domingo, 5 de junio de 2011

Los piedracelistas

Autora: Moarima de Semprún Donahue.
Fuente: “Américas”, Organización de los Estados Americanos, 1971.

Difícilmente se podría llamar a los autores agrupados bajo el nombre de Los Poetas de Piedra y Cielo una generación. En el orden literario, salvo en raras ocasiones, el concepto de generación no conviene utilizarlo, pues el mismo sentido de la palabra acarrea un sin fin de significados que no son propios de la idea expresada. Aquí estamos hablando de unos jóvenes colombianos que hacia mediados de la década de 1930, disgustados con los ismos literarios que habían surgido después de la Primera Guerra Mundial, decidieron dedicarse a escribir y defender lo que ellos consideraban era poesía pura. Cansados de intelectualismos, aburridos de metáforas tan oscuras que no parecían llegar a ninguna asociación de ideas y, sobre todo, hartos de juegos malabares con el idioma poético, decidieron volver a las fuentes eternas de la poesía y estudiar e imitar a los grandes poetas de habla española, desde Fray Luis de León y Luis de Góngora, hasta Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez.
Estos jóvenes universitarios tenían costumbre de reunirse después de sus clases en el café Victoria, ubicado en Bogotá, y al que acudían a diario periodistas, literatos y políticos. Las polémicas literarias que se iniciaban allí a menudo duraban hasta la madrugada y terminaban en casa de Jorge Rojas, uno de los del grupo, a donde solían acudir después de cerrarse el café.
En una de estas veladas descubrieron la Antología de la nueva poesía española publicada por Gerardo Diego en 1932, y, como dice Carlos Martín, eso “fue un acontecimiento decisivo en la vida de estos poetas”. Desde entonces las discusiones literarias se centraban en los escritores clásicos castellanos como Góngora, Quevedo y Garcilaso de la Vega y los contemporáneos suyos españoles e hispanoamericanos, Alberti, Neruda, Lorca, Machado, incluyendo al francés Valéry. Pero fue Juan Ramón Jiménez, defensor de la ya mencionada poesía pura, creador de una perfecta armonía y equilibrio en su lenguaje poético, quien les inspiró directamente, y adoptaron el nombre de Piedra y Cielo para denominar su conjunto de idealización poética: “En 1939 —escribe J. M. Álvarez D’Orsonville— encontramos en un libro de Juan Ramón Jiménez el motivo para la creación del vínculo que ató, en un solo haz, el recién llegado grupo de poetas bajo un mismo lema de combate: Piedra y Cielo”.
Los piedracelistas formaban un grupo con unidad de estilo e ideología. Respetaban formas y sintaxis, metros y estrofas, pero desdeñaban lo que ellos consideraban era el excesivo tradicionalismo de la poesía colombiana, queriendo renovar la forma de hacer verso, dando vitalidad y originalidad a un arte que parecía muerto, sin por ello lanzarse a excesos vanguardistas.
En los años del 30 al 40 de nuestro siglo, los poetas vigentes colombianos eran algunos gigantes como León de Greiff y Germán Pardo García, aunque no habían llegado entonces a la cumbre de su obra, y otros de algo menos mérito tales como Porfirio Barba Jacob, Rafael Maya y Eduardo Castillo. Pero quien presidía sobre todos ellos era “el pontífice intocable Guillermo Valencia, alta cifra del movimiento modernista encabezado por Darío”, según Carlos Martín.
Los piedracelistas encontraban que las letras colombianas se hallaban estancadas, pero reconocían que para llegar a la plenitud de su propósito, una renovación total, era necesario pasar por la dura y ardua labor del estudio sistemático de la poesía tradicionalista colombiana, otorgando el mérito debido a lo que en ella había de castizo y a su intensa vocación humorística.
Entre las varias influencias ya mencionadas que afectaron a los poetas de Piedra y Cielo, conviene añadir algunos otros poetas españoles peninsulares de los años 27 y 28: Jorge Guillén, García Lorca, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre y Luis Cernuda. También los europeos Rainer María Rilke y Melotz, e indirectamente, Eluard, T. S. Eliot, Breton, Aragón, Cocteau, Supervielle, Saint-John Perse y La Tour du Fin. En la América hispana, dos países, México y Chile, habían dado entonces poetas de la magnitud de Pellicer, Gorostiza, Villaurrutia, Neruda, Vicente Huidobro y Gabriela Mistral, quienes, indudablemente, influyen también en los jóvenes piedracelistas.
Lo que más unía a este grupo era su afán renovador e innovador. Sentían gran contacto con el pueblo, su lenguaje era humano, coloquial y narrativo; sus temas, cotidianos, lo que demuestra contraste con la poesía juanramoniana que se dirigía a la aristocrática minoría. Así, pues, aunque Juan Ramón haya sido el inspirador de forma y deseo de pura renovación, pronto se apartaron de su camino para realizar el suyo propio, y en el grupo surgió una individualidad de creación, incluso ingresando en otras formas literarias, tales como la crítica y el ensayo, en el caso de Eduardo Carranza, Tomás Vargas Osorio y Carlos Martín, o el teatro, al que se adscribió Jorge Rojas.
El promotor de los piedracelistas fue el antedicho Eduardo Carranza, pero quien verdaderamente les animó y dirigió fue Jorge Rojas. Además, la holgada posición económica de este último le permitió declararse como el mecenas del grupo. Según Carlos Martín, los primeros libros que se publicaron, hacia el año 1939, fueron: “La ciudad sumergida, de Rojas; Territorio amoroso, de Carlos Martín; Seis elegías y un himno, de Eduardo Carranza; Presagio de amor, de Arturo Camacho Ramírez; Regreso de la muerte, de Tomás Vargas Osorio; El ángel desalado, de Gerardo Valencia, y Habitante de su imagen, de Darío Samper. Quedó sin llegar a publicarse un libro de Aurelio Arturo”.
La publicación de sus primeras obras desconcertó a los lectores. Hubo quienes les criticaron despiadadamente, como fueron Juan Lozano y Guillermo Valencia, mientras que en su defensa salió la crítica de Jorge Zalamea y Javier Arango Ferrer.
En la actualidad, el grupo como tal no existe. Sólo ha quedado una unión espiritual y, en algunos casos, de amistad. Pero lo importante es que, en su original deseo de efectuar un cambio literario, despertaron un interés y una polémica en el arte poético colombiano que indujo a superar y embellecer con giros originales y expansivos una poesía que se hallaba en estado de decaimiento por hallarse, precisamente, suspendida sin esperanza de progreso en formas literarias.

AURELIO ARTURO.
El tema principal de la poesía de Aurelio Arturo es el amor a su tierra. Todas las frases poéticas hacen sentir su enamoramiento de los aspectos de la naturaleza colombiana —los ríos, las selvas, los montes, la sabana— y para ello se sirve de la mujer como símbolo de la naturaleza prodigiosa y todas sus manifestaciones:

Tierra buena, murmullo lánguido,
caricia, tierra casta
¿cuál tu nombre, tu nombre tierra mía;
tu nombre, Herminia, Marta?
yo amé un país que es una doncella

Así la mujer dócil, la mujer morena, son los valles, y la selva las mujeres mórbidas. Sentimos la caliente brisa del trópico en el aliento cálido de una boca femenina. Disfrutamos de la naturaleza virgen en la imagen de una mujer casta. El seno femenino son los valles y los montes. Los muslos sus llanuras.
La naturaleza se complace en ser amiga del hombre allá en la tierra del poeta, y el viento galopa, silba, juguetea, acaricia las vegas, los ríos, los árboles, las flores, los verdes prados, como un hombre enamorado. El poeta quiere ser viento. Convertirse en ese poder enigmático y recorrer la tierra que ama tanto, y al no poder ser viento, convierte su poesía en él:

He escrito un viento, un soplo vivo
del viento entre fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado
el viento; sólo un poco de viento.

La poesía de Arturo es dulce, límpida, parece flotar, despegarse de la tierra, pues aunque la canta, no se identifica con ella, es una ráfaga de aire puro. Podemos hallar cierta similaridad con la del español Jorge Guillén, pero éste es más profundo, su poesía más pensada, más inciertas sus imágenes.

ARTURO CAMACHO RAMÍREZ.
Según Anderson Imbert, el poeta Arturo Camacho Ramírez “representa más bien la vanguardia en América”. Aunque es verdad que hay ciertos dejos vanguardistas en su poesía, especialmente en “Biografía”, “Elegía de ángeles”, “Recorte de elegía”, “Movimiento de nubes” y “Exilio”, y sobre todo en muchos poemas que se encuentran en “Límites del hombre”, así como en el uso de imágenes repartidas al azar por su obra, no podemos estar completamente de acuerdo con el eminente crítico. El movimiento vanguardista era, en parte, un producto de la guerra mundial del catorce, y está en su apogeo entre los años 1918 y 1930, aproximadamente. Arturo Camacho tiene ocho años cuando empieza y únicamente veinte cuando comienza a decaer. Su primer libro de poemas, “Espejo de naufragios”, está editado en el año 1935. Parece, pues, que cuando él escribe lo hace en la última fase, podríamos decir en la cola del movimiento.
Para afirmar que un poeta representa una época literaria, habríamos de decir que toda su poesía está impregnada de ella, y esto no ocurre en la obra de Camacho Ramírez. Encontramos que el poeta ha sido influido, quizás en demasía, no por una sino por varias tendencias literarias y por estilos de otros autores; es un tanto copista. Necesitaba aventurarse en un campo original para dar auge y valor a su obra, y es nuestro parecer que lo ha conseguido en sus trabajos poéticos compilados en “Límites del hombre” y “La vida pública”, publicados en 1964 y 1962, respectivamente. Aquí ya vemos un poeta formado, seguro de sí mismo. Su lenguaje ha adquirido una fuerza reveladora de una poesía original y profunda. En el primer libro su tema principal es el mismo que abunda en toda la obra de Camacho Ramírez, la muerte. Pero en este conjunto de poemas traza una especie de trayectoria del hombre en su paso por la vida, su soledad, tristeza, amargura, desaliento, y todo ello va a parar a lo inevitable, el cesar de existir, lo que horroriza al poeta. Esta vista panorámica de la vida humana comienza en “Espejo de naufragios”, escrita con motivo de lanzar a la prensa, junto con sus compañeros piedracelistas, las primeras manifestaciones de este movimiento, y termina en “Límites del hombre”, que a nuestro entender es su última obra publicada.
En una especie de prólogo a la edición de “Límites del hombre” se personifica el autor en un ser, Ángel Babel, como lo había hecho en “Espejo de naufragios”, bajo el seudónimo de Caracolí sin Flor: “Un muchachito de la calle que me traía flores de caníbulo caídas en sus hombros y con ellas una ansia irresistible de cantar”. Ese niño que miraba al futuro como a un mundo en donde se sintiera su voz de poeta, por boca de Babel nos da un panorama de su vida con sus esperanzas y deseos sin cumplir, las frustraciones y amarguras y siempre las preguntas sin contestación.
De manera muy original y simbólica, nos introduce el poeta desde su primera poesía, “Comienzo de la sangre”, en lo que ha de ser la temática del libro. La sangre, en su carrera vertiginosa por las arterias inundando todos los huecos de nuestro cuerpo, provee al poeta con el símbolo perfecto de la trayectoria de la vida a la que nos hemos referido un poco antes:

Porque la sangre sabe secretos recorridos
desde un hueso a otro hueso,
del corazón al sexo,
del cerebro a las piernas, los dedos,
la garganta y los besos,
del parto hasta la muerte . .

Y en este camino le acompaña como fiel compañera la sombra malévola e inevitable de la muerte.
Simboliza al eterno tema de la muerte de varias maneras: el viento, que todo lo penetra; los ojos, que todo lo ven; el amor sexual de la mujer, que destroza al hombre consumiéndole hasta convertirle en ceniza; la ausencia de la amada, naufragios, flechas enfurecidas, brisas congeladas, hasta el recuerdo amargo de un asunto amoroso:

La muerte es dondequiera que tu recuerdo vibre
con sus golfos abiertos al corazón ahogado.

En el mismo acto creador de la vida, el poeta ve la muerte:

La muerte está entre tu sexo como una ostra fijada,
recogiendo la perla que brota de mi vida.

Así, pues, la trayectoria de la vida humana no es más que un sueño, a veces una pesadilla, el camino lento o fulminante del hombre lanzándose a un precipicio que le fascina y al mismo tiempo repele.

EDUARDO CARRANZA.
Eduardo Carranza es ensayista, conferenciante y crítico, pero ante todo es un poeta. “Canciones para iniciar una fiesta” fue su primer libro. La primera edición aparece en Bogotá en el año 1936, pero hay una segunda publicada en Madrid en 1953. En esta obra son evidentes los rasgos juveniles del autor, aunque ya había indicios del valor del germen poético que, indudablemente, le llevaría a ser uno de los más importantes poetas colombianos del siglo veinte.
Uno de los principales temas de las poesías de amor de Carranza —y éstas constituyen la mayor parte de su obra poética— es el canto a la muchacha adolescente, la niña que comienza a ser mujer, que incita con su temprana feminidad a los versos de amor y sensualidad.
La poesía de Eduardo Carranza nos recuerda a una melodía de Brahms, cuyos motivos son el paisaje soñador, el mar en calma, surtidores y manantiales de agua clara y fresca, reminiscencias de casidas y jarchas moras. Es una poesía tranquila cuyo ritmo sólo se altera con la tragedia de la muerte y el sufrimiento de la pérdida irremediable del ser amado:

Ausente. Ida. Por siempre,
como las miradas idas
con el agua y los reflejos.

A esto se une la nostalgia del olvido, la nostalgia del pasado, la soledad que dejó y la tristeza que inunda el corazón del poeta:

En el salón sin fondo de la ausencia
crece el lloroso musgo de olvidar
su risa…
Estás dormida. Sola. Lejanísima

Toda la obra de Carranza, ya sea en el campo de la prosa como en el de la poesía, denota su gran afinidad con la naturaleza, sintiendo especial atracción por los mares que bañan las costas colombianas.
Empezó su vida en otro mar, el de los Llanos Orientales, donde nació; y ahora, entrando en los cincuenta y seis años, quiere refugiarse en las orillas del mar donde encuentra felicidad, paz y tranquilidad para su espíritu inquieto: “... creo que a medida que envejecemos nos vamos entendiendo mejor con el mar. ‘Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar’, escribió, casi al final de los años, don Antonio Machado”.
Nació en un mar de tierra y quiere morir cerca de un mar de agua; como su poesía, que penetra hasta las raíces de la vegetación y se remonta a lo infinito, Carranza ha nacido de la tierra y quiere morir en las dulces aguas del espíritu.
Tres libros ha escrito Eduardo Carranza en prosa: “Ellas, los días y las nubes”, “El olvidado y Alambra” y “La poesía del heroísmo y la esperanza”. Los llamamos de prosa por consistir, principalmente, en una serie de conferencias, ensayos y artículos, pero es prosa poética y, además, mezclados en ella, incluye varios poemas. Carranza es todo un poeta y no puede escribir nada sin que en ello se advierta esta peculiaridad suya.
Con la publicación de “La poesía del heroísmo y la esperanza”, su último libro, y el esquema de los valores morales y literarios a los que se adscribe, Eduardo Carranza nos da a conocer cuán lejos se halla el hombre y su obra de los comienzos piedracelistas que en un principio le lanzaron al campo de la poesía; pero la idea iniciadora de renovación poética ha perdurado y triunfado.

JORGE ROJAS.
De todos los piedracelistas, es quizás Jorge Rojas el más adiestrado en la poesía pura, entendiendo por este vocablo una belleza lírica de lenguaje y forma, sin necesidad de mensaje o simbolización de ideas. Poetiza por amor al arte de los vates. Son sus versos de sensualidad delicada, en ellos canta al amor y a la patrias pero no todos son una sinfonía amorosa, sino que expresa una gran preocupación metafísica cuando se confronta con la angustia que supone el ser hombre: “Por qué soy como soy?” Le espanta confrontarse con la soledad que el ser humano siempre ha de experimentar alguna vez en la vida. Ya sea la soledad del ingenio, del pensamiento, de no ser comprendido o amado, o el estar apartado del ser querido: “Siempre la soledad está presente … cada cosa lleva su soledad tras la corriente…” “Cada instante que pasa, cada roce! del bien apetecido, queda lleno de soledad, al tránsito del goce”.
Pero es sobre todo en sus versos de amor y en los versos en que canta a su patria donde Rojas demuestra la fineza e ímpetu de su arte poético:

Perdóneme el Amor haberlo amado
en el azoro de pupilas húmedas;
en fáciles paréntesis de abrazo;
sobre entregados hombros que llevaron
sin devoción el peso de mi sangre.

Aunque en la poesía de Rojas no abunda el misterio, ni el enigma, ni pretende ser una poesía metafísica, debemos considerar bajo estas definiciones “La ciudad sumergida”, una de sus mejores producciones poéticas. En ella abundan las metáforas. Las ideas se desarrollan mediante un entrecruce de imágenes y alegorías. La vasta inmensidad marítima que encierra un sin fin de misterios es observada y comparada con la grandeza del corazón humano:

No quise ver el mar porque sabía
que el corazón humano más honda inmensidad
y olvidada del hombre me ofrecía.

No hay que olvidar otro aspecto de la versatilidad literaria de Jorge Rojas, que es su valor como dramaturgo, aunque, desafortunadamente, su única obra de teatro es “La doncella de agua”, estrenada en Bogotá en 1949. El estilo de la obra recuerda a “Bodas de sangre” de Federico García Lorca. También en los temas hay semejanza, el triunfo del amor adúltero que todo lo avasalla, para ser castigado al final. En una de las últimas escenas de ambas obras aparecen unas mujeres ancianas. En “La doncella de agua”, esta mujer representa la vida que lucha para no exterminarse. Las imágenes simbólicas de ambos autores son muy parecidas, aunque a veces difieran en el propósito simbólico.
Esta obrita de Rojas no carece de mérito, por el contrario se lee con gusto. Podríamos referirnos a “La doncella de agua” como un poema en prosa. Sin embargo, esperamos que ella abra un nuevo panorama en el campo futuro de producción teatral del autor, aunque, por desgracia, haya estado tan alejado de él estos últimos años.

DARÍO SAMPER.
Aunque en varias antologías literarias se incluye a Darío Samper como uno de los piedracelistas, no encontramos en su estilo poético ninguna de las características de poesía pura que parece prevalecer, en un principio, en este movimiento. Posiblemente el hecho de que escribió hacia la misma fecha que sus compañeros, los jóvenes poetas colombianos de los años 30 al 45, y que eran todos ellos camaradas en las letras, más el deseo de pertenecer a un grupo literario definido, hicieron que Samper fuera considerado como uno más de los piedracelistas.
Es su poesía de un estilo familiar y narrativo, imitación a menudo de García Lorca, como ocurre con “La voz del galerón llanero”, una imitación del “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías” del granadino. Hay varias otras manifestaciones de la influencia lorquiana en Samper, tales como el uso de la poesía de estilo romancero, con la diferencia de que Lorca, por lo general, emplea al gitano como su héroe, y Samper al indígena colombiano.
Admitimos que a Darío Samper no se le puede considerar como el mejor representante del grupo de Piedra y Cielo, ni el más artista, pero no por eso debemos pasar por alto su obra poética, pues tiene una gran fuerza descriptiva, mucha vitalidad y resonancia cuando recitada (otra similitud con Lorca), y hasta un deje suyo original por tratarse de una poesía arraigada a la tierra, y a la sangre que bañó esta tierra para hacerla libre.

GERARDO VALENCIA.
Gerardo Valencia puede clasificarse en el grupo de poetas influidos por el gran modernista Rubén Darío, aunque hay además otras influencias muy patentes en su obra y ellas son las de los castellanos Garcilaso de la Vega, Bécquer y Góngora. Valencia intenta en su poesía crear valores clásicos. Para él ésta representa, no un juego del lenguaje, sino un instrumento artístico y creador. Es la expresión de los sentidos, la desnudez del alma, por eso sus temas principales son aquellos que pertenecen a todo ser humano, el amor y el enigma metafísico:

Indago en las alturas. Nada.
Los astros se han callado.
Miro a la tierra. Nada.
Los gusanos se mueven sin rumor en las tumbas.
Y sin embargo los ojos están viendo.
Percibo los olores. Tacto.
Pasa el sabor sobre mi lengua.
Pero hay un gran silencio.
¿Es la presencia de Dios o Su Vacío?

TOMÁS VARGAS OSORIO.
Periodista, novelista, ensayista y poeta, Tomás Vargas Osorio sólo aportó al campo de la poesía veintiún poemas, uno de ellos, “Regreso de la muerte”, su contribución al campo piedracelista. Desgraciadamente nos ha sido imposible conseguir una copia de dicha publicación y por lo tanto nos hemos de limitar a hacer una crítica de Vargas Osorio como escritor de prosa en donde observamos marcada influencia de Balzac, Zweig y Dostoievski. Escribe para un grupo selecto de espíritus afines; no sabe, y probablemente no quiso, comunicarse con el pueblo.
La personalidad retraída, misántropa del joven escritor influyó mucho en sus escritos, principalmente en sus cuentos. Vivió constantemente en la sombra de la muerte temprana, pues tenía muy mala salud y, efectivamente, murió a los treinta y tres años. Ello hizo que hubiera siempre en sus escritos un deje de tristeza y soledad, y que el tema principal fuera la muerte, sabiendo, como sabía, que permanecería en el reino de los vivos por muy poco tiempo.
Escribe con sensibilidad y cierta originalidad, pero sin maestría. Notamos que la madurez, probablemente, le hubiera dotado de una fuerza reveladora de intimidad poética, cosa que rara vez logra en lo que actualmente se ha publicado de él, pero de cuya inspiración deja rasgos indiscutibles. Así, no sólo lamentamos su truncada vida mortal y literaria, sino el límite forzoso que se nos ha impuesto en la evaluación de su obra completa.
Nos queda por mencionar, para completar el ciclo piedracelista, a Carlos Martín y Antonio Llanos. El primero, crítico y poeta, consagrado a las letras de su patria y a difundirlas por el mundo. Ama a Colombia y escribe poesía realzando la belleza de la naturaleza de su país. Sus temas de irrealidad y humanidad no se contraponen sino que se complementan, dando a su poesía un contraste tan pronto de alturas espirituales y etéreas como de interrelaciones físicas, especialmente la sexualidad, donde los sentidos se aproximan y se disuelven espiritual y físicamente.
Antonio Llanos, quien a veces es incluido en el grupo de los piedracelistas, no pertenece a él a causa de sus ideologías poéticas, pues se encuentran demasiado cerca del “cielo” y no de la “piedra”. Se remonta a la poesía espiritual y mística, separándose así de sus compañeros que tienen los pies firmes en la tierra y lo que ésta puede
ofrecerles para poetizar.

(Moraima de Semprún Donahue ha sido profesora de Literatura Española en el Nazareth College de Rochester, estado de Nueva York. Actualmente prepara su tesis doctoral en la George Washington University sobre el poeta español contemporáneo Blas de Otero).

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