martes, 29 de diciembre de 2009

Raza de bronce

La literatura boliviana siempre ha aportado personalidades y obras de verdadero alto nivel al contexto americano y mundial. Varias de ellas merecen contarse entre los modelos de su género, autores como Franz Tamayo, el insigne, Gregorio Reynolds, Ricardo José Bustamante, María Josefa Mujía, Ricardo Jaimes Freyre, Adolfo Costa du Rels, Ramiro Condarco Morales o Pedro Shimose, por citar algunos, figuran con mérito propio en antologías y compilaciones, enalteciendo a las letras de habla hispana.
Alcides Arguedas es considerado un verdadero pionero de la corriente en su tiempo denominada “indigenista” de la literatura americana, inscrita dentro del realismo narrativo que llegó a influir poderosamente en sociología, antropología y, cuándo no, política.
Compuesta sobre la base de un novelín suyo anterior, “Wata-Wara”, Arguedas pinta con singular realismo el despertar hacia una realidad social que a inicios del siglo XX aun permanecía hundido en una suerte de enclave medieval cuya huella aun hoy no puede desaparecer del todo, haciéndolo en un estilo lleno de metáforas no sólo expresivas sino también emotivas, llenas de plasticidad lingüística, trasfondo existencial profundo, cuestionamientos trascendentales, a través de episodios, escenas y actitudes ante las que no se puede permanecer indiferente,.
Gracias a esta novela hoy se puede valorar la situación de un país que en esa época, a casi un siglo de haber logrado su emancipación política, no acertaba a siquiera comenzar a construir su identidad auténtica, encerrando aun contradicciones en las que, como siempre, los humildes llevan la peor parte. Su realismo, a momentos cruel y apasionado, le ha valido a Arguedas críticas y cuestionamientos ácidos, especialmente ideológicos y políticos. Sin embargo, nadie se ha animado –además no lo podría- a cuestionar su visión casi fotográfica de una desigualdad social, de la que muchos no podían hablar, porque no les estaba permitido, y que algunos pocos preferían ignorar, porque no les convenía.
Por la estela de “Raza de Bronce” transitaron luego las letras de Botelho Gosálvez, Mendoza, Guzmán, Céspedes, Paredes y otros más, por lo que esta novela tiene el mérito, no sólo en Bolivia sino en la literatura hispana en general, de haber abierto el camino temático cada vez más cercano a la situación y cotidianidad de la gente, sin desdeñar por ello, empero, el eterno manantial de la fantasía, la emotividad y la inspiración propios de ese hermoso país llamado Literatura.
En lo estético, “Raza de Bronce” tiene atributos que la convierten en ejemplo didáctico a estudiar en las aulas; su estilo, estructura narrativa, recursos expresivos, complejidad argumental, casi todo, invitan a leerla y releerla. Para muestra, baste su página inicial:

“El rojo dominaba en el paisaje.
Fulgía el lago como un ascua a los reflejos del sol muriente, y, tintas en rosa, se destacaban las nevadas crestas de la cordillera por detrás de los cerros grises que enmarcan al Titicaca, poniendo blanco festón a su cima angulosa y resquebrajada, donde se deshacían los restos de nieve que recientes tormentas acumularon en sus oquedades.
De pie sobre un peñón enhiesto, en la última plataforma del monte, al socaire de los vientos, avizoraba la pastora los flancos abruptos del cerro, y su silueta se destacaba nítida sobre la claridad rojiza del crepúsculo, acusando los contornos armoniosos de su busto.
Era una india fuerte y esbelta. Caíale la oscura cabellera de reflejos azulinos en dos gruesas trenzas sobre las espaldas, y un sombrerillo pardo con cinta negra le protegía el rostro requemado por el frío y cortante aire de la sierra. Su saya de burda lana oscilaba al viento, que silbaba su eterna melopea en los pajonales crecidos entre las hiendas de las rocas, y era el solo ruido que acompañaba el largo balido de las ovejas.
Inquieta, escudriñaba la zagala.
No ha rato, al reunir su majada para conducirla al redil, había echado de ver que faltaba uno de sus carneros, y aunque no temía la voracidad de ninguna fiera ni la rapacidad de malhechores, recelaba que fuese incorporado a los hatos de la hacienda colindante, hechos a merodear en los flancos de la colina a orillas del lago o a la vera de los linderos marcados por hitos de adobes o pircas de rocalla, y ya harto conocía el ingrato rondar por entre gente agriada con pleitos, a cada instante suscitados por la posesión de ejidos que los terratenientes aún no habían deslindado.
La noche se echaba encima y pronto se haría difícil ordenar la marcha del rebaño. Al pensar en esto, dejó la zagala sus ovejas bajo el ojo vigilante de Leke, el lanudo y pequeño can, y se dirigió a las rocas que en gradiente coronaban la cima del cerro, cuyos flancos se bañan por un lado en la transparente linfa del lago, y del otro, se tienden con suave declive hacia la llanura, limitada a lo lejos por colinas chatas y altozanos y surcada en medio por la quiebra de un río.
Volvió a trepar a lo alto de una empinada roca, y desde esa atalaya tendió los ojos en torno.
El lago, desde esa altura, parecía una enorme brasa viva. En medio de la hoguera saltaban las islas como manchas negras, dibujando admirablemente los más pequeños detalles de sus contornos; y el estrecho de Tiquina, encajonado al fondo entre dos cerros que a esa distancia fingían muros de un negro azulado daba la impresión de un río de fuego viniendo a alimentar el ardiente caudal de la encendida linfa. La llanura, escueta de árboles, desnuda, alargábase negra y gris en su totalidad. Algunos sembríos de cebada, ya amarillentos por la madurez, ponían manchas de color sobre la nota triste y opaca de ese suelo casi estéril por el perenne frío de las alturas. Acá y allá, en las hondonadas, fulgían de rojo los charcos formados por las pasadas lluvias, como los restos de un colosal espejo roto en la llanura.”

Para acceder al contenido original y completo de esta obra, sólo se debe hacer clic aquí ----->: http://www.mediafire.com/?0egdndgzmi2

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