Historia de la filosofía – parte 01
Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de da Revista De Occidente – Madrid – 1978.
PRÓLOGO DE XAVIER ZUBIRI
EPÍLOGO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET
A la memoria de mi maestro, D. MANUEL GARCÍA MORENTE, que fue Decano y alma de aquella Facultad de Filosofía y Letras donde yo conocí la Filosofía.
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN.
Con el mayor cariño, querido Marías, accedo a presentar al público español este libro, que destina a esa juventud de que todavía casi forma usted parte. Y el cariño se funde con la satisfacción honda de sentir que las palabras de una cátedra no han caído totalmente en el vacío, sino que han servido para nutrir en parte una vida intelectual que emerge llena de entusiasmo y lozanía, y se afirma flotando por encima de todas las vicisitudes a que el planeta se halla sometido. Asistí a sus primeras curiosidades, guié sus primeros pasos, enderecé algunas veces sus senderos. Al despedirme de usted, ya en vías de madurez, lo hice con la paz y el sosiego de quien siente haber cumplido una parcela de la misión que Dios le asignó en este mundo.
Pero me disculpará usted que este orgullo vaya nimbado por las olas de terror que invaden a quien tiene quince años más que usted. Terror de ver, en algunas partes, estampados pensamientos que pudieran haber servido en su hora en una cátedra o en el diálogo de un seminario, pero que, faltos de madurez, no iban destinados a un público de lectores. Algunos, tal vez ya no los comparta; me conoce usted lo suficiente para que ello no le extrañe. Estuve a punto varias veces de dejar correr mi pluma en el margen de sus cuartillas. Me detuve. Decididamente, un libro sobre el conjunto de la historia de la filosofía quizá solo pueda escribirse en plena muchachez, en que el ímpetu propulsor de la vida puede más que la cautela. Simpático gesto de entusiasmo; en definitiva, ello es de esencia del discipulado intelectual.
Su obra tiene, además, raíces que hacen revivir mis impresiones de discípulo de un maestro, Ortega, a cuyo magisterio debo también yo mucho de lo menos malo de mi labor.
Pero todo ello no son sino las raíces remotas de su libro. Queda el libro mismo; multitud de ideas, la exposición de casi todos los pensadores y aun la de algunas épocas, son obra personal de usted. Al publicarlo tenga la seguridad de que pone en manos de los recién llegados a una Facultad de Filosofía un instrumento de trabajo de considerable precisión, que les ahorrará búsquedas difíciles, les evitará pasos perdidos en el vacío y, sobre todo, les hará echar a andar por el camino de la filosofía. Cosa que a muchos parecerá ociosa, sobre todo cuando por añadidura se dirige la mirada hacia el pasado: ¡una historia..., ahora que el presente apremia, y una historia de la filosofía..., de una presunta ciencia, cuyo resultado más palmario es la discordancia radical tocante a su propio objeto!
Sin embargo, no hay que precipitarse.
La ocupación con la historia no es una simple curiosidad. Lo sería si la historia fuera una simple ciencia del pasado. Pero:
1.º La historia no es una simple ciencia.
2.º No se ocupa del pasado en cuanto ya no existe.
No es una simple ciencia, sino que existe una realidad histórica. La historicidad es, en efecto, una dimensión de este ente real que se llama hombre.
Y esta su historicidad no proviene exclusiva ni primariamente de que el pasado avanza hacia un presente y lo empuja hacia el porvenir. Es esta una interpretación positivista de la historia, absolutamente insuficiente. Supone, en efecto, que el presente es sólo algo que pasa, y que el pasar es no ser lo que una vez fue. La verdad, por el contrario, consiste más bien en que una realidad actual –por tanto, presente–, el hombre, se halla constituida parcialmente por una posesión de sí misma, en forma tal, que al entrar en sí se encuentra siendo lo que es, porque tuvo un pasado y se está realizando desde un futuro. El “presente” es esa maravillosa unidad de estos tres momentos, cuyo despliegue sucesivo constituye la trayectoria histórica: el punto en que el hombre, ser temporal, se hace paradójicamente tangente a la eternidad. Su íntima temporalidad abre precisamente su mirada sobre la eternidad. La definición clásica de la eternidad envuelve, en efecto, desde Boecio, además de la interminabilis vitae, de una vida interminable, la total simul et perfecta possessio. Recíprocamente, la realidad del hombre presente está constituida, entre otras cosas, por ese concreto punto de tangencia cuyo lugar geométrico se llama situación. Al entrar en nosotros mismos nos descubrimos en una situación que nos pertenece constitutivamente y en la cual se halla inscrito nuestro peculiar destino, elegido unas veces, impuesto otras. Y aunque la situación no predetermina forzosamente ni el contenido de nuestra vida ni de sus problemas, circunscribe evidentemente el ámbito de estos problemas y, sobre todo, limita las posibilidades de su solución. Con lo cual la historia como ciencia es mucho más una ciencia del presente que una ciencia del pasado.
Por lo que hace a la filosofía, es ello más verdad que lo que pudiera serlo para cualquier otra ocupación intelectual, porque el carácter del conocimiento filosófico hace de él algo constitutivamente problemático. “El saber que se busca” la llamaba casi siempre Aristóteles. Nada de extraño que a los ojos profanos este problema tenga aires de discordia.
En el curso de la historia nos encontramos con tres conceptos distintos de filosofía, que emergen en última instancia de tres dimensiones del hombre:
1.º La filosofía como un saber acerca de las cosas.
2.º La filosofía como una dirección para el mundo y la vida.
3.º La filosofía como una forma de vida y, por tanto, como algo que acontece.
En realidad, estas tres concepciones de la filosofía, que corresponden a tres concepciones distintas de la inteligencia, conducen a tres formas absolutamente distintas de la intelectualidad. De ellas ha ido nutriéndose sucesiva o simultáneamente el mundo, y a veces hasta el mismo pensador. Las tres convergen de una manera especial en nuestra situación, y plantean de nuevo en forma punzante y urgente el problema de la filosofía y de la inteligencia misma. Estas tres dimensiones de la inteligencia nos han llegado tal vez dislocadas por los cauces de la historia, y la inteligencia ha comenzado a pagar en sí misma su propia deformación. Al tratar de reformarse reservará seguramente para el futuro formas nuevas de intelectualidad. Como todas las precedentes, serán asimismo defectuosas, mejor aún, limitadas, lo cual no las descalifica, porque el hombre es siempre lo que es gracias a sus limitaciones, que le dan a elegir lo que puede ser. Y al sentir su propia limitación, los intelectuales de entonces volverán a la raíz de donde partieron, como nos vemos retrotraídos hoy a la raíz de donde partimos. Y esto es la historia: una situación que implica otra pasada como algo real que está posibilitando nuestra propia situación.
La ocupación con la historia de la filosofía no es, pues, una simple curiosidad; es el movimiento mismo a que se ve sometida la inteligencia cuando intenta precisamente la ingente tarea de ponerse en marcha a sí misma desde su última raíz. Por esto la historia de la filosofía no es extrínseca a la filosofía misma, como pudiera serlo la historia de la mecánica a la mecánica. La filosofía no es su historia; pero la historia de la filosofía es filosofía; porque la entrada de la inteligencia en sí misma en la situación concreta y radical en que se encuentra instalada es el origen y la puesta en marcha de la filosofía. El problema de la filosofía no es sino el problema mismo de la inteligencia. Con esta afirmación, que en el fondo remonta al viejo Parménides, comenzó a existir la filosofía en la tierra. Y Platón nos decía por esto que la filosofía es un silencioso diálogo del alma consigo misma en torno al ser.
Con todo, difícilmente logrará el científico al uso librarse de la idea de que la filosofía, si no en toda su amplitud, por lo menos en la medida en que envuelve un saber acerca de las cosas, se pierde en los abismos de una discordia que disuelve su propia esencia.
Es innegable que, en el curso de su historia, la filosofía ha entendido de modos muy diversos su propia definición como un saber acerca de las cosas. Y la primera actitud del filósofo ha de consistir en no dejarse llevar de dos tendencias antagónicas que surgen espontáneamente en un espíritu principiante: la de perderse en el escepticismo o la de decidirse a adherirse polémicamente a una fórmula con preferencia a otras, tratando incluso de forjar una nueva. Dejemos estas actitudes para otros. Al recorrer este rico formulario de definiciones, no puede menos de sobrecogernos la impresión de que algo muy grave late bajo esta diversidad. Si realmente tan distintas son las concepciones de la filosofía como un saber teorético, resultará claro que esa diversidad significa precisamente que no sólo el contenido de sus soluciones, sino la idea misma de filosofía, continúa siendo problemática. La diversidad de definiciones actualiza ante nuestra mente el problema mismo de la filosofía, como un verdadero saber acerca de las cosas. Y pensar que la existencia de semejante problema pudiera descalificar al saber teorético es condenarse a perpetuidad a no entrar ni en el zaguán de la filosofía. Los problemas de la filosofía no son en el fondo sino el problema de la filosofía.
Pero quizá la cuestión resurja con nueva angustia al tratar de precisar la índole de este saber teorético. No es una cuestión nueva. De tiempo atrás, desde hace siglos, se ha formulado la misma pregunta con otros términos: ¿posee carácter científico la filosofía? No es indiferente, sin embargo, esta manera de presentar el problema. Según ella, el “saber de las cosas” adquiere su expresión plenaria y ejemplar en la que se llama un “saber científico”. Y este supuesto ha sido decisivo para la suerte de la idea de filosofía en los tiempos modernos.
Bajo formas diversas, en efecto, se ha hecho observar repetidas veces que la filosofía está muy lejos de ser una ciencia; que en la mejor de las hipótesis no pasa de ser una pretensión de ciencia. Y ello, sea que conduzca a un escepticismo acerca de la filosofía, sea que conduzca a un máximo optimismo acerca de ella, como acontece precisamente en Hegel, cuando, en las primeras páginas de la Fenomenología del espíritu, afirma rotundamente que se propone “colaborar a que la filosofía se aproxime a la forma de ciencia..., a mostrar que la elevación de la filosofía a ciencia está en el tiempo”; y cuando más tarde repite resueltamente que es menester que la filosofía deje una vez por todas de ser un simple amor de la sabiduría para convenirse en una sabiduría efectiva. (Para Hegel, “ciencia” no significa una ciencia en el mismo sentido que las demás).
Con propósito diverso, pero con no menor energía, en las primeras líneas del prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, comienza Kant diciendo lo siguiente: “Si la elaboración de conocimientos... ha emprendido o no el seguro camino de una ciencia, es cosa que se ve pronto por los resultados. Si después de muchos preparativos y aderezos, en cuanto comienza con su objeto queda detenida, o si para lograrlo necesita volver una y otra vez al punto de partida y emprender un nuevo camino; igualmente si tampoco es posible poner de acuerdo a los distintos colaboradores acerca de la manera como ha de conducirse esta labor común, se puede tener entonces la firme persuasión de que semejante estudio no se halla ni de lejos en el seguro camino de una ciencia, sino que es un simple tanteo...” Y a diferencia de lo que acontece precisamente en la lógica, en la matemática, en la física, etcétera, en metafísica el “destino no ha sido tan favorable que haya podido emprender el seguro camino de la ciencia, a pesar de ser más antigua que todas las demás”.
Hace un cuarto de siglo que Husserl publicaba un vibrante estudio en la revista Logos, intitulado “La filosofía como ciencia estricta y rigurosa”. En él, después de hacer ver que sería un contrasentido discutir, por ejemplo, un problema de física o de matemática, haciendo entrar en juego los puntos de vista de su autor, sus opiniones, sus preferencias o su sentido del mundo y de la vida, propugna resueltamente la necesidad de hacer también de la filosofía una ciencia de evidencias apodícticas y absoluta. No hace sino referirse en última instancia a la obra de Descartes.
Descartes, con gran cautela, pero diciendo en el fondo lo mismo, comienza sus Principios de filosofía con las siguientes palabras: “Como nacemos en estado de infancia y emitimos muchos juicios acerca de las cosas sensibles, antes de poseer el uso íntegro de nuestra razón, resulta que nos hallamos desviados, por muchos prejuicios, del conocimiento de la verdad; y nos parece que no podemos librarnos de ellos más que tratando de poner en duda, una vez por lo menos en la vida, todo aquello en que encontremos el menor indicio de incertidumbre”.
De esta exposición de la cuestión se deducen algunas observaciones importantes.
1.º Descartes, Kant, Husserl comparan la filosofía y las demás ciencias desde el punto de vista del tipo de conocimiento que suministran: ¿posee o no posee la filosofía un género de evidencia apodíctica comparable al de la matemática o al de la física teórica?
2.º Esta comparación revierte después sobre el método que conduce a semejantes evidencias: ¿posee o no la filosofía un método que conduzca con seguridad, por necesidad interna y no sólo por azar, a evidencias análogas a las que obtienen las demás ciencias?
3.º Ello conduce finalmente a un criterio: en la medida en que la filosofía no posee este tipo de conocimiento y este método seguro de las demás ciencias, su defecto se convierte en una objeción contra el carácter científico de la filosofía.
Ahora bien: frente a este planteamiento de la cuestión debemos afirmar enérgicamente:
1.º Que la diferencia que Husserl, Kant, Descartes señalan entre la ciencia y la filosofía, con ser muy honda, no es, en definitiva, suficientemente radical.
2.° Que la diferencia entre la ciencia y la filosofía no es una objeción contra el carácter de la filosofía como un saber estricto acerca de las cosas.
Porque, en definitiva, la objeción contra la filosofía procede de una cierta concepción de la ciencia, que sin previa discusión pretende aplicarse unívocamente a todo saber estricto y riguroso.
I. La diferencia radical que separa a la filosofía y a las ciencias no procede del estado del conocimiento científico y filosófico. No parece, escuchando a Kant, sino que de lo único de que se trata es de que, relativamente a su objeto, la filosofía, a diferencia de la ciencia, no ha acertado aún a dar ningún paso firme que nos lleve a su objeto. Y decimos que esta diferencia no es bastante radical porque ingenuamente se da por supuesto en ella que el objeto de la filosofía está ahí, en el mundo, y que de lo único de que se trata es de encontrar el camino seguro que nos lleve a él.
La situación sería mucho más grave si resultara que lo problemático es el objeto mismo de la filosofía: ¿existe el objeto de la filosofía? Esto es lo que radicalmente escinde a la filosofía de todas las demás ciencias. Mientras que estas parten de la posesión de su objeto y de lo que tratan es simplemente de estudiarlo, la filosofía tiene que comenzar por justificar activamente la existencia de su objeto, su posesión es el término y no el supuesto de su estudio, y no puede mantenerse sino reivindicando constantemente su existencia. Cuando Aristóteles la llamaba “el saber que se busca”, entendía que lo que se buscaba no era tanto el método cuanto el objeto mismo de la filosofía.
¿Qué significa que la existencia misma de su objeto sea problemática?
Si se tratase simplemente de que se ignora cuál es el objeto de la filosofía, el problema, con ser grave, sería en el fondo simple. Sería cuestión de decir, o bien que la humanidad no ha llegado todavía a descubrir ese objeto, o que este es lo bastante complicado para que su aprehensión resulte oscura. En realidad es lo que ha acontecido durante milenios con todas las ciencias, y por eso sus objetos no se han descubierto simultáneamente en la historia: unas ciencias han nacido así más tarde que otras. O bien, si lo que resultara es que este objeto fuese demasiado complicado, sería cuestión de intentar mostrarlo solo a las mentes que hubiesen obtenido madurez suficiente. Tal sería la dificultad de quien pretendiese explicar a un alumno de matemáticas de una escuela primaria el objeto propio de la geometría diferencial. En cualquiera de estos casos, y pese a todas las vicisitudes históricas o dificultades didácticas, se trataría simplemente de un problema déictico, de un esfuerzo colectivo o individual para indicar (deixis) cuál es ese objeto que anda perdido por ahí entre los demás objetos del mundo.
Todo hace sospechar que no se trata de esto.
El problematismo del objeto de la filosofía no procede tan solo de que de hecho no se haya reparado en él, sino, a diferencia de todo otro objeto posible, entendiendo aquí por objeto el término real o ideal sobre que versa no solo una ciencia, sino cualquier otra actividad humana, es constitutivamente latente. En tal caso es claro que:
1.º Este objeto latente no es en manera alguna comparable a ningún otro objeto. Por tanto, cuanto se quiera decir acerca del objeto de la filosofía tendrá que moverse en un plano de consideraciones radicalmente ajeno al de todas las demás ciencias. Si toda ciencia versa sobre un objeto real, ficticio o ideal, el objeto de la filosofía no es ni real, ni ficticio, ni ideal: es otra cosa, tan otra que no es cosa.
2.º Se comprende entonces que este peculiar objeto no puede hallarse separado de ningún otro objeto real, ficticio o ideal, sino incluido en todos ellos, sin identificarse con ninguno. Esto es lo que queremos decir al afirmar que es constitutivamente latente: latente bajo todo objeto. Como el hombre se halla constitutivamente vertido hacia los objetos reales, ficticios o ideales, con los que hace su vida y elabora sus ciencias, resulta que ese objeto constitutivamente latente es también, por su propia índole, esencialmente fugitivo.
3.º De lo que huye dicho objeto es precisamente de la simple mirada de la mente. A diferencia, pues, de lo que pretendía Descartes, el objeto de la filosofía jamás puede ser descubierto formalmente por una simplex mentis inspectio. Sino que es menester que después de haber aprehendido los objetos bajo quienes late, un nuevo acto mental reobre sobre el anterior para colocar al objeto en una nueva dimensión que haga no transparente, sino visible, esa otra dimensión suya. El acto con que se hace patente el objeto de la filosofía no es una aprehensión, ni una intuición, sino una reflexión. Una reflexión que no descubre, por tanto, un nuevo objeto, cualquiera que sea. No es un acto que enriquezca nuestro conocimiento de lo que las cosas son. No hay que esperar de la filosofía que nos cuente, por ejemplo, de las fuerzas físicas, de los organismos o de los triángulos nada que fuera inaccesible para la matemática, la física o la biología. Nos enriquece simplemente llevándonos a otro tipo de consideración.
Para evitar equívocos conviene observar que la palabra reflexión se emplea aquí en su sentido más inocente y vulgar: un acto o una serie de actos que en una u otra forma vuelven sobre el objeto de un acto anterior a través de este. Reflexión no significa aquí simplemente un acto de meditación, ni un acto de introspección, como cuando se habla de conciencia refleja por oposición a la conciencia directa. La reflexión de que aquí se trata consiste en una serie de actos por los que se coloca en nueva perspectiva el mundo entero de nuestra vida, incluyendo los objetos y cuantos conocimientos científicos hayamos adquirido sobre ellos.
Obsérvese en segundo lugar que el que la reflexión y lo que ella nos descubre sean irreductibles a la actitud natural y a lo que ella nos descubre, no significa que espontáneamente, en uno u otro grado, en una u otra medida, no sea tan primitiva e ingénita como la actitud natural.
II. Resultará entonces que esta diferencia radical entre la ciencia y la filosofía no se vuelve contra esta última como una objeción. No significa que la filosofía no sea un saber estricto, sino que es un saber distinto. Mientras la ciencia es un conocimiento que estudia un objeto que está ahí, la filosofía, por tratar de un objeto que por su propia índole huye, que es evanescente, será un conocimiento que necesita perseguir a su objeto y retenerlo ante la mirada humana, conquistarlo. La filosofía no consiste sino en la constitución activa de su propio objeto, en la puesta en marcha de la reflexión. El grave error de Hegel ha sido de signo opuesto al kantiano. Mientras este desposee en definitiva a la filosofía de un objeto propio haciéndola recaer tan solo sobre nuestro modo de conocimiento, Hegel sustantiva el objeto de la filosofía haciendo de él el todo de donde emergen dialécticamente y donde se mantienen también dialécticamente todos los demás objetos.
No es menester por ahora precisar el carácter más hondo del objeto de la filosofía y su método formal. Lo único que me importa aquí es subrayar, frente a todo irracionalismo, que el objeto de la filosofía es estrictamente objeto de conocimiento. Pero que este objeto es radicalmente distinto a todos los demás. Mientras cualquier ciencia y cualquier actividad humana considera las cosas como son y tales como son, la filosofía considera las cosas en cuanto son: Arist.: Metaf., 1064 a 3). Dicho en otros términos, el objeto de la filosofía es trascendental. Y como tal, accesible solamente en una reflexión. El “escándalo de la ciencia” no solamente no es una objeción contra la filosofía, que hubiera que resolver, sino una positiva dimensión que es preciso conservar. Por eso decía Hegel que la filosofía es el mundo al revés. La explanación de este escándalo es precisamente el problema, el contenido y el destino de la filosofía. Por esto, aunque no sea exacto lo que decía Kant, “no se aprende filosofía, solo se aprende a filosofar”, resulta absolutamente cierto que sólo se aprende filosofía poniéndose a filosofar.
Y usted está comenzando a filosofar. Es decir, comenzará usted a bracear con toda suerte de razones y problemas. Permítame que en los umbrales de esa vida que promete ser tan fértil, traiga a su memoria aquel pasaje de Platón en que prescribe formalmente la “gimnasia” (¿?) del entendimiento: “Es hermoso y divino el ímpetu ardiente que te lanza a las razones de las cosas; pero ejercítate y adiéstrate en estos ejercicios que en apariencia no sirven para nada, y que el vulgo llama palabrería sutil, mientras eres aún joven; de lo contrario, la verdad se te escapará de entre las manos” (Parm., 135 d). No es tarea ni fácil ni grata. No es fácil; ahí está su HISTORIA DE LA FILOSOFÍA para demostrarlo. No es grata porque envuelve, hoy más que nunca, una íntima violencia y retorsión para entregarse a la verdad: “La verdad está tan obnubilada en este tiempo –decía Pascal del suyo– y la mentira está tan sentada, que, a menos de amar la verdad, ya no es posible conocerla” (Pensam., 864). Y es que, como decía San Pablo de su época, “los hombres tienen cautiva la verdad” (Rom., 1, 19). El pecado contra la Verdad ha sido siempre el gran drama de la historia. Por esto Cristo pedía para sus discípulos: “Santifícalos en la verdad” (Jo., 17, 17). Y San Juan exhortaba a sus fieles a que fueran “cooperadores de la verdad” (III, Jo., 8).
Unido en este común empeño, le abraza efusivamente su viejo amigo.
X. Zubiri.
Barcelona, 3 de diciembre de 1940.
REFLEXIÓN SOBRE UN LIBRO PROPIO.
(Prologo a la traducción inglesa).
Vuelvo los ojos sobre este libro de título genérico, Historia de la Filosofía, a los veinticuatro años de haberlo terminado de escribir, ahora que va a aparecer, vertido al inglés, en Nueva York, como se mira a un hijo ya crecido que va a emprender un largo viaje. Es el primero de mis libros; ha sido también el de mejor fortuna editorial: desde que se publicó por primera vez en Madrid, en enero de 1941, ha tenido veinte ediciones españolas; es el libro en que han estudiado la historia de la filosofía numerosas promociones de españoles e hispanoamericanos; en 1963 fue traducido al portugués; ahora se asoma al mundo de lengua inglesa. ¿No es extraño que un libro español de filosofía haya tenido tanta suerte? ¿Cómo, a pesar del enorme prestigio que entonces tenía en España e Hispanoamérica la filosofía alemana, pudo este libro de un desconocido español de veintiséis años desplazar casi enteramente las obras alemanas que habían dominado el mercado y las Universidades de lengua española? Y ¿cómo fue posible esto tratándose de un libro que invocaba desde su primera página la tradición intelectual de 1931 a 1936, la que se acababa de proscribir y condenar al ostracismo y al olvido?
Quizá ello pueda explicarse acudiendo a las raíces de esta Historia de la Filosofía. Yo había estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid de 1931 a 1936. El esplendor que las enseñanzas de esa Facultad habían alcanzado era tan superior a todo lo anterior y además duró tan poco, que hoy apenas parece creíble. La sección de Filosofía, sobre todo, había adquirido una brillantez y un rigor antes y después desconocidos en España. La inspiraba y animaba uno de los más grandes creadores de la filosofía en nuestro tiempo, que a la vez era un maestro excepcional: Ortega. Para él la filosofía era asunto personal; era su propia vida. Los estudiantes de Madrid asistían entonces al espectáculo fascinador e improbable de una filosofía haciéndose ante ellos. Eran aquellos años los últimos de una de las etapas más brillantes y fecundas del pensamiento europeo, entre Husserl y Heidegger, de Dilthey a Scheler, de Bergson a Unamuno. Se sentía que la filosofía estaba descubriendo nuevas posibilidades, que era un tiempo germinal. (Creo que era efectivamente así, y que el que su horizonte parezca hoy menos prometedor no se debe a que esas posibilidades no fueran reales y no sigan estando ahí, sino a ciertos desmayos, perezas y malas pasiones que acaso acometen al hombre en algunas épocas). Había un ambiente auroral en la Facultad de Filosofía de Madrid, corroborado por la evidencia de estar viendo levantarse, como un galeón en un astillero, una nueva filosofía de gran porte.
La imagen del astillero no es inadecuada, porque aquella Facultad empezaba a ser una escuela. Con Ortega, enseñaban en ella Manuel García Morente, Xavier Zubiri, José Gaos, discípulos suyos todos, y cada uno de todos los demás más viejos, cooperadores entonces en la misma empresa común. Se podía pensar, sin extremar demasiado la esperanza, que acaso un día el meridiano principal de la filosofía europea pasaría, por primera vez en la historia, por Madrid.
La Facultad de Filosofía estaba persuadida de que la filosofía es inseparable de su historia; de que consiste por lo pronto en eso que han hecho los filósofos del pasado y que llega hasta hoy; en otros términos, de que la filosofía es histórica y la historia de la filosofía es filosofía estricta: la interpretación creadora del pasado filosófico desde una filosofía plenamente actual. Por eso se volvía hacia los clásicos del pensamiento occidental sin distinción de épocas: griegos, medievales, modernos, desde los presocráticos hasta los contemporáneos eran leídos –casi siempre en sus lenguas originales–, estudiados, comentados; todo ello sin huella de “nacionalismo” ni “provincianismo”; España, que había permanecido aislada de Europa en muchas dimensiones –aunque no tanto como a veces se piensa– entre 1650 y 1900, había llegado a ser uno de los países en que se tenía una visión menos parcial del horizonte efectivo de la cultura; y el pensamiento español –filosóficamente muy modesto hasta el presente– no recibía ningún trato privilegiado.
En todos los cursos se estudiaba a los clásicos. No solo Zubiri, en su curso de Historia de la Filosofía, nos introducía en los presocráticos y en Aristóteles, en San Agustín y Ockam, en Hegel y Schelling y Schleiermacher, en Leibniz y en los estoicos; Morente, en su cátedra de Ética, exponía la de Aristóteles, la de Spinoza, la de Kant, la de Mill, la de Brentano; los cursos de Lógica y Estética de Gaos nos llevaban a Platón, a Husserl; Ortega, desde su cátedra de Metafísica, comentaba a Descartes, a Dilthey, a Bergson, a los sociólogos franceses, ingleses y alemanes.
Este era el ambiente en que me formé, estos eran los supuestos de mi visión de la filosofía; estas eran, en suma, las raíces intelectuales de este libro. Pero creo que no bastan a explicar, primero, que yo hiciera lo que ni mis maestros ni mis compañeros de Universidad han hecho: escribir una Historia de la Filosofía; y segundo, que se convirtiera en el libro donde durante un cuarto de siglo se han iniciado en esta disciplina las gentes de lengua española. Para explicar esto hay que recordar lo que podríamos llamar las raíces personales que lo hicieron posible.
En aquella Facultad admirable se daban penetrantes, iluminadores cursos monográficos sobre temas concretos, pero no había ningún curso general de Historia de la Filosofía, lo que se llama en inglés survey, ni siquiera se estudiaba en su conjunto una gran época. Y había que pasar un examen –se llamaba entonces “examen intermedio”–, común a todos los estudiantes, de cualquier especialización, en que se interrogaba sobre la totalidad de la historia de la filosofía y sus grandes temas. No hay que decir que este examen preocupaba a todos, en particular a los que solo habían recibido cursos de introducción a la filosofía y se veían obligados a prepararlo con extensos y difíciles libros, casi siempre extranjeros y no siempre muy claros.
Un grupo de muchachas estudiantes, de dieciocho a veinte años, compañeras mías, amigas muy próximas, me pidieron que les ayudara a preparar ese examen. Era en octubre de 1933; tenía yo diecinueve años y estaba en el tercero de mis estudios universitarios –era lo que se llama en los Estados Unidos un “junior”–; pero había seguido los cursos de mis maestros y había leído vorazmente no pocos libros de filosofía. Se organizó un curso privadísimo, en alguna de las aulas de la Residencia de Señoritas, que dirigía María de Maeztu. La clase se reunía cuando podíamos, con frecuencia los domingos, dos o tres horas por la mañana. Las muchachas tuvieron considerable éxito en los exámenes, con no poca sorpresa de los profesores; al año siguiente, algunas más, que tenían pendiente el mismo examen, me pidieron que volviera a organizar el curso; las más interesadas eran, sin embargo, las que ya lo habían aprobado y querían seguir asistiendo a aquellas clases de filosofía. Al acabar los dos cursos, quisieron expresarme su gratitud con un regalo: Sein und Zeit de Heidegger y la Ethik de Nicolai Hartmann en 1934; dos volúmenes de Gesammelte Schriften de Dilthey en 1925. Conservo los cuatro libros, con sus firmas; conservo también un recuerdo imborrable de aquellos cursos, y una gratitud que aquellas muchachas no podían ni sospechar; guardo también la amistad de casi todas ellas. Al año siguiente, durante el curso 1935-36, María de Maeztu me encargó formalmente un curso de filosofía para las residentes; he aquí cómo me vi, en mis tres años de undergraduate –me licencié en Filosofía en junio de 1936, un mes antes de la guerra civil–, convertido en profesor universitario.
Aquellos cursos de filosofía eran únicos en muchos sentidos, pero sobre todo en uno: mis estudiantes eran mis compañeras de Universidad, mis amigas, muchachas de mi edad; esto quiere decir que no me tenían ningún respeto. Esta experiencia de lo que podríamos llamar “docencia irrespetuosa” no ha tenido precio para mí. Estas chicas no aceptaban nada in verba magistri; el argumento de autoridad no existía para ellas. En la Facultad dominaba una estimación ilimitada de la claridad y la inteligibilidad. Ortega solía decir con frecuencia los versos de Goethe:
“Ich bekenne mich zu dem Geschlecht,
das aus dem Dunkel ms Helle strebt”.
que traducía:
Yo me confieso del linaje de esos
que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.
Y repetía una vez y otra que “la cortesía del filósofo es la claridad”. No existía ninguna complacencia en lo que Ortega mismo había llamado una vez “la lujuria de la mental oscuridad”. Quiero decir con esto que mis alumnas pretendían entender todo lo que yo les enseñaba, y que era nada menos que la totalidad de la historia de la filosofía de Occidente; me pedían que lo aclarara todo, lo justificara todo; que mostrara por qué cada filósofo pensaba lo que pensaba, y que ello era coherente, y si no lo era, por qué. Pero esto significa que yo tenía que entenderlo, si no previamente, sí a lo largo de la clase. Nunca he tenido que esforzarme tanto, ni con tanto fruto, como ante aquel auditorio de catorce o dieciséis muchachas florecientes, risueñas, a veces burlonas, de mente tan fresca como la piel, aficionadas a discutir, con afán de ver claro, inexorables. Nadie, ni siquiera mis maestros, me ha enseñado tanta filosofía. En rigor, debería compartir con ellas los derechos de autor o royalties de mis libros.
A decir verdad, los comparto con una de ellas. Al acabar la guerra civil, en 1939, las posibilidades abiertas a un hombre como yo, que había permanecido y estaba decidido a seguir fiel al espíritu de aquella Universidad y a lo que en la vida nacional representaba, eran extremadamente angostas y problemáticas. No había ni que pensar en la docencia en las Universidades españolas, ni apenas colaborar en revistas y periódicos. Tuve que acometer trabajos de desusada importancia, porque los menores eran imposibles. Es una de tantas ironías del destino. Una de las muchachas que había seguido mis cursos, que desde dos años después fue mi mujer, me animó a escribir una Historia de la Filosofía; cuando le hice ver las enormes dificultades de la empresa, me ofreció una considerable pila de cuadernos: eran sus apuntes, admirables, claros, fidedignos apuntes de mis cursos informales. Sobre ellos me puse a trabajar: fueron el primer borrador de este libro. Había que completar muchas cosas; había que repasarlas todas, buscar una expresión escrita y no oral a lo que allí se decía. Había, en suma, que escribir un libro que verdaderamente lo fuera. El desánimo me invadió al cabo de un tiempo; me rehice, volví al trabajo. En diciembre de 1940 escribí la última página. Todavía tuve tiempo, al corregir las pruebas, de incluir la muerte de Bergson, ocurrida en los primeros días de enero de 1941. Debo decir que Ortega, consultado por su hijo sobre la posibilidad de publicar este libro, que representaba en todos los órdenes un riesgo considerable, sin leerlo contestó desde su destierro en Buenos Aires afirmativamente, y la REVISTA DE OCCIDENTE, la editorial de más prestigio en España, publicó el libro de un autor del cual lo mejor que podía esperarse es que no se supiera quién era. Zubiri, que había sido durante cuatro años mi maestro de historia de la filosofía, que me había enseñado innumerables cosas, desde su cátedra –entonces en Barcelona–, escribió un prólogo para él. El 17 de enero dediqué su primer ejemplar a aquella muchacha cuyo nombre era Lolita Franco y que pocos meses después había de llevar el mío.
He contado estos detalles de cómo este libro llegó a escribirse porque creo que son ellos los que explican su excepcional fortuna: sus lectores han recibido de él la impresión que tuvieron mis primeras alumnos: la inteligibilidad de las doctrinas filosóficas, la historia de los esfuerzos del hombre occidental por esclarecer lo más profundo de la realidad; una historia en que hasta el error encuentra su explicación y resulta inteligible y, en esa medida, justificado.
Una de las ideas centrales de Ortega, que penetraba las enseñanzas filosóficas en Madrid durante mis años de estudiante, es la razón histórica; inspirado por este principio, este libro tiene en cuenta la situación total de cada uno de los filósofos, ya que las ideas no vienen sólo de otras ideas, sino del mundo íntegro en que cada uno tiene que filosofar. Por esto una historia de la filosofía sólo puede hacerse filosóficamente, reconstituyendo la serie íntegra de las filosofías del pasado desde una filosofía presente capaz de dar razón de ellas; y no de excluirlas como errores superados, sino de incluirlas como sus propias raíces.
Han pasado muchos años desde 1941, y este libro se ha ido ampliando, poniendo al día, pulimentando y haciéndose más riguroso a lo largo de sus sucesivas ediciones; pero es el mismo que nació ante un puñado de muchachas, en una de las experiencias más puras e intensas de lo que es la comunicación filosófica.
Madrid, enero de 1965.
HISTORIA DE LA FILOSOFÍA.
INTRODUCCIÓN.
FILOSOFÍA.– Por filosofía se han entendido principalmente dos cosas: una ciencia y un modo de vida. La palabra filósofo ha envuelto en sí las dos significaciones distintas del hombre que posee un cierto saber y del hombre que vive y se comporta de un modo peculiar. Filosofía como ciencia y filosofía como modo de vida, son dos maneras de entenderla que han alternado y a veces hasta convivido. Ya desde los comienzos, en la filosofía griega, se ha hablado siempre de una cierta vida teórica, y al mismo tiempo todo ha sido un saber, una especulación. Es menester comprender la filosofía de modo que en la idea que de ella tengamos quepan, a la vez, las dos cosas. Ambas son, en definitiva, verdaderas, puesto que han constituido la realidad filosófica misma. Y solo podrá encontrarse la plenitud de su sentido y la razón de esa dualidad en la visión total de esa realidad filosófica; es decir, en la historia de la filosofía.
Hay una indudable implicación entre los dos modos de entender la filosofía. El problema de su articulación es, en buena parte, el problema filosófico mismo. Pero podemos comprender que ambas dimensiones son inseparables, y de hecho nunca se han dado totalmente desligadas. La filosofía es un modo de vida, un modo esencial que, justamente, consiste en vivir en una cierta ciencia y, por tanto, la postula y exige. Es, por tanto, una ciencia la que determina el sentido de la vida filosófica.
Ahora bien: ¿qué tipo de ciencia? ¿Cuál es la índole del saber filosófico? Las ciencias particulares –la matemática, la física, la historia– nos proporcionan una certidumbre respecto a algunas cosas; una certidumbre parcial, que no excluye la duda fuera de sus propios objetos; y, por otra parte, las diversas certezas de esos saberes particulares entran en colisión y reclaman una instancia superior que decida entre ellas. El hombre necesita, para saber en rigor a qué atenerse, una certeza radical y universal, desde la cual pueda vivir y ordenar en una perspectiva jerárquica las otras certidumbres parciales.
La religión, el arte y la filosofía dan al hombre una convicción total acerca del sentido de la realidad entera; pero no sin esenciales diferencias. La religión es una certeza recibida por el hombre, dada por Dios gratuitamente: revelada; el hombre no alcanza por sí mismo esa certidumbre, no la conquista ni es obra suya, sino al contrario. El arte significa también una cierta convicción en que el hombre se encuentra y desde la cual interpreta la totalidad de su vida; pero esta creencia, de origen ciertamente humano, no se justifica a sí misma, no puede dar razón de sí; no tiene evidencia propia, y es, en suma, irresponsable. La filosofía, por el contrario, es una certidumbre radical universal que además es autónoma; es decir, la filosofía se justifica a sí misma, muestra y prueba constantemente su verdad; se nutre exclusivamente de evidencia; el filósofo está siempre renovando las razones de su certeza (Ortega).
LA IDEA DE LA FILOSOFÍA.– Conviene parar la atención un momento en algunos puntos culminantes de la historia, para ver cómo se han articulado las interpretaciones de la filosofía como un saber y como una forma de vida. En Aristóteles, la filosofía es una ciencia rigurosa, la sabiduría o saber por excelencia: la ciencia de las cosas en cuanto son. Y, sin embargo, al hablar de los modos de vida pone entre ellos, como forma ejemplar, una vida teorética que es justamente la vida del filósofo. Después de Aristóteles, en las escuelas estoicas, epicúreas, etc., que llenan Grecia desde la muerte de Alejandro, y luego todo el Imperio romano, la filosofía se vacía de contenido científico y se va convirtiendo cada vez más en un modo de vida, el del sabio sereno e imperturbable, que es el ideal humano de la época.
Dentro ya del cristianismo, para San Agustín se trata de la contraposición, aún más honda, entre una vita theoretica y una vita beata. Y unos siglos más tarde, Santo Tomás se moverá entre una scientia theologica y una scientia philosophica; la dualidad ha pasado de la esfera de la vida misma a la de los diversos modos de ciencia.
En Descartes, al comenzar la época moderna, no se trata ya de una ciencia, o por lo menos simplemente de ella; si acaso, de una ciencia para la vida. Se trata de vivir, de vivir de cierto modo, sabiendo lo que se hace y, sobre todo, lo que se debe hacer. Así aparece la filosofía como un modo de vida que postula una ciencia. Pero al mismo tiempo se acumulan sobre esta ciencia las máximas exigencias de rigor intelectual y de certeza absoluta.
No termina aquí la historia. En el momento de madurez de la Europa moderna, Kant nos hablará, en su Lógica y al final de la Crítica de la razón pura, de un concepto escolar y un concepto mundano de la filosofía. La filosofía, según su concepto escolar, es un sistema de todos los conocimientos filosóficos. Pero en su sentido mundano, que es el más profundo y radical, la filosofía es la ciencia de la relación de todo conocimiento con los fines esenciales de la razón humana. El filósofo no es ya un artífice de la razón, sino el legislador de la razón humana; y en este sentido –dice Kant– es muy orgulloso llamarse filósofo. El fin último es el destino moral; el concepto de persona moral es, por tanto, la culminación de la metafísica kantiana. La filosofía en sentido mundano –un modo de vida esencial del hombre– es la que da sentido a la filosofía como ciencia.
Por último, en nuestro tiempo, mientras Husserl insiste una vez más en presentar la filosofía como ciencia estricta y rigurosa, y Dilthey la vincula esencialmente a la vida humana y a la historia, la idea de la razón vital (Ortega) replantea de un modo radical el núcleo mismo de la cuestión, estableciendo una relación intrínseca y necesaria entre el saber racional y la vida misma.
ORIGEN DE LA FILOSOFÍA.– ¿Por qué el hombre se pone a filosofar? Contadas veces se ha planteado esta cuestión de un modo suficiente. Aristóteles la ha tocado de tal manera que ha influido decisivamente en todo el proceso ulterior de la filosofía. El comienzo de su Metafísica es una respuesta a esa pregunta: Todos los hombres tienden por naturaleza a saber. La razón del deseo de conocer del hombre es, para Aristóteles, nada menos que su naturaleza. Y la naturaleza es la sustancia de una cosa, aquello en que realmente consiste; por tanto, el hombre aparece definido por el saber; es su esencia misma quien mueve al hombre a conocer. Y aquí volvemos a encontrar una más clara implicación entre saber y vida, cuyo sentido se irá haciendo más diáfano y transparente a lo largo de este libro. Pero Aristóteles dice algo más. Un poco más adelante escribe: Por el asombro comenzaron los hombres, ahora y en un principio, a filosofar, asombrándose primero de las cosas extrañas que tenían más a mano, y luego, al avanzar así poco a poco, haciéndose cuestión de las cosas más graves tales como los movimientos de la Luna, del Sol y de los astros y la generación del todo. Tenemos, pues, como raíz más concreta del filosofar una actitud humana que es el asombro. El hombre se extraña de las cosas cercanas, y luego de la totalidad de cuanto hay. En lugar de moverse entre las cosas, usar de ellas, gozarlas o temerlas, se pone fuera, extrañado de ellas, y se pregunta con asombro por esas cosas próximas y de todos los días, que ahora, por primera vez, aparecen frente a él, por tanto, solas, aisladas en sí mismas por la pregunta: “Qué es esto?” En este momento comienza la filosofía.
Es una actitud humana completamente nueva, que se ha llamado teorética por oposición a la actitud mítica (Zubiri). El nuevo método humano surge en Grecia un día, por primera vez en la historia, y desde entonces hay algo más radicalmente nuevo en el mundo, que hace posible la filosofía. Para el hombre mítico las cosas son poderes propicios o dañinos, con los que vive y a los que utiliza o rehuye. Es la actitud anterior a Grecia y la que siguen compartiendo los pueblos en donde no penetra el genial hallazgo helénico. La conciencia teorética, en cambio, ve cosas en lo que antes eran poderes. Es el gran descubrimiento de las cosas, tan profundo que hoy nos cuesta trabajo ver que efectivamente es un descubrimiento, pensar que pudiera ser de otro modo. Para ello tenemos que echar mano de modos que guardan solo una remota analogía con la actitud mítica, pero que difieren de la nuestra europea: por ejemplo, la conciencia infantil, la actitud del niño, que se encuentra en un mundo lleno de poderes o personajes benignos u hostiles, pero no de cosas en sentido riguroso. En la actitud teorética, el hombre, en lugar de estar entre las cosas, está frente a ellas, extrañado de ellas, y entonces las cosas adquieren una significación por sí solas, que antes no tenían. Aparecen como algo que existe por sí, aparte del hombre, y que tiene una consistencia determinada: unas propiedades, algo suyo y que les es propio. Surgen entonces las cosas como realidades que son, que tienen un contenido peculiar. Y únicamente en este sentido se puede hablar de verdad o falsedad. El hombre mítico se mueve fuera de este ámbito. Solo como algo que es pueden ser las cosas verdaderas o falsas. La forma más antigua de este despertar a las cosas en su verdad es el asombro. Y por esto es la raíz de la filosofía.
LA FILOSOFÍA Y SU HISTORIA.– La relación de la filosofía con su historia no coincide con la de la ciencia, por ejemplo, con la suya. En este último caso son dos cosas distintas: la ciencia, por una parte; y por otra, lo que fue la ciencia, es decir, su historia. Son independientes, y la ciencia puede conocerse, cultivarse y existir aparte de la historia de lo que ha sido. La ciencia se construye partiendo de un objeto y del saber que en un momento se posee acerca de él. En la filosofía, el problema es ella misma; además, este problema se plantea en cada caso según la situación histórica y personal en que se encuentra el filósofo, y esta situación está, a su vez, determinada en buena medida por la tradición filosófica en que se halla colocado: todo el pasado filosófico va ya incluido en cada acción de filosofar; en tercer lugar, el filósofo tiene que hacerse cuestión de la totalidad del problema filosófico, y por tanto de la filosofía misma, desde su raíz originaria: no puede partir de un estado existente de hecho y aceptarlo, sino que tiene que empezar desde el principio y, a la vez, desde la situación histórica en que se encuentra. Es decir, la filosofía tiene que plantearse y realizarse íntegramente en cada filósofo, pero no de cualquier modo, sino en cada uno de un modo insustituible: como le viene impuesto por toda la filosofía anterior. Por tanto, en todo filosofar va inserta la historia entera de la filosofía, y sin esta ni es inteligible ni, sobre todo, podría existir. Y, a la vez, la filosofía no tiene más realidad que la que alcanza históricamente en cada filósofo.
Hay, pues, una inseparable conexión entre filosofía e historia de la filosofía. La filosofía es histórica, y su historia le pertenece esencialmente. Y por otra parte, la historia de la filosofía no es una mera información erudita acerca de las opiniones de los filósofos, sino que es la exposición verdadera del contenido real de la filosofía. Es, pues, con todo rigor, filosofía. La filosofía no se agota en ninguno de sus sistemas, sino que consiste en la historia efectiva de todos ellos. Y, a su vez, ninguno puede existir solo, sino que necesita y envuelve todos los anteriores; y todavía más: cada sistema alcanza sólo la plenitud de su realidad, de su verdad, fuera de sí mismo, en los que habrán de sucederle. Todo filosofar arranca de la totalidad del pasado y se proyecta hacia el futuro, poniendo en marcha la historia de la filosofía. Esto es, dicho en pocas palabras, lo que se quiere decir cuando se afirma que la filosofía es histórica.
VERDAD E HISTORIA.– Pero esto no significa que no interese la verdad de la filosofía, que se considere a esta simplemente como un fenómeno histórico al que sea indiferente ser verdadero o falso. Todo sistema filosófico tiene pretensión de verdad; por otra parte, es evidente el antagonismo entre ellos, que están muy lejos de la coincidencia; pero ese antagonismo no quiere decir, ni mucho menos, incompatibilidad total. Ningún sistema puede pretender una validez absoluta y exclusiva, porque ninguno agota la realidad; en la medida en que cada uno de ellos se afirma como único, es falso. Cada sistema filosófico aprehende una porción de la realidad, justamente la que es accesible desde el punto de vista o perspectiva; y la verdad de un sistema no implica la falsedad de los demás, sino en los puntos en que formalmente se contradigan; y la contradicción solo surge cuando el filósofo afirma más de lo que realmente ve; es decir, las visiones son todas verdaderas –se entiende, parcialmente verdaderas– y en principio no se excluyen. Pero, además, el punto de vista de cada filósofo está condicionado por su situación histórica, y por eso cada sistema, si ha de ser fiel a su perspectiva, tiene que incluir todos los anteriores como ingredientes de su propia situación; por esto, las diversas filosofías verdaderas no son intercambiables, sino que se encuentran determinadas rigurosamente por su inserción en la historia humana (Véase mi Introducción a la Filosofía (1947), cap. XII. [Obras, II.]
(Continuará…)
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