cócteles, como el mítico Margarita. Y aunque ya no exista la pena de destierro o de muerte para aquel que se emborrache, no es conveniente beberlo más de la cuenta.
(Si este artículo ha sido de tu agrado, compártelo con tus amistades pulsando el botón “Me gusta”, o compartiendo el enlace mediante Facebook, Twitter o Google+. Ah, se toman muy en cuenta y responden todos los comentarios. Gracias)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se agradece cualquier comentario sobre este artículo o el blog en general, siempre que no contenga términos inapropiados, en cuyo caso, será eliminado...