El desafío de llegar al fondo del mar, la mayor y menos conocida aun región de nuestro planeta.
Autor: Sergio Kierman.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
El mar cubre la mayoría de nuestro planeta y apenas lo conocemos. Cuando ya llegamos al último rincón de la superficie, cuando ya la última región fue explorada y la última montaña escalada, seguimos sin conocer el fondo del mar. La humanidad, de tanto moverse, tiene mejores mapas de la Luna que de las cordilleras submarinas.
El problema es que el fondo del mar es extraordinariamente hostil y las naves que hemos desarrollado hasta ahora son imprácticas, pesadas y lentas. Grandes submarinos de combate apenas arañan los primeros cientos de metros del abismo, y las naves de exploración de alta profundidad les muestran apenas un pedacito (y por pocas horas) del fondo del mar a los científicos.
El desarrollo de un vehículo cuyos creadores describen como un avión submarino puede cambiar todo esto. Tiene cuatro metros de largo, pesa 1.315 kilos y se llama Deep Flight 1 (Vuelo Profundo 1). Aunque en tierra parece un torpedo gordito con alas cortas, el Deep Flight maniobra bajo el agua como un cazabombardero F-16: hace acrobacia, toneles, vueltas de lmmelmann, tirabuzones, y es capaz de salir a la superficie a toda velocidad, haciendo una vertical tan pronunciada como la que realiza un cohete en su despegue, y vuela —literalmente— por unos metros. Deep Flight tiene un alcance inusitado hasta ahora para una nave tan pequeña. Su piloto, que viaja acostado boca abajo observando desde la nariz transparente del torpedo, puede llevarla hasta los mil metros de profundidad, la misma a la que llegan los submarinos de combate más avanzados. Otra ventaja de este nuevo tipo de nave es su costo. En lugar de decenas o cientos de millones de dólares, la variedad de precios entre un submarino científico y uno militar, un Deep Flight cuesta cinco millones de dólares. Su diseñador, el inglés Graham Hawkes, logró financiar su invento con dinero de compañías de cine y de documentales, interesadas en conseguir una plataforma para filmaciones bajo el agua. “Si una nave de investigación, como la japonesa Shinkai 6500, cuesta cien millones de dólares”, dice Hawkes, “eso significa que con suerte se construirá una. Pero si cuesta cinco millones, como la Deep Flight, quiere decir que se podrán construir decenas. Sólo así podremos pensar en explorar realmente las profundidades del mar”.
Además, la nave es tan pequeña y liviana que puede llevarse a cualquier punto sin dificultad, y como no depende de cables o mangueras, ni de controles remotos, no necesita un barco madre desde donde operar, como otros modelos más caros. La idea es tan claramente buena, que Hawkes ya está preparando la venta en serie de sus naves, e invirtiendo el dinero que vendrá en preparar otra revolución: el Deep Flight II, un submarino también volador y barato, sólo que capaz de navegar libremente a ¡11.000 metros de profundidad!
Esto es asombroso, porque este abismo sólo fue visto una vez por ojos humanos. En 1960, un batiscafo de la Armada norteamericana, el Trieste, bajó a los 10.912 metros de profundidad del abismo Challenger en la fosa de las Marianas, en el Pacífico, el lugar más profundo del mundo. La tripulación consistía apenas de un científico, Jacques Piccard, y del teniente Don Walsh, de la Armada. Como la idea de bajar a semejantes profundidades era experimental —de hecho, se quería averiguar si los humanos podemos sobrevivir a la experiencia— el batiscafo ni siquiera llevaba una cámara fotográfica.
El éxito del Trieste disparó el desarrollo de submarinos de investigación, plataformas sumergibles y batiscafos. En 1964, el Instituto Oceanográfico Woods Hole botó el Alvin, un minisubmarino de tres tripulantes que resultó tan aguantador que ya cumplió muchísimos años de trabajo llevando estudiosos a profundidades de hasta 4.500 metros. En esos mismos años se inventó el vehículo operado por control remoto, llamado ROV por sus siglas en inglés (Remotely Operated Vehicle). Un ROV es una máquina operada por un largo cable, erizado de cámaras y con un motor potente, que no lleva tripulantes pero envía imágenes por televisión y toma mediciones de temperatura, salinidad y presión. Como los ROV son infinitamente más baratos que los submarinos, Francia, la por entonces URSS, los EE.UU. y varios países europeos comenzaron a construirlos regularmente. Por primera vez se pudo estudiar sistemáticamente el fondo del mar, recogiendo muestras de suelos, observando fenómenos sísmicos y capturando especimenes vegetales y animales.
Estos trabajos crearon realmente la exploración oceanográfica moderna. Por ejemplo, se pudo comenzar a entender cómo funciona en principio el fenómeno de El Niño, una alteración anual del clima que se origina en el Pacífico frente a la costa peruana y que cambia drásticamente el patrón del tiempo. Se descubrió que El Niño se asocia con cambios en las corrientes y salinidad de las aguas marítimas. También se pudo estudiar a largo plazo corrientes estables como la del Golfo, que pueden ser la clave para entender el mecanismo de los ciclos de glaciación y de cambio del clima.
Pero lo más impactante que descubrieron los científicos abajo del mar, oculto por las 1.600 millones de toneladas cúbicas de
agua de nuestro planeta, es una orografía espectacular, que no se compara con nada que exista en la superficie. Además de valles tan grandes y hondos que ocultarían sin problema la cadena de los Himalayas, los exploradores encontraron la cordillera más grande del planeta: 50.000 kilómetros de longitud, dando la vuelta al mundo y recorriendo, sin cortes, los océanos Atlántico, Pacífico, Indico y Ártico.
En los años setenta, las imágenes y las muestras permitieron confirmar la teoría de la conformación de la corteza terrestre. La superficie del planeta no es continua, sino que está formada por inmensos bloques de cincuenta kilómetros de grosor llamados placas tectónicas, que flotan sobre el magma caliente del interior terrestre. Las rocas que se recogieron en las fosas abisales del Atlántico mostraron que la teoría era cierta: estaban donde se calculaba que tenían que estar, y eran piedras jóvenes, de origen volcánico.
Pero la muestra más dramática de la existencia de las placas se encontró en el Pacífico. Al bajar, los ROV enviaron imágenes de inmensas nubes de aguas negras. Los censores indicaron que el agua estaba a unos 400 grados centígrados de temperatura y saturadas de polvo de piedra, ceniza y lava. En lo más profundo del océano existían ductos de salida de presión del titánico subsuelo de la corteza terrestre.
Estos géyseres hidrotermales fueron mapeados desde entonces en muchos lugares del planeta, a una profundidad promedio de 2.225, y una docena de ellos ya fueron cuidadosamente estudiados. El mecanismo es simple: el agua de mar se filtra por grietas en el fondo rocoso hasta llegar a zonas calientes en el interior de la Tierra. Al calentarse, el agua —que no hierve debido a la tremenda presión— vuelve a subir. Mientras más sube, más se enfría, y al enfriarse libera los sedimentos que trae del subsuelo. Estos sedimentos tienden a agruparse en grotescas torres de gran tamaño. Hay uno de cuarenta y cinco metros de altura que los científicos llamaron jocosamente GodziIIa, porque es un verdadero monstruo.
Estos géyseres son verdaderas fábricas de minerales semirrefinados, porque a su alrededor se dan fenómenos químicos inusuales. Por ejemplo, los científicos se preguntaban cómo podía ser que cada año encontraban el mismo nivel de magnesio en las aguas de los océanos, siendo que hace mucho que sabían que los mares cada año absorben mucho de este mineral de los continentes. Al estudiar los géyseres, se dieron cuenta de que las altas temperaturas de la roca magmática en el subsuelo de la corteza le sacaba el magnesio a las aguas. Como toda el agua del planeta pasa por las rocas cada diez millones de años, el nivel se mantiene estable.
Muchos de los minerales precipitados por estas torres de vapor se quedan en el área. Los géyseres están tapizados de nódulos de manganeso, unas pepitas del tamaño de una papa, ricos en manganeso aliado con hierro, níquel, cobalto y otros minerales de uso industrial. Las compañías mineras ya están pensando seriamente en desarrollar sistemas submarinos para explotar estos recursos.
Los biólogos también tuvieron sus sorpresas con los géyseres. Como las áreas donde actúan parecen un infierno, a nadie se le hubiera ocurrido que existiera vida allí, pero en un géyser cerca de las islas Galápagos, frente a la costa de Ecuador, los sismólogos se encontraron con almejas gigantes, gusanos de metros de largo, extraños peces rosados y altas concentraciones de bacterias. Los asombrados técnicos llamaron de inmediato a sus colegas zoólogos para que vieran el inesperado jardín.
Lo que encontraron los biólogos fue un nicho de vida que nadie había sospechado siquiera que fuera posible. Las bacterias que viven en esas aguas sulfurosas y oscuras no dependen de la fotosíntesis sino de la quimiosíntesis, es decir, no usan luz sino compuestos químicos para obtener su energía. Curiosamente, la respuesta estaba en los libros de texto, porque hace ya más de un siglo un científico ruso había descrito una bacteria marina, la Beggiatoa, que vivía del sulfito de hidrógeno, un compuesto tóxico para casi todas las formas de vida, y no necesitaba luz.
Estas bacterias viven en los gusanos gigantes, descomponiendo formaciones químicas complejas en sustancias más simples, de las que se alimenta el gusano. Lo mismo ocurre con los peces y las almejas. Los científicos, recuperados de su sorpresa, comenzaron a especular en que tal vez, en el origen de la vida en este planeta, había muchas formas primitivas que usaban el mismo sistema para alimentarse. Los géyseres pueden ser un laboratorio increíble para conocer los secretos del origen de la vida en la Tierra. Estas sorpresas son bienvenidas no sólo por su valor científico sino porque pueden mantener el interés financiero en la exploración de los abismos submarinos. En estos tiempos de ajuste, hasta los científicos de los países desarrollados están sintiendo la reducción de presupuestos oficiales y la dificultad de conseguir fondos privados para sus investigaciones. Los pocos submarinos de alta profundidad que existen están ociosos la mayoría del tiempo por la falta de presupuesto para proyectos. Ni hablar de conseguir dinero para construir otros sumergibles de investigación.
Muchos científicos ni siquiera se interesan en pasar la barrera de los 6.000 metros de profundidad. Con naves que lleguen a esos niveles, se puede cubrir el 97% del área total del fondo oceánico. Explorar el 3% restante puede ser interesante y fascinante, pero es extraordinariamente caro. Francia, un país pionero en estos trabajos, ya anunció oficialmente que no piensa gastar un centavo más en explorar a más de 6.000 metros. Y Rusia, con su economía apenas saliendo del caos de abandonar el comunismo, tiene sus programas paralizados por completo.
Japón y EE.UU. quedan como las superpotencias submarinas. Los japoneses se cubrieron de honores cuando su ROV Kaiko, de diez toneladas de peso y cuarenta y un millones de dólares de costo, llegó al fondo del abismo Challenger. El país oriental comenzó tarde en este campo, pero ya es reconocido como generador de tecnología y proyectos de punta y su Estado apoya fuertemente estos trabajos. El interés japonés es, por un lado, comercial: el país siempre tiene un ojo puesto en futuras oportunidades comerciales y en desarrollo de técnicas que puedan ser rentables. Pero además, Japón tiene el problema de asentarse justo en la unión de tres placas tectónicas, lo que le da un interés básico en explorar estas regiones submarinas: prevenir terremotos, más frecuentes en los bordes de las placas.
El minisubmarino Shinkai 6500 fue construido con la idea de buscar modos de prevenir terremotos. La nave, que lleva tres tripulantes, y es capaz de llegar a mayor profundidad que cualquier otro sumergible del mundo. En sus primeras misiones, en 1991, el Shinkai encontró una serie de fisuras abismales al este del archipiélago japonés, además de la colonia de almejas de mayor profundidad conocida, 6.350 metros. Desde entonces, el minisubmarino está ocupado creando un mapa completo del suelo marino alrededor de Japón, observando en particular los puntos de crisis donde se puedan originar los terremotos. El objetivo final es, por supuesto, aprender a reconocer las señales que lo preceden y, en el futuro, poder instalar una serie de alarmas submarinas que avisen con anticipación.
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Autor: Sergio Kierman.
Fuente: Revista “Conozca Más”.
El mar cubre la mayoría de nuestro planeta y apenas lo conocemos. Cuando ya llegamos al último rincón de la superficie, cuando ya la última región fue explorada y la última montaña escalada, seguimos sin conocer el fondo del mar. La humanidad, de tanto moverse, tiene mejores mapas de la Luna que de las cordilleras submarinas.
El problema es que el fondo del mar es extraordinariamente hostil y las naves que hemos desarrollado hasta ahora son imprácticas, pesadas y lentas. Grandes submarinos de combate apenas arañan los primeros cientos de metros del abismo, y las naves de exploración de alta profundidad les muestran apenas un pedacito (y por pocas horas) del fondo del mar a los científicos.
El desarrollo de un vehículo cuyos creadores describen como un avión submarino puede cambiar todo esto. Tiene cuatro metros de largo, pesa 1.315 kilos y se llama Deep Flight 1 (Vuelo Profundo 1). Aunque en tierra parece un torpedo gordito con alas cortas, el Deep Flight maniobra bajo el agua como un cazabombardero F-16: hace acrobacia, toneles, vueltas de lmmelmann, tirabuzones, y es capaz de salir a la superficie a toda velocidad, haciendo una vertical tan pronunciada como la que realiza un cohete en su despegue, y vuela —literalmente— por unos metros. Deep Flight tiene un alcance inusitado hasta ahora para una nave tan pequeña. Su piloto, que viaja acostado boca abajo observando desde la nariz transparente del torpedo, puede llevarla hasta los mil metros de profundidad, la misma a la que llegan los submarinos de combate más avanzados. Otra ventaja de este nuevo tipo de nave es su costo. En lugar de decenas o cientos de millones de dólares, la variedad de precios entre un submarino científico y uno militar, un Deep Flight cuesta cinco millones de dólares. Su diseñador, el inglés Graham Hawkes, logró financiar su invento con dinero de compañías de cine y de documentales, interesadas en conseguir una plataforma para filmaciones bajo el agua. “Si una nave de investigación, como la japonesa Shinkai 6500, cuesta cien millones de dólares”, dice Hawkes, “eso significa que con suerte se construirá una. Pero si cuesta cinco millones, como la Deep Flight, quiere decir que se podrán construir decenas. Sólo así podremos pensar en explorar realmente las profundidades del mar”.
Además, la nave es tan pequeña y liviana que puede llevarse a cualquier punto sin dificultad, y como no depende de cables o mangueras, ni de controles remotos, no necesita un barco madre desde donde operar, como otros modelos más caros. La idea es tan claramente buena, que Hawkes ya está preparando la venta en serie de sus naves, e invirtiendo el dinero que vendrá en preparar otra revolución: el Deep Flight II, un submarino también volador y barato, sólo que capaz de navegar libremente a ¡11.000 metros de profundidad!
Esto es asombroso, porque este abismo sólo fue visto una vez por ojos humanos. En 1960, un batiscafo de la Armada norteamericana, el Trieste, bajó a los 10.912 metros de profundidad del abismo Challenger en la fosa de las Marianas, en el Pacífico, el lugar más profundo del mundo. La tripulación consistía apenas de un científico, Jacques Piccard, y del teniente Don Walsh, de la Armada. Como la idea de bajar a semejantes profundidades era experimental —de hecho, se quería averiguar si los humanos podemos sobrevivir a la experiencia— el batiscafo ni siquiera llevaba una cámara fotográfica.
El éxito del Trieste disparó el desarrollo de submarinos de investigación, plataformas sumergibles y batiscafos. En 1964, el Instituto Oceanográfico Woods Hole botó el Alvin, un minisubmarino de tres tripulantes que resultó tan aguantador que ya cumplió muchísimos años de trabajo llevando estudiosos a profundidades de hasta 4.500 metros. En esos mismos años se inventó el vehículo operado por control remoto, llamado ROV por sus siglas en inglés (Remotely Operated Vehicle). Un ROV es una máquina operada por un largo cable, erizado de cámaras y con un motor potente, que no lleva tripulantes pero envía imágenes por televisión y toma mediciones de temperatura, salinidad y presión. Como los ROV son infinitamente más baratos que los submarinos, Francia, la por entonces URSS, los EE.UU. y varios países europeos comenzaron a construirlos regularmente. Por primera vez se pudo estudiar sistemáticamente el fondo del mar, recogiendo muestras de suelos, observando fenómenos sísmicos y capturando especimenes vegetales y animales.
Estos trabajos crearon realmente la exploración oceanográfica moderna. Por ejemplo, se pudo comenzar a entender cómo funciona en principio el fenómeno de El Niño, una alteración anual del clima que se origina en el Pacífico frente a la costa peruana y que cambia drásticamente el patrón del tiempo. Se descubrió que El Niño se asocia con cambios en las corrientes y salinidad de las aguas marítimas. También se pudo estudiar a largo plazo corrientes estables como la del Golfo, que pueden ser la clave para entender el mecanismo de los ciclos de glaciación y de cambio del clima.
Pero lo más impactante que descubrieron los científicos abajo del mar, oculto por las 1.600 millones de toneladas cúbicas de
agua de nuestro planeta, es una orografía espectacular, que no se compara con nada que exista en la superficie. Además de valles tan grandes y hondos que ocultarían sin problema la cadena de los Himalayas, los exploradores encontraron la cordillera más grande del planeta: 50.000 kilómetros de longitud, dando la vuelta al mundo y recorriendo, sin cortes, los océanos Atlántico, Pacífico, Indico y Ártico.
En los años setenta, las imágenes y las muestras permitieron confirmar la teoría de la conformación de la corteza terrestre. La superficie del planeta no es continua, sino que está formada por inmensos bloques de cincuenta kilómetros de grosor llamados placas tectónicas, que flotan sobre el magma caliente del interior terrestre. Las rocas que se recogieron en las fosas abisales del Atlántico mostraron que la teoría era cierta: estaban donde se calculaba que tenían que estar, y eran piedras jóvenes, de origen volcánico.
Pero la muestra más dramática de la existencia de las placas se encontró en el Pacífico. Al bajar, los ROV enviaron imágenes de inmensas nubes de aguas negras. Los censores indicaron que el agua estaba a unos 400 grados centígrados de temperatura y saturadas de polvo de piedra, ceniza y lava. En lo más profundo del océano existían ductos de salida de presión del titánico subsuelo de la corteza terrestre.
Estos géyseres hidrotermales fueron mapeados desde entonces en muchos lugares del planeta, a una profundidad promedio de 2.225, y una docena de ellos ya fueron cuidadosamente estudiados. El mecanismo es simple: el agua de mar se filtra por grietas en el fondo rocoso hasta llegar a zonas calientes en el interior de la Tierra. Al calentarse, el agua —que no hierve debido a la tremenda presión— vuelve a subir. Mientras más sube, más se enfría, y al enfriarse libera los sedimentos que trae del subsuelo. Estos sedimentos tienden a agruparse en grotescas torres de gran tamaño. Hay uno de cuarenta y cinco metros de altura que los científicos llamaron jocosamente GodziIIa, porque es un verdadero monstruo.
Estos géyseres son verdaderas fábricas de minerales semirrefinados, porque a su alrededor se dan fenómenos químicos inusuales. Por ejemplo, los científicos se preguntaban cómo podía ser que cada año encontraban el mismo nivel de magnesio en las aguas de los océanos, siendo que hace mucho que sabían que los mares cada año absorben mucho de este mineral de los continentes. Al estudiar los géyseres, se dieron cuenta de que las altas temperaturas de la roca magmática en el subsuelo de la corteza le sacaba el magnesio a las aguas. Como toda el agua del planeta pasa por las rocas cada diez millones de años, el nivel se mantiene estable.
Muchos de los minerales precipitados por estas torres de vapor se quedan en el área. Los géyseres están tapizados de nódulos de manganeso, unas pepitas del tamaño de una papa, ricos en manganeso aliado con hierro, níquel, cobalto y otros minerales de uso industrial. Las compañías mineras ya están pensando seriamente en desarrollar sistemas submarinos para explotar estos recursos.
Los biólogos también tuvieron sus sorpresas con los géyseres. Como las áreas donde actúan parecen un infierno, a nadie se le hubiera ocurrido que existiera vida allí, pero en un géyser cerca de las islas Galápagos, frente a la costa de Ecuador, los sismólogos se encontraron con almejas gigantes, gusanos de metros de largo, extraños peces rosados y altas concentraciones de bacterias. Los asombrados técnicos llamaron de inmediato a sus colegas zoólogos para que vieran el inesperado jardín.
Lo que encontraron los biólogos fue un nicho de vida que nadie había sospechado siquiera que fuera posible. Las bacterias que viven en esas aguas sulfurosas y oscuras no dependen de la fotosíntesis sino de la quimiosíntesis, es decir, no usan luz sino compuestos químicos para obtener su energía. Curiosamente, la respuesta estaba en los libros de texto, porque hace ya más de un siglo un científico ruso había descrito una bacteria marina, la Beggiatoa, que vivía del sulfito de hidrógeno, un compuesto tóxico para casi todas las formas de vida, y no necesitaba luz.
Estas bacterias viven en los gusanos gigantes, descomponiendo formaciones químicas complejas en sustancias más simples, de las que se alimenta el gusano. Lo mismo ocurre con los peces y las almejas. Los científicos, recuperados de su sorpresa, comenzaron a especular en que tal vez, en el origen de la vida en este planeta, había muchas formas primitivas que usaban el mismo sistema para alimentarse. Los géyseres pueden ser un laboratorio increíble para conocer los secretos del origen de la vida en la Tierra. Estas sorpresas son bienvenidas no sólo por su valor científico sino porque pueden mantener el interés financiero en la exploración de los abismos submarinos. En estos tiempos de ajuste, hasta los científicos de los países desarrollados están sintiendo la reducción de presupuestos oficiales y la dificultad de conseguir fondos privados para sus investigaciones. Los pocos submarinos de alta profundidad que existen están ociosos la mayoría del tiempo por la falta de presupuesto para proyectos. Ni hablar de conseguir dinero para construir otros sumergibles de investigación.
Muchos científicos ni siquiera se interesan en pasar la barrera de los 6.000 metros de profundidad. Con naves que lleguen a esos niveles, se puede cubrir el 97% del área total del fondo oceánico. Explorar el 3% restante puede ser interesante y fascinante, pero es extraordinariamente caro. Francia, un país pionero en estos trabajos, ya anunció oficialmente que no piensa gastar un centavo más en explorar a más de 6.000 metros. Y Rusia, con su economía apenas saliendo del caos de abandonar el comunismo, tiene sus programas paralizados por completo.
Japón y EE.UU. quedan como las superpotencias submarinas. Los japoneses se cubrieron de honores cuando su ROV Kaiko, de diez toneladas de peso y cuarenta y un millones de dólares de costo, llegó al fondo del abismo Challenger. El país oriental comenzó tarde en este campo, pero ya es reconocido como generador de tecnología y proyectos de punta y su Estado apoya fuertemente estos trabajos. El interés japonés es, por un lado, comercial: el país siempre tiene un ojo puesto en futuras oportunidades comerciales y en desarrollo de técnicas que puedan ser rentables. Pero además, Japón tiene el problema de asentarse justo en la unión de tres placas tectónicas, lo que le da un interés básico en explorar estas regiones submarinas: prevenir terremotos, más frecuentes en los bordes de las placas.
El minisubmarino Shinkai 6500 fue construido con la idea de buscar modos de prevenir terremotos. La nave, que lleva tres tripulantes, y es capaz de llegar a mayor profundidad que cualquier otro sumergible del mundo. En sus primeras misiones, en 1991, el Shinkai encontró una serie de fisuras abismales al este del archipiélago japonés, además de la colonia de almejas de mayor profundidad conocida, 6.350 metros. Desde entonces, el minisubmarino está ocupado creando un mapa completo del suelo marino alrededor de Japón, observando en particular los puntos de crisis donde se puedan originar los terremotos. El objetivo final es, por supuesto, aprender a reconocer las señales que lo preceden y, en el futuro, poder instalar una serie de alarmas submarinas que avisen con anticipación.
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