martes, 17 de julio de 2012

Churchill – parte 6, final

 
Rasgos y semblanza de un estadista que con su genio tuvo influencia decisiva sobre el curso de un tiempo histórico trascendental a mediados del siglo XX.

WINSTON CHURCHILL Y  EL  MOVIMIENTO EUROPEÍSTA.
Entre los estadistas europeos fue el principal promotor del concepto de una Europa unida, afirmada sobre los cimientos de la experiencia y los valores comunes a sus pueblos. Su oferta a Francia, en 1940, de establecer una unión franco-británica con ciudadanía común, aunque entonces pareció un mero recurso desesperado, estuvo en concordancia con sus ideas para el futuro. Después de la guerra, con una serie de importantes discursos en varias capitales del continente, se convirtió en el líder del movimiento extraoficial en pro de una Europa unida. El considerable progreso de los países de Europa Occidental hacia el establecimiento de organizaciones conjuntas en los campos político, de defensa, económico, social y cultural, se debe en gran parte a la prudencia y previsión de Winston Churchill en estos años de la posguerra.
Ya el 21 de marzo de 1943, en la Cámara de los Comunes, Churchill hizo una apelación en favor de unos Estados Unidos de Europa. Ahora, en el ostracismo del poder, vuelve a sus ideas unificadoras. Cifra y resumen de ellas es el discurso pronunciado por él en la Universidad de Zurich, el 19 de septiembre de 1946.
Debemos —dijo en aquella histórica ocasión— crear una especie de Estados Unidos de Europa. Sólo de esta manera centenares de miles de trabajadores podrán recobrar así las sencillas alegrías y esperanzas que hacen la vida digna de ser vivida. El camino a seguir es sencillo. Todo lo que hace falta es que centenares de millones de hombres y de mujeres se decidan a hacer el bien en lugar de hacer el mal, y merezcan así, como recompensa, que se les bendiga en vez de que se les maldiga.
Luego de recordar la labor desarrollada por la lejana Unión Paneuropea y la Sociedad de Naciones, Churchill, con la clarividencia de los grandes hombres de Estado, supeditó el primer paso para la reconstrucción de la familia europea a una estrecha asociación entre Francia y Alemania.
“No podrá haber renacimiento de Europa —dijo textualmente— sin una Francia espiritualmente grande y, también, sin una Alemania espiritualmente grande”.
Y el viejo líder, inglés hasta el fondo de su ser, pero igualmente europeo, terminó afirmando en aquella ocasión:
“Debemos volver a crear una familia europea en un cuadro regional que se denominará, por ejemplo, los Estados Unidos de Europa, y el primer paso práctico para ello será constituir un Consejo de Europa”.
El 8 de mayo de 1948, al término del Congreso europeo celebrado en La Haya, se celebró un grandioso banquete en el gran salón de la Kurhaus de Scheveningen al que asistieron ochocientos congresistas llegados de todo el continente. En la mesa presidencial, en el puesto de honor, Winston Churchill recibió el homenaje a su decidido apoyo en pro del movimiento europeísta. Pese a las vicisitudes que año tras año se sucedieron en el camino de la unificación, vicisitudes incluso suscitadas a menudo por la misma Inglaterra, nadie podrá negar a Churchill la gloria de ser uno de sus primeros y más fervientes adelantados.

CABALLERO DE LA JARRETERA Y PREMIO NÓBEL DE LITERATURA.
En las elecciones generales de febrero de 1950, los laboristas consiguieron mayoría en el Parlamento, pero tan exigua —sólo seis votos— que las hábiles y continuas maniobras de los conservadores dirigidos por Churchill obligaron al Gobierno a realzar una nueva consulta electoral en octubre del año siguiente.
Los “tories”, aunque también por estrecho margen —dieciséis votos— arrebataron la mayoría al socialismo y su triunfo volvió a llevar a su veterano líder al número 10 de Downing Street.
La edad no impide a Churchill empuñar otra vez el timón con los bríos de épocas pasadas. Continuos viajes, laboriosas conferencias, interminables sesiones parlamentarias, un trabajo agotador superado por la increíble energía de un viejo de cerca de ochenta años, pero con el espíritu de un muchacho.
El 24 de abril de 1953 la Reina Isabel II le hace caballero de la Orden de la Jarretera, el más preciado galardón para un inglés, como homenaje a una vida dedicada por entero a su país. Es costumbre de los monarcas británicos recompensar a sus más preclaros políticos llegados a la jefatura del Gobierno con un título nobiliario de su vida política activa; así el laborista Clement Attlee se convirtió en el conde de Attlee, y el conservador Anthony Eden, sucesor precisamente de Churchill como primer ministro, en el conde de Avon. Los méritos de Winston Churchill lo proclamaban como el más indicado para esta distinción nobiliaria, estimándose, incluso, que la joven soberana lo investiría con el título de duque.
Pero tal título de nobleza implica la obligatoria y automática salida del recipiendario de la Cámara de los Comunes para entrar en la de los Lores, y Churchill orgulloso de su trayectoria política, noble de cuna, rechazó siempre ese honor para poder seguir siendo un “componer” y poder seguir sentándose en su escaño de la Cámara Baja, para él su más preciada ejecutoria.
Este mismo año de 1953, Winston Churchill obtiene otra gran satisfacción en su larga carrera de honores. El embajador sueco acude a su despacho para comunicarle oficialmente que la Academia sueca le acaba de conceder el Premio Nóbel de Literatura, preciado galardón que viene a sancionar su brillante ejecutoria de escritor de prosa rotunda, unánime, correcta y marcial, como un redoble de tambores. Aparte de sus discursos, que comprenden varios tomos, Churchill escribió alrededor de veinte libros, estudios históricos, ensayos, autobiografía, novela...
Él mismo nos cuenta cómo aprendió a escribir cuando era el último de la clase en Harrow:
“Aunque yo era de los peores entre todos los alumnos, tenía una ventaja sobre mis compañeros. Ellos se tenían que dedicar a estudiar latín y griego y otras cosas tan magníficas como eso. Yo, obligado a ceñirme a la lengua inglesa, lo hice con todas mis fuerzas. Y fue un noble menester, a fe mía”.
Ya premio Nóbel, Winston Churchill, con sencillez, expresó un día su asombro al obtener tal recompensa: “Nunca me imaginé que escribía tan bien como otros dos ingleses que me antecedieron en la lista de los Nóbel: Bernard Shaw y Rudyard Kipling...”

SU MÁS VALIENTE Y REALISTA DECISIÓN.
Los años no perdonan y tan lúcido en su vejez como en la flor de su vida, Churchill comprende que no puede seguir con las responsabilidades del poder. En abril de 1955 presenta su dimisión como Primer Ministro a la Reina Isabel II, que nombra para sucederle a Anthony Eden.
Sin embargo, el alma de los “tories” no se siente acabado y durante nueve años más, triunfando elección tras elección en su fiel circunscripción de Woodford, mantendrá su acta de diputado en la Cámara de los Comunes.
Y llega el año 1963 y con él la más valiente y realista decisión de su vida. En una carta dirigida a la presidencia del partido conservador de la localidad de Woodford anuncia que no volverá a presentarse como candidato en las próximas elecciones. “No necesito expresarle —dice— la tristeza con que me veo obligado a tomar la decisión. He tenido el privilegio de permanecer en la Casa de los Comunes durante más de sesenta años”. Ahora, a los ochenta y ocho años, el “padre del Parlamento” se despide de la Cámara y con ello se cierra toda una era de la vida política de Gran Bretaña. Aquejado por los males propios de la edad ya no puede asistir regularmente a las sesiones, perjudicando así a sus electores. Su última aparición en los bancos de la Cámara se remonta al 29 de mayo de 1962 y su último discurso al año anterior. Para las nuevas promociones de diputados, sir Winston es una figura histórica, pero un hombre desconocido. Y su leyenda tiene ya más realidad que la propia presencia física.
El 27 de julio de 1964, Winston Churchill asiste a su última sesión. Le faltaban pocos meses para cumplir noventa años. En silencio, quizá a solas con sus propios pensamientos, siguió los debates. Luego, lentamente, sin mirar atrás para que nadie advirtiera la emoción que le embargaba, abandonó la Cámara, donde entrara por vez primera sesenta y cuatro años antes.
Al día siguiente, después de haber sido elogiado por los oradores de todos los partidos, los Comunes aprobaron por unanimidad una resolución en la que se hacía constar el agradecimiento de la nación por sus servicios. Esa resolución decía:
“Esta Cámara desea aprovechar la oportunidad de señalar la próxima retirada del Muy Honorable Caballero miembro por el distrito de Woodford haciendo patente su ilimitada admiración y gratitud por sus servicios al Parlamento, a la nación y al mundo; recuerda, sobre todo, la forma en que inspiró al pueblo británico cuando éste se encontraba solo, y su capacidad de dirección hasta que fue lograda la victoria; y ofrece sus reconocidas gracias al Muy Honorable Caballero por estos destacados servicios a esta Cámara y a la nación”.
Inmediatamente después de que fuera aprobada la moción, el primer ministro, Alec Douglas-Home, representando a todos los partidos, se dirigió a la residencia de sir Winston, en Londres, para ofrecerle la resolución impresa en pergamino. En su contestación a este homenaje de la Cámara, Churchill terminó afirmando:
“Entre los muchos y diferentes aspectos y capítulos de mi vida pública, es mi categoría de diputado lo que más estimo”.
Era la sanción final a una de sus frases favoritas con la que muchas veces empezó sus discursos: “La Cámara de los Comunes, del que soy el primer servidor...”.

LA MUERTE DEL ÚLTIMO GIGANTE DEL IMPERIO.
La estrella de Winston Churchill marcha hacia su ocaso. Retirado en su casa de Hyde Park Gate, número 28, el anciano estadista consume sus últimas semanas de vida. En noviembre de 1964 cumple noventa años.
Apenas mes y medio después, el 15, de enero de 1965, Churchill sufre una trombosis cerebral. Pero aún le quedan energías para luchar contra la muerte durante diez largos días. Hora a hora empeora su estado, mientras los teletipos van transmitiendo a todo el mundo los detalles de su enfermedad. Miles de personas se agolpan diariamente a las puertas de la casa; ha comenzado lo que un diario londinense calificó de “la larga vigilia”.
Todos esperan el milagro, que no llega.
El día 19, el arzobispo de Canterbury, Dr. Ramsey, pide oraciones “mientras sir Winston Spencer Churchill marcha hacia la muerte”. Por fin, el lunes 25, la agonía concluye. Inglaterra y el mundo, sobrecogidos, asisten con tristeza al tránsito del prócer. Winston Churchill acaba de entrar definitivamente en la inmortalidad.
Los testimonios de homenaje comienzan a llegar innumerables. Entre los primeros, el de la Cámara de los Comunes, que suspende su sesión al enterarse de la noticia. La grandeza y los defectos de sir Winston son ya Historia. Inglaterra, que no siempre fue generosa con sus héroes, es magnánima a la hora de honrarle con carácter póstumo.
El féretro es expuesto en el edificio del Parlamento. Miles de personas, bajo la nieve, aguardan durante horas para desfilar ante el túmulo. Es un cortejo patético en un local fúnebre y frío donde todo está calculado para albergar el misterio de la muerte. En la penumbra parece agitarse el fantasma de una historia turbulenta vivida bajo esta misma arquitectura gótica. La Reina en persona acude a Westminster Hall a despedir a su más fiel valedor.
El sábado 30 de enero todo Londres se moviliza para decirle el último adiós. Durante toda la mañana, centenares de miles de personas permanecieron inmóviles aguardando el paso del cortejo fúnebre, en medio de un impresionante silencio roto tan sólo por el redoble de los tambores y las salvas de ordenanza, el paso mecánico de la tropa y el sordo rumor de las ruedas del armón de artillería al deslizarse sobre el asfalto de la City.
Abren la marcha los aviadores supervivientes de la legendaria batalla de Inglaterra, cargados de medallas y de recuerdos; después las fuerzas militares y los jefes del Estado Mayor de los tres Ejércitos. Cuatro oficiales del Real Regimiento de Húsares irlandeses, en el que sirvió Churchill, llevan sobre unos cojines de terciopelo las medallas y condecoraciones del extinto; la primera, la Cruz del Mérito Militar de primera clase. El armón, arrastrado por un destacamento de la Marina, avanza pesadamente. Tras él, a pie, pasan diez miembros varones de la familia Churchill, encabezados por su hijo Randolph y su nieto Winston.
Tras el funeral celebrado en la catedral de San Pablo, presidido por Isabel II, a quien acompaña su marido el duque de Edimburgo, la comitiva continúa su camino hasta el muelle de la Torre de Londres. Gaitas y tambores de los Regimientos escoceses acompañan el embarque del féretro en la barcaza que lo trasladará por el Támesis rumbo a Bladon, donde, en una ceremonia estrictamente familiar, los restos de Winston Churchill son sepultados junto a las tumbas de sus padres en el recoleto cementerio familiar.
Fue un grandioso saludo de despedida sin flores y con banderas a media asta. Cinco Reyes, Balduino de Bélgica, Federico de Dinamarca, Olaf de Noruega, Constantino de Grecia y Juliana de Holanda; cinco Jefes de Estado, entre los que se encontraba el Presidente De Gaulle; dieciséis primeros ministros y centenares de personalidades de todo el mundo acudieron a Londres para asistir a las solemnes honras fúnebres.
Como un héroe, entre el tronar de la artillería y el redoble de los tambores, un crudo día del mes de enero, Winston Spencer Churchill entró así en la leyenda.

Fuente: Rafael de Góngora. “Churchill”. Revista “Los Protagonistas de la Historia”.

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