Autor: Daniel E. Arias.
Fuente: “Enciclopedia Popular”. Editores Asociados S. A. Buenos Aires. Abril. 1992.
En la banda de ultrasonido, imperceptibles al oído humano, se desarrollan combates tan sutiles y apasionantes como los de cualquier batalla aérea contemporánea.
BREVE RELATO PRELIMINAR.
Corría 1984 y yo estaba en Nueva York, en un asado criollo con algunos científicos argentinos emigrados, y fue en ese momento cuando conocí la ecolocalización de un modo más bien dramático. Un amigo biólogo hizo chillar una copa frotándole el borde con un corcho mojado, y el nubarrón de polillas veraniegas que envolvía los farolitos del jardín se derrumbó, como nieve gris, sobre la concurrencia. “Confundieron los chillidos de la copa con el ecolocalizador de un murciélago hambriento y se escaparon “, sonrió mi amigote, mirando con cariño entomológico los cuerpecitos peludos, grises y laboriosos que tapizaban las mesas, los invitados y los platos. “Creo que dejamos sin cena a nuestros murciélagos“, añadió con alguna preocupación. “Y a nuestros invitados “, observó su esposa, con una polilla en su copa de martini.
Hay bichos que “ven” mediante el sonido. El verbo “ver” es inexacto pero no enteramente: la luz no participa de este sentido de murciélagos y delfines, la ecolocalización, pero sin embargo sus usuarios logran una representación sónica tan exacta, minuciosa, tridimensional y coherente de las cosas como la que da su vista al hombre. ¿Y qué puede ganar el bicho humano de esto? ¿Un nuevo sentido artificial para añadir a sus cinco naturales? ¿Reabrirle las ventanas del mundo a los ciegos? Por causas que se verán al final, pocos saben lo que se sabe del asunto.
La demostración de mi amigo en Nueva York arruinó un asado, pero demostró de un modo incontestable la existencia de una guerra más secreta que las de la CIA: las luchas del u!trasonido entre murciélagos cazadores y polillas cazadas, que tienen toda la sutileza del combate aéreo contemporáneo.
Como sabe casi todo el mundo, el aparato fonatorio del murciélago puede emitir en frecuencias mucho más agudas que las perceptibles por el oído humano –es decir en la banda de los ultrasonidos–, y son los rebotes o ecos de esas emisiones los que le indican los obstáculos al bicho.
Pero el fenómeno interesante no ocurre en el oído del murciélago, sino en su cerebro. Este procesa y organiza la información ecoica de un modo tan completo que el murciélago obtiene una representación ultrasónica de lo que tiene enfrente, aparentemente tan imitativa de la realidad como una imagen visual humana.
El oído humano no da para tanto. Este sentido nuestro es rabiosamente sordo a los ultrasonidos, permite localizar muy burdamente la ubicación espacial de las fuentes sonoras y, como elimina los ecos, ignora los objetos silenciosos.
Por todo ello, tanto yo como usted somos resueltamente incapaces de lograr una imagen tridimensional de los objetos en los que rebotan las ondas sonoras. No por otra causa los hombres que están a régimen y –sin que lo sepan sus dormidas esposas– se levantan y tratan de ecolocalizar la heladera silbando bajito en la oscuridad de la cocina, terminan en general, tropezando con el gato.
Cuando vamos al Teatro Colón, no somos mucho mejores. Con los ojos cerrados y ante la orquesta tocando a pleno, “sabemos” intuitivamente que el violín está detrás del piano, el timbal arriba, la trompeta a la izquierda, pero todo muy a brocha gorda, y, subrayo, sólo si la orquesta se digna tocar. No nos da para más, el oído.
Pero el murciélago del teatro se ríe de nosotros. Su ecolocalizador no sólo le da un cuadro representativo de todo lo que hay en la sala, sino que distingue con claridad el clavel en la solapa del director y quizá, como un punto sónicamente muy “brillante”, el encendedor en el bolsillo de su frac. Y todo esto el murciélago lo capta muy al margen de que la orquesta toque “con tutti” o duerma.
Tanto los murciélagos como los delfines, cachalotes y orcas se las arreglan al pelo en un medio donde el ojo no sirve para gran cosa. Sus imágenes sónicas son completas y complejas: le dan al cazador una noción exacta del tamaño, la densidad, la velocidad, la dirección y el relieve superficial de lo que haya en el agua o en el aire, a su paso.
Hasta es posible que ciertos objetos ecolocalizados se perciban un poco por adentro, dada su relativa transparencia al sonido. Hay evidencias de que un delfín “ve” lo último que se comió un colega de manada, porque detecta sus huecos viscerales y mide su grado de repleción. Por lo demás, es casi seguro que nota con claridad que el buzo que lo está filmando tiene una prótesis de platino en el muslo (el metal devuelve mucho más el eco que el hueso, es más “brillante”).
Pero usted, que como yo es un animal más bien visual, no se deprima o deje dominar por la envidia. Un poco por revanchismo, observemos que la ecolocalización es ciega al color: una orca sólo perdería el tiempo en una exposición de pintores modernos. Yo, por lo menos, no he visto ninguna, aunque algunos pintores modernos merecen la horca.
Además, tenemos otra ventaja y ésta sí es decisiva en la lucha por sobrevivir en un mundo bastante más peligroso que las galerías de arte. El ojo es un sensor pasivo, mientras que el ecolocalizador es bien activo. La luz de nuestra visión es energía prestada, la ponen el sol u otras fuentes luminosas, mientras que el murciélago cazador “ilumina” su rumbo con un haz de chistidos o aullidos ultrasónicos de su propia cosecha.
El haz ultrasónico de un murciélago de nariz de herradura, bicho feo si los hay, tiene la potencia, hecha la escala, de un reflector antiaéreo. Hay que pensar que en un volumen de centenares de metros cúbicos de aire vacío, ese monstruito de alas como paraguas y orejas como ojos percibe con claridad el ínfimo bultito de la polilla, a la que acto seguido trata de invitar a un “almuerzo de negocios” con el agasajado como todo menó. Sin embargo, algunas polillas han desarrollado sistemas sensoriales y de conducta que a veces las salvan de ser meros canapés voladores.
BATMAN CONTRA EL BARÓN ROIO.
Algunas polillas se defienden con el silencio, como la mafia. Una mosca, un escarabajo, un mosquito son cosas duras y de vuelo ruidoso que el murciélago más sordo caza de puro oído, sin siquiera calentarse en ecolocalizar.
Pero ciertas polillas se han recubierto de un vello superficial enormemente suave e insonorizante, que absorbe no sólo las turbulencias aerodinámicas del vuelo sino también mitiga los pulsos de ultrasonido indagatorio del enemigo. Esa cubierta de “plush” del polillaje es una defensa antimurciélago, un camuflaje sónico para desdibujarse en el silencio nocturno, y uno tan efectivo que el ecolocalizador sólo le arranca un rebote audible a seis metros de distancia.
Hay más defensas. Al menos 46.000 especies de polillas han desarrollado un oído primitivo que funciona como alarma anti-ecolocalizador. Este sistema es capaz de captar los pulsos ultrasónicos del murciélago a unos treinta metros de distancia, lo cual le da seis veces más alcance que el ecolocalizador. Esta es la gran desventaja de un sensor activo: el que percibe puede ser percibido. Un sensor pasivo como el ojo no delata jamás al usuario, dicho sea con todo chauvinismo visual, qué embromar.
Así, la polilla “iluminada” por el haz de ultrasonido trata de apartarse mucho antes de aparecer como blanco en el cerebro del murciélago. Para contrarrestar esta viveza de las polillas, los murciélagos han desarrollado la trayectoria vacilante, cruzada por curvas caprichosas, desvíos intempestivos y quites incalculables.
Nada elegante, el bicho podrá parecer un paraguas con hipo, pero su vuelo absurdo y no lineal es un refinamiento depredador: no hay trayectoria estandarizada y geometrizante de evasión que ponga la presa a salvo. En cualquier momento la fugitiva vuelve a encontrarse cautiva en el haz del sensor ultrasónico, y si esto sucede a seis o menos metros de la cabeza del quiróptero, la detección es segura. ¿Buen provecho?
No tan rápido. A esa distancia, las descargas de sonido del ecolocalizador son tan ensordecedoras que activan una segunda alarma auditiva, la de “alerta roja”. Entonces la polilla pliega las alas y se deja caer como una piedra. Según se pudo ver al comienzo del artículo, esto se logra con un agudo fortísimo –no tiene por qué ser un ultrasonido–, caso en el cual alguna que otra polilla se arriesga a terminar su fuga en una copa de martini; pero como dijo un borracho, hay muertes peores.
Las polillas no son inteligentes: su cerebro es de una sencillez tan básica que descarta toda posibilidad de aprendizaje. Sus conductas “sabias” son pura obediencia ciega a un programa hereditario.
Pero los murciélagos –dicho sea con todo el chauvinismo mamario, dado que son tan mamíferos como nosotros– resultan más sesudos y capaces de autoentrenarse. Educados por la necesidad, de cuya cara de hereje tanto se ha dicho, algunos terminan calcando la trayectoria de picada de la polilla –tan predecible como la de una piedra tirada hacia adelante– y la intercepta “como esos amigos que nunca nos dejan caer”. Y con tanto éxito que diversas especies polilla adoptaron otras maniobras de evasión in extremis.
Algunas por ejemplo, zigzaguean erráticamente de izquierda a derecha sin seguir ninguna trayectoria predecible, otras se zambullen en picada pero haciendo tirabuzones helicoidales, y están también las polillas geniales, que hacen un “looping” y se colocan a la cola del murciélago, cuya estela empiezan a seguir, indetectables y seguramente muertas de risa.
Pero en previsión de estas astucias, Batman tiene un último truco: unos golpes de ala al tun-tun, para embolsar en esos paraguas de cuero con que vuela a la polilla que trata de imitar al Barón Rojo.
La pregunta inevitable es si tanta cultura sobre murciélagos tiene algún ángulo práctico o sirve sólo para lucirse en los salones de algunos condes oriundos de Transilvania, de esos que le disparan al ajo y no se reflejan en los espejos. Pues bien, esta información es plata en mano.
Parte de las polillas y mariposas nocturnas, en su etapa de gusano, son plagas que devastan pinares, plantíos frutales, campos de hortalizas y otras explotaciones humanas, según el caso. Como buenos insectos que son, vienen demostrando cada vez mayor resistencia frente a los plaguicidas, que a su vez empiezan a ser más una amenaza para los ecosistemas y la gente que para las plagas.
MURCIÉLAGOS ARTIFICIALES.
La zorruna idea que ronda en más de una cabeza es la de rodear las zonas de cultivo con barreras ultrasónicas, altavoces que funcionen toda la noche como “murciélagos electrónicos”, parlantes que espanten, derriben, enloquezcan y vuelvan inoperante al polillaje malevo, impidiéndole ante todo la puesta de huevos en las plantas.
Los cultivadores del Yucatán, en la zona selvática y tropical de México, sacan la cuenta de que una caverna grande y bien poblada, con unos cuatro millones de murciélagos que salen a cazar en bandada, elimina cada noche veinticinco toneladas de insectos.
Ahora, la pregunta por el premio gordo. ¿Podremos alguna vez utilizar la ecolocalización para “ver”? El radar, y el sonar, sensores que funcionan en base a la captación de ecos (de radio en un caso, de sonido en otro) no son visuales en sí, pero podrían serlo con el “software” adecuado. Adecuadamente procesados por una computadora, los ecos multidireccionales de radio o de sonido podrían organizarse en imágenes bastante realistas en una pantalla de video.
El ecógrafo, ese aparatito de diagnóstico hoy tan común, aquel con el cual los obstetras investigan la morfología del feto en la embarazada es exactamente eso, un ojo sónico, aunque en general la imagen deja bastante que desear y requiere de la interpretación de un especialista. Pero más allá de la calidad de lo que muestra la pantalla, el traducir sonido a imagen visual deja fuera del negocio a los ciegos, porque para verla se necesitan ojos.
¿Y si no se tienen ojos? ¿Se podrá proyectar la información de un ecolocalizador directamente sobre la corteza visual del cerebro? Es una idea de ciencia ficción con más de ficción que de ciencia, porque la neurofisiología de la visión sigue siendo un terreno con más misterios que certezas. La biónica no puede copiar los procesos naturales que no conoce, punto.
Pero ningún periodista sabe lo que realmente se sabe. En 1979 el Laboratorio de Biosistemas de la Marina de los Estados Unidos había desarrollado un “sonar biónico” sencillo. Localizaba con ultrasonidos bajo el agua, bajaba la frecuencia de los ecos hasta la gama audible para el hombre, y un buzo vendado y dotado de auriculares podía usarlo para nadar esquivando obstáculos. Lo cual seguramente no impresiona en absoluto a los delfines que estén leyendo esta nota: su equipo natural es hasta diez veces más eficiente porque en lugar de oír meramente los ecos, cuenta con un cerebro que los organiza en imágenes.
De todos modos, el asunto levantó olas muy navales en varias Armadas del mundo: ¿un sonar nuevo? ¿Se lo podía montar sobre un torpedo auto-guiado? ¿Había llegado el final del camino para esos francotiradores del mar, los submarinos? Sin respuestas. La ecolocalización es un negocio con clientes mucho más poderosos que los ciegos. Y hasta hoy, aunque ya no hay guerra fría, siguen mudos.
DATA BANK.
Hay especies, como los murciélagos, que “ven” mediante el sonido. Es lo que se denomina fenómeno de ecolocalización, a través de la cual se logra una representación sónica exacta y tridimensional de la realidad.
El haz ultrasónico de un murciélago tiene, en escala, la potencia de un reflector antiaéreo.
Ciertas especies de polillas han desarrollado una especie de recubrimiento muy suave e insonorizante, para absorber así los pulsos de ultrasonido de los murciélagos. Es su mejor arma de defensa.
Estos combates desarrollados en ultrasonido han llevado a pensar, a los científicos, en fabricar barreras ultrasónicas con el fin de espantar a polillas y otras plagas de cultivos y siembras, habitualmente diezmados por insectos de varias especies.
Fuente: “Enciclopedia Popular”. Editores Asociados S. A. Buenos Aires. Abril. 1992.
En la banda de ultrasonido, imperceptibles al oído humano, se desarrollan combates tan sutiles y apasionantes como los de cualquier batalla aérea contemporánea.
BREVE RELATO PRELIMINAR.
Corría 1984 y yo estaba en Nueva York, en un asado criollo con algunos científicos argentinos emigrados, y fue en ese momento cuando conocí la ecolocalización de un modo más bien dramático. Un amigo biólogo hizo chillar una copa frotándole el borde con un corcho mojado, y el nubarrón de polillas veraniegas que envolvía los farolitos del jardín se derrumbó, como nieve gris, sobre la concurrencia. “Confundieron los chillidos de la copa con el ecolocalizador de un murciélago hambriento y se escaparon “, sonrió mi amigote, mirando con cariño entomológico los cuerpecitos peludos, grises y laboriosos que tapizaban las mesas, los invitados y los platos. “Creo que dejamos sin cena a nuestros murciélagos“, añadió con alguna preocupación. “Y a nuestros invitados “, observó su esposa, con una polilla en su copa de martini.
Hay bichos que “ven” mediante el sonido. El verbo “ver” es inexacto pero no enteramente: la luz no participa de este sentido de murciélagos y delfines, la ecolocalización, pero sin embargo sus usuarios logran una representación sónica tan exacta, minuciosa, tridimensional y coherente de las cosas como la que da su vista al hombre. ¿Y qué puede ganar el bicho humano de esto? ¿Un nuevo sentido artificial para añadir a sus cinco naturales? ¿Reabrirle las ventanas del mundo a los ciegos? Por causas que se verán al final, pocos saben lo que se sabe del asunto.
La demostración de mi amigo en Nueva York arruinó un asado, pero demostró de un modo incontestable la existencia de una guerra más secreta que las de la CIA: las luchas del u!trasonido entre murciélagos cazadores y polillas cazadas, que tienen toda la sutileza del combate aéreo contemporáneo.
Como sabe casi todo el mundo, el aparato fonatorio del murciélago puede emitir en frecuencias mucho más agudas que las perceptibles por el oído humano –es decir en la banda de los ultrasonidos–, y son los rebotes o ecos de esas emisiones los que le indican los obstáculos al bicho.
Pero el fenómeno interesante no ocurre en el oído del murciélago, sino en su cerebro. Este procesa y organiza la información ecoica de un modo tan completo que el murciélago obtiene una representación ultrasónica de lo que tiene enfrente, aparentemente tan imitativa de la realidad como una imagen visual humana.
El oído humano no da para tanto. Este sentido nuestro es rabiosamente sordo a los ultrasonidos, permite localizar muy burdamente la ubicación espacial de las fuentes sonoras y, como elimina los ecos, ignora los objetos silenciosos.
Por todo ello, tanto yo como usted somos resueltamente incapaces de lograr una imagen tridimensional de los objetos en los que rebotan las ondas sonoras. No por otra causa los hombres que están a régimen y –sin que lo sepan sus dormidas esposas– se levantan y tratan de ecolocalizar la heladera silbando bajito en la oscuridad de la cocina, terminan en general, tropezando con el gato.
Cuando vamos al Teatro Colón, no somos mucho mejores. Con los ojos cerrados y ante la orquesta tocando a pleno, “sabemos” intuitivamente que el violín está detrás del piano, el timbal arriba, la trompeta a la izquierda, pero todo muy a brocha gorda, y, subrayo, sólo si la orquesta se digna tocar. No nos da para más, el oído.
Pero el murciélago del teatro se ríe de nosotros. Su ecolocalizador no sólo le da un cuadro representativo de todo lo que hay en la sala, sino que distingue con claridad el clavel en la solapa del director y quizá, como un punto sónicamente muy “brillante”, el encendedor en el bolsillo de su frac. Y todo esto el murciélago lo capta muy al margen de que la orquesta toque “con tutti” o duerma.
Tanto los murciélagos como los delfines, cachalotes y orcas se las arreglan al pelo en un medio donde el ojo no sirve para gran cosa. Sus imágenes sónicas son completas y complejas: le dan al cazador una noción exacta del tamaño, la densidad, la velocidad, la dirección y el relieve superficial de lo que haya en el agua o en el aire, a su paso.
Hasta es posible que ciertos objetos ecolocalizados se perciban un poco por adentro, dada su relativa transparencia al sonido. Hay evidencias de que un delfín “ve” lo último que se comió un colega de manada, porque detecta sus huecos viscerales y mide su grado de repleción. Por lo demás, es casi seguro que nota con claridad que el buzo que lo está filmando tiene una prótesis de platino en el muslo (el metal devuelve mucho más el eco que el hueso, es más “brillante”).
Pero usted, que como yo es un animal más bien visual, no se deprima o deje dominar por la envidia. Un poco por revanchismo, observemos que la ecolocalización es ciega al color: una orca sólo perdería el tiempo en una exposición de pintores modernos. Yo, por lo menos, no he visto ninguna, aunque algunos pintores modernos merecen la horca.
Además, tenemos otra ventaja y ésta sí es decisiva en la lucha por sobrevivir en un mundo bastante más peligroso que las galerías de arte. El ojo es un sensor pasivo, mientras que el ecolocalizador es bien activo. La luz de nuestra visión es energía prestada, la ponen el sol u otras fuentes luminosas, mientras que el murciélago cazador “ilumina” su rumbo con un haz de chistidos o aullidos ultrasónicos de su propia cosecha.
El haz ultrasónico de un murciélago de nariz de herradura, bicho feo si los hay, tiene la potencia, hecha la escala, de un reflector antiaéreo. Hay que pensar que en un volumen de centenares de metros cúbicos de aire vacío, ese monstruito de alas como paraguas y orejas como ojos percibe con claridad el ínfimo bultito de la polilla, a la que acto seguido trata de invitar a un “almuerzo de negocios” con el agasajado como todo menó. Sin embargo, algunas polillas han desarrollado sistemas sensoriales y de conducta que a veces las salvan de ser meros canapés voladores.
BATMAN CONTRA EL BARÓN ROIO.
Algunas polillas se defienden con el silencio, como la mafia. Una mosca, un escarabajo, un mosquito son cosas duras y de vuelo ruidoso que el murciélago más sordo caza de puro oído, sin siquiera calentarse en ecolocalizar.
Pero ciertas polillas se han recubierto de un vello superficial enormemente suave e insonorizante, que absorbe no sólo las turbulencias aerodinámicas del vuelo sino también mitiga los pulsos de ultrasonido indagatorio del enemigo. Esa cubierta de “plush” del polillaje es una defensa antimurciélago, un camuflaje sónico para desdibujarse en el silencio nocturno, y uno tan efectivo que el ecolocalizador sólo le arranca un rebote audible a seis metros de distancia.
Hay más defensas. Al menos 46.000 especies de polillas han desarrollado un oído primitivo que funciona como alarma anti-ecolocalizador. Este sistema es capaz de captar los pulsos ultrasónicos del murciélago a unos treinta metros de distancia, lo cual le da seis veces más alcance que el ecolocalizador. Esta es la gran desventaja de un sensor activo: el que percibe puede ser percibido. Un sensor pasivo como el ojo no delata jamás al usuario, dicho sea con todo chauvinismo visual, qué embromar.
Así, la polilla “iluminada” por el haz de ultrasonido trata de apartarse mucho antes de aparecer como blanco en el cerebro del murciélago. Para contrarrestar esta viveza de las polillas, los murciélagos han desarrollado la trayectoria vacilante, cruzada por curvas caprichosas, desvíos intempestivos y quites incalculables.
Nada elegante, el bicho podrá parecer un paraguas con hipo, pero su vuelo absurdo y no lineal es un refinamiento depredador: no hay trayectoria estandarizada y geometrizante de evasión que ponga la presa a salvo. En cualquier momento la fugitiva vuelve a encontrarse cautiva en el haz del sensor ultrasónico, y si esto sucede a seis o menos metros de la cabeza del quiróptero, la detección es segura. ¿Buen provecho?
No tan rápido. A esa distancia, las descargas de sonido del ecolocalizador son tan ensordecedoras que activan una segunda alarma auditiva, la de “alerta roja”. Entonces la polilla pliega las alas y se deja caer como una piedra. Según se pudo ver al comienzo del artículo, esto se logra con un agudo fortísimo –no tiene por qué ser un ultrasonido–, caso en el cual alguna que otra polilla se arriesga a terminar su fuga en una copa de martini; pero como dijo un borracho, hay muertes peores.
Las polillas no son inteligentes: su cerebro es de una sencillez tan básica que descarta toda posibilidad de aprendizaje. Sus conductas “sabias” son pura obediencia ciega a un programa hereditario.
Pero los murciélagos –dicho sea con todo el chauvinismo mamario, dado que son tan mamíferos como nosotros– resultan más sesudos y capaces de autoentrenarse. Educados por la necesidad, de cuya cara de hereje tanto se ha dicho, algunos terminan calcando la trayectoria de picada de la polilla –tan predecible como la de una piedra tirada hacia adelante– y la intercepta “como esos amigos que nunca nos dejan caer”. Y con tanto éxito que diversas especies polilla adoptaron otras maniobras de evasión in extremis.
Algunas por ejemplo, zigzaguean erráticamente de izquierda a derecha sin seguir ninguna trayectoria predecible, otras se zambullen en picada pero haciendo tirabuzones helicoidales, y están también las polillas geniales, que hacen un “looping” y se colocan a la cola del murciélago, cuya estela empiezan a seguir, indetectables y seguramente muertas de risa.
Pero en previsión de estas astucias, Batman tiene un último truco: unos golpes de ala al tun-tun, para embolsar en esos paraguas de cuero con que vuela a la polilla que trata de imitar al Barón Rojo.
La pregunta inevitable es si tanta cultura sobre murciélagos tiene algún ángulo práctico o sirve sólo para lucirse en los salones de algunos condes oriundos de Transilvania, de esos que le disparan al ajo y no se reflejan en los espejos. Pues bien, esta información es plata en mano.
Parte de las polillas y mariposas nocturnas, en su etapa de gusano, son plagas que devastan pinares, plantíos frutales, campos de hortalizas y otras explotaciones humanas, según el caso. Como buenos insectos que son, vienen demostrando cada vez mayor resistencia frente a los plaguicidas, que a su vez empiezan a ser más una amenaza para los ecosistemas y la gente que para las plagas.
MURCIÉLAGOS ARTIFICIALES.
La zorruna idea que ronda en más de una cabeza es la de rodear las zonas de cultivo con barreras ultrasónicas, altavoces que funcionen toda la noche como “murciélagos electrónicos”, parlantes que espanten, derriben, enloquezcan y vuelvan inoperante al polillaje malevo, impidiéndole ante todo la puesta de huevos en las plantas.
Los cultivadores del Yucatán, en la zona selvática y tropical de México, sacan la cuenta de que una caverna grande y bien poblada, con unos cuatro millones de murciélagos que salen a cazar en bandada, elimina cada noche veinticinco toneladas de insectos.
Ahora, la pregunta por el premio gordo. ¿Podremos alguna vez utilizar la ecolocalización para “ver”? El radar, y el sonar, sensores que funcionan en base a la captación de ecos (de radio en un caso, de sonido en otro) no son visuales en sí, pero podrían serlo con el “software” adecuado. Adecuadamente procesados por una computadora, los ecos multidireccionales de radio o de sonido podrían organizarse en imágenes bastante realistas en una pantalla de video.
El ecógrafo, ese aparatito de diagnóstico hoy tan común, aquel con el cual los obstetras investigan la morfología del feto en la embarazada es exactamente eso, un ojo sónico, aunque en general la imagen deja bastante que desear y requiere de la interpretación de un especialista. Pero más allá de la calidad de lo que muestra la pantalla, el traducir sonido a imagen visual deja fuera del negocio a los ciegos, porque para verla se necesitan ojos.
¿Y si no se tienen ojos? ¿Se podrá proyectar la información de un ecolocalizador directamente sobre la corteza visual del cerebro? Es una idea de ciencia ficción con más de ficción que de ciencia, porque la neurofisiología de la visión sigue siendo un terreno con más misterios que certezas. La biónica no puede copiar los procesos naturales que no conoce, punto.
Pero ningún periodista sabe lo que realmente se sabe. En 1979 el Laboratorio de Biosistemas de la Marina de los Estados Unidos había desarrollado un “sonar biónico” sencillo. Localizaba con ultrasonidos bajo el agua, bajaba la frecuencia de los ecos hasta la gama audible para el hombre, y un buzo vendado y dotado de auriculares podía usarlo para nadar esquivando obstáculos. Lo cual seguramente no impresiona en absoluto a los delfines que estén leyendo esta nota: su equipo natural es hasta diez veces más eficiente porque en lugar de oír meramente los ecos, cuenta con un cerebro que los organiza en imágenes.
De todos modos, el asunto levantó olas muy navales en varias Armadas del mundo: ¿un sonar nuevo? ¿Se lo podía montar sobre un torpedo auto-guiado? ¿Había llegado el final del camino para esos francotiradores del mar, los submarinos? Sin respuestas. La ecolocalización es un negocio con clientes mucho más poderosos que los ciegos. Y hasta hoy, aunque ya no hay guerra fría, siguen mudos.
DATA BANK.
Hay especies, como los murciélagos, que “ven” mediante el sonido. Es lo que se denomina fenómeno de ecolocalización, a través de la cual se logra una representación sónica exacta y tridimensional de la realidad.
El haz ultrasónico de un murciélago tiene, en escala, la potencia de un reflector antiaéreo.
Ciertas especies de polillas han desarrollado una especie de recubrimiento muy suave e insonorizante, para absorber así los pulsos de ultrasonido de los murciélagos. Es su mejor arma de defensa.
Estos combates desarrollados en ultrasonido han llevado a pensar, a los científicos, en fabricar barreras ultrasónicas con el fin de espantar a polillas y otras plagas de cultivos y siembras, habitualmente diezmados por insectos de varias especies.
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