Autor: Julián Marías...
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.
II. LA SOFÍSTICA Y SÓCRATES.
Desde el siglo V comienza una fase nueva de la filosofía en Grecia. Este periodo se caracteriza esencialmente por la vuelta del hombre sobre sí mismo. A la preocupación por el mundo sucede la preocupación por el hombre. No había faltado esta anteriormente; hemos visto la idea de la vida teorética, la doctrina de la inmortalidad o de la transmigración, etc. Pero ahora el hombre cae en la cuenta de que se ha de hacer cuestión de quién es él. En esto influyeron algunas razones extrínsecas a la filosofía: el predominio de Atenas después de las guerras médicas, el triunfo de la democracia, etc. Aparece en primer plano la figura del hombre que habla bien, del ciudadano, y el interés del ateniense se vuelve a la realidad política, civil y, por tanto, al hombre mismo.
Grecia cambia considerablemente de estilo. El ciudadano perfecto, el ???????, reemplaza al ideal antiguo del ???????????, del hombre comme il faut, bello de cuerpo y con dotes notables, tal vez lo que llamaríamos en español “una bella persona”. En el centro del pensamiento griego ya no está la ?????, sino más bien la ??????????, la felicidad, en el sentido del desarrollo de la esencia de la persona. Y aparece como representación eminente de este tiempo el sofista.
1. Los sofistas.
El movimiento sofístico aparece en Grecia en el siglo V. Los sofistas tienen cierta afinidad con Anaxágoras, en el momento en que la filosofía va a empezar a influir en la vida ateniense. Pero presentan esenciales diferencias. Se caracterizan externamente por unas cuantas notas: son profesores ambulantes, que van de ciudad en ciudad, enseñando a los jóvenes; y enseñan por dinero, mediante una retribución, caso nuevo en Grecia y que sorprendió no poco. Tenían gran brillantez y éxito social; eran oradores y retóricos, y fundamentalmente pedagogos. Pretendían saber y enseñar todo, y desde luego, cualquier cosa y su contrario, la tesis y la antítesis. Tuvieron una gran influencia en la vida griega, y fueron personajes importantes; algunos, de gran inteligencia. Pero lo más grave, aquello por lo cual nos interesan aquí, son las interferencias que tiene la sofística con la filosofía.
La palabra sofista se deriva de la misma voz sofía, sabiduría. Filóstrato dice de la sofística que habla acerca de las cosas de que lo hacen los que filosofan. Y Aristóteles dice: “La sofística es una sabiduría aparente, pero que no lo es, y el sofista, el que usa de la sabiduría aparente, pero que no lo es”. En estas dos brevísimas citas se caracteriza el problema de la sofística; habla de temas filosóficos, y parece una sabiduría, pero no lo es. El sofista parece filósofo, pero no lo es; es un hombre extrañísimo, dice Platón, cuyo ser consiste en no ser. Adviértase que esto no quiere decir que no es filósofo; esto también le pasa al carpintero; pero este no consiste en no ser filósofo, sino en ser carpintero, mientras que el ser sofista consiste en aparentar ser filósofo y no serlo. Hay dos problemas: 1) la filosofía que pueda haber en la sofística; 2) el problema filosófico de la realidad del sofista.
La sofística plantea una vez más el problema del ser y el no ser, pero a propósito de sí misma y, por tanto, del hombre. La idea de lo que el hombre debe ser, de la aristocracia, se había transformado en Grecia. En lugar de ser ya el hombre bien constituido y dotado, buen guerrero, por ejemplo, es el sabio, el hombre que tiene noûs y sabe lo que se hace y lo que se dice, el buen ciudadano. Cuando esto se generaliza en Grecia, como cada hombre tiene noûs y este es común, el resultado es una democracia. Este noûs y el hablar según él son lo que importa. Es, pues, la filosofía quien ha hecho posible esta situación y, por tanto, la misma sofística.
Se mueve la sofística en un ámbito de retórica. Se trata de decir las cosas de modo que convenzan, de decir bien (?? ??????). No importa la verdad, y por eso es una falsa filosofía. Frente a esto, Sócrates y Platón reclamarán el bien pensar, es decir, la verdad.
Además, es algo público, dirigido al ciudadano; tiene, pues, una clara tendencia política. Y, por último, es una paideía, una pedagogía, la primera que propiamente existe.
La dimensión positiva de la sofística y su justificación histórica consiste en que significa, frente a una filosofía hecha desde el ente y que abandona las cosas –eleatismo–, la exigencia de filosofar desde las cosas y dar razón de ellas. Lo grave es que los sofistas proclamaron la inconsistencia de las cosas y abandonaron el punto de vista del ser y de la verdad, que habrían de recuperar –haciendo a la vez justicia a la exigencia sofística– Sócrates y Platón, los cuales tendrían que preguntarse por lo que las cosas son o, dicho con otras palabras, por la consistencia de las cosas.
Hubo muchos sofistas importantes. Varios de ellos nos son conocidos de un modo vivo y penetrante por los diálogos de Platón. Interesa de ellos menos el detalle de su actuación y sus ideas que la significación total del movimiento. Los de mayor importancia fueron Hipias, Pródico, Eutidemo y, sobre todo, Protágoras y Gorgias.
PROTÁGORAS.– Era de Abdera, igual que Demócrito. Tuvo gran influencia en Atenas, en tiempo de Pericles. Se ocupó de gramática y del lenguaje, fue gran retórico y mostró cierto escepticismo respecto a la posibilidad del conocimiento, especialmente de los dioses. Pero su fama mayor procede de una frase suya, transmitida por varios filósofos posteriores, que dice: “El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son, en tanto que son, y de las que no son, en tanto que no son”. De esta frase se han dado numerosas interpretaciones, que van desde el relativismo al subjetivismo. No podemos entrar en este tema. Basta con indicar que Aristóteles advierte que habría que saber primero si se refiere al hombre como sujeto de ciencia o de sensación; es decir, si se refiere al punto de vista de la verdad o simplemente de la dóxa. Protágoras no habla del ón, sino de las cosas en cuanto se oponen a él (???????), las cosas que se usan, los bienes muebles, y de ahí el sentido del dinero (crematística). Es, pues, el mundo de la dóxa, y por tanto la frase está comprendida en el ámbito de las ideas de Parménides. La doxa es “opinión de los mortales”, “nombres que los hombres ponen a las cosas”, convención.
GORGIAS.– Gorgias era de Leontinos, en Sicilia. Fue uno de los grandes oradores griegos. Escribió un libro titulado Del no ser, en el que aparece una vez más la clara dependencia del eleatismo. Mostraba las dificultades de su doctrina del ente, afirmando que no existe ningún ente, que si existiera no sería cognoscible para el hombre, y que si fuera cognoscible no sería comunicable. Se llega, pues, con los sofistas a una última disolución de la dialéctica del ser y el no ser de Parménides. La filosofía viene a perderse en retórica y en renuncia a la verdad. Para replantear de un modo eficaz el problema metafísico será menester situarlo sobre nuevas bases. Es lo que va a iniciar y exigir Sócrates y habrán de realizar Platón y Aristóteles, sobre todo.
2. Sócrates.
LA FIGURA DE SÓCRATES.– Sócrates llena la segunda mitad del siglo V ateniense; murió a los setenta años, en 399, al comenzar el siglo IV, que había de ser el de máxima plenitud filosófica en Grecia. Era hijo de un escultor y una comadrona, y decía que su arte era, como el de su madre, una mayéutica, un arte de hacer dar a luz en la verdad. Es Sócrates una de las personalidades más interesantes e inquietadoras de toda la historia griega; apasionó a sus contemporáneos, hasta el extremo de costarle la vida, y su papel en la de Grecia y en la filosofía no carece de misterio. Sócrates tuvo una actuación digna y valiente como ciudadano y soldado; pero, sobre todo, fue el hombre del ágora, el hombre de la calle y de la plaza, que habla e inquieta a toda Atenas. Al principio Sócrates pareció un sofista más; sólo más tarde se vio que no lo era, sino al contrario, que justamente había venido al mundo para superar la sofística y restablecer el sentido de la verdad en el pensamiento griego. Tuvo pronto un núcleo de discípulos atentos y entusiastas; lo mejor de la juventud ateniense, y aun de otras ciudades de Grecia, quedó pendiente de las palabras de Sócrates; Alcibíades, Jenofonte, sobre todo Platón, se contaron entre sus apasionados oyentes.
Sócrates afirmaba la presencia junto a él de un genio o demonio (??????) familiar, cuya voz le aconsejaba en los momentos capitales de su vida. Este daímon nunca lo movía a actuar, sino que, en ocasiones, lo detenía y desviaba una acción. Era una inspiración íntima que se ha interpretado a veces como algo divino, como una voz de la Divinidad.
La acción socrática era exasperante. Un oráculo había dicho que nadie era más sabio que Sócrates; este, modestamente, pretende demostrar lo contrario; y para ello va a preguntar a sus conciudadanos, por las calles y plazas, qué son las cosas que él ignora; esta es la ironía socrática. El gobernante, el zapatero, el militar, la cortesana, el sofista, todos reciben las saetas de sus preguntas. ¿Qué es el valor, qué es la justicia, qué es la amistad, qué es la ciencia? Resulta que no lo saben tampoco; ni siquiera tienen, como Sócrates, conciencia de su ignorancia, y a la postre resulta que el oráculo tiene razón. Esto es superlativamente molesto para los interrogados, y ese malestar se va condensando en odio, que termina en una acusación contra Sócrates “por introducir nuevos dioses y corromper a la juventud”, un proceso absurdo, tomado por Sócrates con serenidad e ironía, y una sentencia de muerte, aceptada serenamente por Sócrates, que bebe la cicuta en aguda conversación sobre la inmortalidad con sus discípulos, sin querer faltar a las leyes injustas con la huida que le proponen y aseguran sus amigos.
EL SABER SOCRÁTICO.– ¿Qué sentido tiene esto? ¿Cómo pregunta Sócrates, y por qué no saben responderle? La oposición mayor de Sócrates va contra los sofistas; sus esfuerzos máximos tienden a demostrar la inanidad de su presunta ciencia; por eso, frente a los retóricos discursos de los sofistas pone su diálogo cortado de preguntas y respuestas. Si nos preguntamos cuál es, en suma, la aportación socrática a la filosofía, encontramos un pasaje de Aristóteles en que se dice categóricamente que le debemos dos cosas: “los razonamientos inductivos y la definición universal”; y añade Aristóteles que ambas cosas se refieren al principio de la ciencia. Cuando Sócrates pregunta, pregunta qué es, por ejemplo, la justicia, pide una definición. Definir es poner límites a una cosa, y por ello, decir lo que algo es, su esencia; la definición nos conduce a la esencia, y al saber entendido como un simple discernir o distinguir sucede, por exigencia de Sócrates, un nuevo saber como definir, que nos lleva a decir lo que las cosas son, a descubrir su esencia (Zubiri). De aquí arranca toda la fecundidad del pensamiento socrático, vuelto a la verdad, centrado nuevamente en el punto de vista del ser, de donde se había apartado la sofística. En Sócrates se trata de decir verdaderamente lo que las cosas son. Y por ese camino de la esencia definida se llega a la teoría platónica de las ideas.
LA ÉTICA SOCRÁTICA.– Sócrates siente principalmente la preocupación del hombre; esto no es nuevo, pues ya hemos visto que es propio de los sofistas y de toda la época; pero Sócrates considera al hombre desde un punto de vista distinto: el de la interioridad. “Conócete a ti mismo” (????? ???????), dice Sócrates; pon tu interioridad a la luz. Y esto trae un sentido nuevo en Grecia, un sentido de reflexividad, de crítica, de madurez, con el que el hombre griego se enriquece, aun cuando ello le cueste perder algo del impulso ingenuo y animoso con que se habían vivido los primeros siglos de historia griega. En este sentido, si bien no se puede hablar de corrupción, es cierto que Sócrates alteró decisivamente el espíritu de la juventud ateniense. (Véase Ortega: Espíritu de la letra).
El centro de la ética socrática es el concepto de areté, virtud. Es virtud en un sentido distinto del usual, y que se aproxima más al que tiene la palabra al hablar de las virtudes de las plantas o de un virtuoso del violín. La virtud es la disposición última y radical del hombre, aquello para lo cual ha nacido propiamente. Y esta virtud es ciencia. El hombre malo lo es por ignorancia; el que no sigue el bien es porque no lo conoce, por esto la virtud se puede enseñar (ética intelectualista), y lo necesario es que cada cual conozca su areté. Este es el sentido del imperativo socrático: conócete a ti mismo. Por eso es un imperativo moral, para que el hombre tome posesión de sí mismo, sea dueño de sí, por el saber. Así como de la definición socrática sale el problema de la esencia y con él toda la metafísica de Platón y Aristóteles, de la moral de Sócrates arrancan todas las escuelas éticas que van a llenar Grecia y el Imperio romano, desde entonces: primero, los cínicos y cirenaicos; luego, sobre todo, los epicúreos y los estoicos. Toda la filosofía griega desde comienzos del siglo IV tiene una raíz en Sócrates; lo que en él está solo apuntado o esbozado tuvo que realizarse en su fecunda tradición.
Sócrates tuvo una aportación doctrinal modesta a la filosofía. No fue probablemente hombre de muchas y profundas ideas metafísicas, como habían de serlo luego Platón y Aristóteles. Su papel fue prepararlos y hacerlos posibles, situando a la filosofía por segunda vez en la vía de la verdad, en la única que puede seguir y de la que había sido desviada por la retórica sofística, por la aparente sabiduría del buen decir, incapaz de ser otra cosa que opinión.
LA TRANSMISIÓN DEL PENSAMIENTO SOCRÁTICO.– Sócrates no escribió nunca nada. No nos ha dejado ni una página, ni una línea suya. Conocemos su pensamiento por referencia de otros filósofos, especialmente de sus discípulos. Jenofonte escribió las Memorables, dedicadas a los recuerdos de su maestro; también un Symposion o Banquete y una Apología de Sócrates. Pero, sobre todo, Platón es quien nos ha conservado el pensamiento y la figura viva de un Sócrates que, por cierto, difiere bastante del de Jenofonte. El Sócrates platónico es incomparablemente más rico, profundo y atractivo que el de Jenofonte. Pero como Platón hace de Sócrates el personaje principal de sus diálogos y pone en su boca la filosofía propia, resulta a veces difícil determinar dónde termina el auténtico pensamiento socrático y dónde empieza la filosofía original de Platón. Sin embargo, la cuestión es clara en la mayoría de los casos. Otra fuente de información sobre Sócrates, no por indirecta menos valiosa, es Aristóteles. La genial penetración aristotélica hace inapreciables todas sus indicaciones; y, además, la convivencia de veinte años con Platón hubo de dar a Aristóteles una familiaridad grande con el pensamiento de Sócrates. Esta tercera fuente es de especial valor para decidir los límites entre las doctrinas socráticas y las del propio Platón. Y tiene un valor casi simbólico el que la doctrina de Sócrates se encuentre fuera de él, como la fecundidad mayor de su filosofía (No puede olvidarse el enorme valor histórico de la imagen de S´pcrates –desfigurada y hostil, pero reflejo de un actitud social ateniense– en Las Nubes de Aristófanes).
III. PLATÓN.
VIDA.– Platón nació en Atenas el año 427, y murió, en la plenitud de su vida intelectual, en 347. Pertenecía a una familia noble y antigua, cuyos orígenes pretendían remontarse a Codro y Solón. Su nacimiento y su vocación personal lo llamaban a la política, a la vez que la atracción de Sócrates lo llevó a dedicarse a la filosofía. Después de dos intentos de intervención en la vida pública ateniense, la muerte de Sócrates lo apartó totalmente de ella; solo permaneció para él el interés de los temas políticos, que le hizo dar un puesto tan principal en su sistema a la teoría del Estado o intentar por varias veces, aun con graves riesgos, que su discípulo Dión, cuñado del tirano Dionisio de Siracusa, realizara, durante el reinado de este y el de su sobrino Dionisio el joven, el ideal del Estado platónico. Estos proyectos se frustraron y la actividad de Platón se ciñó a su genial meditación filosófica, a su gran labor de escritor y a la enseñanza viva en la escuela de filosofía que fundó, hacia el 387, en una finca con arboleda próxima al Cefiso, en el camino de Eleusis, dedicada al héroe Academo, y que por eso se llamó la Academia. Esta escuela perduró, aunque con profundas alteraciones, hasta el año 529 de nuestra era, en que la mandó clausurar el emperador Justiniano. Platón ejerció en ella su magisterio hasta su muerte, en colaboración estrecha y profunda con su máximo discípulo, Aristóteles.
ESCRITOS.– La obra de Platón se conserva casi completa. Es, con la aristotélica, lo capital de la filosofía y de toda la cultura griega. Además, su valor literario es tal vez el más alto de todo el mundo helénico, que le hace encontrar las expresiones y las metáforas justas para verter un nuevo modo de pensamiento. Es incalculable la aportación platónica a la formación del lenguaje filosófico. Platón escogió como género literario para expresar su pensamiento el dialogo, que tiene una relación profunda con su doctrina de la dialéctica como método filosófico, y muchos de ellos son de sobrecogedora belleza poética. El personaje principal es siempre Sócrates, que lleva el peso de la discusión. Los diálogos de juventud, la Apología, el Critón, el Eutrifrón, están fuertemente teñidos de socratismo. En su madurez se sitúan entre los más importantes el Protágoras, el Gorgias, el Eutidemo (sobre los sofistas), el Fedón, sobre la inmortalidad del alma; el Symposion o Banquete, acerca del amor; el Fedro, donde se encuentra la teoría del alma, y la República, sobre la justicia y la idea del Estado. Por último, el Teeteto, el Parménides –tal vez el más importante de los escritos platónicos–, el Sofista y el Político; y en los años de la vejez, el Timeo, donde se hallan las referencias a la Atlántida; el Filebo, y una obra considerable, la más extensa en volumen, que contiene una segunda exposición de la teoría del Estado, y en la que no aparece Sócrates: las Leyes. La autenticidad de algunos escritos platónicos, en especial de algunas de sus cartas –alguna de ellas, como la VII, tiene suma importancia–, ha suscitado graves dudas y problemas.
El pensamiento de Platón muestra una evolución que parte de la doctrina de Sócrates, llega a su genial descubrimiento de las ideas y culmina en la discusión de las dificultades y problemas que las ideas plantean, en diálogo con Aristóteles. Aquí no podemos seguir esta marcha de la metafísica platónica, y nos limitaremos a exponer las líneas más vivas y fecundas de la filosofía de la madurez, que contienen todo el problema que hubo de poner en movimiento la historia ulterior del pensamiento griego(Una consideración genética del platonismo dentro de la filosofía y la historia griega se encontrará en mi citada Biografía de la Filosofía).
1. Las ideas.
EL DESCUBRIMIENTO.– ¿Con qué problema se las tiene que haber Platón? Con el mismo problema que la metafísica griega tenía planteado desde Parménides: con el problema del ser y el no ser. Durante más de un siglo, la filosofía helénica había luchado por resolver la aporía de hacer compatible el ente –uno, inmóvil y eterno– con las cosas –múltiples, variables, perecederas–. Hemos visto que la filosofía presocrática posterior a Parménides había sido una serie de intentos de solución de este problema central, que en rigor no rebasan el área intelectual en que el propio Parménides lo había planteado. Platón, en cambio, da a la cuestión un giro decisivo: da un paso hacia adelante, tan nuevo y genial, que lo arrastra a él mismo, y desde entonces va a tener que esforzarse afanosamente en torno a su propio hallazgo, a su doctrina, que se le convierte en el más grave problema. Platón descubre nada menos que la idea. ¿Qué quiere decir esto?
Platón busca el ser de las cosas. Pero esta búsqueda tropieza con varias dificultades de diversa índole, que lo empujan, de modo coincidente, a una solución radical y de apariencia paradójica. En primer lugar, Platón encuentra que las cosas, propiamente, no son; si yo considero, por ejemplo, una hoja de papel blanco, resulta que en rigor no es blanca; es decir, no es del todo blanca, sino que tiene algo de gris o de amarilla; solo es casi blanca; otro tanto ocurre con su presunta rectangularidad: ni sus lados son total y absolutamente rectos, ni son rectos sus ángulos. Todavía hay más: esta hoja de papel no ha existido siempre, sino solo desde hace cierto tiempo; dentro de algunos años no existirá tampoco. Por tanto, es blanca y no blanca, es rectangular y no rectangular, es y no es; o –lo que es lo mismo– no es plena y verdaderamente.
Pero si ahora, en segundo lugar, nos detenemos en el otro aspecto de la cuestión, hallamos que –si bien no es en rigor blanca– la hoja de papel es casi blanca. ¿Qué quiere decir esto? Al decir de algo que es casi blanco, le negamos la absoluta blancura por comparación con lo que es blanco sin restricción; es decir, para ver que una cosa no es verdaderamente blanca, necesito saber ya lo que es blanco; pero como ninguna cosa visible –ni la nieve, ni la nube, ni la espuma– es absolutamente blanca, esto me remite a alguna realidad distinta de toda cosa concreta, que será la total blancura. Dicho en otros términos, el ser casi blanco de muchas cosas requiere la existencia de lo verdaderamente blanco, que no es cosa alguna, sino que está fuera de las cosas. A este ser verdadero, distinto de las cosas, es a lo que Platón llama idea.
En tercer lugar, este problema adquiere su mayor agudeza si tenemos presente el punto de partida de Platón respecto al conocimiento. Platón se mueve en el horizonte del pensamiento socrático; ahora bien, Sócrates –que, en rigor, no hace una metafísica, sino que establece el punto de vista de la verdad en filosofía– pretende conocer qué son las cosas; es decir, busca las definiciones. Mientras Parménides se mueve en el ámbito del ser y trata de discernir lo que es de verdad de lo que es mera apariencia, Sócrates intenta decir qué (??) es lo que es, o sea definir, descubrir y fijar las esencias de las cosas. En este punto concreto inicia Platón su filosofía.
Ahora bien, una definición es, por lo pronto, una predicación de la forma A es B. Y me encuentro en ella con un problema de unidad y multiplicidad. Cuando digo “el hombre es un animal que habla”, identifico al animal con el hombre, digo que dos cosas son una, que A es B. ¿Qué es lo que hace posible que yo haga con verdad una predicación? Reparemos en que, al decir A es B, A funciona dos veces: primero como sujeto, cuando digo A; pero, en segundo lugar, cuando digo que es B, no estoy solo en B, sino que en este predicado está incluido A: en otros términos, no se trata de que yo miente primero A y luego B, sin más conexión, sino que este B es el ser B de A, y por consiguiente, A funciona dos veces. El supuesto de la predicación A es B es que A es A; es decir, la identidad de A consigo misma, que a su vez se desdobla en estos dos momentos: 1.º que A es una; 2.º que A es permanente.
Cuando yo digo que el hombre es un animal parlante, es menester que el hombre sea unívoco, y además que al referirlo al ser parlante continúe siendo hombre. La definición en el sentido socrático y platónico parte del supuesto de la identidad y permanencia de los entes, cuestión grave si las hay. Si yo quiero decir algo del caballo, me encuentro, ante todo, con que hay muchos caballos; en segundo lugar, estos caballos que ahora encuentro no son permanentes: ni los había hace cincuenta años ni los habrá dentro de cincuenta; por último, si digo de un caballo que es negro, esto no es rigurosamente cierto, porque tiene algo de blanco o de gris; el caballo perfecto, el caballo sin más, no existe. Puede decirse que casi predicamos unas casi propiedades de unas casi cosas.
Platón, que se da cuenta de ello –y ahí está su genialidad–, supone –y esto es lo grave– que es un defecto del caballo, porque este debería ser un caballo absoluto y absolutamente negro. Ante esta dificultad, se desentiende del caballo concreto, que es y no es, que no es del todo, para buscar el caballo verdadero. Y Platón tiene que hacer dos cosas: encontrar el caballo absoluto y dar cuenta desde él de los caballos aproximados que galopan en el mundo. Platón apela del mundo de las cosas, que no permiten predicaciones rigurosas, al mundo en que éstas se dan, a lo que llama el mundo de las ideas. Pero, ¿qué se entiende por ideas?
EL SER DE LAS IDEAS.– La palabra “idea” o “eidos” (????, ?????) quiere decir figura, aspecto: aquello que se ve, en suma. También se traduce, en ciertos contextos, por forma; así, en Aristóteles aparece como sinónimo de morphé, y por otra parte equivale en él a especie. (En latín, species es de la misma raíz que el verbo spicio, ver o mirar, como ocurre con las voces griegas ????? o ????; entre las significaciones de species se encuentra también la de belleza o hermosura, y equivale, por tanto, a forma de donde viene formosus). Idea es lo que veo cuando veo algo. Cuando yo veo un hombre, lo veo propiamente –es decir, lo veo como hombre– porque tengo ya previamente la idea del hombre, porque lo veo como participante de ella; del mismo modo, cuando digo de un papel que no es del todo blanco, lo que permite verlo como casi blanco es la idea de la blancura. Cuando leo una palabra escrita, la veo instantáneamente porque poseo ya su idea; si se trata de una palabra de una lengua totalmente ajena y desconocida, no la veo directamente y como tal, sino solo como un agregado de letras –cuyas ideas respectivas, en cambio, poseo–; y si paso a un vocablo escrito en caracteres que ignoro, en rigor no veo las letras, ni podría reproducirlas sin una previa reducción, mediante un examen detallado, a formas de rasgos conocidos. Un hombre que no sepa lo que es leer –no simplemente que no sepa leer–, no ve un libro, porque carece de su idea. La idea es, pues, el supuesto del conocimiento y de la visión de las cosas como tales.
El descubrimiento de las ideas estaba ya parcialmente preparado en la filosofía anterior; recordemos primero la perspectiva, mediante la cual las homeomerías de Anaxágoras podían tomar formas distintas variando su posición; en segundo lugar, la definición socrática, que no da lo que es cada cosa concreta, sino todas las comprendidas en ella; es decir, la especie. Pero hay una gran distancia entre estos antecedentes y la doctrina platónica.
El ser verdadero, que la filosofía venía buscando desde Parménides, no está en las cosas, sino fuera de ellas: en las ideas. Estas son, pues, unos entes metafísicos que encierran el verdadero ser de las cosas; son lo que es auténticamente, lo que Platón llama ????? ??. Las ideas tienen los predicados exigidos tradicionalmente al ente y que las cosas sensibles no pueden poseer: son unas, inmutables, eternas; no tienen mezcla de no ser; no están sujetas al movimiento ni a la corrupción; son en absoluto y sin restricciones. El ser de las cosas, ese ser subordinado y deficiente, se funda en el de las ideas de que participan. Platón inicia la escisión de la realidad en dos mundos: el de las cosas sensibles, que queda descalificado, y el de las ideas, que es el verdadero y pleno ser.
Vemos, pues, la necesidad de la idea: 1.º Para que yo pueda conocer las cosas como lo que son. 2.º Para que las cosas, que son y no son –es decir, no son de verdad–, puedan ser. 3.º Para explicarme cómo es posible que las cosas lleguen a ser y dejen de ser –en general, se muevan o cambien–, sin que esto contradiga a los predicados tradicionales del ente. 4.º Para hacer compatible la unidad del ente con la multiplicidad de las cosas.
EL CONOCIMIENTO.– Al preguntarse Platón por el ser de las cosas se encuentra con algo bastante paradójico: que estas cosas no tienen ser y, por tanto, no le sirven para encontrarlo. ¿Dónde buscarlo, pues? El ser verdadero está en las ideas, pero las ideas no son accesibles a mi conocimiento directo, no están en el mundo. Sin embargo, yo las conozco de algún modo, yo las tengo en mí, y por eso me permiten conocer las cosas, como hemos visto. ¿Cómo es esto posible? Para resolver esta cuestión, Platón recurre a uno de sus procedimientos característicos: cuenta un mito. El mito del Fedro explica, a la vez, el origen del hombre, el conocimiento de las ideas y el método intelectual del platonismo.
Según el famoso mito que Sócrates cuenta a Fedro, a orillas del Iliso, el alma, en su situación originaria, puede compararse a un carro tirado por dos caballos alados, uno dócil y de buena raza, el otro díscolo (los instintos sensuales y las pasiones), dirigido por un auriga (la razón) que se esfuerza por conducirlo bien. Este carro, en un lugar supraceleste (???? ????????????), circula por el mundo de las ideas, que el alma contempla así, pero no sin dificultad. Las dificultades para guiar el tiro de los dos caballos hacen que el alma caiga: los caballos pierden las alas, el alma queda encarnada en un cuerpo. Si el alma ha visto, aunque sea muy poco, las ideas, ese cuerpo será humano y no animal; según que las haya contemplado más o menos, las almas están en una jerarquía de nueve grados, que va del filósofo al tirano. El origen del hombre como tal es, pues, una caída de un alma de procedencia celeste y que ha contemplado las ideas. Pero el hombre encarnado no las recuerda. De sus alas no quedan más que muñones doloridos, que se excitan cuando el hombre ve las cosas, porque estas le hacen recordar las ideas, vistas en la existencia anterior. Este es el método del conocimiento. El hombre parte de las cosas, pero no para quedarse en ellas, para encontrar en ellas un ser que no tienen, sino para que le provoquen el recuerdo o reminiscencia (anámnesis) de las ideas en otro tiempo contempladas. Conocer, por tanto, no es ver lo que está fuera, sino al revés: recordar lo que está dentro de nosotros. Las cosas son solo un estímulo para apartarse de ellas y elevarse a las ideas.
Las cosas, dice Platón con una expresiva metáfora, son sombras de las ideas. Las sombras son signos de las cosas y pueden hacerme caer en la cuenta de ellas. Los rotos muñones de las alas se estremecen y quieren rebrotar; se siente una inquietud, una comezón dolorosa: “la virtud de las alas consiste en levantar las cosas pesadas hacia arriba, elevándolas por los aires, hasta donde habita el linaje de los dioses”, dice Platón. Este es, como veremos en detalle, el sentido cognoscitivo del eros platónico: el amor, partiendo de la contemplación de las cosas bellas, de los cuerpos bellos, termina por hacernos recordar la idea misma de la belleza y nos introduce en el mundo ideal.
El hombre, que es para Platón un ente caído, aparece caracterizado, sin embargo, por haber visto las ideas, el verdadero ser de las cosas: por participar de la verdad; esto es lo que lo define. Uno de los más profundos argumentos que usa Platón para probar la inmortalidad del alma es que esta, por conocer la verdad, ha de tener cierta adecuación con ella; ya vimos la vinculación del ente y el noûs en Parménides. En este argumento va implícita toda una metafísica. (En la filosofía actual se ha suscitado de un modo agudo el problema de la eternidad de las verdades –Husserl y Heidegger–. Se contrapone a esa idea la de una vinculación temporal de las verdades a la existencia humana. Pero esta es una cuestión sumamente compleja, en la que aquí no se puede entrar).
2. La estructura de la realidad.
EL MITO DE LA CAVERNA.– En el libro VII de la República cuenta Platón un mito de fuerza sobrecogedora, en el que representa simbólicamente la situación del hombre en su relación con la filosofía, y a la vez la estructura de la realidad. Lo curioso es que inmediatamente antes, al final del libro VI, había expuesto en forma de tesis esa misma doctrina sobre la realidad y los métodos para conocerla. Este procedimiento de Platón recuerda, con una esencial alteración del orden, la técnica habitual de hacer comprender una verdad mediante una representación poética que se esclarece y precisa de modo intelectual; pero esta inversión de los términos revela que no se trata de un simple ejemplo metafórico, sino que el mito agrega algo a la explicación que lo antecede.
El contenido del mito se reduce en lo esencial a lo que sigue. Platón imagina unos hombres que se encuentran desde niños en una caverna, que tiene una abertura por donde penetra la luz exterior; están sujetos de modo que no pueden moverse ni mirar más que al fondo de la caverna. Fuera de esta, a espaldas de esos hombres, brilla el resplandor de un fuego encendido sobre una eminencia del terreno, y entre el fuego y los hombres encadenados hay un camino con un pequeño muro; por ese camino pasan hombres que llevan todo género de objetos y estatuillas, que rebasan la altura de la tapia, y los encadenados ven las sombras de esas cosas, que se proyectan sobre el fondo de la caverna: cuando los transeúntes hablan, los encadenados oyen sus voces como si procedieran de las sombras que ven, para ellos la única realidad. Uno de los encadenados, libre de su sujeción, contempla la realidad exterior; la luz hace que le duelan los ojos, y apenas ve; el sol lo deslumbra dolorosamente y lo ciega. Poco a poco intenta habituarse; primero consigue ver las sombras; luego, las imágenes de las cosas, reflejadas en las aguas; después, las cosas mismas. Vería el cielo de noche, las estrellas y la luna; y al amanecer, la imagen reflejada del sol, y, por último, después de un largo esfuerzo (???????), podría contemplar el sol mismo. Entonces sentiría que el mundo en que había vivido antes era irreal y desdeñable; y si hablaba con sus compañeros de ese mundo de sombras y dijera que no eran reales, se reirían de él, y si tratase de salvarlos y sacarlos al mundo real, lo matarían.
¿Qué es lo simbolizado en este mito? La caverna es el mundo sensible, con sus sombras, que son las cosas. El mundo exterior es el mundo verdadero, el mundo inteligible o de las ideas. Las cosas simbolizan las ideas; el sol, la idea del Bien. Se puede representar, siguiendo las instrucciones del propio Platón, de un modo gráfico la estructura de la realidad a que se refiere el mito de la caverna.
EL ESQUEMA DE LOS DOS MUNDOS.– Platón distingue dos grandes regiones de lo real, el mundo sensible (de las cosas) y el mundo inteligible (de las .ideas), que simboliza en dos segmentos de una recta. Cada una de estas dos regiones se divide en dos partes, que señalan dos grados de realidad dentro de cada mundo; hay una correspondencia entre las primeras y las segundas porciones de los dos segmentos. Por último, a cada una de las cuatro formas de realidad corresponde una vía de conocimiento; las dos que pertenecen al mundo sensible constituyen la opinión o dóxa; las del mundo inteligible son manifestaciones del noûs. Advertimos, pues, la resonancia de la doctrina de Parménides. Esquemáticamente, la realidad tiene, por tanto, esta estructura:
MUNDO SENSIBLE (REALIDAD APARENTE): sombras, conjetura, cosas, creencia : dóxa.
MUNDO INTELIGIBLE (RELIDAD VERDADERA): objetos matemáticos, discurso, ideas, visión poética: noûs.
EL SENTIDO DEL MITO.– El mito de la caverna, narrado por Platón a continuación de ese esquema, le agrega algo. De un modo concreto, simboliza a la vez la estructura ontológica de lo real y la significación de la filosofía. Con ello introduce una unidad fundamental de esos mundos. Las dos grandes regiones de la realidad quedan unificadas en la realidad en virtud de la intervención del hombre que se enfrenta con ellas. El mundo visible y el mundo inteligible aparecen calificados por su referencia a dos esenciales posibilidades humanas; el mundo total es un doble mundo que queda integrado en uno por el paso del hombre. (Desde otro punto de vista, hay un segundo vínculo de unidad, que es el Bien, fundamento ontológico del ser de ambos mundos). Al hombre de la caverna le acontece algo que se puede contar, y esto es el relato en que consiste el mito. El tema del mito de la caverna es, en su dimensión más profunda, la esencia de la filosofía, algo que, como vemos, más bien se cuenta que se define. La filosofía, propiamente, no se puede definir, a pesar de que Platón es el hombre de la definición, sino que hay que contar o narrar. Aquello que acontece al filósofo, el drama de la filosofía, es lo que pone de manifiesto la estructura de lo real: esta es la doble sustancia del mito de la caverna.
Pero no olvidemos que el viaje del hombre del mito es de ida y vuelta: el encadenado, una vez que ha contemplado el mundo de la luz y la libertad, vuelve a la caverna. Es decir, va a explicar desde las cosas las sombras, desde las ideas la realidad sensible. Vemos aquí prefigurada la filosofía de Platón, y a la vez advertiremos cómo queda inconclusa, porque Platón tenía que volver a la caverna para explicar desde la teoría de las ideas el ser de las cosas, y en rigor, como veremos, no lo hace, porque se queda en el mundo inteligible, deslumbrado y retenido por sus problemas internos. Y el trágico final del mito refleja la forma en que la filosofía era vivida en la época de Platón: en la muerte del filósofo por sus compañeros de la caverna late el recuerdo de Sócrates.
3. Los problemas de la teoría de las ideas.
EL SER Y EL ENTE.– Vimos antes que Platón se preguntaba por el ser de las cosas. Pero resultaba que no tienen ser por sí, sino que lo tienen recibido, participado de otra realidad que está fuera de las cosas. Y entonces Platón descubría las ideas.
Es menester fijarse un poco en lo que quiere decir esto. Es, por lo pronto, descubrir el modo de ser de las cosas, descubrir lo que hace que las cosas sean, y por eso, al mismo tiempo, descubrir aquello que puede saberse de las cosas; es decir, lo que son. El problema del conocimiento va inseparablemente unido al del ser, y por eso es estrictamente metafísico. No es posible descubrir una sola cosa y verla sin ver su idea; sin ver la idea del hombre, no se puede ver un hombre; un animal no puede ver un libro, porque no tiene su idea, y la realidad libro no existe para él. En definitiva, ¿qué es lo que Platón ha descubierto, qué es realmente la idea?
En realidad, Platón ha descubierto el ser de las cosas. El ser es lo que hace que las cosas sean, que sean entes. El ser es el ser del ente; y al mismo tiempo, saber una cosa es saber lo que esa cosa es; comprender el ser de aquel ente. Supongamos que tengo una cosa que voy a conocer. Aquella cosa es un ente; pero, al conocerla, no tengo en mi conocimiento la cosa misma. ¿Qué tengo, pues? Tengo el ser de la cosa, lo que aquella cosa es; Platón diría “su idea”. Diría que se trataba de ver una cosa en su idea.
En definitiva, nos encontramos con que Platón ha descubierto el ser, a diferencia del ente. Parménides había descubierto ci ente, las cosas en cuanto son. Platón descubre el ser, lo que hace que las cosas sean, y encuentra que este ser no se confunde con las cosas. Pero, además de distinguirlos, los separa: las ideas son algo separado de las cosas (absoluto). Y ahora se encuentra con una dificultad gravísima: que él se preguntaba por el ser de las cosas, y ahora ha encontrado el ser; pero no sabe lo que son las cosas. Platón se queda en las ideas, en el ser que ha descubierto. Le falta nada menos que explicar con las ideas el ser de las cosas (Ortega).
Esto ocurre cuando un hombre hace un descubrimiento genial como el de las ideas: se queda en ellas, pero no llega a explicar las cosas; se queda sin hacer su metafísica. (Véase Ortega: Filosofía pura). Aristóteles va a hacer precisamente esto. Le reprocha a Platón que se sirva de esos mitos, no porque sean mitos, sino porque detrás de ellos no hay una metafísica. El concepto de participación es completamente insuficiente. La ??????? es el tipo de relación que hay entre las ideas y las cosas. Las cosas participan de las ideas. Las ideas son como un velo, que cubre a varias cosas, y ellas participan de él, dice Platón. La idea del hombre es como un velo común que cubre a todos los hombres. Aristóteles dirá que todo eso son solo metáforas. ¿Qué es, ontológicamente, la participación? Un estar presentes las ideas en las cosas; pero ¿cuál es la posibilidad ontológica de la participación, cuál es ese modo de presencia?
LA COMUNIDAD DE LAS IDEAS.– Dentro de las ideas mismas, se le plantean problemas a Platón. Pensemos en la idea del hombre. El hombre es un viviente y es racional. El ser del hombre es la idea del hombre. Este hombre que aquí tengo, ¿es participación de la idea de viviente, o de la idea de racional? Dentro de la idea misma tengo el problema de lo uno y lo múltiple. ¿Cómo va a resolver Platón esta koinonía, la comunidad de las ideas? Va a ser algo semejante a la participación. La idea del hombre está en comunidad con la idea de viviente, con la idea de racional, etc.
Por estos caminos llega Platón a dos nociones importantes: la idea del ser como género supremo y la idea del bien como “el sol de las ideas” –dirá con una última metáfora Platón–, como la idea de las ideas.
EL BIEN.– Qué es el bien? ¿Qué es la idea del bien? Ante todo, se trata de una idea. Esta idea está en lo más alto de la jerarquía en que todas se encuentran, porque las ideas –y esto es lo que hace posible una ???????? o comunidad– están dispuestas y organizadas jerárquicamente. De la idea del bien nos dice Platón que es la más digna y suprema; que es, repito, el sol de las ideas, y, sobre todo, que es la idea de las ideas. No hay que entender esto como una expresión simplemente ponderativa, sino de un modo mucho más estricto: la “idea de las ideas” es la que hace que las demás sean ideas, quien confiere a las demás su carácter de ideas. Pero las ideas son los verdaderos entes, y, por tanto, si la idea del bien confiere a las demás su carácter, les da su ser. Pero ¿quién puede hacer que sean? Naturalmente, el ser. El ser haría que cada ente fuera ente; estaría presente en los entes, confiriéndoles su entidad. A esto llama Platón el bien; pero en Grecia el bien se entiende en un sentido que se acerca más al del plural bienes en español. Esto permite ver de un modo vivo la vinculación del ser y del bien. El bien de cada cosa es lo que esa cosa es, aquello de que puede echar mano; y, a la inversa, el ser buena una cosa es que sea lo que es. Un buen cuchillo o un buen político son los que son plenamente –verdaderamente– un cuchillo o un político. Naturalmente, esto está próximo a aquella implicación del ser, el bien y el uno de Aristóteles, que van a ser los llamados trascendentales de la Escolástica medieval.
En cierto sentido, la doctrina del bien en Platón es su teología. El bien aparece en muchos textos platónicos –aunque no siempre con suficiente claridad– de manera que induce a entenderlo como Dios. Así ha sido interpretada su doctrina, primero por los neoplatónicos y luego por San Agustín, y de este modo ha actuado en toda la tradición cristiana medieval.
EL ENTE COMO GÉNERO.– Nos queda un segundo punto importante: la idea del ente como género. Se trataría de un género supremo. Las demás cosas serían especies sucesivas de ese género único. De este modo se podría hacer una división del ente en géneros y especies, una división jerárquica, añadiendo sucesivas diferencias. A este punto de vista se opone también resueltamente Aristóteles, por razones profundas, que examinaremos más adelante. La crítica de Aristóteles a la teoría platónica de las ideas va a afirmar, pues, algunos puntos capitales: 1.º Que las ideas no están separadas de las cosas. 2.º Que el ente no es género, sino lo más universal de todo. 3.º Que el ente, el bien y el uno se acompañan mutuamente; y 4.º Que el ser se dice de muchas maneras, y que estas maneras se dicen por analogía. Estas dos últimas nociones, aunque en forma distinta, no son ajenas al pensamiento platónico.
4. El hombre y la ciudad.
En Platón, la idea del bien aparece al mismo tiempo como la divinidad, como el artífice o demiurgo del mundo. Platón supone la creación de un “alma del mundo”, intermedio entre las ideas y las cosas; es la animadora del mundo. El alma humana es también, como hemos visto, algo intermedio: por una parte, está caída, encarnada en un cuerpo, sujeta al mundo sensible, cambiante y corruptible; por otra parte, ha visto las ideas y tiene una peculiar conexión con ellas: participa, por tanto, del mundo eterno e inteligible de las ideas.
DOCTRINA DEL ALMA.– Ya hemos visto el origen mítico del hombre, en el Fedro. Platón insiste de un modo especial en la inmortalidad del alma. Recoge con esto una corriente muy profunda de la religión y de todo el pensamiento griego, sobre todo de los misterios dionisiacos y órficos, y del pitagorismo, que influyó hondamente en Platón, tanto en este punto como en el aspecto matemático. Las pruebas principales de la inmortalidad del alma se fundan en su simplicidad e inmaterialidad y en su adecuación con las ideas eternas y con la verdad, que es conocida por el alma. Estas pruebas han sido utilizadas tradicionalmente por la filosofía griega y cristiana.
El alma tiene tres partes: una parte concupiscible o sensual, la más relacionada con las necesidades corporales; una segunda parte irascible, correspondiente a los impulsos y afectos, y, por último, la parte racional, mediante la que es posible el conocimiento de las ideas y la volición en sentido deliberativo, según la razón. Este esquema de la psicología recibe un desarrollo superior en el pensamiento aristotélico.
ÉTICA.– La moral platónica muestra un paralelismo estricto con su teoría del alma. Las partes de la psique humana tienen una correspondencia ética rigurosa. Cada una de ellas tiene que estar regida de un cierto modo, tiene que poseer una virtud particular, una calidad en que consiste su funcionamiento perfecto. La parte sensual requiere la moderación, lo que se llama tradicionalmente templanza (sophrosyne). A la parte afectiva le corresponde la fortaleza o andría. La parte racional tiene que estar dotada de la sabiduría o prudencia, de la phrónesis. Pero hay aún una cuarta virtud; las partes del alma son elementos de una unidad, y están, por tanto, en una relación entre sí; esta buena relación constituye lo más importante del alma y, por consiguiente, la virtud suprema, la justicia o dikaiosyne. Estas son las cuatro virtudes que han pasado como virtudes cardinales, incluso al cristianismo (prudencia, justicia, fortaleza y templanza, según la denominación usual).
LA CIUDAD.– La moral individual tiene una traducción casi exacta a la teoría de la constitución civil o politeía, tal como la expone en la República, y luego, en forma atenuada, de más fácil realización, en las Leyes. La ciudad se puede considerar también, a semejanza del alma, como un todo compuesto de tres partes, que corresponden a las psíquicas. Estas partes son las tres grandes clases sociales que reconoce Platón: el pueblo –compuesto de comerciantes, industriales y agricultores–, los vigilantes y los filósofos. Hay una correlación estrecha entre estas clases y las facultades del alma humana, y, por tanto, a cada uno de estos grupos sociales pertenece de modo eminente una de las virtudes. La virtud de las clases productoras es, naturalmente, la templanza; la de los vigilantes o guerreros, la fortaleza, y la de los filósofos, la sabiduría, la phrónesis o sophía. También aquí la virtud capital es la justicia, y de un modo aún más riguroso, pues consiste en el equilibrio y buena relación de los individuos entre sí y con el Estado, y de las diferentes clases entre sí y con la comunidad social. Es, pues, la justicia quien rige y determina la vida del cuerpo político, que es la ciudad. El Estado platónico es la pólis griega tradicional, de pequeñas dimensiones y escasa población; Platón no llega a imaginar otro tipo de unidad política.
Los filósofos son los “arcontes” o gobernantes encargados de la dirección suprema, de la legislación y de la educación de todas las clases. La función de los vigilantes es la militar: la defensa del Estado y del orden social y político establecido contra los enemigos de dentro y de fuera. La tercera clase, la productora, tiene un papel más pasivo y está sometida a las dos clases superiores, a las que tiene que sostener económicamente. Recibe de ellas, en cambio, dirección, educación y defensa.
Platón establece en las dos clases superiores un régimen de comunidad no sólo de bienes, sino de mujeres e hijos, que pertenecen al Estado. No existen propiedad ni familia privadas más que en la tercera clase. Las directivas no deben tener intereses particulares, para subordinarlo todo al servicio supremo de la pólis.
La educación, semejante para hombres y mujeres, es gradual, y ella es quien opera la selección de los ciudadanos y determina la clase a que habrán de pertenecer, según sus aptitudes y méritos. Los menos dotados reciben una formación elemental, e integran la clase productora; los más aptos prosiguen su educación, y una nueva selección separa los que han de quedar entre los vigilantes y los que, tras una preparación superior, ingresan en la clase de los filósofos y han de llevar, por tanto, el peso del gobierno. En la educación platónica alternan los ejercicios físicos con las disciplinas intelectuales; el papel de cada ciudadano está rigurosamente fijado según su edad. La relación entre los sexos y la generación están supeditadas al interés del Estado, que las regula de modo conveniente. En toda la concepción platónica de la pólis se advierte una profunda subordinación del individuo al interés de la comunidad. La autoridad se ejerce de un modo enérgico, y la condición capital para la marcha de la vida política de la ciudad es que esta se rija por la justicia.
5. La filosofía.
Vamos a ver ahora qué es la filosofía para Platón. ¿Qué se entiende por filosofía y filosofar, en el momento en que ha llegado a esta primera plenitud el pensamiento helénico?
Al comienzo del libro VII de la República, Platón cuenta, como ya hemos visto, el mito de la caverna, que simboliza, por una parte, la diferencia entre la vida usual y la vida filosófica, y, por otra, los diversos estratos de la realidad dentro de su sistema metafísico.
Por otra parte, dice Platón en el Banquete: “Ninguno de los dioses filosofa ni desea hacerse sabio, porque lo es ya; ni ningún otro sabio filosofa; ni tampoco los ignorantes filosofan ni desean hacerse sabios”. Y añade más adelante: “ Quiénes, pues, son los que filosofan, si no son los sabios ni los ignorantes? Claro es que los intermedios (??????) de estos dos”.
Esto es definitivo. Para Platón no filosofa ni el que es sabio ni el que es ignorante. Ignorante es el que no sabe, sin más. El intermedio no sabe, pero se da cuenta de ello; sabe que no sabe, y por eso quiere saber: le falta ese saber. Propiamente hablando, ni al sabio ni al ignorante les falta el saber. Yo no tengo ramas, pero no me faltan. Solo filosofa el que echa de menos el saber. Esto nos va a conducir a dos cosas importantes, que trascienden de Platón: la relación que puedan tener con la filosofía, por una parte, el amor, y por otra, la Divinidad.
En el Banquete se trata de hablar “acerca del amor”, y también de hacer un elogio del dios Eros, que está en estrecha relación con la filosofía. Para Platón, el amor es un echar de menos, un buscar lo que no se tiene, lo que falta. El Amor, que es hijo de Poro y de Penia, según el mito, es todo riqueza, pero al mismo tiempo es menesteroso. El amor y también el amante, el erastés, busca lo que le falta, y principalmente la belleza. Sócrates dirá en el Banquete, con gran escándalo de todos, que si el amor busca la belleza es porque le falta, y, por tanto, no es dios. ¿Qué es entonces? Un gran demonio o genio, un metaxy, un intermedio entre los hombres y los dioses. Y esto mismo le ocurre al filósofo, que es también metaxy, intermedio entre el sabio y el ignorante. La sabiduría lo es de las cosas más bellas, y el amor es amor de lo bello; es necesario, pues, que el amor sea filósofo. Por lo bello se llega a lo verdadero, y así los filósofos son “amigos de mirar a la verdad”. Hay una esencial comunidad entre la belleza y la verdad. Debajo de la del bien y de la verdad, objeto de la filosofía, está, muy próxima, la idea de lo bello. Y la belleza, para Platón, es más fácilmente visible que la verdad, se ve y resplandece más, se impone de un modo más vivo e inmediato; la belleza nos puede llevar a la verdad: por eso el filósofo es un amador, y de la contemplación de la belleza de un cuerpo se eleva a la de los cuerpos en general, luego a la de las almas y, por último, a la de las ideas mismas. Y entonces es cuando sabe, cuando tiene verdaderamente sophía.
Recordemos que belleza se dice en latín forma; lo que es hermoso es formosus; se dice también species; pero species, como eidos o idéa, es lo que se ve. Lo que se ve puede ser la belleza y la idea; y lo mismo pasa con la forma, que es lo que constituye la esencia de una cosa, su bien en sentido griego.
Vemos que aparece en Platón, como algo esencial de la Filosofía, un momento amoroso. Pero la cosa no es tan sencilla, porque amor se dice en griego de muchas maneras. Principalmente de tres: ????, ????? y ?????. El éros, como hemos visto, es ante todo un deseo de lo que no se tiene y echa de menos, un afán, primordialmente, de belleza. La philía se encuentra en la raíz misma de la palabra filosofía. Es una especie de amistad, de cuidado y de trato frecuente. Aristóteles se pronunciaba por la philía en relación con el filosofar. Quedaba un poco al margen la agápe, que era una especie de dilectio, de estimación y amor recíproco; este concepto, esencialmente modificado por el cristianismo, va a ser en San Juan y en San Pablo la caridad, caritas (Zubiri). Y San Agustín dice esta sencilla y taxativa frase: Non intratur in veritatem nisi per caritatem: “No se entra en la verdad sino por la caridad”.
Por tanto, en tres filosofías de tanta magnitud como las de Platón, Aristóteles y San Agustín, la filosofía tiene como método, como vía de acceso a la verdad, las tres formas del amor griego. Para Platón no se entra en la filosofía sino por el éros; para Aristóteles, por una cierta philía; para San Agustín, por la caritas. Todavía doce siglos más tarde Spinoza definirá la filosofía como amor Dei intellectualis, y en nuestro siglo Ortega como “la ciencia general del amor”.
(continuará)
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.
II. LA SOFÍSTICA Y SÓCRATES.
Desde el siglo V comienza una fase nueva de la filosofía en Grecia. Este periodo se caracteriza esencialmente por la vuelta del hombre sobre sí mismo. A la preocupación por el mundo sucede la preocupación por el hombre. No había faltado esta anteriormente; hemos visto la idea de la vida teorética, la doctrina de la inmortalidad o de la transmigración, etc. Pero ahora el hombre cae en la cuenta de que se ha de hacer cuestión de quién es él. En esto influyeron algunas razones extrínsecas a la filosofía: el predominio de Atenas después de las guerras médicas, el triunfo de la democracia, etc. Aparece en primer plano la figura del hombre que habla bien, del ciudadano, y el interés del ateniense se vuelve a la realidad política, civil y, por tanto, al hombre mismo.
Grecia cambia considerablemente de estilo. El ciudadano perfecto, el ???????, reemplaza al ideal antiguo del ???????????, del hombre comme il faut, bello de cuerpo y con dotes notables, tal vez lo que llamaríamos en español “una bella persona”. En el centro del pensamiento griego ya no está la ?????, sino más bien la ??????????, la felicidad, en el sentido del desarrollo de la esencia de la persona. Y aparece como representación eminente de este tiempo el sofista.
1. Los sofistas.
El movimiento sofístico aparece en Grecia en el siglo V. Los sofistas tienen cierta afinidad con Anaxágoras, en el momento en que la filosofía va a empezar a influir en la vida ateniense. Pero presentan esenciales diferencias. Se caracterizan externamente por unas cuantas notas: son profesores ambulantes, que van de ciudad en ciudad, enseñando a los jóvenes; y enseñan por dinero, mediante una retribución, caso nuevo en Grecia y que sorprendió no poco. Tenían gran brillantez y éxito social; eran oradores y retóricos, y fundamentalmente pedagogos. Pretendían saber y enseñar todo, y desde luego, cualquier cosa y su contrario, la tesis y la antítesis. Tuvieron una gran influencia en la vida griega, y fueron personajes importantes; algunos, de gran inteligencia. Pero lo más grave, aquello por lo cual nos interesan aquí, son las interferencias que tiene la sofística con la filosofía.
La palabra sofista se deriva de la misma voz sofía, sabiduría. Filóstrato dice de la sofística que habla acerca de las cosas de que lo hacen los que filosofan. Y Aristóteles dice: “La sofística es una sabiduría aparente, pero que no lo es, y el sofista, el que usa de la sabiduría aparente, pero que no lo es”. En estas dos brevísimas citas se caracteriza el problema de la sofística; habla de temas filosóficos, y parece una sabiduría, pero no lo es. El sofista parece filósofo, pero no lo es; es un hombre extrañísimo, dice Platón, cuyo ser consiste en no ser. Adviértase que esto no quiere decir que no es filósofo; esto también le pasa al carpintero; pero este no consiste en no ser filósofo, sino en ser carpintero, mientras que el ser sofista consiste en aparentar ser filósofo y no serlo. Hay dos problemas: 1) la filosofía que pueda haber en la sofística; 2) el problema filosófico de la realidad del sofista.
La sofística plantea una vez más el problema del ser y el no ser, pero a propósito de sí misma y, por tanto, del hombre. La idea de lo que el hombre debe ser, de la aristocracia, se había transformado en Grecia. En lugar de ser ya el hombre bien constituido y dotado, buen guerrero, por ejemplo, es el sabio, el hombre que tiene noûs y sabe lo que se hace y lo que se dice, el buen ciudadano. Cuando esto se generaliza en Grecia, como cada hombre tiene noûs y este es común, el resultado es una democracia. Este noûs y el hablar según él son lo que importa. Es, pues, la filosofía quien ha hecho posible esta situación y, por tanto, la misma sofística.
Se mueve la sofística en un ámbito de retórica. Se trata de decir las cosas de modo que convenzan, de decir bien (?? ??????). No importa la verdad, y por eso es una falsa filosofía. Frente a esto, Sócrates y Platón reclamarán el bien pensar, es decir, la verdad.
Además, es algo público, dirigido al ciudadano; tiene, pues, una clara tendencia política. Y, por último, es una paideía, una pedagogía, la primera que propiamente existe.
La dimensión positiva de la sofística y su justificación histórica consiste en que significa, frente a una filosofía hecha desde el ente y que abandona las cosas –eleatismo–, la exigencia de filosofar desde las cosas y dar razón de ellas. Lo grave es que los sofistas proclamaron la inconsistencia de las cosas y abandonaron el punto de vista del ser y de la verdad, que habrían de recuperar –haciendo a la vez justicia a la exigencia sofística– Sócrates y Platón, los cuales tendrían que preguntarse por lo que las cosas son o, dicho con otras palabras, por la consistencia de las cosas.
Hubo muchos sofistas importantes. Varios de ellos nos son conocidos de un modo vivo y penetrante por los diálogos de Platón. Interesa de ellos menos el detalle de su actuación y sus ideas que la significación total del movimiento. Los de mayor importancia fueron Hipias, Pródico, Eutidemo y, sobre todo, Protágoras y Gorgias.
PROTÁGORAS.– Era de Abdera, igual que Demócrito. Tuvo gran influencia en Atenas, en tiempo de Pericles. Se ocupó de gramática y del lenguaje, fue gran retórico y mostró cierto escepticismo respecto a la posibilidad del conocimiento, especialmente de los dioses. Pero su fama mayor procede de una frase suya, transmitida por varios filósofos posteriores, que dice: “El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son, en tanto que son, y de las que no son, en tanto que no son”. De esta frase se han dado numerosas interpretaciones, que van desde el relativismo al subjetivismo. No podemos entrar en este tema. Basta con indicar que Aristóteles advierte que habría que saber primero si se refiere al hombre como sujeto de ciencia o de sensación; es decir, si se refiere al punto de vista de la verdad o simplemente de la dóxa. Protágoras no habla del ón, sino de las cosas en cuanto se oponen a él (???????), las cosas que se usan, los bienes muebles, y de ahí el sentido del dinero (crematística). Es, pues, el mundo de la dóxa, y por tanto la frase está comprendida en el ámbito de las ideas de Parménides. La doxa es “opinión de los mortales”, “nombres que los hombres ponen a las cosas”, convención.
GORGIAS.– Gorgias era de Leontinos, en Sicilia. Fue uno de los grandes oradores griegos. Escribió un libro titulado Del no ser, en el que aparece una vez más la clara dependencia del eleatismo. Mostraba las dificultades de su doctrina del ente, afirmando que no existe ningún ente, que si existiera no sería cognoscible para el hombre, y que si fuera cognoscible no sería comunicable. Se llega, pues, con los sofistas a una última disolución de la dialéctica del ser y el no ser de Parménides. La filosofía viene a perderse en retórica y en renuncia a la verdad. Para replantear de un modo eficaz el problema metafísico será menester situarlo sobre nuevas bases. Es lo que va a iniciar y exigir Sócrates y habrán de realizar Platón y Aristóteles, sobre todo.
2. Sócrates.
LA FIGURA DE SÓCRATES.– Sócrates llena la segunda mitad del siglo V ateniense; murió a los setenta años, en 399, al comenzar el siglo IV, que había de ser el de máxima plenitud filosófica en Grecia. Era hijo de un escultor y una comadrona, y decía que su arte era, como el de su madre, una mayéutica, un arte de hacer dar a luz en la verdad. Es Sócrates una de las personalidades más interesantes e inquietadoras de toda la historia griega; apasionó a sus contemporáneos, hasta el extremo de costarle la vida, y su papel en la de Grecia y en la filosofía no carece de misterio. Sócrates tuvo una actuación digna y valiente como ciudadano y soldado; pero, sobre todo, fue el hombre del ágora, el hombre de la calle y de la plaza, que habla e inquieta a toda Atenas. Al principio Sócrates pareció un sofista más; sólo más tarde se vio que no lo era, sino al contrario, que justamente había venido al mundo para superar la sofística y restablecer el sentido de la verdad en el pensamiento griego. Tuvo pronto un núcleo de discípulos atentos y entusiastas; lo mejor de la juventud ateniense, y aun de otras ciudades de Grecia, quedó pendiente de las palabras de Sócrates; Alcibíades, Jenofonte, sobre todo Platón, se contaron entre sus apasionados oyentes.
Sócrates afirmaba la presencia junto a él de un genio o demonio (??????) familiar, cuya voz le aconsejaba en los momentos capitales de su vida. Este daímon nunca lo movía a actuar, sino que, en ocasiones, lo detenía y desviaba una acción. Era una inspiración íntima que se ha interpretado a veces como algo divino, como una voz de la Divinidad.
La acción socrática era exasperante. Un oráculo había dicho que nadie era más sabio que Sócrates; este, modestamente, pretende demostrar lo contrario; y para ello va a preguntar a sus conciudadanos, por las calles y plazas, qué son las cosas que él ignora; esta es la ironía socrática. El gobernante, el zapatero, el militar, la cortesana, el sofista, todos reciben las saetas de sus preguntas. ¿Qué es el valor, qué es la justicia, qué es la amistad, qué es la ciencia? Resulta que no lo saben tampoco; ni siquiera tienen, como Sócrates, conciencia de su ignorancia, y a la postre resulta que el oráculo tiene razón. Esto es superlativamente molesto para los interrogados, y ese malestar se va condensando en odio, que termina en una acusación contra Sócrates “por introducir nuevos dioses y corromper a la juventud”, un proceso absurdo, tomado por Sócrates con serenidad e ironía, y una sentencia de muerte, aceptada serenamente por Sócrates, que bebe la cicuta en aguda conversación sobre la inmortalidad con sus discípulos, sin querer faltar a las leyes injustas con la huida que le proponen y aseguran sus amigos.
EL SABER SOCRÁTICO.– ¿Qué sentido tiene esto? ¿Cómo pregunta Sócrates, y por qué no saben responderle? La oposición mayor de Sócrates va contra los sofistas; sus esfuerzos máximos tienden a demostrar la inanidad de su presunta ciencia; por eso, frente a los retóricos discursos de los sofistas pone su diálogo cortado de preguntas y respuestas. Si nos preguntamos cuál es, en suma, la aportación socrática a la filosofía, encontramos un pasaje de Aristóteles en que se dice categóricamente que le debemos dos cosas: “los razonamientos inductivos y la definición universal”; y añade Aristóteles que ambas cosas se refieren al principio de la ciencia. Cuando Sócrates pregunta, pregunta qué es, por ejemplo, la justicia, pide una definición. Definir es poner límites a una cosa, y por ello, decir lo que algo es, su esencia; la definición nos conduce a la esencia, y al saber entendido como un simple discernir o distinguir sucede, por exigencia de Sócrates, un nuevo saber como definir, que nos lleva a decir lo que las cosas son, a descubrir su esencia (Zubiri). De aquí arranca toda la fecundidad del pensamiento socrático, vuelto a la verdad, centrado nuevamente en el punto de vista del ser, de donde se había apartado la sofística. En Sócrates se trata de decir verdaderamente lo que las cosas son. Y por ese camino de la esencia definida se llega a la teoría platónica de las ideas.
LA ÉTICA SOCRÁTICA.– Sócrates siente principalmente la preocupación del hombre; esto no es nuevo, pues ya hemos visto que es propio de los sofistas y de toda la época; pero Sócrates considera al hombre desde un punto de vista distinto: el de la interioridad. “Conócete a ti mismo” (????? ???????), dice Sócrates; pon tu interioridad a la luz. Y esto trae un sentido nuevo en Grecia, un sentido de reflexividad, de crítica, de madurez, con el que el hombre griego se enriquece, aun cuando ello le cueste perder algo del impulso ingenuo y animoso con que se habían vivido los primeros siglos de historia griega. En este sentido, si bien no se puede hablar de corrupción, es cierto que Sócrates alteró decisivamente el espíritu de la juventud ateniense. (Véase Ortega: Espíritu de la letra).
El centro de la ética socrática es el concepto de areté, virtud. Es virtud en un sentido distinto del usual, y que se aproxima más al que tiene la palabra al hablar de las virtudes de las plantas o de un virtuoso del violín. La virtud es la disposición última y radical del hombre, aquello para lo cual ha nacido propiamente. Y esta virtud es ciencia. El hombre malo lo es por ignorancia; el que no sigue el bien es porque no lo conoce, por esto la virtud se puede enseñar (ética intelectualista), y lo necesario es que cada cual conozca su areté. Este es el sentido del imperativo socrático: conócete a ti mismo. Por eso es un imperativo moral, para que el hombre tome posesión de sí mismo, sea dueño de sí, por el saber. Así como de la definición socrática sale el problema de la esencia y con él toda la metafísica de Platón y Aristóteles, de la moral de Sócrates arrancan todas las escuelas éticas que van a llenar Grecia y el Imperio romano, desde entonces: primero, los cínicos y cirenaicos; luego, sobre todo, los epicúreos y los estoicos. Toda la filosofía griega desde comienzos del siglo IV tiene una raíz en Sócrates; lo que en él está solo apuntado o esbozado tuvo que realizarse en su fecunda tradición.
Sócrates tuvo una aportación doctrinal modesta a la filosofía. No fue probablemente hombre de muchas y profundas ideas metafísicas, como habían de serlo luego Platón y Aristóteles. Su papel fue prepararlos y hacerlos posibles, situando a la filosofía por segunda vez en la vía de la verdad, en la única que puede seguir y de la que había sido desviada por la retórica sofística, por la aparente sabiduría del buen decir, incapaz de ser otra cosa que opinión.
LA TRANSMISIÓN DEL PENSAMIENTO SOCRÁTICO.– Sócrates no escribió nunca nada. No nos ha dejado ni una página, ni una línea suya. Conocemos su pensamiento por referencia de otros filósofos, especialmente de sus discípulos. Jenofonte escribió las Memorables, dedicadas a los recuerdos de su maestro; también un Symposion o Banquete y una Apología de Sócrates. Pero, sobre todo, Platón es quien nos ha conservado el pensamiento y la figura viva de un Sócrates que, por cierto, difiere bastante del de Jenofonte. El Sócrates platónico es incomparablemente más rico, profundo y atractivo que el de Jenofonte. Pero como Platón hace de Sócrates el personaje principal de sus diálogos y pone en su boca la filosofía propia, resulta a veces difícil determinar dónde termina el auténtico pensamiento socrático y dónde empieza la filosofía original de Platón. Sin embargo, la cuestión es clara en la mayoría de los casos. Otra fuente de información sobre Sócrates, no por indirecta menos valiosa, es Aristóteles. La genial penetración aristotélica hace inapreciables todas sus indicaciones; y, además, la convivencia de veinte años con Platón hubo de dar a Aristóteles una familiaridad grande con el pensamiento de Sócrates. Esta tercera fuente es de especial valor para decidir los límites entre las doctrinas socráticas y las del propio Platón. Y tiene un valor casi simbólico el que la doctrina de Sócrates se encuentre fuera de él, como la fecundidad mayor de su filosofía (No puede olvidarse el enorme valor histórico de la imagen de S´pcrates –desfigurada y hostil, pero reflejo de un actitud social ateniense– en Las Nubes de Aristófanes).
III. PLATÓN.
VIDA.– Platón nació en Atenas el año 427, y murió, en la plenitud de su vida intelectual, en 347. Pertenecía a una familia noble y antigua, cuyos orígenes pretendían remontarse a Codro y Solón. Su nacimiento y su vocación personal lo llamaban a la política, a la vez que la atracción de Sócrates lo llevó a dedicarse a la filosofía. Después de dos intentos de intervención en la vida pública ateniense, la muerte de Sócrates lo apartó totalmente de ella; solo permaneció para él el interés de los temas políticos, que le hizo dar un puesto tan principal en su sistema a la teoría del Estado o intentar por varias veces, aun con graves riesgos, que su discípulo Dión, cuñado del tirano Dionisio de Siracusa, realizara, durante el reinado de este y el de su sobrino Dionisio el joven, el ideal del Estado platónico. Estos proyectos se frustraron y la actividad de Platón se ciñó a su genial meditación filosófica, a su gran labor de escritor y a la enseñanza viva en la escuela de filosofía que fundó, hacia el 387, en una finca con arboleda próxima al Cefiso, en el camino de Eleusis, dedicada al héroe Academo, y que por eso se llamó la Academia. Esta escuela perduró, aunque con profundas alteraciones, hasta el año 529 de nuestra era, en que la mandó clausurar el emperador Justiniano. Platón ejerció en ella su magisterio hasta su muerte, en colaboración estrecha y profunda con su máximo discípulo, Aristóteles.
ESCRITOS.– La obra de Platón se conserva casi completa. Es, con la aristotélica, lo capital de la filosofía y de toda la cultura griega. Además, su valor literario es tal vez el más alto de todo el mundo helénico, que le hace encontrar las expresiones y las metáforas justas para verter un nuevo modo de pensamiento. Es incalculable la aportación platónica a la formación del lenguaje filosófico. Platón escogió como género literario para expresar su pensamiento el dialogo, que tiene una relación profunda con su doctrina de la dialéctica como método filosófico, y muchos de ellos son de sobrecogedora belleza poética. El personaje principal es siempre Sócrates, que lleva el peso de la discusión. Los diálogos de juventud, la Apología, el Critón, el Eutrifrón, están fuertemente teñidos de socratismo. En su madurez se sitúan entre los más importantes el Protágoras, el Gorgias, el Eutidemo (sobre los sofistas), el Fedón, sobre la inmortalidad del alma; el Symposion o Banquete, acerca del amor; el Fedro, donde se encuentra la teoría del alma, y la República, sobre la justicia y la idea del Estado. Por último, el Teeteto, el Parménides –tal vez el más importante de los escritos platónicos–, el Sofista y el Político; y en los años de la vejez, el Timeo, donde se hallan las referencias a la Atlántida; el Filebo, y una obra considerable, la más extensa en volumen, que contiene una segunda exposición de la teoría del Estado, y en la que no aparece Sócrates: las Leyes. La autenticidad de algunos escritos platónicos, en especial de algunas de sus cartas –alguna de ellas, como la VII, tiene suma importancia–, ha suscitado graves dudas y problemas.
El pensamiento de Platón muestra una evolución que parte de la doctrina de Sócrates, llega a su genial descubrimiento de las ideas y culmina en la discusión de las dificultades y problemas que las ideas plantean, en diálogo con Aristóteles. Aquí no podemos seguir esta marcha de la metafísica platónica, y nos limitaremos a exponer las líneas más vivas y fecundas de la filosofía de la madurez, que contienen todo el problema que hubo de poner en movimiento la historia ulterior del pensamiento griego(Una consideración genética del platonismo dentro de la filosofía y la historia griega se encontrará en mi citada Biografía de la Filosofía).
1. Las ideas.
EL DESCUBRIMIENTO.– ¿Con qué problema se las tiene que haber Platón? Con el mismo problema que la metafísica griega tenía planteado desde Parménides: con el problema del ser y el no ser. Durante más de un siglo, la filosofía helénica había luchado por resolver la aporía de hacer compatible el ente –uno, inmóvil y eterno– con las cosas –múltiples, variables, perecederas–. Hemos visto que la filosofía presocrática posterior a Parménides había sido una serie de intentos de solución de este problema central, que en rigor no rebasan el área intelectual en que el propio Parménides lo había planteado. Platón, en cambio, da a la cuestión un giro decisivo: da un paso hacia adelante, tan nuevo y genial, que lo arrastra a él mismo, y desde entonces va a tener que esforzarse afanosamente en torno a su propio hallazgo, a su doctrina, que se le convierte en el más grave problema. Platón descubre nada menos que la idea. ¿Qué quiere decir esto?
Platón busca el ser de las cosas. Pero esta búsqueda tropieza con varias dificultades de diversa índole, que lo empujan, de modo coincidente, a una solución radical y de apariencia paradójica. En primer lugar, Platón encuentra que las cosas, propiamente, no son; si yo considero, por ejemplo, una hoja de papel blanco, resulta que en rigor no es blanca; es decir, no es del todo blanca, sino que tiene algo de gris o de amarilla; solo es casi blanca; otro tanto ocurre con su presunta rectangularidad: ni sus lados son total y absolutamente rectos, ni son rectos sus ángulos. Todavía hay más: esta hoja de papel no ha existido siempre, sino solo desde hace cierto tiempo; dentro de algunos años no existirá tampoco. Por tanto, es blanca y no blanca, es rectangular y no rectangular, es y no es; o –lo que es lo mismo– no es plena y verdaderamente.
Pero si ahora, en segundo lugar, nos detenemos en el otro aspecto de la cuestión, hallamos que –si bien no es en rigor blanca– la hoja de papel es casi blanca. ¿Qué quiere decir esto? Al decir de algo que es casi blanco, le negamos la absoluta blancura por comparación con lo que es blanco sin restricción; es decir, para ver que una cosa no es verdaderamente blanca, necesito saber ya lo que es blanco; pero como ninguna cosa visible –ni la nieve, ni la nube, ni la espuma– es absolutamente blanca, esto me remite a alguna realidad distinta de toda cosa concreta, que será la total blancura. Dicho en otros términos, el ser casi blanco de muchas cosas requiere la existencia de lo verdaderamente blanco, que no es cosa alguna, sino que está fuera de las cosas. A este ser verdadero, distinto de las cosas, es a lo que Platón llama idea.
En tercer lugar, este problema adquiere su mayor agudeza si tenemos presente el punto de partida de Platón respecto al conocimiento. Platón se mueve en el horizonte del pensamiento socrático; ahora bien, Sócrates –que, en rigor, no hace una metafísica, sino que establece el punto de vista de la verdad en filosofía– pretende conocer qué son las cosas; es decir, busca las definiciones. Mientras Parménides se mueve en el ámbito del ser y trata de discernir lo que es de verdad de lo que es mera apariencia, Sócrates intenta decir qué (??) es lo que es, o sea definir, descubrir y fijar las esencias de las cosas. En este punto concreto inicia Platón su filosofía.
Ahora bien, una definición es, por lo pronto, una predicación de la forma A es B. Y me encuentro en ella con un problema de unidad y multiplicidad. Cuando digo “el hombre es un animal que habla”, identifico al animal con el hombre, digo que dos cosas son una, que A es B. ¿Qué es lo que hace posible que yo haga con verdad una predicación? Reparemos en que, al decir A es B, A funciona dos veces: primero como sujeto, cuando digo A; pero, en segundo lugar, cuando digo que es B, no estoy solo en B, sino que en este predicado está incluido A: en otros términos, no se trata de que yo miente primero A y luego B, sin más conexión, sino que este B es el ser B de A, y por consiguiente, A funciona dos veces. El supuesto de la predicación A es B es que A es A; es decir, la identidad de A consigo misma, que a su vez se desdobla en estos dos momentos: 1.º que A es una; 2.º que A es permanente.
Cuando yo digo que el hombre es un animal parlante, es menester que el hombre sea unívoco, y además que al referirlo al ser parlante continúe siendo hombre. La definición en el sentido socrático y platónico parte del supuesto de la identidad y permanencia de los entes, cuestión grave si las hay. Si yo quiero decir algo del caballo, me encuentro, ante todo, con que hay muchos caballos; en segundo lugar, estos caballos que ahora encuentro no son permanentes: ni los había hace cincuenta años ni los habrá dentro de cincuenta; por último, si digo de un caballo que es negro, esto no es rigurosamente cierto, porque tiene algo de blanco o de gris; el caballo perfecto, el caballo sin más, no existe. Puede decirse que casi predicamos unas casi propiedades de unas casi cosas.
Platón, que se da cuenta de ello –y ahí está su genialidad–, supone –y esto es lo grave– que es un defecto del caballo, porque este debería ser un caballo absoluto y absolutamente negro. Ante esta dificultad, se desentiende del caballo concreto, que es y no es, que no es del todo, para buscar el caballo verdadero. Y Platón tiene que hacer dos cosas: encontrar el caballo absoluto y dar cuenta desde él de los caballos aproximados que galopan en el mundo. Platón apela del mundo de las cosas, que no permiten predicaciones rigurosas, al mundo en que éstas se dan, a lo que llama el mundo de las ideas. Pero, ¿qué se entiende por ideas?
EL SER DE LAS IDEAS.– La palabra “idea” o “eidos” (????, ?????) quiere decir figura, aspecto: aquello que se ve, en suma. También se traduce, en ciertos contextos, por forma; así, en Aristóteles aparece como sinónimo de morphé, y por otra parte equivale en él a especie. (En latín, species es de la misma raíz que el verbo spicio, ver o mirar, como ocurre con las voces griegas ????? o ????; entre las significaciones de species se encuentra también la de belleza o hermosura, y equivale, por tanto, a forma de donde viene formosus). Idea es lo que veo cuando veo algo. Cuando yo veo un hombre, lo veo propiamente –es decir, lo veo como hombre– porque tengo ya previamente la idea del hombre, porque lo veo como participante de ella; del mismo modo, cuando digo de un papel que no es del todo blanco, lo que permite verlo como casi blanco es la idea de la blancura. Cuando leo una palabra escrita, la veo instantáneamente porque poseo ya su idea; si se trata de una palabra de una lengua totalmente ajena y desconocida, no la veo directamente y como tal, sino solo como un agregado de letras –cuyas ideas respectivas, en cambio, poseo–; y si paso a un vocablo escrito en caracteres que ignoro, en rigor no veo las letras, ni podría reproducirlas sin una previa reducción, mediante un examen detallado, a formas de rasgos conocidos. Un hombre que no sepa lo que es leer –no simplemente que no sepa leer–, no ve un libro, porque carece de su idea. La idea es, pues, el supuesto del conocimiento y de la visión de las cosas como tales.
El descubrimiento de las ideas estaba ya parcialmente preparado en la filosofía anterior; recordemos primero la perspectiva, mediante la cual las homeomerías de Anaxágoras podían tomar formas distintas variando su posición; en segundo lugar, la definición socrática, que no da lo que es cada cosa concreta, sino todas las comprendidas en ella; es decir, la especie. Pero hay una gran distancia entre estos antecedentes y la doctrina platónica.
El ser verdadero, que la filosofía venía buscando desde Parménides, no está en las cosas, sino fuera de ellas: en las ideas. Estas son, pues, unos entes metafísicos que encierran el verdadero ser de las cosas; son lo que es auténticamente, lo que Platón llama ????? ??. Las ideas tienen los predicados exigidos tradicionalmente al ente y que las cosas sensibles no pueden poseer: son unas, inmutables, eternas; no tienen mezcla de no ser; no están sujetas al movimiento ni a la corrupción; son en absoluto y sin restricciones. El ser de las cosas, ese ser subordinado y deficiente, se funda en el de las ideas de que participan. Platón inicia la escisión de la realidad en dos mundos: el de las cosas sensibles, que queda descalificado, y el de las ideas, que es el verdadero y pleno ser.
Vemos, pues, la necesidad de la idea: 1.º Para que yo pueda conocer las cosas como lo que son. 2.º Para que las cosas, que son y no son –es decir, no son de verdad–, puedan ser. 3.º Para explicarme cómo es posible que las cosas lleguen a ser y dejen de ser –en general, se muevan o cambien–, sin que esto contradiga a los predicados tradicionales del ente. 4.º Para hacer compatible la unidad del ente con la multiplicidad de las cosas.
EL CONOCIMIENTO.– Al preguntarse Platón por el ser de las cosas se encuentra con algo bastante paradójico: que estas cosas no tienen ser y, por tanto, no le sirven para encontrarlo. ¿Dónde buscarlo, pues? El ser verdadero está en las ideas, pero las ideas no son accesibles a mi conocimiento directo, no están en el mundo. Sin embargo, yo las conozco de algún modo, yo las tengo en mí, y por eso me permiten conocer las cosas, como hemos visto. ¿Cómo es esto posible? Para resolver esta cuestión, Platón recurre a uno de sus procedimientos característicos: cuenta un mito. El mito del Fedro explica, a la vez, el origen del hombre, el conocimiento de las ideas y el método intelectual del platonismo.
Según el famoso mito que Sócrates cuenta a Fedro, a orillas del Iliso, el alma, en su situación originaria, puede compararse a un carro tirado por dos caballos alados, uno dócil y de buena raza, el otro díscolo (los instintos sensuales y las pasiones), dirigido por un auriga (la razón) que se esfuerza por conducirlo bien. Este carro, en un lugar supraceleste (???? ????????????), circula por el mundo de las ideas, que el alma contempla así, pero no sin dificultad. Las dificultades para guiar el tiro de los dos caballos hacen que el alma caiga: los caballos pierden las alas, el alma queda encarnada en un cuerpo. Si el alma ha visto, aunque sea muy poco, las ideas, ese cuerpo será humano y no animal; según que las haya contemplado más o menos, las almas están en una jerarquía de nueve grados, que va del filósofo al tirano. El origen del hombre como tal es, pues, una caída de un alma de procedencia celeste y que ha contemplado las ideas. Pero el hombre encarnado no las recuerda. De sus alas no quedan más que muñones doloridos, que se excitan cuando el hombre ve las cosas, porque estas le hacen recordar las ideas, vistas en la existencia anterior. Este es el método del conocimiento. El hombre parte de las cosas, pero no para quedarse en ellas, para encontrar en ellas un ser que no tienen, sino para que le provoquen el recuerdo o reminiscencia (anámnesis) de las ideas en otro tiempo contempladas. Conocer, por tanto, no es ver lo que está fuera, sino al revés: recordar lo que está dentro de nosotros. Las cosas son solo un estímulo para apartarse de ellas y elevarse a las ideas.
Las cosas, dice Platón con una expresiva metáfora, son sombras de las ideas. Las sombras son signos de las cosas y pueden hacerme caer en la cuenta de ellas. Los rotos muñones de las alas se estremecen y quieren rebrotar; se siente una inquietud, una comezón dolorosa: “la virtud de las alas consiste en levantar las cosas pesadas hacia arriba, elevándolas por los aires, hasta donde habita el linaje de los dioses”, dice Platón. Este es, como veremos en detalle, el sentido cognoscitivo del eros platónico: el amor, partiendo de la contemplación de las cosas bellas, de los cuerpos bellos, termina por hacernos recordar la idea misma de la belleza y nos introduce en el mundo ideal.
El hombre, que es para Platón un ente caído, aparece caracterizado, sin embargo, por haber visto las ideas, el verdadero ser de las cosas: por participar de la verdad; esto es lo que lo define. Uno de los más profundos argumentos que usa Platón para probar la inmortalidad del alma es que esta, por conocer la verdad, ha de tener cierta adecuación con ella; ya vimos la vinculación del ente y el noûs en Parménides. En este argumento va implícita toda una metafísica. (En la filosofía actual se ha suscitado de un modo agudo el problema de la eternidad de las verdades –Husserl y Heidegger–. Se contrapone a esa idea la de una vinculación temporal de las verdades a la existencia humana. Pero esta es una cuestión sumamente compleja, en la que aquí no se puede entrar).
2. La estructura de la realidad.
EL MITO DE LA CAVERNA.– En el libro VII de la República cuenta Platón un mito de fuerza sobrecogedora, en el que representa simbólicamente la situación del hombre en su relación con la filosofía, y a la vez la estructura de la realidad. Lo curioso es que inmediatamente antes, al final del libro VI, había expuesto en forma de tesis esa misma doctrina sobre la realidad y los métodos para conocerla. Este procedimiento de Platón recuerda, con una esencial alteración del orden, la técnica habitual de hacer comprender una verdad mediante una representación poética que se esclarece y precisa de modo intelectual; pero esta inversión de los términos revela que no se trata de un simple ejemplo metafórico, sino que el mito agrega algo a la explicación que lo antecede.
El contenido del mito se reduce en lo esencial a lo que sigue. Platón imagina unos hombres que se encuentran desde niños en una caverna, que tiene una abertura por donde penetra la luz exterior; están sujetos de modo que no pueden moverse ni mirar más que al fondo de la caverna. Fuera de esta, a espaldas de esos hombres, brilla el resplandor de un fuego encendido sobre una eminencia del terreno, y entre el fuego y los hombres encadenados hay un camino con un pequeño muro; por ese camino pasan hombres que llevan todo género de objetos y estatuillas, que rebasan la altura de la tapia, y los encadenados ven las sombras de esas cosas, que se proyectan sobre el fondo de la caverna: cuando los transeúntes hablan, los encadenados oyen sus voces como si procedieran de las sombras que ven, para ellos la única realidad. Uno de los encadenados, libre de su sujeción, contempla la realidad exterior; la luz hace que le duelan los ojos, y apenas ve; el sol lo deslumbra dolorosamente y lo ciega. Poco a poco intenta habituarse; primero consigue ver las sombras; luego, las imágenes de las cosas, reflejadas en las aguas; después, las cosas mismas. Vería el cielo de noche, las estrellas y la luna; y al amanecer, la imagen reflejada del sol, y, por último, después de un largo esfuerzo (???????), podría contemplar el sol mismo. Entonces sentiría que el mundo en que había vivido antes era irreal y desdeñable; y si hablaba con sus compañeros de ese mundo de sombras y dijera que no eran reales, se reirían de él, y si tratase de salvarlos y sacarlos al mundo real, lo matarían.
¿Qué es lo simbolizado en este mito? La caverna es el mundo sensible, con sus sombras, que son las cosas. El mundo exterior es el mundo verdadero, el mundo inteligible o de las ideas. Las cosas simbolizan las ideas; el sol, la idea del Bien. Se puede representar, siguiendo las instrucciones del propio Platón, de un modo gráfico la estructura de la realidad a que se refiere el mito de la caverna.
EL ESQUEMA DE LOS DOS MUNDOS.– Platón distingue dos grandes regiones de lo real, el mundo sensible (de las cosas) y el mundo inteligible (de las .ideas), que simboliza en dos segmentos de una recta. Cada una de estas dos regiones se divide en dos partes, que señalan dos grados de realidad dentro de cada mundo; hay una correspondencia entre las primeras y las segundas porciones de los dos segmentos. Por último, a cada una de las cuatro formas de realidad corresponde una vía de conocimiento; las dos que pertenecen al mundo sensible constituyen la opinión o dóxa; las del mundo inteligible son manifestaciones del noûs. Advertimos, pues, la resonancia de la doctrina de Parménides. Esquemáticamente, la realidad tiene, por tanto, esta estructura:
MUNDO SENSIBLE (REALIDAD APARENTE): sombras, conjetura, cosas, creencia : dóxa.
MUNDO INTELIGIBLE (RELIDAD VERDADERA): objetos matemáticos, discurso, ideas, visión poética: noûs.
EL SENTIDO DEL MITO.– El mito de la caverna, narrado por Platón a continuación de ese esquema, le agrega algo. De un modo concreto, simboliza a la vez la estructura ontológica de lo real y la significación de la filosofía. Con ello introduce una unidad fundamental de esos mundos. Las dos grandes regiones de la realidad quedan unificadas en la realidad en virtud de la intervención del hombre que se enfrenta con ellas. El mundo visible y el mundo inteligible aparecen calificados por su referencia a dos esenciales posibilidades humanas; el mundo total es un doble mundo que queda integrado en uno por el paso del hombre. (Desde otro punto de vista, hay un segundo vínculo de unidad, que es el Bien, fundamento ontológico del ser de ambos mundos). Al hombre de la caverna le acontece algo que se puede contar, y esto es el relato en que consiste el mito. El tema del mito de la caverna es, en su dimensión más profunda, la esencia de la filosofía, algo que, como vemos, más bien se cuenta que se define. La filosofía, propiamente, no se puede definir, a pesar de que Platón es el hombre de la definición, sino que hay que contar o narrar. Aquello que acontece al filósofo, el drama de la filosofía, es lo que pone de manifiesto la estructura de lo real: esta es la doble sustancia del mito de la caverna.
Pero no olvidemos que el viaje del hombre del mito es de ida y vuelta: el encadenado, una vez que ha contemplado el mundo de la luz y la libertad, vuelve a la caverna. Es decir, va a explicar desde las cosas las sombras, desde las ideas la realidad sensible. Vemos aquí prefigurada la filosofía de Platón, y a la vez advertiremos cómo queda inconclusa, porque Platón tenía que volver a la caverna para explicar desde la teoría de las ideas el ser de las cosas, y en rigor, como veremos, no lo hace, porque se queda en el mundo inteligible, deslumbrado y retenido por sus problemas internos. Y el trágico final del mito refleja la forma en que la filosofía era vivida en la época de Platón: en la muerte del filósofo por sus compañeros de la caverna late el recuerdo de Sócrates.
3. Los problemas de la teoría de las ideas.
EL SER Y EL ENTE.– Vimos antes que Platón se preguntaba por el ser de las cosas. Pero resultaba que no tienen ser por sí, sino que lo tienen recibido, participado de otra realidad que está fuera de las cosas. Y entonces Platón descubría las ideas.
Es menester fijarse un poco en lo que quiere decir esto. Es, por lo pronto, descubrir el modo de ser de las cosas, descubrir lo que hace que las cosas sean, y por eso, al mismo tiempo, descubrir aquello que puede saberse de las cosas; es decir, lo que son. El problema del conocimiento va inseparablemente unido al del ser, y por eso es estrictamente metafísico. No es posible descubrir una sola cosa y verla sin ver su idea; sin ver la idea del hombre, no se puede ver un hombre; un animal no puede ver un libro, porque no tiene su idea, y la realidad libro no existe para él. En definitiva, ¿qué es lo que Platón ha descubierto, qué es realmente la idea?
En realidad, Platón ha descubierto el ser de las cosas. El ser es lo que hace que las cosas sean, que sean entes. El ser es el ser del ente; y al mismo tiempo, saber una cosa es saber lo que esa cosa es; comprender el ser de aquel ente. Supongamos que tengo una cosa que voy a conocer. Aquella cosa es un ente; pero, al conocerla, no tengo en mi conocimiento la cosa misma. ¿Qué tengo, pues? Tengo el ser de la cosa, lo que aquella cosa es; Platón diría “su idea”. Diría que se trataba de ver una cosa en su idea.
En definitiva, nos encontramos con que Platón ha descubierto el ser, a diferencia del ente. Parménides había descubierto ci ente, las cosas en cuanto son. Platón descubre el ser, lo que hace que las cosas sean, y encuentra que este ser no se confunde con las cosas. Pero, además de distinguirlos, los separa: las ideas son algo separado de las cosas (absoluto). Y ahora se encuentra con una dificultad gravísima: que él se preguntaba por el ser de las cosas, y ahora ha encontrado el ser; pero no sabe lo que son las cosas. Platón se queda en las ideas, en el ser que ha descubierto. Le falta nada menos que explicar con las ideas el ser de las cosas (Ortega).
Esto ocurre cuando un hombre hace un descubrimiento genial como el de las ideas: se queda en ellas, pero no llega a explicar las cosas; se queda sin hacer su metafísica. (Véase Ortega: Filosofía pura). Aristóteles va a hacer precisamente esto. Le reprocha a Platón que se sirva de esos mitos, no porque sean mitos, sino porque detrás de ellos no hay una metafísica. El concepto de participación es completamente insuficiente. La ??????? es el tipo de relación que hay entre las ideas y las cosas. Las cosas participan de las ideas. Las ideas son como un velo, que cubre a varias cosas, y ellas participan de él, dice Platón. La idea del hombre es como un velo común que cubre a todos los hombres. Aristóteles dirá que todo eso son solo metáforas. ¿Qué es, ontológicamente, la participación? Un estar presentes las ideas en las cosas; pero ¿cuál es la posibilidad ontológica de la participación, cuál es ese modo de presencia?
LA COMUNIDAD DE LAS IDEAS.– Dentro de las ideas mismas, se le plantean problemas a Platón. Pensemos en la idea del hombre. El hombre es un viviente y es racional. El ser del hombre es la idea del hombre. Este hombre que aquí tengo, ¿es participación de la idea de viviente, o de la idea de racional? Dentro de la idea misma tengo el problema de lo uno y lo múltiple. ¿Cómo va a resolver Platón esta koinonía, la comunidad de las ideas? Va a ser algo semejante a la participación. La idea del hombre está en comunidad con la idea de viviente, con la idea de racional, etc.
Por estos caminos llega Platón a dos nociones importantes: la idea del ser como género supremo y la idea del bien como “el sol de las ideas” –dirá con una última metáfora Platón–, como la idea de las ideas.
EL BIEN.– Qué es el bien? ¿Qué es la idea del bien? Ante todo, se trata de una idea. Esta idea está en lo más alto de la jerarquía en que todas se encuentran, porque las ideas –y esto es lo que hace posible una ???????? o comunidad– están dispuestas y organizadas jerárquicamente. De la idea del bien nos dice Platón que es la más digna y suprema; que es, repito, el sol de las ideas, y, sobre todo, que es la idea de las ideas. No hay que entender esto como una expresión simplemente ponderativa, sino de un modo mucho más estricto: la “idea de las ideas” es la que hace que las demás sean ideas, quien confiere a las demás su carácter de ideas. Pero las ideas son los verdaderos entes, y, por tanto, si la idea del bien confiere a las demás su carácter, les da su ser. Pero ¿quién puede hacer que sean? Naturalmente, el ser. El ser haría que cada ente fuera ente; estaría presente en los entes, confiriéndoles su entidad. A esto llama Platón el bien; pero en Grecia el bien se entiende en un sentido que se acerca más al del plural bienes en español. Esto permite ver de un modo vivo la vinculación del ser y del bien. El bien de cada cosa es lo que esa cosa es, aquello de que puede echar mano; y, a la inversa, el ser buena una cosa es que sea lo que es. Un buen cuchillo o un buen político son los que son plenamente –verdaderamente– un cuchillo o un político. Naturalmente, esto está próximo a aquella implicación del ser, el bien y el uno de Aristóteles, que van a ser los llamados trascendentales de la Escolástica medieval.
En cierto sentido, la doctrina del bien en Platón es su teología. El bien aparece en muchos textos platónicos –aunque no siempre con suficiente claridad– de manera que induce a entenderlo como Dios. Así ha sido interpretada su doctrina, primero por los neoplatónicos y luego por San Agustín, y de este modo ha actuado en toda la tradición cristiana medieval.
EL ENTE COMO GÉNERO.– Nos queda un segundo punto importante: la idea del ente como género. Se trataría de un género supremo. Las demás cosas serían especies sucesivas de ese género único. De este modo se podría hacer una división del ente en géneros y especies, una división jerárquica, añadiendo sucesivas diferencias. A este punto de vista se opone también resueltamente Aristóteles, por razones profundas, que examinaremos más adelante. La crítica de Aristóteles a la teoría platónica de las ideas va a afirmar, pues, algunos puntos capitales: 1.º Que las ideas no están separadas de las cosas. 2.º Que el ente no es género, sino lo más universal de todo. 3.º Que el ente, el bien y el uno se acompañan mutuamente; y 4.º Que el ser se dice de muchas maneras, y que estas maneras se dicen por analogía. Estas dos últimas nociones, aunque en forma distinta, no son ajenas al pensamiento platónico.
4. El hombre y la ciudad.
En Platón, la idea del bien aparece al mismo tiempo como la divinidad, como el artífice o demiurgo del mundo. Platón supone la creación de un “alma del mundo”, intermedio entre las ideas y las cosas; es la animadora del mundo. El alma humana es también, como hemos visto, algo intermedio: por una parte, está caída, encarnada en un cuerpo, sujeta al mundo sensible, cambiante y corruptible; por otra parte, ha visto las ideas y tiene una peculiar conexión con ellas: participa, por tanto, del mundo eterno e inteligible de las ideas.
DOCTRINA DEL ALMA.– Ya hemos visto el origen mítico del hombre, en el Fedro. Platón insiste de un modo especial en la inmortalidad del alma. Recoge con esto una corriente muy profunda de la religión y de todo el pensamiento griego, sobre todo de los misterios dionisiacos y órficos, y del pitagorismo, que influyó hondamente en Platón, tanto en este punto como en el aspecto matemático. Las pruebas principales de la inmortalidad del alma se fundan en su simplicidad e inmaterialidad y en su adecuación con las ideas eternas y con la verdad, que es conocida por el alma. Estas pruebas han sido utilizadas tradicionalmente por la filosofía griega y cristiana.
El alma tiene tres partes: una parte concupiscible o sensual, la más relacionada con las necesidades corporales; una segunda parte irascible, correspondiente a los impulsos y afectos, y, por último, la parte racional, mediante la que es posible el conocimiento de las ideas y la volición en sentido deliberativo, según la razón. Este esquema de la psicología recibe un desarrollo superior en el pensamiento aristotélico.
ÉTICA.– La moral platónica muestra un paralelismo estricto con su teoría del alma. Las partes de la psique humana tienen una correspondencia ética rigurosa. Cada una de ellas tiene que estar regida de un cierto modo, tiene que poseer una virtud particular, una calidad en que consiste su funcionamiento perfecto. La parte sensual requiere la moderación, lo que se llama tradicionalmente templanza (sophrosyne). A la parte afectiva le corresponde la fortaleza o andría. La parte racional tiene que estar dotada de la sabiduría o prudencia, de la phrónesis. Pero hay aún una cuarta virtud; las partes del alma son elementos de una unidad, y están, por tanto, en una relación entre sí; esta buena relación constituye lo más importante del alma y, por consiguiente, la virtud suprema, la justicia o dikaiosyne. Estas son las cuatro virtudes que han pasado como virtudes cardinales, incluso al cristianismo (prudencia, justicia, fortaleza y templanza, según la denominación usual).
LA CIUDAD.– La moral individual tiene una traducción casi exacta a la teoría de la constitución civil o politeía, tal como la expone en la República, y luego, en forma atenuada, de más fácil realización, en las Leyes. La ciudad se puede considerar también, a semejanza del alma, como un todo compuesto de tres partes, que corresponden a las psíquicas. Estas partes son las tres grandes clases sociales que reconoce Platón: el pueblo –compuesto de comerciantes, industriales y agricultores–, los vigilantes y los filósofos. Hay una correlación estrecha entre estas clases y las facultades del alma humana, y, por tanto, a cada uno de estos grupos sociales pertenece de modo eminente una de las virtudes. La virtud de las clases productoras es, naturalmente, la templanza; la de los vigilantes o guerreros, la fortaleza, y la de los filósofos, la sabiduría, la phrónesis o sophía. También aquí la virtud capital es la justicia, y de un modo aún más riguroso, pues consiste en el equilibrio y buena relación de los individuos entre sí y con el Estado, y de las diferentes clases entre sí y con la comunidad social. Es, pues, la justicia quien rige y determina la vida del cuerpo político, que es la ciudad. El Estado platónico es la pólis griega tradicional, de pequeñas dimensiones y escasa población; Platón no llega a imaginar otro tipo de unidad política.
Los filósofos son los “arcontes” o gobernantes encargados de la dirección suprema, de la legislación y de la educación de todas las clases. La función de los vigilantes es la militar: la defensa del Estado y del orden social y político establecido contra los enemigos de dentro y de fuera. La tercera clase, la productora, tiene un papel más pasivo y está sometida a las dos clases superiores, a las que tiene que sostener económicamente. Recibe de ellas, en cambio, dirección, educación y defensa.
Platón establece en las dos clases superiores un régimen de comunidad no sólo de bienes, sino de mujeres e hijos, que pertenecen al Estado. No existen propiedad ni familia privadas más que en la tercera clase. Las directivas no deben tener intereses particulares, para subordinarlo todo al servicio supremo de la pólis.
La educación, semejante para hombres y mujeres, es gradual, y ella es quien opera la selección de los ciudadanos y determina la clase a que habrán de pertenecer, según sus aptitudes y méritos. Los menos dotados reciben una formación elemental, e integran la clase productora; los más aptos prosiguen su educación, y una nueva selección separa los que han de quedar entre los vigilantes y los que, tras una preparación superior, ingresan en la clase de los filósofos y han de llevar, por tanto, el peso del gobierno. En la educación platónica alternan los ejercicios físicos con las disciplinas intelectuales; el papel de cada ciudadano está rigurosamente fijado según su edad. La relación entre los sexos y la generación están supeditadas al interés del Estado, que las regula de modo conveniente. En toda la concepción platónica de la pólis se advierte una profunda subordinación del individuo al interés de la comunidad. La autoridad se ejerce de un modo enérgico, y la condición capital para la marcha de la vida política de la ciudad es que esta se rija por la justicia.
5. La filosofía.
Vamos a ver ahora qué es la filosofía para Platón. ¿Qué se entiende por filosofía y filosofar, en el momento en que ha llegado a esta primera plenitud el pensamiento helénico?
Al comienzo del libro VII de la República, Platón cuenta, como ya hemos visto, el mito de la caverna, que simboliza, por una parte, la diferencia entre la vida usual y la vida filosófica, y, por otra, los diversos estratos de la realidad dentro de su sistema metafísico.
Por otra parte, dice Platón en el Banquete: “Ninguno de los dioses filosofa ni desea hacerse sabio, porque lo es ya; ni ningún otro sabio filosofa; ni tampoco los ignorantes filosofan ni desean hacerse sabios”. Y añade más adelante: “ Quiénes, pues, son los que filosofan, si no son los sabios ni los ignorantes? Claro es que los intermedios (??????) de estos dos”.
Esto es definitivo. Para Platón no filosofa ni el que es sabio ni el que es ignorante. Ignorante es el que no sabe, sin más. El intermedio no sabe, pero se da cuenta de ello; sabe que no sabe, y por eso quiere saber: le falta ese saber. Propiamente hablando, ni al sabio ni al ignorante les falta el saber. Yo no tengo ramas, pero no me faltan. Solo filosofa el que echa de menos el saber. Esto nos va a conducir a dos cosas importantes, que trascienden de Platón: la relación que puedan tener con la filosofía, por una parte, el amor, y por otra, la Divinidad.
En el Banquete se trata de hablar “acerca del amor”, y también de hacer un elogio del dios Eros, que está en estrecha relación con la filosofía. Para Platón, el amor es un echar de menos, un buscar lo que no se tiene, lo que falta. El Amor, que es hijo de Poro y de Penia, según el mito, es todo riqueza, pero al mismo tiempo es menesteroso. El amor y también el amante, el erastés, busca lo que le falta, y principalmente la belleza. Sócrates dirá en el Banquete, con gran escándalo de todos, que si el amor busca la belleza es porque le falta, y, por tanto, no es dios. ¿Qué es entonces? Un gran demonio o genio, un metaxy, un intermedio entre los hombres y los dioses. Y esto mismo le ocurre al filósofo, que es también metaxy, intermedio entre el sabio y el ignorante. La sabiduría lo es de las cosas más bellas, y el amor es amor de lo bello; es necesario, pues, que el amor sea filósofo. Por lo bello se llega a lo verdadero, y así los filósofos son “amigos de mirar a la verdad”. Hay una esencial comunidad entre la belleza y la verdad. Debajo de la del bien y de la verdad, objeto de la filosofía, está, muy próxima, la idea de lo bello. Y la belleza, para Platón, es más fácilmente visible que la verdad, se ve y resplandece más, se impone de un modo más vivo e inmediato; la belleza nos puede llevar a la verdad: por eso el filósofo es un amador, y de la contemplación de la belleza de un cuerpo se eleva a la de los cuerpos en general, luego a la de las almas y, por último, a la de las ideas mismas. Y entonces es cuando sabe, cuando tiene verdaderamente sophía.
Recordemos que belleza se dice en latín forma; lo que es hermoso es formosus; se dice también species; pero species, como eidos o idéa, es lo que se ve. Lo que se ve puede ser la belleza y la idea; y lo mismo pasa con la forma, que es lo que constituye la esencia de una cosa, su bien en sentido griego.
Vemos que aparece en Platón, como algo esencial de la Filosofía, un momento amoroso. Pero la cosa no es tan sencilla, porque amor se dice en griego de muchas maneras. Principalmente de tres: ????, ????? y ?????. El éros, como hemos visto, es ante todo un deseo de lo que no se tiene y echa de menos, un afán, primordialmente, de belleza. La philía se encuentra en la raíz misma de la palabra filosofía. Es una especie de amistad, de cuidado y de trato frecuente. Aristóteles se pronunciaba por la philía en relación con el filosofar. Quedaba un poco al margen la agápe, que era una especie de dilectio, de estimación y amor recíproco; este concepto, esencialmente modificado por el cristianismo, va a ser en San Juan y en San Pablo la caridad, caritas (Zubiri). Y San Agustín dice esta sencilla y taxativa frase: Non intratur in veritatem nisi per caritatem: “No se entra en la verdad sino por la caridad”.
Por tanto, en tres filosofías de tanta magnitud como las de Platón, Aristóteles y San Agustín, la filosofía tiene como método, como vía de acceso a la verdad, las tres formas del amor griego. Para Platón no se entra en la filosofía sino por el éros; para Aristóteles, por una cierta philía; para San Agustín, por la caritas. Todavía doce siglos más tarde Spinoza definirá la filosofía como amor Dei intellectualis, y en nuestro siglo Ortega como “la ciencia general del amor”.
(continuará)
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