martes, 17 de julio de 2012

Churchill – parte 2 de 6

 
Rasgos y semblanza de un estadista que con su genio tuvo influencia decisiva sobre el curso de un tiempo histórico trascendental a mediados del siglo XX.

DOS NUEVAS ETAPAS MILITARES: LA INDIA Y EL SUDAN.
Sólo seis meses resistió en Londres Winston Churchill. Luego, incorporado de nuevo a su regimiento, volvió a partir, esta vez rumbo a la India. Una vez allí, aprovechó las largas y vacías jornadas de la guarnición para incrementar sus conocimientos. Lee desde Platón y Aristóteles hasta Darwin; desde Montaigne a Macaulay; estudia con tenacidad y se sobrepone animoso a los momentos de desfallecimiento.
Pero Churchill es ante todo un guerrero y busca todas las ocasiones propicias para demostrar su valor. Lucha en la frontera afgana junto al 31º Regimiento de Infantería del Pundjab y luego en las alturas de Malakand, en una expedición contra los rebeldes “patanes”. Más tarde aprovechó los numerosos ratos libres que le dejaban sus deberes militares en Bangalore, donde se encontraba su unidad de guarnición, para volver a mandar crónicas periodísticas a Londres, al mismo tiempo que escribía su primer libro: The Malakand Field Force, con el que obtuvo un gran éxito literario y económico.
Un año después, deseoso de incorporarse a las fuerzas de lord Kitchener que combatían en el Sudán, debe vencer la decidida resistencia de este general que no quiere ver en sus filas a “escritores como el segundo teniente Churchill”. Winston busca recomendaciones, convence incluso para que medie por él al primer ministro, lord Salisbury, impresionado por los relatos del joven en el libro sobre las fuerzas que lucharon en el paso de Malakand. Por fin, Churchill consigue obtener una plaza en el 21º Regimiento de Lanceros, a condición de sufragar sus propios gastos y renunciar a cualquier indemnización en caso de resultar herido o muerto durante la campaña.
Las aventuras abundan en el Sudán y le proporcionan tema sobrado para sus crónicas ya que, nuevamente, ha logrado persuadir al director de un periódico para que le nombre corresponsal de guerra y ayudarle así a sufragar sus gastos. Como culminación de la campaña, Churchill está presente en la batalla de Omdurman, la última carga de caballería de la historia militar británica, en la que cuatrocientos lanceros se lanzaron al galope contra los fanáticos derviches de El Madhi.
“Vi que un hombre se tiraba al suelo delante de mí —escribiría más tarde Churchill—. Al mismo tiempo observé el brillo de un sable curvo dispuesto a cortarme el muslo. Pude poner el caballo fuera de su alcance e inclinarme sobre él para dispararle tres tiros casi a bocajarro. Al enderezarme en la silla vi ante mí a otro hombre con el sable levantado. Disparé contra él a tan corta distancia que el cañón del arma alcanzó a golpearle… ¿Dónde estaban los soldados? ¿Dónde se encontraba mi escuadrón? No pude ver ni un solo oficial o soldado en cien metros a la redonda. Miré hacia los derviches. Vi a dos o tres de ellos que, echados en el suelo, me apuntaban con sus rifles. Y por primera vez en aquella mañana tuve miedo. Me sentí completamente solo. Pensé que aquellos hombres dispararían contra mí y que los del resto de la manada me devorarían como lobos...”
Pero Winston Churchill no fue devorado. Volvió a Inglaterra con la aureola de héroe. Escribió otro libro, The River War, con sus experiencias bélicas en los arenales del desierto y se creyó ya preparado para iniciar una brillante carrera política. El bravo militar quería convertirse en irresistible tribuno.
Elige para dar su primera batalla el distrito de Oldham, donde se presenta como candidato conservador en las elecciones parciales celebradas allí en el año 1899. A pesar de su juventud e inexperiencia política no hace mala elección, pero es derrotado por Walter Runciman. Churchill, de naturaleza optimista, no se descorazona por ello y al felicitar a su rival triunfante le dice: “Ya se oirá hablar de mi en el futuro”.

PRISIONERO .EN ÁFRICA DEL SUR.
Retirado de la milicia y vencido en sus primeros escarceos políticos, el joven Churchill vuelve al campo donde ya ha cosechado prometedores éxitos: el periodismo. Sus crónicas desde la India habían tenido una muy favorable acogida en las páginas del “Daily Telegraph” y del “Pioneer”, y su talento de narrador había brillado en sus artículos sobre la campaña del Nilo publicados en el “Morning Post”. Y es este último diario el que le propone enviarle de corresponsal de guerra a África del Sur, donde los bóers luchaban valientemente por su independencia. Con los gastos pagados y el entonces fabuloso sueldo de doscientas cincuenta libras esterlinas al mes, Winston parte hacia aquellas latitudes.
Como en Cuba, también su gran aventura sudafricana sucede en noviembre. Un tren blindado en el que viajaba sufre una emboscada por parte de los bóers. Tras la confusión de los primeros momentos, Churchill, casi sin darse cuenta, toma el mando y durante más de una hora dirige la defensa del tren, hasta que agotadas todas las posibilidades se ve obligado a rendirse.
Al ser apresado, el osado corresponsal del “Morning Post” se vio en un verdadero aprieto. Con una estricta aplicación de la ley marcial hubiera podido ser sumariamente ejecutado al tomar parte en una batalla no obstante su condición civil. Afortunadamente para él, los bóers decidieron internarlo en un campo de prisioneros en Pretoria.
Pero el cautiverio no estaba hecho para él. A pesar de que la frontera más cercana, la portuguesa Mozambique, se encontraba a casi quinientos kilómetros de distancia, no tardó en planear la fuga. Una noche escala las alambradas que rodean el campo y arrastrándose por el suelo logra pasar sin ser descubierto entre los centinelas que vigilaban cada veinte metros. Su suerte no le abandona ni un solo momento y consigue lo imposible: sin medios, en un país desconocido y hostil llega a atravesar la frontera y entrar en territorio portugués.
Entre tanto, las noticias de su fuga habían llegado a Inglaterra al mismo tiempo que las afirmaciones de los bóers de que sería fusilado en cuanto se le aprehendiera nuevamente, cosa que, en ese momento, nadie dudaba. Los bóers anunciaron por medio de carteles que recompensarían en veinticinco libras esterlinas a quien capturara vivo o muerto al evadido. La descripción que de él se daba era la siguiente:
“Inglés, de veinticinco años de edad. Estatura aproximada: cinco pies, ocho pulgadas. Tipo corriente. Anda inclinado hacia adelante. Tez pálida, cabello castaño rojizo. Lleva bigote apenas perceptible, habla con sonido nasal y pronuncia la letra “S” con dificultad”.
La novelesca fuga, culminada con tan increíble éxito, le convirtió en un verdadero héroe nacional a su regreso a la patria. Pero la popularidad no pudo detenerlo en Londres. Con el fin de seguir haciendo un vívido relato de la campaña y poder volver junto a sus camaradas de armas, fue nombrado oficial de la Caballería Ligera sudafricana. De nuevo en el frente toma parte en la batalla de Spion Kop; es de los primeros que entran en la sitiada Ladysmith; recorre Johannesburgo en bicicleta el mismo día en que cae en manos inglesas y penetra el primero en Pretoria para liberar a sus antiguos compañeros del campamento de prisioneros de guerra.
El mito ha nacido. Regresa en triunfo, una vez más, a Inglaterra. Llega a tiempo de participar en la lucha electoral. Ya nadie duda que haya rival que se le resista. Si el joven Winston Churchill quiere entrar en la Cámara de los Comunes no habrá nada ni nadie que se lo impida.

DIPUTADO CONSERVADOR Y MINISTRO LIBERAL.
Como una simbólica revancha, Winston Churchill vuelve a presentarse en el distrito de Oldham como candidato conservador a un escaño en la Cámara. Y como todos esperan, sale elegido. Estamos en el año 1900 y se inicia así la más espectacular carrera parlamentaria de Inglaterra, una carrera triunfal pero no exenta de derrotas sonadas; admirada y al mismo tiempo sujeta a las más duras críticas; encomiable y a la vez con la tara de importantes errores. Pero así y todo, única.
El 13 de mayo de 1901 pronunció su primer discurso parlamentario. Sus palabras fueron seguidas con interés por todos los miembros de la Cámara de los Comunes. ¡Quién habría de imaginar en ese momento que las palabras del flamante diputado iban a ser proféticas! Con gesto sobrio y acento emocionado, Churchill dijo:
“Una nueva guerra europea concluirá con la ruina del vencido y con el no menos fatal agotamiento del vencedor. La democracia es más vengativa que los gabinetes. La guerra de los pueblos será más terrible que la guerra de los reyes”.
El nuevo siglo era una época adecuada a un político del temperamento de Churchill. Había comenzado la era eduardiana. En los últimos años del reinado de la Reina Victoria había una nueva clase de industriales, de propietarios de minas, de hombres nuevos que rivalizaron pronto en poder con la vieja aristocracia.
Churchill, con finísimo instinto político, pronto adivinó de dónde soplaban los nuevos vientos. Independiente de presiones exteriores y esclavo de sus propias convicciones, no dudó jamás en despreciar una disciplina de partido para la que nunca estuvo hecho. Años después, a uno que le acusaba de haber mudado tantas veces de bandera política, le contestó con firmeza:
“Mejorar es cambiar; llegar a ser perfecto significa haber cambiado muchas veces”.
En realidad, no había nacido para ser un gregario; creía solamente en un partido de un solo miembro: el partido de Churchill. Y así llegó su primera tormenta política.
En 1903, Joseph Chamberlain, de regreso de un viaje por Sudáfrica, arrojó en los medios parlamentarios una bomba de extraordinaria violencia: la afirmación hecha a sus electores de Birmingham de que era partidario de un sistema proteccionista destinado a favorecer a los productores del Imperio frente a la concurrencia de la industria extranjera. El discurso de Chamberlain sacudió profundamente al partido conservador, al que amenazaron graves escisiones. Churchill fue uno de los que con más dureza criticó la nueva orientación partidaria. Las diferencias llegaron a agudizarse tanto que un día que el joven representante de Oldham se disponía a hablar en la Cámara, Balfour, entonces ya primer ministro, abandonó el recinto a la cabeza de doscientos cincuenta diputados conservadores para no oírle.
Churchill no se amilanó por la multitudinaria condena. “Gracias a Dios tenemos un partido liberal”, comentó, y cruzando la sala se dirigió a los escaños de los “wighs” entre los que se sentó.
Años antes, lord Randolph Churchill había abandonado su brillante carrera política por disentir de la orientación seguida por el partido. Ahora, su hijo, más joven o más práctico, se limitaba a abandonar ese partido. Corría el año 1904.
Dos años después, Churchill es elegido diputado, ya por el partido liberal, en el distrito noroccidental de Manchester, y los liberales, que acaban de ascender al poder, le nombran subsecretario de Colonias en el Gobierno de Campbell-Bannerman.
Discutido, admirado, blanco de crítica y aplausos, Churchill sigue como un meteoro su camino hacia la cumbre. En 1908 es ya presidente del Board of Trade —ministro de Comercio—. Aún no tiene treinta y cuatro años cumplidos y ha llegado al final de su primera etapa política: la entrada en el Gabinete.
Todo le sonríe. Hasta el amor. Ese mismo año se casa con Clementina Hozier.

UNA COMPAÑERA IDEAL PARA EL NIÑO TERRIBLE DE LA POLÍTICA.
Por aquella época, Winston Churchill era lo que se llama un buen partido. Familia de abolengo, sólida posición, magnífica carrera y aún más brillante porvenir eran razones suficientes para convertirse en el yerno deseado de muchas madres inglesas. Pero todas coincidían en lo mismo: a los treinta y cuatro años de edad, el joven parecía un hueso duro de roer. Los hechos, sin embargo, desmintieron esta leyenda. Churchill aguardaba a la mujer de su vida.
Se llamaba Clementina Hozier y pertenecía a una noble familia empobrecida por circunstancias adversas. Su madre, lady Blanche Hozier, hija del conde de Airlie, era viuda. En su dura lucha para mantener las apariencias que les correspondían por su rango familiar, Clementina llegó incluso, algo inusitado en aquella época para una muchacha de tal posición, a dar lecciones de francés y a hacer de dama de compañía de una vieja dama.
Los dos jóvenes se conocieron en un baile dado por la abuela de ella, la condesa de Airlie. Era la primavera de 1908. Clementina llevaba un precioso vestido, regalo de la condesa. Fue la admiración de la fiesta y el golpe de gracia para el joven político.
Churchill no perdió el tiempo. Escribió a su primo el duque de Marlborough para hacer que invitara a Clementina y a su madre a pasar unos días al palacio de Blenheim. Allí, un día de agosto, a la sombra de un templete griego que se levantaba a orillas de un lago, Winston se declaró y fue aceptado. La madre de Churchill acogió con los brazos abiertos a la prometida de su hijo; la conocía desde que era niña y la apreciaba muchísimo.
Un mes después, un público numerosísimo se agolpaba ante la iglesia de Santa Margarita de Westminster para contemplar a los novios. Esa misma mañana, un correo del palacio real de Buckingham había entregado en la residencia del novio el regalo enviado por el Rey Eduardo VII: un bastón de oro grabado con las armas de los Marlborough y las iniciales “W. L. S. C.” que correspondían al nombre completo del contrayente, Winston Leonard Spencer Churchill. La anécdota curiosa de la sonada boda: el hecho de que el oficiante de la ceremonia fuera el obispo de St. Asaph, que precisamente, pocos días antes, había tenido una durísima discusión política con Churchill.
Después, el viaje de novios a Italia, a orillas del lago Mayor, y a Moravia. El famoso soldado y no menos popular político iniciaba una nueva vida. En la autobiografía que escribió entre ambas guerras mundiales, Churchill terminaba así: “... luego me casé y fui desde entonces muy feliz”. Una sencilla frase que resume una larga y venturosa vida en común.
Al consolidarse los liberales en el poder, Churchill es nombrado ministro del Interior. Como en su anterior puesto en la cartera de Comercio, el nuevo ministro vuelca su interés en el tema social, promoviendo una extensa legislación en ese campo. Hace implantar la Ley de Juntas Comerciales, establece un jornal mínimo en algunas industrias tristemente famosas por sus bajos salarios, crea las bolsas de trabajo, hace aprobar la Ley de Tiendas...
Influido quizá por su formación castrense, Churchill da a su política ministerial, en lo relativo al mantenimiento del orden, un cierto matiz militar. Por aquella época los disturbios obreros estaban a la orden del día, y el ministro del Interior estaba facultado para movilizar al Ejército si para dominar los desórdenes era necesaria tal medida.

MINISTRO DEL INTERIOR,  CONTRA LOS ANARQUISTAS.
La pasión de Churchill por lo melodramático se hizo evidente en un suceso cuyos detalles dieron la vuelta al mundo y fue motivo para que muchos ridiculizaran su gestión. En la mañana del 3 de enero de 1911, mientras se estaba bañando, Churchill fue llamado con urgencia al teléfono. Envolviéndose en una toalla, acudió inmediatamente al aparato. Una voz excitada le informó que una partida de anarquistas, capitaneada por un tal Pedro “El pintor”, se habla refugiado en una casa de Sidney Street desde donde disparaba furiosamente contra los policías que cercaban el edificio.
El ministro cursó rápidas órdenes enviando al lugar un batallón de la Guardia Escocesa y ¡dos cañones de campaña! Luego, Churchill en persona acudió a Sidney Street donde le sorprendió un fotógrafo, asomándose en una esquina, rodeado de soldados y policías, como dirigiendo una sangrienta batalla en toda regla. La instantánea conseguida por aquel reportero gráfico, en la que se ve a Churchill con sombrero de copa y un elegante abrigo con cuello de pieles, hizo reír a la oposición por el desusado despliegue ante un suceso sin mayor trascendencia. Arthur Balfour, el líder conservador comentó en plena Cámara: “Comprendo qué hacía allí un fotógrafo; lo que no logro entender es el papel que desempeñaba en aquel lugar el señor ministro del Interior”.

(Continuará…)

Fuente: Rafael de Góngora. “Churchill”. Revista “Los Protagonistas de la Historia”.

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