Fuente: “Enciclopedia Popular”. Editores Asociados S. A. Buenos Aires. Abril. 1992.
Entre los 1.500 y los 2.000 metros de las profundidades submarinas existe un mundo oscuro habitado por descendientes de peces del tiempo de los dinosaurios. Su comportamiento es extraño y feroz: se comen entre sí y presentan una bioluminiscencia muy propia en distintos órganos con la que atraen a sus víctimas.
Permanecen allí desde siglos. A fines de la era secundaria los peces primitivos, contemporáneos de los dinosaurios, se refugiaron en el mar retirado de los continentes. Sus descendientes viven en la actualidad entre los 1.500 a 2.000 metros de profundidad marina. Algunos, remontados a favor de las corrientes ascendentes, han dado consistencia a la idea de monstruos legendarios.
No es una pesadilla. Es casi peor. Nadie conoció la existencia de los peces viviendo en los abismos oceánicos, antes de que la insaciable curiosidad de los científicos, nos acercara alucinantes imágenes de ese desconocido mundo. Una sola consigna parece haberse enseñoreado entre sus habitantes: comerse unos a los otros sin piedad.
Los tragones de geometría variable tales como los “Eutaeniephonus” presentan la panza más voluminosa de las especies. Gracias a una columna vertebral dúctil y extensible, la boca se deforma y agranda hasta deglutir a la víctima. El estómago se dilata desmesuradamente. No es raro encontrar crustáceos enteros en el interior de peces cuya talla no excede los 15 centímetros.
En las lejanas profundidades, el agua no es demasiado agitada. Todas las especies pueden vivir en esta inmovilidad helada. El diez por ciento de los peces que moran en los abismos oceánicos tienen a lo largo de su flanco, o bajo las aletas, como los “Angronesthes” órganos luminosos que les sirven no para iluminar, sino para atraer a sus víctimas. Algunas especies, como la “Eustomias” tienen un barbijo iluminado que rodea cinco veces su tamaño. Da la sensación de una caña de pescar, telescópica y retractable, en una ranura de su cuerpo.
La enorme dentadura de algunas especies es signo de depredación. La mayoría de ellos navega con la boca abierta y engulle todo lo que se presenta a su paso. Para facilitar la apertura de la garganta, el cráneo oscila a 90 grados en cualquier dirección.
La especie de los peces rayados, o cintas de plata, parece suave y gentil en su aspecto. Sin embargo, las “Stemoptix” son las más voraces depredadoras. Alrededor de sus ojos, los órganos luminosos horadan la noche como luces de Bengala. Una eyección de adrenalina duplica su poder de iluminación: se hace tan nítida la figura que es posible fotografiarla sin flash. Suelen estar tendidas en el fondo durante el día, y remontar hacia la noche hasta unos 500 metros porque allí abundan sus alimentos frescos.
La igualdad de sexos no rige entre los “Caratioides”, La hembra mide 1,20 metros y pesa 7 kilos. El macho apenas un decímetro. La historia de amor en esta especie es una de las más sublimes que registran los seres vivientes. El macho se aparea definitivamente con su compañera, mordiéndola con sus diminutos dientes. Poco a poco éstos desaparecen, los tejidos se interpretan y sus sangres se mezclan. Su unión es más intensa que la de una madre con su feto a través de la placenta. La anatomía de los machos presenta una característica sumamente sencilla: los únicos órganos importantes de sus vísceras son dos enormes testículos.
EN LOS ABISMOS SUBMARINOS.
Pasados varios miles de metros de profundidad, la luz solar en pleno mar es enteramente absorbida por el agua. El claro azul deja su lugar a un vasto negro, noche eterna en la cual viven integrantes de una fauna casi desconocida, de comportamiento extraño y feroz, de la que se conocen apenas unas pocas variantes.
En el descenso, a medida que termina la luz, el color o la tonalidad de los peces varía. Pasan del rojo vibrante, mayoritario en aguas superficiales, al violeta, al marrón y luego al negro.
La capacidad de los seres vivientes de producir luminosidad no es del todo extendida. Pero los peces son los únicos vertebrados que la tienen. Cierta fioluminiscencia muy propia, que nada tiene que ver con la fosforescencia de algunos materiales. Es una luminosidad fría, resultado de la oxidación de una sustancia biológica de atractivo nombre, Luciferina. Emite tonalidades variadas: la especie “Argyroplectus” la da en violeta, la Bachthiroctes, en anaranjado. La bioluminiscencia continúa inclusive después de muerto el pez. Los indígenas de Indonesia, utilizan células de “Anomalope” como antorchas luminosas en todas sus líneas de pesca.
Curiosidades de esta índole han aflorado en el mundo científico vinculado con los estudios oceanográficos, a partir de serias investigaciones llevadas a cabo para desentrañar el misterio que rodea a los abismos submarinos. En 1840 Edward Forbes esbozó una teoría por la cual la fauna marina se enrarecía a partir de los 400 metros de profundidad. Pero la primera observación realmente comprobable, fue realizada por el zoologista francés Milne-Edwards en 1861, que observó madréporas fijadas y desarrolladas en torno a un cable telegráfico submarino. Lo importante es que este cable, traído a la superficie, había estado tendido a 1.800 metros de profundidad.
Un año más tarde, cerca de las islas de Lofoten, el noruego Michel Sars y su hijo rescataron a una profundidad de 550 metros, ejemplares invertebrados. Exactamente a la especie de “lirio del mar” que solamente era conocida en estado fósil.
Estos testimonios fueron suficientes para que en 1873 sir William Thomson propusiera una teoría: la fauna de las grandes profundidades abismales era presumiblemente arcaica, originada en los comienzos de la evolución, dado que no se conocían sus variaciones. Observaciones posteriores permitieron determinar que relevamientos efectuados en el océano Atlántico, daban las siguientes conclusiones: para la microfauna, muy pequeños organismos, crustáceos de alrededor de 40 micrones, la densidad es del orden de 100.000 a 500.000 individuos por metro cuadrado en el sedimento superficial, moluscos bivalvos y gasterópodos de tamaño superior a 500 micrones, la densidad es de 100 a 1.000 individuos por metro cuadrado. En cuanto a la fauna de gran tamaño, posible de observar en nuestros tiempos merced a teleobjetivos sumergibles, aparece más dispersa.
La exploración de grandes espacios submarinos se remonta a comienzos del siglo, cuando el príncipe Alberto de Mónaco, marino aristócrata e investigador infatigable, inventó la oceanografía. En el extremo norte del archipiélago de Spitzberg, ubicó en 1910 un espacio de arena de 6.000 metros. Exploración increíble para esos años en que se carecía de posibilidades físicas para motivaciones de esta índole. Así fue que hubo un tramo de cincuenta años de espera para proseguirlas. Los descreídos decían que no había ninguna posibilidad de vida en las grandes profundidades marinas. La temperatura no pasaba de 1 o 2 grados, la presión de 600 kilos por centímetro cuadrado, no eran realmente alentadoras para ninguna investigación.
No obstante, los estudios prosiguieron y se lograron algunas comprobaciones referidas al movimiento de los continentes: por ejemplo, los conglomerados asiáticos a nivel de las islas japonesas, y el océano Atlántico separando a los otrora unidos América del Sud y África. También la existencia de zonas volcánicas en el desierto abismal de los mares.
Una expedición realizada entre el 20 y el 27 de diciembre de 1987 por la zona situada a 400 kilómetros al este de las Antillas, confirmó que a 5.000 metros de profundidad un oasis ofrecía testimonios de vida. Encontraron algo así como hydras –una suerte de vertebrados primitivos a medio camino entre la anémona del mar y la medusa– y determinaron que en la periferia del volcán submarino vivían moluscos en un completo tapiz de bacterias increíblemente resistentes que se alimentaban del metano expulsado de la corteza terrestre.
La imaginación de la naturaleza no tiene límites. El ejemplo de los grandes oasis volcánicos en el fondo de los abismos submarinos ha dado a algunos científicos la idea de que en el planeta Venus reinan condiciones similares.
APARICIONES Y DESAPARICIONES.
El registro de 20.000 especies de peces, en sus distintas variedades fundamentalmente obtenidas de expediciones submarinas, es infinitamente mayor que el de animales y vegetales terrestres. Se descubren novedades cada año. Bestezuelas que se creyeron desaparecidas durante siglos, reaparecen en las investigaciones. La especie de las celacantos, descubierta en 1938, había sido considerada desaparecida durante 70 millones de años. Este fósil viviente, es la representación del grupo animal que en la etapa de evolución de las especies, fue el punto de unión entre peces y vertebrados terrestres (reptiles, pájaros, mamíferos). Uno de sus venerables antecesores vive en la actualidad a 700 metros de profundidad en el sudoeste del océano Índico.
Las glándulas de los animales marinos, segregan moléculas de capacidades fantásticas y casi desconocidas. Ningún laboratorio de síntesis farmacológica podría imaginar los ingredientes de la farmacopea del siglo XXI, están en estos momentos bajo el mar. Una esponja de Nueva Caledonia estudiada en la actualidad por el laboratorio Rhone Pulenc, será explotada próximamente en la elaboración de drogas anticancerígenas.
Efectos inéditos de la tetrodoxima, de un pez globo japonés; es 100.00 veces más eficaz que la cocaína. Todos estos elementos autorizan a decir que, sin lugar a dudas, el poder químico del porvenir está en la mira de un fusil submarino.
Entre los 1.500 y los 2.000 metros de las profundidades submarinas existe un mundo oscuro habitado por descendientes de peces del tiempo de los dinosaurios. Su comportamiento es extraño y feroz: se comen entre sí y presentan una bioluminiscencia muy propia en distintos órganos con la que atraen a sus víctimas.
Permanecen allí desde siglos. A fines de la era secundaria los peces primitivos, contemporáneos de los dinosaurios, se refugiaron en el mar retirado de los continentes. Sus descendientes viven en la actualidad entre los 1.500 a 2.000 metros de profundidad marina. Algunos, remontados a favor de las corrientes ascendentes, han dado consistencia a la idea de monstruos legendarios.
No es una pesadilla. Es casi peor. Nadie conoció la existencia de los peces viviendo en los abismos oceánicos, antes de que la insaciable curiosidad de los científicos, nos acercara alucinantes imágenes de ese desconocido mundo. Una sola consigna parece haberse enseñoreado entre sus habitantes: comerse unos a los otros sin piedad.
Los tragones de geometría variable tales como los “Eutaeniephonus” presentan la panza más voluminosa de las especies. Gracias a una columna vertebral dúctil y extensible, la boca se deforma y agranda hasta deglutir a la víctima. El estómago se dilata desmesuradamente. No es raro encontrar crustáceos enteros en el interior de peces cuya talla no excede los 15 centímetros.
En las lejanas profundidades, el agua no es demasiado agitada. Todas las especies pueden vivir en esta inmovilidad helada. El diez por ciento de los peces que moran en los abismos oceánicos tienen a lo largo de su flanco, o bajo las aletas, como los “Angronesthes” órganos luminosos que les sirven no para iluminar, sino para atraer a sus víctimas. Algunas especies, como la “Eustomias” tienen un barbijo iluminado que rodea cinco veces su tamaño. Da la sensación de una caña de pescar, telescópica y retractable, en una ranura de su cuerpo.
La enorme dentadura de algunas especies es signo de depredación. La mayoría de ellos navega con la boca abierta y engulle todo lo que se presenta a su paso. Para facilitar la apertura de la garganta, el cráneo oscila a 90 grados en cualquier dirección.
La especie de los peces rayados, o cintas de plata, parece suave y gentil en su aspecto. Sin embargo, las “Stemoptix” son las más voraces depredadoras. Alrededor de sus ojos, los órganos luminosos horadan la noche como luces de Bengala. Una eyección de adrenalina duplica su poder de iluminación: se hace tan nítida la figura que es posible fotografiarla sin flash. Suelen estar tendidas en el fondo durante el día, y remontar hacia la noche hasta unos 500 metros porque allí abundan sus alimentos frescos.
La igualdad de sexos no rige entre los “Caratioides”, La hembra mide 1,20 metros y pesa 7 kilos. El macho apenas un decímetro. La historia de amor en esta especie es una de las más sublimes que registran los seres vivientes. El macho se aparea definitivamente con su compañera, mordiéndola con sus diminutos dientes. Poco a poco éstos desaparecen, los tejidos se interpretan y sus sangres se mezclan. Su unión es más intensa que la de una madre con su feto a través de la placenta. La anatomía de los machos presenta una característica sumamente sencilla: los únicos órganos importantes de sus vísceras son dos enormes testículos.
EN LOS ABISMOS SUBMARINOS.
Pasados varios miles de metros de profundidad, la luz solar en pleno mar es enteramente absorbida por el agua. El claro azul deja su lugar a un vasto negro, noche eterna en la cual viven integrantes de una fauna casi desconocida, de comportamiento extraño y feroz, de la que se conocen apenas unas pocas variantes.
En el descenso, a medida que termina la luz, el color o la tonalidad de los peces varía. Pasan del rojo vibrante, mayoritario en aguas superficiales, al violeta, al marrón y luego al negro.
La capacidad de los seres vivientes de producir luminosidad no es del todo extendida. Pero los peces son los únicos vertebrados que la tienen. Cierta fioluminiscencia muy propia, que nada tiene que ver con la fosforescencia de algunos materiales. Es una luminosidad fría, resultado de la oxidación de una sustancia biológica de atractivo nombre, Luciferina. Emite tonalidades variadas: la especie “Argyroplectus” la da en violeta, la Bachthiroctes, en anaranjado. La bioluminiscencia continúa inclusive después de muerto el pez. Los indígenas de Indonesia, utilizan células de “Anomalope” como antorchas luminosas en todas sus líneas de pesca.
Curiosidades de esta índole han aflorado en el mundo científico vinculado con los estudios oceanográficos, a partir de serias investigaciones llevadas a cabo para desentrañar el misterio que rodea a los abismos submarinos. En 1840 Edward Forbes esbozó una teoría por la cual la fauna marina se enrarecía a partir de los 400 metros de profundidad. Pero la primera observación realmente comprobable, fue realizada por el zoologista francés Milne-Edwards en 1861, que observó madréporas fijadas y desarrolladas en torno a un cable telegráfico submarino. Lo importante es que este cable, traído a la superficie, había estado tendido a 1.800 metros de profundidad.
Un año más tarde, cerca de las islas de Lofoten, el noruego Michel Sars y su hijo rescataron a una profundidad de 550 metros, ejemplares invertebrados. Exactamente a la especie de “lirio del mar” que solamente era conocida en estado fósil.
Estos testimonios fueron suficientes para que en 1873 sir William Thomson propusiera una teoría: la fauna de las grandes profundidades abismales era presumiblemente arcaica, originada en los comienzos de la evolución, dado que no se conocían sus variaciones. Observaciones posteriores permitieron determinar que relevamientos efectuados en el océano Atlántico, daban las siguientes conclusiones: para la microfauna, muy pequeños organismos, crustáceos de alrededor de 40 micrones, la densidad es del orden de 100.000 a 500.000 individuos por metro cuadrado en el sedimento superficial, moluscos bivalvos y gasterópodos de tamaño superior a 500 micrones, la densidad es de 100 a 1.000 individuos por metro cuadrado. En cuanto a la fauna de gran tamaño, posible de observar en nuestros tiempos merced a teleobjetivos sumergibles, aparece más dispersa.
La exploración de grandes espacios submarinos se remonta a comienzos del siglo, cuando el príncipe Alberto de Mónaco, marino aristócrata e investigador infatigable, inventó la oceanografía. En el extremo norte del archipiélago de Spitzberg, ubicó en 1910 un espacio de arena de 6.000 metros. Exploración increíble para esos años en que se carecía de posibilidades físicas para motivaciones de esta índole. Así fue que hubo un tramo de cincuenta años de espera para proseguirlas. Los descreídos decían que no había ninguna posibilidad de vida en las grandes profundidades marinas. La temperatura no pasaba de 1 o 2 grados, la presión de 600 kilos por centímetro cuadrado, no eran realmente alentadoras para ninguna investigación.
No obstante, los estudios prosiguieron y se lograron algunas comprobaciones referidas al movimiento de los continentes: por ejemplo, los conglomerados asiáticos a nivel de las islas japonesas, y el océano Atlántico separando a los otrora unidos América del Sud y África. También la existencia de zonas volcánicas en el desierto abismal de los mares.
Una expedición realizada entre el 20 y el 27 de diciembre de 1987 por la zona situada a 400 kilómetros al este de las Antillas, confirmó que a 5.000 metros de profundidad un oasis ofrecía testimonios de vida. Encontraron algo así como hydras –una suerte de vertebrados primitivos a medio camino entre la anémona del mar y la medusa– y determinaron que en la periferia del volcán submarino vivían moluscos en un completo tapiz de bacterias increíblemente resistentes que se alimentaban del metano expulsado de la corteza terrestre.
La imaginación de la naturaleza no tiene límites. El ejemplo de los grandes oasis volcánicos en el fondo de los abismos submarinos ha dado a algunos científicos la idea de que en el planeta Venus reinan condiciones similares.
APARICIONES Y DESAPARICIONES.
El registro de 20.000 especies de peces, en sus distintas variedades fundamentalmente obtenidas de expediciones submarinas, es infinitamente mayor que el de animales y vegetales terrestres. Se descubren novedades cada año. Bestezuelas que se creyeron desaparecidas durante siglos, reaparecen en las investigaciones. La especie de las celacantos, descubierta en 1938, había sido considerada desaparecida durante 70 millones de años. Este fósil viviente, es la representación del grupo animal que en la etapa de evolución de las especies, fue el punto de unión entre peces y vertebrados terrestres (reptiles, pájaros, mamíferos). Uno de sus venerables antecesores vive en la actualidad a 700 metros de profundidad en el sudoeste del océano Índico.
Las glándulas de los animales marinos, segregan moléculas de capacidades fantásticas y casi desconocidas. Ningún laboratorio de síntesis farmacológica podría imaginar los ingredientes de la farmacopea del siglo XXI, están en estos momentos bajo el mar. Una esponja de Nueva Caledonia estudiada en la actualidad por el laboratorio Rhone Pulenc, será explotada próximamente en la elaboración de drogas anticancerígenas.
Efectos inéditos de la tetrodoxima, de un pez globo japonés; es 100.00 veces más eficaz que la cocaína. Todos estos elementos autorizan a decir que, sin lugar a dudas, el poder químico del porvenir está en la mira de un fusil submarino.
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