Autor: W. Thetford LeViness
Fuente: “Américas”, Organización de los Estados Americanos, 1971.
San Javier del Bac, cerca de Tucson, Arizona, es una de las mejores iglesias coloniales españolas que quedan en los Estados Unidos. La parte central de la fachada, flanqueada por torres, es una profusión de tallas y molduras de estilo churrigueresco. La iglesia, de planta cruciforme, es de adobe cubierto de estuco. La nave, el crucero y el ábside están cubiertos por bajas cúpulas de ladrillo. El interior barroco, ricamente decorado, es la parte del edificio realmente más antigua, ya que el exterior fue sometido a reparaciones a comienzos del siglo.
Algunos de sus objetos sagrados pueden ser de los traídos en 1848 por los devotos indios de Tumacácori cuando tuvieron que abandonar su misión.
La misión está en Bac, donde vivía una comunidad indígena que el padre Eusebio Francisco Kino visitó por primera vez en 1692, después de la rebelión de 1680. La iglesia que él construyó allí en 1700 llegó a ser el puesto de avanzada más septentrional de la cadena de misiones que fundó en la Pimeria Alta. Junto con el cristianismo, Kino introdujo el trigo, caballos y ganado vacuno para que así los indios no sufrieran ya períodos de hambre.
La iglesia sirvió también de fortaleza contra ataques, hasta que fue destruida en 1751 durante la revuelta de los pimas.
El actual edificio fue terminado y consagrado en 1797 por los franciscanos, quienes llegaron después de la expulsión de los jesuitas en 1767. El sitio se abandonó cuando las tierras de la misión fueron secularizadas por el gobierno mexicano, y vuelto a ocupar por los franciscanos en 1859, poco después de que el territorio pasara a los Estados Unidos en virtud de la Gadsden Purchase.
Hoy es todavía una activa parroquia en la reservación indígena de San Javier, en manos de los franciscanos, quienes, como Kino, atienden tanto a las necesidades espirituales como temporales de los indios. En la iglesia se celebran aún fiestas y procesiones en que los indios tocan música religiosa con violines, flautas y guitarras placentera algarabía que enaltece la obra del padre Kino y de quienes la han mantenido viva. (Fotografía de José Y. Bermúdez).
…
El Padre Eusebio Francisco Kino se levantó de su lecho de becerrillo y toscas mantas un amanecer de primavera en Tumacácori. Cuando se disponía a entrar en la pequeña iglesia para decir misa, un mensajero le trajo noticias urgentes. En San Ignacio los soldados habían arrestado a un indio y lo iban a ejecutar el día siguiente.
Tumacácori y San Ignacio eran puestos de misión en Sonora, a más de cien kilómetros uno de otro. Corría el año 1700, y el buen padre podía fácilmente imaginarse lo que había pasado. Hacendados y propietarios de minas, con el apoyo del ejército, habían explotado durante décadas el trabajo de los indios en este alejado rincón del norte de la Nueva España. Los que se rebelaban eran azotados públicamente, y demasiado a menudo se colgaba a algunos de ellos. Un sacerdote podía, a veces obtener el perdón del reo o, si no lo lograba, al menos estaría allí para darle los últimos sacramentos.
Dicha la misa, el padre Kino no perdió tiempo en partir. Para la medianoche había cubierto a caballo los cien kilómetros hasta Imuris. La mañana siguiente cabalgó los restantes doce hasta San Ignacio, dijo allí misa bien temprano, y salvó al indio.
Esta anécdota testimonia no sólo su celo sino también lo buen jinete que era. Pasó buena parte de su vida a caballo, con una resistencia al parecer invencible. En un lapso de sólo tres días, en 1699, por ejemplo, viajó de 400 a 500 kilómetros, desde Batqui a Sonoita y de allí a Búsanic, parando en cinco aldeas del camino para predicar y bautizar.
Fue uno de los más grandes misioneros que jamás hayan trabajado entre los indios de América. Llegó a la Pimería Alta —las tierras más elevadas habitadas por los pimas— en 1687, y por veinticuatro años, hasta su muerte en 1711, atendió a las necesidades espirituales y materiales de esos y otros indios de las regiones aledañas. Ahora, con el hallazgo de su tumba, por mucho tiempo perdida, en la plaza de Magdalena, Sonora, en 1966, se ha despertado un nuevo interés en la vida y hechos del padre misionero.
El interés se manifiesta principalmente en el creciente número de turistas e historiadores que han viajado por Arizona y Sonora en años recientes para ver los restos y las huellas del notable sacerdote. Fue colonizador y cartógrafo a la vez que apóstol; fundó muchos establecimientos agropecuarios para sus indios conversos, y fue el primero en demostrar que la Baja California es una península y no una isla.
La Gadsden Purchase de 1853 puso la frontera internacional en el corazón del “país de Kino”. Una gira por todos los sitios, o siquiera por los más importantes, es una aventura en territorios de dos naciones.
Es también multinacional si se considera que Kino había nacido en Italia, estudiado en Alemania, tomado a un vasco como santo patrón, había sido ayudado por una noble portuguesa y partido hacia el Nuevo Mundo desde España.
Eusebio Chino (que tal era su apellido original) nació en Segno, en el Tirol italiano; allí fue bautizado el 10 de agosto de 1645. A la edad de dieciocho estuvo a punto de morir de una grave enfermedad. Atribuyendo su recuperación a la intervención de San Francisco Javier, añadió al suyo el nombre de ese vasco de los Pirineos y decidió abrazar la carrera eclesiástica. Asistió a un colegio jesuítico en la Baviera y llegó a ser un buen matemático.
Las universidades de Europa solicitaron sus servicios; varias le ofrecieron cátedras. Pero, siempre deseoso de seguir tras las huellas de San Francisco Javier, rehusó y pidió a sus superiores que lo destinaran a las misiones.
En el siglo XVII los sacerdotes que pasaban a las colonias españolas o portuguesas como misioneros tenían que hacerlo sin ocasionar gastos al rey o al estado. Debían obtener, por su cuenta, respaldo financiero. Kino consiguió el suyo de María Guadalupe de Lancaster, sexta duquesa de Aveiro y duquesa de Arcos y Maqueda. Esta señora portuguesa, de la más alta nobleza, era la única hija de Jorge de Lancaster y descendía del famoso aventurero Juan de Gaunt, duque de Lancaster e hijo de Eduardo III de Inglaterra.
Las cartas que Kino le escribiera desde América, recientemente publicadas, muestran cómo era la vida en el norte de México en esa época, así como el gran coraje y ánimo que se necesitaba para llevar el cristianismo y la civilización europea a los indios de una región tan apartada.
Yo he sido uno de los muchos miles que, desde su descubrimiento han visitado la tumba de Kino, en Magdalena. Con Alfredo Santiago como fotógrafo hice una gira en redondo desde Santa Fe, Nuevo México, visitando muchos de los treinta y tres lugares donde se sabe que trabajó el padre Kino.
Las iglesias y otros edificios que él construyera se hallan en ruinas hoy, pero en algunos de los sitios otros sacerdotes venidos posteriormente edificaron iglesias, utilizando en algún caso los cimientos de las anteriores.
Varios de estos edificios están aún en uso a ambos lados de la frontera, en Arizona y en Sonora. Constituyen majestuosos monumentos a una vida de servicio en una tierra dura y en una época aún más dura.
Magdalena era nuestra meta, pero, como la ruta desde Santa Fe pasa por Arizona, nos detuvimos para ver primero las reliquias de allí. Llegamos a Tucson un atardecer de otoño, pasamos la noche en casa de amigos y la mañana siguiente viajamos los ocho kilómetros hasta San Javier del Bac. Kino había estado allí ya en 1692 y cinco años después había hecho construir una iglesia. San Javier era un puesto de paso hacia el norte, y en 1700 Kino empezó a construir en el lugar una iglesia más grande. Se sabe que en 1702 todavía se trabajaba en ella, pero no se la vuelve a mencionar en adelante.
La suerte de San Javier en los siglos XVIII y comienzos del XIX es característica de lo ocurrido con varias de las misiones fundadas por Kino. Los jesuitas estuvieron a su cargo hasta 1767, cuando Carlos III de España puso un abrupto fin a su obra en América. Vengativo e inesperado dentro del momento político, el decreto real desterró a la Sociedad de Jesús de España y sus colonias. Se perdieron así décadas de trabajos de la Compañía en las regiones más apartadas del imperio.
La iglesia todavía la usan los indios pápagos, tribu convertida al cristianismo por Kino. El exterior, así como los edificios contiguos, ha sido restaurado en años recientes pero el interior de la estructura es auténticamente viejo, con santos y tapices originales. A pocos pasos de la iglesia está la capilla mortuoria, lugar donde en otras épocas se depositaban los restos antes de su entierro.
Al pasar por Túbac por la tarde temprano, recordamos que en sus inmediaciones debía de estar Guevaví, otro sitio donde había trabajado Kino. No quedan ruinas y los historiadores no están seguros de su ubicación exacta. No nos detuvimos.
Pronto llegamos a Tumacácori, que la Gadsden Purchase quitó a Sonora y dio a Arizona. El sitio es ahora un monumento nacional de los EE.UU. y nos sirvieron de guías miembros del Servicio de Parques. Construido en 1822 y abandonado poco después, el techo se había derrumbado pero las paredes restantes habían sido reforzadas. El conjunto incluía una capilla mortuoria y otras dependencias menores. Un museo, construido en el estilo tradicional misionero cerca de la entrada principal del monumento, recrea la vida y los tiempos del padre Kino mediante exhibiciones esmeradamente organizadas. Un diorama, que se ilumina al apretar un botón, representa a indios asistiendo a misa mayor en Tumacácori cuando estaba en su apogeo. Como música de fondo se oye la grabación de un canto que pudo haber acompañado la ceremonia litúrgica.
Estábamos a unos treinta kilómetros de la frontera mexicana, de modo que seguimos hasta Nogales, en Sonora, para pasar la noche. También allí había música, pero de tipo diferente: mariachis, mientras comíamos tacos de pollo. Regresando a los Estados Unidos por la mañana, viajamos hacia el este hasta Lochiel, a unos cuarenta kilómetros en Arizona. Allí cruzamos la frontera de nuevo, obtuvimos permisos para nosotros y el automóvil, y nos hallamos en Santa Cruz, Sonora, once kilómetros adentro, hacia las 10 de la mañana. El camino desde ese lugar a la ruta N° 2 está en pobres condiciones, pero lo elegimos para poder ir a San Lázaro.
No se conoce con precisión la fecha en que Kino edificó la primera iglesia allí, ni tampoco su ubicación exacta. Los ganaderos de hoy usan la capilla de la hacienda. Pero el padre estuvo allí muchas veces, y él mencionó a San Lázaro a menudo en sus escritos.
El empalme con la ruta N° 2 se hace cerca de Cocóspera, donde Kino trabajó diligentemente durante sus años en Sonora. Dirigiéndonos hacia el oeste nos topamos con unas ruinas impresionantes en lo alto de un morro del lado derecho de la carretera, que es todo lo que queda de la misión franciscana de fines del siglo XVIII. Esa iglesia, también, se cree fue construida sobre los cimientos de una anterior levantada por Kino.
Llegamos a eso del mediodía, y se avecinaba una tormenta. Mientras había suficiente sol, Alfredo tomó fotos. Sacó algunas excelentes de Cocóspera, tanto del interior como del exterior; y también de la iglesita recientemente construida a unos pocos metros. El techo de las ruinas se ha desmoronado, por lo que no se requería lámpara para fotografiar el interior. A medida que los oscuros nubarrones descendían rápidamente sobre la colina las piedras de color castaño se volvían grises, luego casi negras. Mientras Alfredo seguía tomando fotos con diversa intensidad de luz natural, la emoción me embargó: sonaban los truenos y los relámpagos rasgaban el cielo; me acordé de cuando se resquebrajó el templo aquel primer Viernes Santo en el Calvario.
Hallé difícil volver a la realidad de la Sonora del siglo XX mientras volvíamos a la carretera en medio de la lluvia torrencial. Media hora más tarde estábamos en Imuris, otro sitio de Kino. Aquí la ruta N° 2 se junta con la N° 15, la principal carretera de norte a sur desde Nogales a Guadalajara. Tampoco aquí quedaba ningún edificio de la época de Kino, pero sabemos por sus escritos que Imuris era una misión importante.
A solamente unos veintidós kilómetros al sur de Imuris por la ruta 2/15, y desviando luego hacia el oeste por un camino de tierra, está San Ignacio, donde Kino salvó al indio de la leyenda. El desvío está bien señalado... por una gran señal que apunta hacia una pequeña iglesia protestante. La misión franciscana sobre la plaza presta hoy servicio a la mayoría del pueblo; no se conoce la fecha precisa en que fue construida, ni tampoco puede asegurarse que se levante en el mismo sitio o cerca de la construcción de Kino. Es, sin embargo, una de las iglesias mayores de Kino. La encargada nos permitió entrar y Alfredo tomó algunas fotos del interior, incluyendo una del altar desde el alto púlpito.
De vuelta en la carretera principal, cubrimos en diez minutos los cinco kilómetros restantes hasta Magdalena. Estaba oscureciendo, de modo que buscamos alojamiento en un encantador hotelito a media cuadra de la vieja plaza, construido allá por el novecientos, con un patio lo suficientemente grande como para servir de playa de estacionamiento.
Estábamos ahora en el corazón del país de Kino, donde el famoso padre andaba a caballo, catequizaba a los indios, apuntaba lo que hacía, y donde finalmente murió. Estábamos, también, lo suficientemente metidos en México como para gozar plenamente de su típico sabor. Pudimos escuchar una pequeña orquesta que tocaba música folklórica en el zócalo, mientras bebíamos margaritas y comíamos enchiladas.
Magdalena, ciudad de unos 10.000 habitantes, es completamente moderna con cierto toque de lo viejo. Balcones colgantes bordean sus estrechas calles y lo morisco impregna la arquitectura de sus edificios públicos. Por todas partes hay puestos de frutas y verduras. La noche era cálida, y por la plaza se paseaban muchas parejas jóvenes y otra gente. Era una típica diversión mexicana en un ambiente típicamente mexicano, con una salvedad: en una tumba abierta, en el lado oeste de la plaza, yacían los restos mortales del gran apóstol de los pimas, el padre Eusebio Francisco Kino. En 1966 los arqueólogos, valiéndose de añejos documentos históricos y de otros instrumentos propios de su oficio, hallaron los restos de Kino a un pie de la pared de adobe de un edificio municipal. El edificio ha sido demolido y en su lugar se ha levantado una pequeña capilla, réplica de la que se cree existía cuando murió allí en 1711.
La tumba es un santuario nacional, al que hacen guardia día y noche soldados mexicanos. La gente del lugar habla con orgullo y afecto de los “restos del padrecito”.
Esperamos hasta la mañana siguiente para visitar la tumba. El custodio fue de lo más cordial y nos ayudó en todo lo posible.
Para tomar fotos de cerca permitió a Alfredo bajar hasta el nivel de los restos, los cuales se exponen, bajo cristal, exactamente tal como fueran descubiertos hace cuatro años. No se sabe si existe un retrato contemporáneo de Kino, pero los biógrafos dicen que era de baja estatura. Con este dato un artista desconocido de San Francisco hizo un retrato, probablemente basado en diversas descripciones, en 1937. Las medidas del cráneo y del torso sugieren que el artista logró una buena semblanza, y el retrato se halla entre los objetos que se exhiben en un pequeño museo cerca de la tumba.
Alfredo tomó más fotografías en Magdalena. Sobre la plaza donde están los restos de Kino se halla una iglesia franciscana pródigamente decorada, construida entre 1829 y 1832. Abierta al culto diario, ha sido restaurada con esmero y posee un interior moderno. Su torre y su jaspeada cúpula dominan la entera ciudad y pueden ser vistas desde muchos kilómetros a la redonda.
Enfrente se halla un sencillo monumento al ilustre jesuita, erigido en 1945, con ocasión del bicentenario de su nacimiento. Nadie sabía entonces que él estaba enterrado tan cerca.
La senda de Kino nos llevó luego a Cucurpe, a unos cuarenta y cinco kilómetros desde Magdalena en dirección sudeste. El camino no está pavimentado pero es bueno en su mayor parte. Esta fue la sede de las operaciones de Kino durante los veinticuatro años que estuvo en Sonora, pero su iglesia, Nuestra Señora de los Dolores, ha desaparecido. En este hermoso valle todavía se cría ganado a orillas del río San Miguel.
El viaje a Cucurpe nos tomó casi todo el día, de modo que regresamos a nuestro hotel para pasar nuestra segunda noche en
Magdalena. Partiendo temprano en el quinto día de nuestra gira, seguimos hacia el sur por la ruta 2/15. A unos veinte kilómetros está Santa Ana, donde las carreteras se separan otra vez. Tomamos la ruta 2 hacia el oeste. Esta arteria está pavimentada en su totalidad hasta la costa del Pacífico. Llegamos a Altar, a más de ochenta kilómetros desde Santa Ana, ya avanzada la mañana. Allí tomamos un desvío por un camino de tierra que va hacia el norte, a Sásabe, una diminuta población fronteriza al oeste de Nogales. Visitamos tres iglesias en unos treinta y cinco kilómetros de recorrido en el país de Kino y regresamos a Altar al promediar la tarde.
Las iglesias estaban en Oquitoa, Atil y Tubutama. Al salir de Altar, el camino corre paralelo al terraplén oeste de una acequia que trae agua de un estanque. El camino es angosto y las ruedas de nuestro automóvil corrían a un pie o dos del canal en diversos puntos. El camino y la acequia ascienden juntos y a medida que subíamos notamos que había compuertas a intervalos, válvulas de control para traer agua a Altar con el menor desperdicio.
Kino anduvo a caballo por esta ruta muchas veces; fundó pujantes comunidades cristianas en el área. Los franciscanos se hicieron cargo de las misiones en 1768, un año después de la expulsión de los jesuitas, y pronto construyeron grandes iglesias en Oquitoa y Atil. Estos edificios religiosos, aunque en avanzado estado de deterioro, todavía están abiertos al culto. Hacia 1778 los franciscanos construyeron una iglesia en Tubutama, y ésta es hoy una de las mejor conservadas construcciones del país de Kino. San Pedro y San Pablo de Tubutama resplandece en el sol de mediodía, y Alfredo tomó algunas fotos excelentes del exterior. Los blancos muros, la torre y la cúpula pueden verse desde el sur, del otro lado del estanque, y desde el camino a Sásabe, al norte. Los vecinos de Tubutama reparan y retocan constantemente la imponente iglesia y se sienten orgullosos de su vinculación con Kino y su época.
De vuelta en Altar, nos dirigimos al oeste otra vez y pronto estábamos en Pitiquito, que está a veinte kilómetros de distancia. Este es otro sitio de Kino, y por los años de 1770 los franciscanos construyeron allí la gran iglesia que hoy se ve. Erigida sobre una leve colina en el borde del poblado, es una de las iglesias más pintorescas que visitamos. Alfredo tomó su acostumbrada colección de buenas fotografías e hicimos los doce kilómetros a Caborca antes de que anocheciera.
Allí encontramos un motel muy moderno con un restaurante. Caborca tiene una dura historia. El sábado de Gloria de 1695, el sacerdote que Kino había dejado a cargo de la misión fue muerto en un levantamiento indígena. La actual iglesia data de los años de 1780, y es también una joya arquitectónica de los franciscanos, erigida después de la expulsión de los jesuitas.
Este edificio, que hace una década se estaba desplomando, ha sido restaurado por el gobierno mexicano. Figuró en un incidente poco conocido en las relaciones entre los Estados Unidos y México, luego de la Gadsden Purchase. En abril de 1857, Henry A. Crabb condujo desde San Francisco a Sonora una pandilla de ochenta y siete fascinerosos para apoyar una revolución. La facción rebelde tomó el poder antes de la llegada de aquél, y cuando llegó lo repudió. Crabb y sus secuaces fueron detenidos cerca de Caborca y conminados a irse. Rehusaron, se abrieron camino en la población con muchas bajas de ambos lados y se atrincheraron en una hilera de habitaciones de adobe de un solo piso en la plaza, frente a la iglesia. Cuando finalmente se rindieron, no sin que antes hubieran sufrido grandes daños los edificios en el tiroteo con los soldados mexicanos, todos, menos uno que sobrevivió, fueron fusilados sin juicio previo. Se siguieron reclamaciones diplomáticas en Washington y en la ciudad de México, pero la Guerra Civil en los Estados Unidos y la intervención francesa en México pusieron fin al altercado. La iglesia, Nuestra Señora de la Concepción, ostenta una placa sobre su curtida fachada en recuerdo del heroísmo de los defensores del pueblo, y el 6 de abril de cada año Caborca celebra el evento con una fiesta.
Alfredo fotografió la iglesia desde varios ángulos y tomó asimismo algunas fotos del interior. Partimos del pueblo hacia mediodía y seguimos por la ruta 2 hasta Sonoita, que está sobre la frontera con los Estados Unidos a unos ciento setenta kilómetros. Este fue el puesto avanzado más occidental de Kino en Sonora: su iglesia de San Marcelo no ha sido reconstruida y escasamente si se discierne donde estuvo. Cruzamos la frontera, pasamos la aduana y hacia medianoche estábamos de vuelta en casa de nuestros amigos de Tucson. Nuestra gira de siete días terminó el día siguiente en Santa Fe.
Habíamos visto todos los sitios de Kino donde los franciscanos habían construido posteriormente iglesias más duraderas en Arizona y Sonora. La ruina más importante que no visitamos fue Nuestra Señora de los Remedios, cerca de Cucurpe; otras que pasamos por alto fueron las de Síboda, Santa Teresa, Sáric, Aquimuri, Busánic, Ootcam y Bisaní. En el término de una semana habíamos andado centenares de kilómetros en la senda de Kino, en un potente vehículo, y la mayor parte por carreteras pavimentadas. Reflexionando sobre casi dos siglos de historia, no pudimos menos que preguntarnos si el padre Kino no lo habría hecho más rápido... a caballo y con alforjas, vinagreras y una cruz.
(W. Thetford LeViness es bibliotecario de la legislatura del estado de Nuevo México y escribe a menudo sobre el sudoeste norteamericano).
Fuente: “Américas”, Organización de los Estados Americanos, 1971.
San Javier del Bac, cerca de Tucson, Arizona, es una de las mejores iglesias coloniales españolas que quedan en los Estados Unidos. La parte central de la fachada, flanqueada por torres, es una profusión de tallas y molduras de estilo churrigueresco. La iglesia, de planta cruciforme, es de adobe cubierto de estuco. La nave, el crucero y el ábside están cubiertos por bajas cúpulas de ladrillo. El interior barroco, ricamente decorado, es la parte del edificio realmente más antigua, ya que el exterior fue sometido a reparaciones a comienzos del siglo.
Algunos de sus objetos sagrados pueden ser de los traídos en 1848 por los devotos indios de Tumacácori cuando tuvieron que abandonar su misión.
La misión está en Bac, donde vivía una comunidad indígena que el padre Eusebio Francisco Kino visitó por primera vez en 1692, después de la rebelión de 1680. La iglesia que él construyó allí en 1700 llegó a ser el puesto de avanzada más septentrional de la cadena de misiones que fundó en la Pimeria Alta. Junto con el cristianismo, Kino introdujo el trigo, caballos y ganado vacuno para que así los indios no sufrieran ya períodos de hambre.
La iglesia sirvió también de fortaleza contra ataques, hasta que fue destruida en 1751 durante la revuelta de los pimas.
El actual edificio fue terminado y consagrado en 1797 por los franciscanos, quienes llegaron después de la expulsión de los jesuitas en 1767. El sitio se abandonó cuando las tierras de la misión fueron secularizadas por el gobierno mexicano, y vuelto a ocupar por los franciscanos en 1859, poco después de que el territorio pasara a los Estados Unidos en virtud de la Gadsden Purchase.
Hoy es todavía una activa parroquia en la reservación indígena de San Javier, en manos de los franciscanos, quienes, como Kino, atienden tanto a las necesidades espirituales como temporales de los indios. En la iglesia se celebran aún fiestas y procesiones en que los indios tocan música religiosa con violines, flautas y guitarras placentera algarabía que enaltece la obra del padre Kino y de quienes la han mantenido viva. (Fotografía de José Y. Bermúdez).
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El Padre Eusebio Francisco Kino se levantó de su lecho de becerrillo y toscas mantas un amanecer de primavera en Tumacácori. Cuando se disponía a entrar en la pequeña iglesia para decir misa, un mensajero le trajo noticias urgentes. En San Ignacio los soldados habían arrestado a un indio y lo iban a ejecutar el día siguiente.
Tumacácori y San Ignacio eran puestos de misión en Sonora, a más de cien kilómetros uno de otro. Corría el año 1700, y el buen padre podía fácilmente imaginarse lo que había pasado. Hacendados y propietarios de minas, con el apoyo del ejército, habían explotado durante décadas el trabajo de los indios en este alejado rincón del norte de la Nueva España. Los que se rebelaban eran azotados públicamente, y demasiado a menudo se colgaba a algunos de ellos. Un sacerdote podía, a veces obtener el perdón del reo o, si no lo lograba, al menos estaría allí para darle los últimos sacramentos.
Dicha la misa, el padre Kino no perdió tiempo en partir. Para la medianoche había cubierto a caballo los cien kilómetros hasta Imuris. La mañana siguiente cabalgó los restantes doce hasta San Ignacio, dijo allí misa bien temprano, y salvó al indio.
Esta anécdota testimonia no sólo su celo sino también lo buen jinete que era. Pasó buena parte de su vida a caballo, con una resistencia al parecer invencible. En un lapso de sólo tres días, en 1699, por ejemplo, viajó de 400 a 500 kilómetros, desde Batqui a Sonoita y de allí a Búsanic, parando en cinco aldeas del camino para predicar y bautizar.
Fue uno de los más grandes misioneros que jamás hayan trabajado entre los indios de América. Llegó a la Pimería Alta —las tierras más elevadas habitadas por los pimas— en 1687, y por veinticuatro años, hasta su muerte en 1711, atendió a las necesidades espirituales y materiales de esos y otros indios de las regiones aledañas. Ahora, con el hallazgo de su tumba, por mucho tiempo perdida, en la plaza de Magdalena, Sonora, en 1966, se ha despertado un nuevo interés en la vida y hechos del padre misionero.
El interés se manifiesta principalmente en el creciente número de turistas e historiadores que han viajado por Arizona y Sonora en años recientes para ver los restos y las huellas del notable sacerdote. Fue colonizador y cartógrafo a la vez que apóstol; fundó muchos establecimientos agropecuarios para sus indios conversos, y fue el primero en demostrar que la Baja California es una península y no una isla.
La Gadsden Purchase de 1853 puso la frontera internacional en el corazón del “país de Kino”. Una gira por todos los sitios, o siquiera por los más importantes, es una aventura en territorios de dos naciones.
Es también multinacional si se considera que Kino había nacido en Italia, estudiado en Alemania, tomado a un vasco como santo patrón, había sido ayudado por una noble portuguesa y partido hacia el Nuevo Mundo desde España.
Eusebio Chino (que tal era su apellido original) nació en Segno, en el Tirol italiano; allí fue bautizado el 10 de agosto de 1645. A la edad de dieciocho estuvo a punto de morir de una grave enfermedad. Atribuyendo su recuperación a la intervención de San Francisco Javier, añadió al suyo el nombre de ese vasco de los Pirineos y decidió abrazar la carrera eclesiástica. Asistió a un colegio jesuítico en la Baviera y llegó a ser un buen matemático.
Las universidades de Europa solicitaron sus servicios; varias le ofrecieron cátedras. Pero, siempre deseoso de seguir tras las huellas de San Francisco Javier, rehusó y pidió a sus superiores que lo destinaran a las misiones.
En el siglo XVII los sacerdotes que pasaban a las colonias españolas o portuguesas como misioneros tenían que hacerlo sin ocasionar gastos al rey o al estado. Debían obtener, por su cuenta, respaldo financiero. Kino consiguió el suyo de María Guadalupe de Lancaster, sexta duquesa de Aveiro y duquesa de Arcos y Maqueda. Esta señora portuguesa, de la más alta nobleza, era la única hija de Jorge de Lancaster y descendía del famoso aventurero Juan de Gaunt, duque de Lancaster e hijo de Eduardo III de Inglaterra.
Las cartas que Kino le escribiera desde América, recientemente publicadas, muestran cómo era la vida en el norte de México en esa época, así como el gran coraje y ánimo que se necesitaba para llevar el cristianismo y la civilización europea a los indios de una región tan apartada.
Yo he sido uno de los muchos miles que, desde su descubrimiento han visitado la tumba de Kino, en Magdalena. Con Alfredo Santiago como fotógrafo hice una gira en redondo desde Santa Fe, Nuevo México, visitando muchos de los treinta y tres lugares donde se sabe que trabajó el padre Kino.
Las iglesias y otros edificios que él construyera se hallan en ruinas hoy, pero en algunos de los sitios otros sacerdotes venidos posteriormente edificaron iglesias, utilizando en algún caso los cimientos de las anteriores.
Varios de estos edificios están aún en uso a ambos lados de la frontera, en Arizona y en Sonora. Constituyen majestuosos monumentos a una vida de servicio en una tierra dura y en una época aún más dura.
Magdalena era nuestra meta, pero, como la ruta desde Santa Fe pasa por Arizona, nos detuvimos para ver primero las reliquias de allí. Llegamos a Tucson un atardecer de otoño, pasamos la noche en casa de amigos y la mañana siguiente viajamos los ocho kilómetros hasta San Javier del Bac. Kino había estado allí ya en 1692 y cinco años después había hecho construir una iglesia. San Javier era un puesto de paso hacia el norte, y en 1700 Kino empezó a construir en el lugar una iglesia más grande. Se sabe que en 1702 todavía se trabajaba en ella, pero no se la vuelve a mencionar en adelante.
La suerte de San Javier en los siglos XVIII y comienzos del XIX es característica de lo ocurrido con varias de las misiones fundadas por Kino. Los jesuitas estuvieron a su cargo hasta 1767, cuando Carlos III de España puso un abrupto fin a su obra en América. Vengativo e inesperado dentro del momento político, el decreto real desterró a la Sociedad de Jesús de España y sus colonias. Se perdieron así décadas de trabajos de la Compañía en las regiones más apartadas del imperio.
La iglesia todavía la usan los indios pápagos, tribu convertida al cristianismo por Kino. El exterior, así como los edificios contiguos, ha sido restaurado en años recientes pero el interior de la estructura es auténticamente viejo, con santos y tapices originales. A pocos pasos de la iglesia está la capilla mortuoria, lugar donde en otras épocas se depositaban los restos antes de su entierro.
Al pasar por Túbac por la tarde temprano, recordamos que en sus inmediaciones debía de estar Guevaví, otro sitio donde había trabajado Kino. No quedan ruinas y los historiadores no están seguros de su ubicación exacta. No nos detuvimos.
Pronto llegamos a Tumacácori, que la Gadsden Purchase quitó a Sonora y dio a Arizona. El sitio es ahora un monumento nacional de los EE.UU. y nos sirvieron de guías miembros del Servicio de Parques. Construido en 1822 y abandonado poco después, el techo se había derrumbado pero las paredes restantes habían sido reforzadas. El conjunto incluía una capilla mortuoria y otras dependencias menores. Un museo, construido en el estilo tradicional misionero cerca de la entrada principal del monumento, recrea la vida y los tiempos del padre Kino mediante exhibiciones esmeradamente organizadas. Un diorama, que se ilumina al apretar un botón, representa a indios asistiendo a misa mayor en Tumacácori cuando estaba en su apogeo. Como música de fondo se oye la grabación de un canto que pudo haber acompañado la ceremonia litúrgica.
Estábamos a unos treinta kilómetros de la frontera mexicana, de modo que seguimos hasta Nogales, en Sonora, para pasar la noche. También allí había música, pero de tipo diferente: mariachis, mientras comíamos tacos de pollo. Regresando a los Estados Unidos por la mañana, viajamos hacia el este hasta Lochiel, a unos cuarenta kilómetros en Arizona. Allí cruzamos la frontera de nuevo, obtuvimos permisos para nosotros y el automóvil, y nos hallamos en Santa Cruz, Sonora, once kilómetros adentro, hacia las 10 de la mañana. El camino desde ese lugar a la ruta N° 2 está en pobres condiciones, pero lo elegimos para poder ir a San Lázaro.
No se conoce con precisión la fecha en que Kino edificó la primera iglesia allí, ni tampoco su ubicación exacta. Los ganaderos de hoy usan la capilla de la hacienda. Pero el padre estuvo allí muchas veces, y él mencionó a San Lázaro a menudo en sus escritos.
El empalme con la ruta N° 2 se hace cerca de Cocóspera, donde Kino trabajó diligentemente durante sus años en Sonora. Dirigiéndonos hacia el oeste nos topamos con unas ruinas impresionantes en lo alto de un morro del lado derecho de la carretera, que es todo lo que queda de la misión franciscana de fines del siglo XVIII. Esa iglesia, también, se cree fue construida sobre los cimientos de una anterior levantada por Kino.
Llegamos a eso del mediodía, y se avecinaba una tormenta. Mientras había suficiente sol, Alfredo tomó fotos. Sacó algunas excelentes de Cocóspera, tanto del interior como del exterior; y también de la iglesita recientemente construida a unos pocos metros. El techo de las ruinas se ha desmoronado, por lo que no se requería lámpara para fotografiar el interior. A medida que los oscuros nubarrones descendían rápidamente sobre la colina las piedras de color castaño se volvían grises, luego casi negras. Mientras Alfredo seguía tomando fotos con diversa intensidad de luz natural, la emoción me embargó: sonaban los truenos y los relámpagos rasgaban el cielo; me acordé de cuando se resquebrajó el templo aquel primer Viernes Santo en el Calvario.
Hallé difícil volver a la realidad de la Sonora del siglo XX mientras volvíamos a la carretera en medio de la lluvia torrencial. Media hora más tarde estábamos en Imuris, otro sitio de Kino. Aquí la ruta N° 2 se junta con la N° 15, la principal carretera de norte a sur desde Nogales a Guadalajara. Tampoco aquí quedaba ningún edificio de la época de Kino, pero sabemos por sus escritos que Imuris era una misión importante.
A solamente unos veintidós kilómetros al sur de Imuris por la ruta 2/15, y desviando luego hacia el oeste por un camino de tierra, está San Ignacio, donde Kino salvó al indio de la leyenda. El desvío está bien señalado... por una gran señal que apunta hacia una pequeña iglesia protestante. La misión franciscana sobre la plaza presta hoy servicio a la mayoría del pueblo; no se conoce la fecha precisa en que fue construida, ni tampoco puede asegurarse que se levante en el mismo sitio o cerca de la construcción de Kino. Es, sin embargo, una de las iglesias mayores de Kino. La encargada nos permitió entrar y Alfredo tomó algunas fotos del interior, incluyendo una del altar desde el alto púlpito.
De vuelta en la carretera principal, cubrimos en diez minutos los cinco kilómetros restantes hasta Magdalena. Estaba oscureciendo, de modo que buscamos alojamiento en un encantador hotelito a media cuadra de la vieja plaza, construido allá por el novecientos, con un patio lo suficientemente grande como para servir de playa de estacionamiento.
Estábamos ahora en el corazón del país de Kino, donde el famoso padre andaba a caballo, catequizaba a los indios, apuntaba lo que hacía, y donde finalmente murió. Estábamos, también, lo suficientemente metidos en México como para gozar plenamente de su típico sabor. Pudimos escuchar una pequeña orquesta que tocaba música folklórica en el zócalo, mientras bebíamos margaritas y comíamos enchiladas.
Magdalena, ciudad de unos 10.000 habitantes, es completamente moderna con cierto toque de lo viejo. Balcones colgantes bordean sus estrechas calles y lo morisco impregna la arquitectura de sus edificios públicos. Por todas partes hay puestos de frutas y verduras. La noche era cálida, y por la plaza se paseaban muchas parejas jóvenes y otra gente. Era una típica diversión mexicana en un ambiente típicamente mexicano, con una salvedad: en una tumba abierta, en el lado oeste de la plaza, yacían los restos mortales del gran apóstol de los pimas, el padre Eusebio Francisco Kino. En 1966 los arqueólogos, valiéndose de añejos documentos históricos y de otros instrumentos propios de su oficio, hallaron los restos de Kino a un pie de la pared de adobe de un edificio municipal. El edificio ha sido demolido y en su lugar se ha levantado una pequeña capilla, réplica de la que se cree existía cuando murió allí en 1711.
La tumba es un santuario nacional, al que hacen guardia día y noche soldados mexicanos. La gente del lugar habla con orgullo y afecto de los “restos del padrecito”.
Esperamos hasta la mañana siguiente para visitar la tumba. El custodio fue de lo más cordial y nos ayudó en todo lo posible.
Para tomar fotos de cerca permitió a Alfredo bajar hasta el nivel de los restos, los cuales se exponen, bajo cristal, exactamente tal como fueran descubiertos hace cuatro años. No se sabe si existe un retrato contemporáneo de Kino, pero los biógrafos dicen que era de baja estatura. Con este dato un artista desconocido de San Francisco hizo un retrato, probablemente basado en diversas descripciones, en 1937. Las medidas del cráneo y del torso sugieren que el artista logró una buena semblanza, y el retrato se halla entre los objetos que se exhiben en un pequeño museo cerca de la tumba.
Alfredo tomó más fotografías en Magdalena. Sobre la plaza donde están los restos de Kino se halla una iglesia franciscana pródigamente decorada, construida entre 1829 y 1832. Abierta al culto diario, ha sido restaurada con esmero y posee un interior moderno. Su torre y su jaspeada cúpula dominan la entera ciudad y pueden ser vistas desde muchos kilómetros a la redonda.
Enfrente se halla un sencillo monumento al ilustre jesuita, erigido en 1945, con ocasión del bicentenario de su nacimiento. Nadie sabía entonces que él estaba enterrado tan cerca.
La senda de Kino nos llevó luego a Cucurpe, a unos cuarenta y cinco kilómetros desde Magdalena en dirección sudeste. El camino no está pavimentado pero es bueno en su mayor parte. Esta fue la sede de las operaciones de Kino durante los veinticuatro años que estuvo en Sonora, pero su iglesia, Nuestra Señora de los Dolores, ha desaparecido. En este hermoso valle todavía se cría ganado a orillas del río San Miguel.
El viaje a Cucurpe nos tomó casi todo el día, de modo que regresamos a nuestro hotel para pasar nuestra segunda noche en
Magdalena. Partiendo temprano en el quinto día de nuestra gira, seguimos hacia el sur por la ruta 2/15. A unos veinte kilómetros está Santa Ana, donde las carreteras se separan otra vez. Tomamos la ruta 2 hacia el oeste. Esta arteria está pavimentada en su totalidad hasta la costa del Pacífico. Llegamos a Altar, a más de ochenta kilómetros desde Santa Ana, ya avanzada la mañana. Allí tomamos un desvío por un camino de tierra que va hacia el norte, a Sásabe, una diminuta población fronteriza al oeste de Nogales. Visitamos tres iglesias en unos treinta y cinco kilómetros de recorrido en el país de Kino y regresamos a Altar al promediar la tarde.
Las iglesias estaban en Oquitoa, Atil y Tubutama. Al salir de Altar, el camino corre paralelo al terraplén oeste de una acequia que trae agua de un estanque. El camino es angosto y las ruedas de nuestro automóvil corrían a un pie o dos del canal en diversos puntos. El camino y la acequia ascienden juntos y a medida que subíamos notamos que había compuertas a intervalos, válvulas de control para traer agua a Altar con el menor desperdicio.
Kino anduvo a caballo por esta ruta muchas veces; fundó pujantes comunidades cristianas en el área. Los franciscanos se hicieron cargo de las misiones en 1768, un año después de la expulsión de los jesuitas, y pronto construyeron grandes iglesias en Oquitoa y Atil. Estos edificios religiosos, aunque en avanzado estado de deterioro, todavía están abiertos al culto. Hacia 1778 los franciscanos construyeron una iglesia en Tubutama, y ésta es hoy una de las mejor conservadas construcciones del país de Kino. San Pedro y San Pablo de Tubutama resplandece en el sol de mediodía, y Alfredo tomó algunas fotos excelentes del exterior. Los blancos muros, la torre y la cúpula pueden verse desde el sur, del otro lado del estanque, y desde el camino a Sásabe, al norte. Los vecinos de Tubutama reparan y retocan constantemente la imponente iglesia y se sienten orgullosos de su vinculación con Kino y su época.
De vuelta en Altar, nos dirigimos al oeste otra vez y pronto estábamos en Pitiquito, que está a veinte kilómetros de distancia. Este es otro sitio de Kino, y por los años de 1770 los franciscanos construyeron allí la gran iglesia que hoy se ve. Erigida sobre una leve colina en el borde del poblado, es una de las iglesias más pintorescas que visitamos. Alfredo tomó su acostumbrada colección de buenas fotografías e hicimos los doce kilómetros a Caborca antes de que anocheciera.
Allí encontramos un motel muy moderno con un restaurante. Caborca tiene una dura historia. El sábado de Gloria de 1695, el sacerdote que Kino había dejado a cargo de la misión fue muerto en un levantamiento indígena. La actual iglesia data de los años de 1780, y es también una joya arquitectónica de los franciscanos, erigida después de la expulsión de los jesuitas.
Este edificio, que hace una década se estaba desplomando, ha sido restaurado por el gobierno mexicano. Figuró en un incidente poco conocido en las relaciones entre los Estados Unidos y México, luego de la Gadsden Purchase. En abril de 1857, Henry A. Crabb condujo desde San Francisco a Sonora una pandilla de ochenta y siete fascinerosos para apoyar una revolución. La facción rebelde tomó el poder antes de la llegada de aquél, y cuando llegó lo repudió. Crabb y sus secuaces fueron detenidos cerca de Caborca y conminados a irse. Rehusaron, se abrieron camino en la población con muchas bajas de ambos lados y se atrincheraron en una hilera de habitaciones de adobe de un solo piso en la plaza, frente a la iglesia. Cuando finalmente se rindieron, no sin que antes hubieran sufrido grandes daños los edificios en el tiroteo con los soldados mexicanos, todos, menos uno que sobrevivió, fueron fusilados sin juicio previo. Se siguieron reclamaciones diplomáticas en Washington y en la ciudad de México, pero la Guerra Civil en los Estados Unidos y la intervención francesa en México pusieron fin al altercado. La iglesia, Nuestra Señora de la Concepción, ostenta una placa sobre su curtida fachada en recuerdo del heroísmo de los defensores del pueblo, y el 6 de abril de cada año Caborca celebra el evento con una fiesta.
Alfredo fotografió la iglesia desde varios ángulos y tomó asimismo algunas fotos del interior. Partimos del pueblo hacia mediodía y seguimos por la ruta 2 hasta Sonoita, que está sobre la frontera con los Estados Unidos a unos ciento setenta kilómetros. Este fue el puesto avanzado más occidental de Kino en Sonora: su iglesia de San Marcelo no ha sido reconstruida y escasamente si se discierne donde estuvo. Cruzamos la frontera, pasamos la aduana y hacia medianoche estábamos de vuelta en casa de nuestros amigos de Tucson. Nuestra gira de siete días terminó el día siguiente en Santa Fe.
Habíamos visto todos los sitios de Kino donde los franciscanos habían construido posteriormente iglesias más duraderas en Arizona y Sonora. La ruina más importante que no visitamos fue Nuestra Señora de los Remedios, cerca de Cucurpe; otras que pasamos por alto fueron las de Síboda, Santa Teresa, Sáric, Aquimuri, Busánic, Ootcam y Bisaní. En el término de una semana habíamos andado centenares de kilómetros en la senda de Kino, en un potente vehículo, y la mayor parte por carreteras pavimentadas. Reflexionando sobre casi dos siglos de historia, no pudimos menos que preguntarnos si el padre Kino no lo habría hecho más rápido... a caballo y con alforjas, vinagreras y una cruz.
(W. Thetford LeViness es bibliotecario de la legislatura del estado de Nuevo México y escribe a menudo sobre el sudoeste norteamericano).
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