Una investigación demuestra que la gordura se debería a una deficiencia genética.
Autores: Fernando Córdova – Alberto Oliva.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
Científicos norteamericanos han revelado que la obesidad se debería a la falta de una hormona cuya función sería la de indicar al organismo que ya no necesita comer más. Esa hormona estaría regida por un gen que los investigadores denominaron "ob".
Los gordos tienen los días contados. Pronto, para ellos la balanza dejará de ser una pesadilla: podrán tener un peso normal y dejar atrás, por fin, una vida abrumada por complejos, burlas y privaciones. Eso es lo que promete un importante trabajo científico llevado a cabo por tres equipos de investigadores norteamericanos —pertenecientes a los laboratorios farmacéuticos Hoffmann-LaRoche, a la empresa Amgen y, sobre todo, a la Universidad Rockefeller—. El terceto, efectivamente, parece haber encontrado una de las principales causas de la gordura, según informó la revista científica Scfence. El descubrimiento, en realidad, no es totalmente nuevo, ya que se remonta a los trabajos realizados en la década de 1960 por el doctor Douglas Coleman, de los laboratorios Jackson.
Coleman, actuando con ratitas de laboratorio, había observado algunas razas naturalmente gordas. Y había unido quirúrgicamente los vasos sanguíneos de animales obesos con los de sus congéneres normales, fabricando lo que podría llamarse siameses artificiales.
Pudo observar entonces que los animales gordos comenzaban a perder peso de inmediato. ¿Cuál podía ser la causa? Coleman supuso que la sangre de los individuos normales debía arrastrar un poderoso mensajero bioquímico que regulaba el apetito o el metabolismo. Sin embargo, no le fue posible aislar al misterioso agente: probablemente se encontrara en cantidades demasiado reducidas.
En un país como los Estados Unidos, donde uno de cada tres adultos padece de gordura, los trabajos de Coleman revestían indudable interés, no sólo sanitario sino también económico. Tres equipos diferentes, por eso, retomaron las investigaciones. Uno de esos grupos —dirigido por el doctor Jeffrey Friedman en la Universidad Rockefeller— decidió continuarlas con ayuda de la genética molecular. El esquivo factor, supuso Friedman, no podía ser otro que un gen, presente en la intimidad de las células de los ratones.
No les fue fácil aislarlo; finalmente, el equipo lo logró. Después de casi ocho años de esfuerzos, los investigadores identificaron al gen que llamaron ob (por considerarlo responsable del control de la obesidad), y que se encontraba presente tanto en ratitas gordas como en normales. Pero decidieron trabajar únicamente con los genes de animales delgados: extraídos de las ratas, esos transmisores de la herencia fueron injertados en bacterias, que al cabo de poco tiempo produjeron cantidades detectables de una sustancia que Friedman y sus colaboradores denominaron leptina (del griego leptos, “gordo”). Inyectando leptina en los animales obesos lograron que éstos perdieran peso, recuperando las proporciones de una lauchita normal. Friedman supuso entonces que los genes de las ratitas gordas eran defectuosos y, por lo tanto, habían perdido la capacidad de producir leptina.
Concluyó, además, que esta hormona —químicamente, una proteína— se incorpora al torrente sanguíneo para viajar hasta el cerebro, probablemente al hipotálamo, donde le “dice” al centro regulador del metabolismo y el apetito cuándo el organismo deja de necesitar más alimento. Todo el sistema, de acuerdo con esta interpretación de Friedman, actuaría así como una suerte de termostato (“lipostato”, según la nueva palabra acuñada por el equipo de la Universidad Rockefeller) para limitar la formación de más grasa en el organismo.
Porque la leptina —pudieron determinar los investigadores— se forma en los tejidos grasos; al acumularse más grasa aparece más leptina, que a su vez frena el apetito a través de los centros del hipotálamo. Pero los ratoncitos enfermos de obesidad, que no segregan leptina o la forman en cantidad insuficiente, no reciben tampoco la señal de saciedad, y siguen comiendo hasta deformar sus cuerpos. Es casi innecesario subrayar las derivaciones económicas que en los Estados Unidos —donde la industria de productos contra la gordura mueve cifras superiores a los 100 millones de dólares anuales— tienen estos trabajos del doctor Friedman. Se explica así que la empresa Amgen (que ya venía trabajando paralelamente en el tema) se aseguró por anticipado el monopolio de toda explotación comercial de sustancias terapéuticas basadas en el gen ob: para ello hizo donación a la Universidad Kennedy de nada menos que 20 millones de dólares en efectivo. Una inversión médica sin precedentes, se asegura. En los laboratorios Hoffmann-LaRoche se trabajó también con lauchitas gordas y flacas, y con la misma leptina aislada por el equipo del doctor Friedman. Los resultados fueron similares: inyectados con leptina, los animalitos obesos redujeron su ingesta, volviendo a un peso normal.
Los investigadores de Amgen, por su parte, aseguran que la administración intramuscular de leptina carece de los peligros de otras drogas adelgazantes artificiales: según sus experiencias, la presencia de leptina en sangre regula tanto la ingesta como el metabolismo, y los animales —después de perder la grasa sobrante— se estabilizan en un peso normal.
Sin embargo, no toda la comunidad científica coincide en que el sistema carece de riesgos. Por lo pronto, el hecho de que no se hayan detectado contraindicaciones no garantiza que no aparezcan en un futuro; además, el organismo humano presenta complejidades imposibles de prever mientras se trabaja con animales de laboratorio.
De todos modos, y en el mejor de los casos —si los ensayos con seres humanos resultan positivos, y efectivamente no aparece contraindicación alguna—, la leptina puede llegar a crear en los obesos una dependencia semejante a la que sufren los diabéticos con respecto a la insulina: ni bien se deja de administrar la nueva hormona a los animales deficientes recuperados, éstos vuelven a comer ávidamente, deformando otra vez sus cuerpos por exceso de grasa.
Sin embargo, lo positivo es que el camino abierto por los trabajos de Friedman tiende a resolver el viejo estigma de la gordura por medios naturales. Y empieza a penetrar, por fin, en los secretos de una deformación muy difundida, tan antigua como el mundo.
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Autores: Fernando Córdova – Alberto Oliva.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
Científicos norteamericanos han revelado que la obesidad se debería a la falta de una hormona cuya función sería la de indicar al organismo que ya no necesita comer más. Esa hormona estaría regida por un gen que los investigadores denominaron "ob".
Los gordos tienen los días contados. Pronto, para ellos la balanza dejará de ser una pesadilla: podrán tener un peso normal y dejar atrás, por fin, una vida abrumada por complejos, burlas y privaciones. Eso es lo que promete un importante trabajo científico llevado a cabo por tres equipos de investigadores norteamericanos —pertenecientes a los laboratorios farmacéuticos Hoffmann-LaRoche, a la empresa Amgen y, sobre todo, a la Universidad Rockefeller—. El terceto, efectivamente, parece haber encontrado una de las principales causas de la gordura, según informó la revista científica Scfence. El descubrimiento, en realidad, no es totalmente nuevo, ya que se remonta a los trabajos realizados en la década de 1960 por el doctor Douglas Coleman, de los laboratorios Jackson.
Coleman, actuando con ratitas de laboratorio, había observado algunas razas naturalmente gordas. Y había unido quirúrgicamente los vasos sanguíneos de animales obesos con los de sus congéneres normales, fabricando lo que podría llamarse siameses artificiales.
Pudo observar entonces que los animales gordos comenzaban a perder peso de inmediato. ¿Cuál podía ser la causa? Coleman supuso que la sangre de los individuos normales debía arrastrar un poderoso mensajero bioquímico que regulaba el apetito o el metabolismo. Sin embargo, no le fue posible aislar al misterioso agente: probablemente se encontrara en cantidades demasiado reducidas.
En un país como los Estados Unidos, donde uno de cada tres adultos padece de gordura, los trabajos de Coleman revestían indudable interés, no sólo sanitario sino también económico. Tres equipos diferentes, por eso, retomaron las investigaciones. Uno de esos grupos —dirigido por el doctor Jeffrey Friedman en la Universidad Rockefeller— decidió continuarlas con ayuda de la genética molecular. El esquivo factor, supuso Friedman, no podía ser otro que un gen, presente en la intimidad de las células de los ratones.
No les fue fácil aislarlo; finalmente, el equipo lo logró. Después de casi ocho años de esfuerzos, los investigadores identificaron al gen que llamaron ob (por considerarlo responsable del control de la obesidad), y que se encontraba presente tanto en ratitas gordas como en normales. Pero decidieron trabajar únicamente con los genes de animales delgados: extraídos de las ratas, esos transmisores de la herencia fueron injertados en bacterias, que al cabo de poco tiempo produjeron cantidades detectables de una sustancia que Friedman y sus colaboradores denominaron leptina (del griego leptos, “gordo”). Inyectando leptina en los animales obesos lograron que éstos perdieran peso, recuperando las proporciones de una lauchita normal. Friedman supuso entonces que los genes de las ratitas gordas eran defectuosos y, por lo tanto, habían perdido la capacidad de producir leptina.
Concluyó, además, que esta hormona —químicamente, una proteína— se incorpora al torrente sanguíneo para viajar hasta el cerebro, probablemente al hipotálamo, donde le “dice” al centro regulador del metabolismo y el apetito cuándo el organismo deja de necesitar más alimento. Todo el sistema, de acuerdo con esta interpretación de Friedman, actuaría así como una suerte de termostato (“lipostato”, según la nueva palabra acuñada por el equipo de la Universidad Rockefeller) para limitar la formación de más grasa en el organismo.
Porque la leptina —pudieron determinar los investigadores— se forma en los tejidos grasos; al acumularse más grasa aparece más leptina, que a su vez frena el apetito a través de los centros del hipotálamo. Pero los ratoncitos enfermos de obesidad, que no segregan leptina o la forman en cantidad insuficiente, no reciben tampoco la señal de saciedad, y siguen comiendo hasta deformar sus cuerpos. Es casi innecesario subrayar las derivaciones económicas que en los Estados Unidos —donde la industria de productos contra la gordura mueve cifras superiores a los 100 millones de dólares anuales— tienen estos trabajos del doctor Friedman. Se explica así que la empresa Amgen (que ya venía trabajando paralelamente en el tema) se aseguró por anticipado el monopolio de toda explotación comercial de sustancias terapéuticas basadas en el gen ob: para ello hizo donación a la Universidad Kennedy de nada menos que 20 millones de dólares en efectivo. Una inversión médica sin precedentes, se asegura. En los laboratorios Hoffmann-LaRoche se trabajó también con lauchitas gordas y flacas, y con la misma leptina aislada por el equipo del doctor Friedman. Los resultados fueron similares: inyectados con leptina, los animalitos obesos redujeron su ingesta, volviendo a un peso normal.
Los investigadores de Amgen, por su parte, aseguran que la administración intramuscular de leptina carece de los peligros de otras drogas adelgazantes artificiales: según sus experiencias, la presencia de leptina en sangre regula tanto la ingesta como el metabolismo, y los animales —después de perder la grasa sobrante— se estabilizan en un peso normal.
Sin embargo, no toda la comunidad científica coincide en que el sistema carece de riesgos. Por lo pronto, el hecho de que no se hayan detectado contraindicaciones no garantiza que no aparezcan en un futuro; además, el organismo humano presenta complejidades imposibles de prever mientras se trabaja con animales de laboratorio.
De todos modos, y en el mejor de los casos —si los ensayos con seres humanos resultan positivos, y efectivamente no aparece contraindicación alguna—, la leptina puede llegar a crear en los obesos una dependencia semejante a la que sufren los diabéticos con respecto a la insulina: ni bien se deja de administrar la nueva hormona a los animales deficientes recuperados, éstos vuelven a comer ávidamente, deformando otra vez sus cuerpos por exceso de grasa.
Sin embargo, lo positivo es que el camino abierto por los trabajos de Friedman tiende a resolver el viejo estigma de la gordura por medios naturales. Y empieza a penetrar, por fin, en los secretos de una deformación muy difundida, tan antigua como el mundo.
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