domingo, 6 de noviembre de 2011

Juan de la Rosa

Una de las primeras y más hermosas novelas de la Literatura Boliviana.

Autor: Nataniel Aguirre.
Editorial.; Juventud. La Paz. 1978.

CAPÍTULO I. PRIMEROS RECUERDOS DE MI INFANCIA.
Rosita, la Linda Encajera, cuya memoria conservan todavía algunos ancianos de la villa de Oropesa, que admiraron su peregrina hermosura, la bondad de su carácter y las primorosas labores de sus manos, fue el ángel tutelar de mi dichosa infancia. Su cariño, su ternura y solicitud maternales eran sin límites para conmigo, y yo le daba siempre con gozo y verdadero orgullo el dulce nombre de madre. Pero ella me llamó solamente “el niño”, menos dos o tres veces en las que la palabra “hijo” se le escapó, como un grito irresistible de la naturaleza, que parecía desgarrar de un modo muy cruel sus entrañas.
Vivíamos solos en un cuarto o tienda del confín del Barrio de los Ricos, hoy de Sucre, sin más puertas que la que daba a la calle y otra pequeña, de una sola mano, en el rincón de la izquierda de la entrada. Una tarima, que era nuestro estrado y servía de noche para hacer la cama; una larga mesa sobre la que Rosita planchaba ropa fina de lino, albas y paños de altar; una grande arca ennegrecida por el tiempo; dos silletas de brazos con asiento y espaldar de cuero labrado; un banquito muy bajo y un brasero de hierro, componían lo principal del mueblaje de la habitación.
Las paredes, pintadas de tierra amarilla, estaban decoradas de estampas groseramente iluminadas, entre las que resaltaba una pintura original, obra de no muy torpe como atrevida mano, que representaba la muerte de Atahualpa. En la pared fronteriza a la puerta, como en sitio de preferencia, había además un cuadro al óleo, de la Divina Pastora sentada, con manto azul, entre dos cándidas ovejas, con el niño Jesús en las rodillas. La puertecita de la izquierda conducía a un pequeño patio enteramente cerrado por elevadas tapias, y en el que un sotechado servía de despensa y de cocina. Rosita –no creo que me engañen mis recuerdos, ni que mi ternura le preste ahora en mi imaginación encantos que no tenía–, era una joven criolla tan bella como una perfecta andaluza, con larga, abundante y rizada cabellera; ojos rasgados, brillantes como luceros; facciones muy regulares, menos la nariz un tanto arremangada; boca de flor de granado; dientes blanquísimos, menudos, apretados, como sólo pueden tenerlos las mujeres indias de cuya sangre debían correr algunas gotas en sus venas; manos y pies de hada; talle airoso y gentil que, sin el recato que observaba en todos sus movimientos y la hacía presentarse un poco encogida, le hubiera envidiado la mujer más presumida, esbelta y salerosa de la Península. Su voz, que tomaba fácilmente todas las inflexiones de la pasión, era de ordinario dulce y armoniosa como un arrullo. Había recibido, en fin, la educación más esmerada que podía alcanzarse en aquel tiempo.
Vestía uniformemente basquiña de merino azul hasta cerca del tobillo; jubón blanco de tela sencilla de algodón, muy bordado, con anchas mangas que dejaban ver los brazos hasta el codo; mantilla de color más oscuro, con franjas de pana negra, prendida con grueso alfiler de plata Sus hermosos cabellos, recogidos en dos trenzas, volvían a unirse a media espalda, anudados por una cinta de lana de vicuña con bonitas de colores. Por todo adorno llevaba grandes aretes de oro en sus delicadas y diminutas orejas y un anillo de marfil encasquillado, en el dedo meñique de la mano izquierda. Sus pies calzados de medias listadas del mismo color predilecto del vestido, se ocultaban en zapatitos de cuero embarnizado, con tacones encarnados.
Me parece que la veo y la oigo, ahora mismo con embeleso, como acostumbraba al despertarme de mi tranquilo sueño. Limpia, aseada, después de haberlo ordenado todo en nuestra habitación, está sentada a la puerta, en su banquito, con la almohadilla de encajes por delante; pero sus ágiles dedos se entorpecen poco a poco hasta abandonar lánguidamente los palillos y se cruzan sobre una de sus rodillas; sus bellos ojos buscan no sé qué en la parte de cielo que se descubre más allá de los techos de un feo caserón del otro lado de la calle; canta a media voz para interrumpir mi sueño, en la lengua más tierna y expresiva del mundo, el yaraví de la despedida del Inca Manco, tristísimo lamento dirigido al padre sol, de lo alto de las montañas del último refugio, demandando la muerte para no ver la eterna esclavitud de su raza; gotas del llanto que fluye sin sentirlo, ruedan una tras otra por sus pálidas mejillas...
Pocas personas, se acercaban a nuestra humilde morada, y eran muy contadas las que en ella penetraban. Criados de familias acomodadas y mandaderos de los conventos daban desde la puerta algún recado, dejaban allí mismo las labores que traían, o recibían las que habían sido ya hechas. Algunas veces un caballero anciano de aspecto venerable, envuelto en ancha capa de paño de San Fernando, con el sombrero calado hasta los ojos y apoyado en un bastón de grueso puño y largo regatón de oro, llegaba a la hora del crepúsculo, y llamando a Rosita con bondadoso acento, le entregaba un bolsillo o un paquetito, que ella recibía besándole la mano, aun cuando él tratase de impedirlo, despidiéndose al momento.
Sólo una tarde calurosa del mes de octubre, en que parecía muy cansado de largo ejercicio, se dignó aceptar una silla, que nos apresuramos a colocar al fresco en la acera, extendiendo a sus pies una manta de lana. Estuvo hablando mucho tiempo con Rosita de la miseria que había sufrirlo el país hacía dos años, en el de 1804, y la oyó hablar después en voz baja sin interrumpirla más que con algunas preguntas. Cuando ella concluyó me puso entre sus rodillas; me dejó admirar su bastón a mi gusto, mientras él acariciaba mis cabellos, y murmuró dos o tres veces:
–Es una infamia..., ¡pobre Juanito!
La noche había cerrado muy oscura encapotándose el cielo de nubes, cuando pensó en retirarse, y Rosita se empeñó y obtuvo de él que le acompañásemos hasta su casa.
–Su merced se apoyará en mi hombro, y el niño irá alumbrando por delante– le dijo, mandándome en seguida que encendiera un farolillo de papel. Tomamos así una desierta calle que cruzaba más arriba la nuestra, y caminamos gran trecho a la izquierda, entre cercas y tapiales de huertas y sembrados, hasta llegar a una puerta muy espaciosa, abierta en un largo paredón, tras de una acequia, en cuyo puente esperaba un criado negro de gigantesca estatura.
Detúvose allí el caballero, y dándome una palmadita en la mejilla, dijo a mi madre:
–Hazle un buen mameluco y cómprale un muñeco para la Fiesta de Todos los Santos; pero a condición de que aprenda la cartilla.
–Señor– contestó ella –el mameluco se hará y también el muñeco, que nadie ha de hacerlo mejor que yo. En cuanto a recomendarle la cartilla, vuestra merced ignora todavía que el niño sabe ya leer casi de corrido, en un libro muy gracioso que le ha regalado su buen maestro Fray Justo del Santísimo Sacramento.
–¡Oiga!– repuso el noble anciano –¿conque este perillán promete ser un hombre de provecho? Bien, hija mía; id con Dios, y no olvidéis que esta puerta nunca estará cerrada para vosotros.
Y dichas estas palabras se entró por la puerta bendita precedido por el criado que, entre tanto, había corrido a proveerse de una luz.
–¿Quién es? ¿Por qué nos quiere así, y no huyes tú de él, madre, como de otros caballeros?– pregunté entonces a Rosita que, tomándome de la mano, procuraba ya volverse a pasos precipitados.
–Es– me contestó –el padre de los desgraciados, el señor gobernador–, y me dijo en seguida su nombre venerado hoy mismo a pesar del odio a la dominación española.
Era don Francisco de Viedma, que quiso fundar al morir, en aquella quinta, un asilo para los huérfanos. El padre agustino Fray Justo, mi oficioso maestro de lectura, venía dos o tres veces por semana, con la capucha calada, los brazos cruzados sobre el pecho, ocultas las manos en las mangas del hábito, con pasos ligeros y silenciosos, como un fantasma; y se dejaba caer en la silla dispuesta siempre al lado de la mesa para recibirle. Era el hombre más extraordinario que he conocido en mi vida, y fue por mucho tiempo un enigma impenetrable para mi inculto y grosero entendimiento.
Alto, seco, amarillo, con ojos como ascuas, muy movibles en sus órbitas, a primera vista daba miedo. Mirándolo con más espacio, sus nobles facciones muy regulares, su abultada y espaciosa frente coronada de canas prematuras, infundían respeto. Cuando se le oía hablar, cuando se podía penetrar algo de sus ideas y sentimientos, incomprensibles en aquella época para espíritus vulgares, se llegaba a amarle con veneración.
Habitualmente melancólico y distraído, sabía mostrarse jovial con los humildes y tenía momentos de expansión, en los que reía a carcajadas como el tonto que se considera más dichoso en este valle de lágrimas. Desplomado ya en su silla, extendía su larga y huesosa mano a Rosita, que se acercaba a estrecharla entre las suyas y a besársela (cuando él no lo estorbaba, lo que era raro) con cariño fraternal y sumisión religiosa. Hablaba después en voz baja con ella; se enderezaba; la capucha se le caía a las espaldas, y gritaba alegremente:
–¡Juanito, el Quijote! Vamos a reír, muchacho, de las aventuras del caballero de la Triste Figura y de su escudero el gran gobernador de la Ínsula Barataria.
Hojeaba el libro que yo le presentaba, y decía cosas cuyo sentido no podía explicarme, como, por ejemplo: –¡Oh, la aventura maravillosa y sin par de los batanes! ¿Será esto lo que nos pasa con tantas cosas que se forja nuestra imaginación y tenemos por verdaderas en las espesas tinieblas, en el misterio que nos rodean? Y esta ínsula Barataria tan monótona y sumisa que llega a tener un buen gobernador por burla ¿no se diría que es imagen de todo un mundo secuestrado en provecho de lejanos señores?...
Su descarnado dedo señalaba una tras otra las palabras que yo leía en alta voz, deteniéndose en aquellas que tardaba en descifrar o no pronunciaba correctamente. Satisfecho de la lección, algunas veces, repetía las palabras que oí a don Francisco de Viedma:
–Será un hombre de provecho.
Pero se interrumpía al punto con una sonora carcajada, y continuaba:
–¿Qué ha de ser, Dios mío? ¿Qué puede ser aquí? ¿Cura? ¿Fraile? Sí, tú serás cura, Juanito; y harás bailar a los indios tambaleándose en las procesiones. Habrá misas cantadas, alferazgos, entierros y casamientos; engordarás hasta llegar quién sabe a canónigo; tu pobre madre dejará a lo menos de encorvarse ante la almohadilla y el brasero, y... ¡vivirá!
Quedábase en seguida meditabundo, distraído, mirando sin ver los ladrillos del pavimento o las negras vigas de la techumbre; mientras que Rosita, estremecida antes más de una vez al oír sus discursos, absorta ahora igualmente en sus pensamientos, fingía ocuparse tan sólo de su labor, o de endulzar para él una bebida refrigerante de naranja o piña, que de antemano estaba dispuesta en un pequeño cántaro de olorosa arcilla; y mientras que yo continuaba la lectura, sin que ninguno de los dos celebrase entonces la inmortal novela de Cervantes. La voz de Rosita, o simplemente el ruido de sus pasos, cuando se acercaba a ofrecerle la bebida, en ancho vaso de cristal adornado de flores, ejercía sobre el Padre una fascinación irresistible. Volvía como de un penoso sueño, iluminándose su amarillo semblante de inefable sonrisa; y procuraba al momento disipar cualquiera impresión dolorosa o desagradable que pudiera dejarnos al partir.
Hablaba a Rosita de sus labores; de una misteriosa alcancía que yo la vi una vez ocultar cuidadosamente en el fondo del arca; me hacía barcos y globos de papel, o, plegando un pedazo de éste de una manera ingeniosa, sacaba de un solo tijeretazo una cruz y todos los instrumentos de la pasión del Salvador. Un día quiso evocar recuerdos de un tiempo que debió ser mejor sin duda; pero obtuvo un resultado enteramente contrario del que se proponía.
–¿Sabes, Juanito– comenzó a decir –que tu madre ha sido mi hermana?
–Y dirigiéndose a ella, prosiguió: –¿no recuerdas que tú aprendiste a leer más pronto que este rapazuelo?
–¿Y cómo pudiera yo haberlo olvidado?
–Sabes tú..., Vuestra Paternidad no ignora –balbuceó mi madre–, que en aquel tiempo pude haber creído en la felicidad que sólo se encuentra en el cielo. Y callaron entre ambos, no sin que llegase a mi oído un suspiro lastimero de Fray Justo. Muchos años después comprendí el inmenso dolor que debieron sufrir entre ambos.
Un día oí en Lima, al admirable poeta Olmedo, citar en conversación una sentencia que decía encontrarse en un verso del Infierno de Dante: “no hay mayor tormento que acordarse del tiempo feliz en la miseria”, y el recuerdo de aquella escena, que me conmovió de niño, oprimió mi corazón bajo la casaca de oficial de Granaderos a Caballo, de Buenos Aires.
Otro amigo fiel, más asiduo, que nos visitaba todos los días, en las horas que le permitía su trabajo, era el maestro cerrajero y herrador Alejo, pariente yo no sé en qué grado de mi madre. Cobrizo, de más que mediana estatura, fornido, de cabeza al parecer pequeña enclavada en un cuello de toro; ancho de pechos y un tanto cargado de espaldas, con manos y pies descomunales, parecía la personificación de la fuerza, y la tenía realmente proverbial en la villa. Pero su semblante, de ordinario tranquilo, sus ojos de ingenuo y franco mirar, revelaban un alma naturalmente bondadosa, a no ser que los animase la cólera, en cuyo caso tomaban una expresión bestial, espantosa.
Su traje semejante al de la generalidad de los mestizos, estaba mejor cuidado y era de telas menos groseras. Usaba sombrero de copa redonda y anchas alas, chaqueta de pana enteramente abierta, mostrando la camisa de tocuyo del país nunca abrochada al cuello, como si éste no lo consintiese; calzón de cordellate, sujeto por faja de lana colorada con largos flecos; gruesos zapatos de los llamados rusos, que parecían incomodarle siempre. Hablaba castellano sin estropearlo demasiado; pero prefería el quichua siempre que lo hablase también su interlocutor o fuese éste alguno de sus iguales. Llamaba “la niña” a Rosita y la adoraba como a una santa. Su condescendencia conmigo llegaba a irritar en ocasiones hasta a esa santa, a mi cariñosa madre. Muchas veces le dijo a ella:
–¡Qué hermosa eres, niña mía! Si quisieras hacerte retratar harían un cuadro como el de tu Divina Pastora.
Y hablando de mí agregaba:
–Déjale en paz. ¡Que corra por los campos de Dios! ¡Que brinque y grite y se suba a los árboles! Yo no sé cómo tú misma no le acompañas en sus juegos, cuando yo más viejo que tú, le enseño travesuras y las hago con él.
Si oía cantar a Rosita, se quedaba estático, abriendo la boca, como acostumbran todas las gentes sencillas cuando concentran su atención en alguna cosa. Mil veces se hizo repetir los versos de la despedida del Inca, o de algún fragmento del Ollantay sin conseguir nunca retenerlos por completo en la memoria. Confesaba humildemente su torpeza. No se obstinaba en sostener sus juicios u opiniones, cuando alguna persona querida los refutaba con calma y dulzura, y comprendiese o no los razonamientos contrarios, parecía quedarse convencido, diciendo: “bueno..., ¡ahí está!”.
Todo esto no quiere decir, empero, que dejase de tener, si así convenía a sus intereses, la astucia y socarronería que suelen distinguir en alto grado hasta a los indígenas embrutecidos. Mi madre que no quería que yo saliese, ni me ocupaba en ningún mandado, me permitía a veces pasearme con él.
Una tarde me llevó a los toros del Patrono San Sebastián.
Terminado el espectáculo, que entonces me divirtió y que después me ha parecido grotesco y repugnante por demás, subimos la suave pendiente del cerrito que se eleva sobre la plaza de aquel nombre. Me compró un cartucho de confites en las tolderías de refrescos que allí se ponían, y me condujo después algunos pasos más arriba, donde me señaló una planta espinosa, diciéndome estas palabras misteriosas:
–Allí pusieron su brazo derecho. La abuela lo vio sobre un palo y se quedó desmayada. Lo quería mucho; por eso me hizo poner su nombre.
Pero, al ver el asombro con que yo lo miraba, creyó que hacía alguna torpeza, y tomándome de la mano, para alejarse precipitadamente conmigo, añadió:
–No le cuentes esto que te he dicho a la niña Rosita, ni me preguntes ya nada, porque sólo he querido asustarte.
Algunas infelices mujeres vestidas de tosca bayeta del país, descalzas, desgreñadas, venían, por último, a ayudar a Rosita en alguna labor sencilla o el cuidado de la casa, y nunca salían de ésta sin bendecir a “la niña”, que era, decían, tan bella y buena como la santa limeña cuyo nombre llevaba. Sólo recuerdo yo el de una de ellas: María Francisca.
Más tarde comprendí que, pobres como éramos, viviendo del trabajo diario de mi madre, enseñados a leer por oficioso maestro, podíamos considerarnos, respecto a las comodidades materiales y al cultivo de la inteligencia, mil veces más afortunados que la gran masa del pueblo, compuesta de indios y mestizos. Los únicos felices a su manera, debieron ser los españoles y algunos criollos, que se contentaban con vegetar en la indolencia, durante “los buenos tiempos del rey nuestro señor”.

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